Pensé en la posibilidad de contratar a un detective privado. Luego repasé en mi cabeza las cosas que tendría que contarle, y decidí dejarlo. Pero como no podía tampoco cruzarme de brazos, hice una llamada telefónica al zoo para preguntar si por casualidad tenían un gorila de llanura. Me contestaron que no. Les comuniqué que yo tenía un gorila del que tenía que desprenderme y les pregunté si lo querían, pero me dijeron que no. Entonces les pregunté si sabían de alguien que tal vez quisiera uno, y me dijeron que tampoco, que no tenían la menor idea. Y si tuvieran que deshacerse perentoriamente de un gorila, ¿qué harían ellos?, volví a la carga. Su contestación fue que podría haber un laboratorio o dos que lo quisieran para hacer experimentos; pero me dio la impresión de que no me estaban prestando ninguna atención.
Una cosa era evidente: Ismael había hecho algunos amigos que yo no conocía, tal vez unos antiguos alumnos suyos. Para dar con ellos, se me ocurrió usar el mismo método que él usaba para conseguir alumnos: poner un anuncio en el periódico.
AMIGOS DE ISMAEL
Otro amigo ha perdido contacto.
Por favor, llamadme para decirme dónde está.
Aquel anuncio fue un error, pues me brindaba otra excusa para desconectar el cerebro. Esperé a que apareciera, esperé una semana a que alguien lo leyera y luego unos días más a que alguien me llamara, y de esa manera transcurrieron dos semanas durante las cuales no di ni golpe.
Cuando, finalmente, me enfrenté a la evidencia de que nadie me iba a contestar, me puse a buscar una nueva estrategia. Me llevó unos tres minutos dar con ella. Llamé al Ayuntamiento y me pusieron con la persona encargada de expedir permisos a los feriantes: ¿Qué pasaba si alguien quería arrendar un solar municipal durante una semana?
¿Había alguna feria ambulante en la ciudad aquellos días?
No.
¿Había habido alguna últimamente?
Sí, el Darryl Hicks Carnival, con diecinueve atracciones, veinticuatro casetas y una carpa. Se habían marchado hacía un par de semanas, más o menos.
¿Incluía algo parecido a una casa de fieras?
No recordaba que hubiera llevado fieras.
¿Un animal o dos en la carpa, acaso?
Pss. Era posible.
¿El siguiente destino?
Ni la más mínima idea.
No importaba. Tras una docena de llamadas más, supe que había permanecido una semana en una ciudad situada a cincuenta y tantos kilómetros, al norte, y que había vuelto a marcharse. Supuse que había seguido rumbo norte, y di con su paradero actual tras una sola llamada. Y, sí, ahora se vanagloriaban de tener a «Gargantúa, el gorila más famoso del mundo», bicho que, según mis noticias, llevaba muerto unos cuarenta años.
Alguien que dispusiera de un medio de locomoción razonablemente moderno, habría dado con el Darryl Hicks Carnival en unos noventa minutos; pero yo, que disponía de un Plymouth que tenía la misma edad que Dallas, no llegué hasta pasadas dos largas horas. La feria estaba en todo su apogeo. Ya se sabe, las ferias se parecen mucho a las estaciones de autobús: unas más grandes que otras, pero todas muy parecidas. Darryl Hicks ocupaba una hectárea llena de sordidez disfrazada de diversión: mucha gente fea, mucho ruido y un intenso olor a cerveza, algodón dulce y palomitas. Me abrí paso en dirección a la carpa central.
Tengo la impresión de que este tipo de carpas, tal y como yo las recuerdo de mis años de infancia —o tal vez de las películas de mi infancia— brilla prácticamente por su ausencia en las ferias modernas; pero, si tal es el caso, el Darryl Hicks constituye una clara excepción. Cuando entré, un animador estaba presentando a un tragafuegos; pero no me quedé a mirar. Había un montón de cosas que ver allí dentro: la consabida colección de monstruos, tipos raros, un faquir, un alfiletero humano, una mujer gorda tatuada, y más cosas, a las que no presté la menor atención.
Ismael se hallaba en un rincón poco iluminado al final de la carpa, objeto de atención de dos chavales de unos diez años.
