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—Pero me temo que tengo otra pregunta.

—No tienes por qué disculparte de nada. Para eso estás aquí, ¿no?

—Vale. La pregunta es: ¿cómo encaja Eva en todo esto?

—¿Qué significa su nombre?

—Según mis notas, significa «Vida».

—¿Y no «Mujer»?

—No según mis notas.

—Con este nombre, los autores de la historia han dejado claro que la tentación de Adán no fue el sexo, la lujuria o el amor desbocado a la propia mujer. Adán se vio tentado por la Vida.

—No lo capto.

—Piensa un poco. Con cien hombres y una mujer, no se pueden hacer cien hijos, pero con un hombre y cien mujeres, sí.

—¿Y bien?

—Quiero decir que, en términos de expansión demográfica, los hombres y las mujeres juegan un papel marcadamente distinto. No son en modo alguno iguales a este respecto.

—Muy bien. Pero sigo sin verlo.

—Intento que te pongas en el lugar de un pueblo no agrícola, un pueblo para el que el control demográfico constituye siempre un problema de primer orden. Dicho más concretamente: un grupo de pastores que conste de cincuenta hombres y una sola mujer no conocerá nunca una explosión demográfica, pero un grupo que conste de un solo hombre y cincuenta mujeres puede encontrarse en una difícil tesitura. Conociendo a los humanos, el grupo de cincuenta y un pastores contará con cien miembros en un abrir y cerrar de ojos.

—Cierto. Pero siento decirte que sigo sin ver qué relación tiene esto con el relato del Génesis.

—Ten paciencia. Volvamos a los autores del relato: un pueblo de pastores que se ve empujado hacia el desierto por los agricultores del norte. ¿Por qué los presionaban sus hermanos del norte?

—Querían cultivar también las tierras de los pastores, ¿no?

—Sí, pero ¿por qué?

—Ah, ya veo. Pues porque estaban aumentando la producción de alimentos para sustentar a una población incrementada.

—Por supuesto. Ahora ya estás preparado para abordar otra cuestión. Como ves, estos roturadores del suelo no tienen ningún reparo a la hora de expandirse. No controlan su población. Cuando no hay alimentos suficientes para todo el mundo, simplemente buscan nuevos terrenos que cultivar.

—Cierto.

—Entonces, ¿a qué decía sí esta gente?

—Mmmmm. Creo que lo veo, aunque todavía de manera un tanto confusa.

—Plantéalo de esta manera: al igual que la mayor parte de los pueblos no agricultores, los semitas debían cuidarse muy mucho para que no se produjera desequilibrio entre los sexos. La escasez de varones no amenazaba la estabilidad de su población, pero la de mujeres, desde luego que sí. Esto lo ves, ¿no?

—Sí.

—Pero los semitas observaron que esto no les importaba a sus hermanos del norte. Si el número de habitantes resultaba excesivo, no se preocupaban demasiado: simplemente iban en busca de nuevas tierras que cultivar.

—Ya.

—O plantéalo también de esta manera: Adán y Eva pasaron tres millones de años en el jardín, viviendo de la munificencia divina, y su crecimiento fue muy modesto. Según el estilo de vida de los Dejadores, era así como debía ser. Como ocurría con los demás Dejadores de otras partes, no tenían necesidad de ejercer la prerrogativa divina de decidir quién debía vivir y quién morir. Pero cuando Eva ofreció a Adán aquel conocimiento, éste le dijo: «Sí, ya veo. Ahora no tendremos necesidad de depender de la munificencia divina. Ahora que tenemos la facultad de decidir, podremos crear una situación de abundancia para nosotros solos, lo que significará que podremos decir sí a la Vida y crecer sin límite». Lo que tienes que comprender es que, decir sí a la Vida y aceptar el conocimiento del bien y del mal son dos aspectos diferentes de un mismo acto, y es así como hay que entender el relato del Génesis.

—Ya, aunque se trata de un razonamiento muy sutil, creo que ya lo capto. Cuando Adán aceptó el fruto de ese árbol, sucumbió a la tentación de vivir sin límite, y por eso la persona que le ofreció dicho fruto se llamaba Vida.

Ismael asintió con la cabeza.

—Siempre que una pareja de Tomadores habla de lo maravilloso que sería tener una gran familia, está representando esta escena bíblica junto al Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Se están diciendo el uno al otro: «Por supuesto, tenemos derecho a repartir a nuestro antojo la vida en este planeta. ¿Por qué vamos a detenernos en cuatro o seis hijos? Podemos tener quince, si nos parece. Lo único que tenemos que hacer es labrar otros cientos de acres de selva tropical. Y ¿a quién le importa si, a consecuencia de ello, desaparece una docena de especies?».