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Había en el listín telefónico media docena de mujeres apellidadas Sokolow, pero ninguna que se llamara Raquel. Había una Grace, con el tipo de dirección perfecto para ser la viuda de un comerciante judío acomodado. A la mañana siguiente, cogí temprano el coche y cometí una pequeña y discreta intrusión para ver si la casa tenía una glorieta. Sí la tenía.

Lavé el coche, saqué brillo a mis zapatos y cepillé las hombreras de un traje que conservaba para un caso de boda o funeral. Luego, para asegurarme de no llegar a la hora del almuerzo o del té, esperé a que dieran las dos para hacer mi aparición.

El estilo beaux-arts no es del gusto de todo el mundo, pero a mí no me parece mal cuando no lo confunden con una tarta nupcial. La mansión de los Sokolow parecía fría y majestuosa, y, sin embargo, era un sí es no es estrafalaria, como una familia aristocrática de picnic. Después de tocar el timbre, tuve tiempo de sobra para estudiar detenidamente la puerta de entrada, toda una obra de arte, donde se representaba en bronce el rapto de Europa, la fundación de Roma o algo por el estilo. Tras un buen rato, fue abierta por un hombre que, por la manera de vestir, su aspecto y sus modales, bien podía haber sido un secretario de Estado. No tuvo necesidad de decir: «¿sí?» o «¿y bien?». Le bastó con un simple movimiento de cejas. Le dije que deseaba ver a la señora Sokolow. Él me preguntó si tenía cita, aunque sabía perfectamente que no era tal el caso. Intuí que a este personaje no se le podían decir cosas como «se trata de un asunto personal», es decir, que lo que me había llevado allí no era de su incumbencia. Decidí darle algunas pistas.

—A decir verdad, estoy tratando de contactar con su hija.

Me miró de arriba abajo con aire divertido, como preguntándome telepáticamente: «¿Y no desea nada más?».

Decidí contarle algo más.

—¿Estaba usted con el señor Sokolow?

Frunció el ceño, dándome a entender que dudaba mucho de la importancia de mi investigación.

—La razón por la que pregunto esto es… ¿puedo preguntarle su nombre?

Dudó asimismo de la importancia de aquella pregunta, pero decidió seguir el juego.

—Me llamo Partridge.

—Bien, señor Partridge, la razón por la que le pregunto esto es… ¿Conocía usted por casualidad a Ismael?

Me miró con párpados entornados.

—Para serle realmente sincero, no estoy buscando a Raquel, sino a Ismael. Creo saber que Raquel se encargó más o menos de él al morir su padre.

—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó, sin soltar prenda.

—Señor Partridge, si conoce usted la respuesta a esa pregunta, es probable que pueda ayudarme —repuse—, y, si no la conoce, es probable que no pueda ayudarme.

Era una observación bastante bien pergeñada, cosa que reconoció con un movimiento de cabeza. Luego me preguntó por qué estaba buscando a Ismael.

—No se encuentra en su… en su lugar habitual. Está claro que lo han echado a la calle.

—Alguien ha debido llevarlo a otra parte. Para ayudarlo, sin duda.

—Claro —asentí—. No creo que él se haya presentado en Hertz para alquilar un coche.

Partridge no hizo caso de mi humorada.

—Para serle sincero, no sé nada, siento comunicarle.

—¿La señora Sokolow?

—Si ella supiera algo, yo lo sabría antes que ella.

Lo creí, pero no cejé:

—Dígame al menos por dónde puedo iniciar la búsqueda.

—No tengo la menor idea de por dónde podría usted iniciar la búsqueda. Ahora que la señora Sokolow ha fallecido.

Permanecí unos instantes en silencio, digiriendo la noticia.

—¿De qué murió?

—¿Llegó a conocerla?

—Pues no.

—Pues entonces es algo que no le interesa —me participó sin rencor, como quien recita el artículo de un reglamento.