—Apuesto a que, si quiere, rompe esos barrotes de un golpe —comentó uno de ellos.
—Ya —convino el otro—. Pero él no sabe eso.
Permanecí un rato inmóvil, con la mirada clavada en Ismael, mientras él parecía no inmutarse ni prestar atención a nada, hasta que los chicos se alejaron.
Un par de minutos después, yo seguía mirándolo fijamente y él seguía haciéndose el indiferente. Finalmente, cedí y rompí el silencio:
—Dime una cosa. ¿Por qué no me has pedido ayuda? Podrías haberlo hecho. No ponen a nadie de patitas en la calle de la noche a la mañana.
Nada delataba que me hubiera oído.
—¿Qué diablos puedo hacer para sacarte de aquí?
Siguió mirando en mi dirección, pero como si no me estuviera viendo, como si yo fuera un hombre invisible.
Volví a la carga:
—Oye, Ismael, ¿estás enfadado conmigo o qué?
Por fin, me miró a los ojos, pero con una mirada de pocos amigos.
—Yo no te he pedido en ningún momento que fueras mi protector —replicó—; así que, por favor, intenta no ser condescendiente.
—Quieres decir que me ocupe de mis propios asuntos, ¿no es eso?
—Dicho simple y llanamente, sí, es eso.
Miré alrededor, embargado por una sensación de impotencia.
—¿Pretendes realmente que me crea que quieres quedarte aquí?
De nuevo, la mirada de Ismael se volvió glacial.
—De acuerdo, de acuerdo —me avine—. ¿Y yo, qué?
—¿Cómo que «y yo, qué»?
—Se supone que no habíamos terminado, ¿o sí?
—No, no habíamos terminado.
—Entonces, ¿cuáles son tus planes? Que me convierta en el fracasado número cinco, ¿no?
Estuvo un par de minutos mirándome con aire torvo. Luego, contestó:
—No tiene por qué ser así. Podemos seguir como antes.
En aquel momento, una familia de cinco miembros se acercó a echar un vistazo al gorila más famoso del mundo: mami, papi, dos niñas y un peque dormido en los brazos de la madre.
—Así que podemos seguir igual que antes… Eso es lo que tú opinas, ¿no? —le rebatí, y no precisamente en voz baja—. Eso te parece perfectamente factible, claro.
La familia de visitantes me encontró al parecer mucho más interesante que a «Gargantúa», el cual, después de todo, permanecía sentado con aspecto tristón.
Yo seguí con mi tema:
—Y qué, ¿cuándo empezamos? ¿Recuerdas dónde lo dejamos?
Intrigados, los visitantes se volvieron para ver qué respuesta arrancaban mis palabras en Ismael. Cuando se produjo la respuesta, obviamente sólo yo pude oírla.
—Cierra el pico.
—¿Que cierre el pico? Había creído oírte decir que íbamos a seguir igual que antes.
Soltó un gruñido, se desplazó a la parte trasera de la jaula y nos ofreció a los presentes una amplia visión de su parte posterior. Un minuto después aproximadamente, los visitantes decidieron que yo merecía una mirada de reproche; me la echaron bien echada y prosiguieron su recorrido en dirección al cadáver momificado de un hombre muerto de un disparo al final de la Guerra Civil.
—Déjame que te saque de aquí.
—No, gracias —respondió volviéndose hacia mí, pero sin hacer ningún amago de acercarse—. Por increíble que pueda parecerte, prefiero vivir así antes que vivir de tu generosidad.
—De mi generosidad sólo hasta que se nos ocurriera alguna otra cosa.
—¿Alguna otra cosa… como qué? ¿Hacer monerías en un programa de la tele? ¿O marcarme un numerito todas las noches en una boîte?
—Escucha. Si podemos ponernos en contacto con los otros, tal vez podamos hacer algo positivo entre todos.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Estoy hablando de los que te han llevado tan lejos. No lo has hecho tú solo, ¿no?
Me lanzó una mirada hostil desde la sombra.
—Vete —gruñó—. Vete y déjame en paz.
Me fui y le dejé en paz.