—Bien. Sabes que, mientras estamos aquí sentados, no estamos en modo alguno oponiendo resistencia a la ley de la gravedad. Los objetos que no se apoyan en nada caen libremente hacia el centro de la Tierra, y las superficies sobre las que estamos sentados impiden nuestra caída.
—Así es.
—Las leyes de la aerodinámica no nos ayudan a desafiar la ley de la gravedad. Estoy seguro de que esto lo entiendes; simplemente, hablan de la posibilidad de utilizar el aire a modo de apoyo. Un hombre sentado en un avión está sujeto a la ley de la gravedad exactamente igual que nosotros, que estamos sentados aquí. Sin embargo, el hombre que está sentado en un avión disfruta obviamente de una libertad de la que carecemos nosotros aquí: de la libertad del aire.
—Sí.
—Pues bien, la ley que estamos buscando se parece a la ley de la gravedad. No hay manera de eludirla, pero hay una manera de alcanzar el equivalente del vuelo: el equivalente de la libertad del aire. En otras palabras, que es posible construir una civilización que vuele.
Lo miré fijamente unos instantes y luego asentí:
—De acuerdo.
—Recordarás la época en que los Tomadores empezaron a ensayar los vuelos con motor. No empezaron estudiando las leyes de la aerodinámica, ni tratando de formular una teoría basada en la investigación y experimentación cuidadosamente planificada. Simplemente, construyeron unos artilugios que lanzaron por los bordes de los acantilados y esperaron a que el invento funcionara.
—Cierto.
—Bien. Seguiré detallándote uno de estos primeros intentos. Supongamos que el intento se lleva a cabo con uno de esos artilugios maravillosamente impulsados por pedales y provistos de alas móviles, basados en una comprensión errónea del vuelo aeronáutico.
—De acuerdo.
—Al principio del vuelo, todo va bien. Nuestro aspirante a aviador se ha lanzado por el borde del acantilado y está pedaleando, con las alas del ingenio batiendo como locas. Se siente divinamente, como arrobado. Está experimentando la libertad del aire. De lo que no se da cuenta, sin embargo, es de que este ingenio es aerodinámicamente incapaz de volar. Simplemente, no observa las leyes que hacen posible el vuelo; pero él se reiría si le dijeras eso. Él nunca ha oído hablar de tales leyes y no conoce nada sobre ellas. Te señalaría las alas batientes y te diría: «¿Ves? ¡Igual que un pájaro!». Sin embargo, independientemente de lo que él piense, el caso es que no está volando. Es un objeto en caída libre hacia el centro de la Tierra. ¿Estás de acuerdo conmigo hasta aquí?
—Sí.
—Por suerte, o digamos más bien por desgracia para nuestro aviador, él escogió un acantilado muy alto para propulsar su ingenio. Su desengaño está aún muy lejos, tanto en el tiempo como en el espacio. Ahí lo tenemos, pues, en caída libre, sintiéndose un ser maravilloso y congratulándose por su triunfo. Se parece al del chiste que salta por la ventana desde el decimonoveno piso. Al pasar por el noveno, se dice a sí mismo: «¡Qué bien va todo!».
»Ahí está, pues, repito, en caída libre, experimentando el júbilo que le proporciona el estar volando. Desde la altura, puede ver kilómetros y kilómetros a su alrededor, aunque una cosa que ve lo deja algo perplejo: el fondo del valle está sembrado de ingenios como el suyo. No estrellados, simplemente abandonados. “¿Por qué”, se pregunta, “están esos ingenios ahí abajo, en el suelo, y no en el aire? ¡Qué locos son abandonando su aparato, cuando podrían estar disfrutando de la libertad del aire!”. Estas excentricidades de unos mortales de corto alcance no son para él motivo de preocupación. Sin embargo, al volver a mirar al fondo del valle hay algo que le preocupa ahora: parece no estar manteniendo la altura. Parece como si la tierra estuviera subiendo sin cesar hacia él. Pero, bueno, decide no preocuparse demasiado. Después de todo, su vuelo ha sido un completo éxito hasta ahora, y no hay motivos para que deje de seguir siéndolo. Sólo tiene que pedalear con un poco más de intensidad; eso es todo.
»Por ahora, todo va bien. Piensa con sorna en los que vaticinaron que su vuelo terminaría en desastre, huesos rotos y muerte. Aquí está él: ha hecho todo este trayecto sin el menor rasguño, y desde luego sin ningún hueso roto. Pero mira hacia abajo de nuevo y lo que ve le preocupa realmente. La ley de la gravedad ha salido a su encuentro a la velocidad de diez metros por segundo al cuadrado, una velocidad de aceleración que va en constante aumento. El suelo se precipita ahora hacia él de manera alarmante. Está preocupado, ciertamente, pero ni mucho menos desesperado. “Mi aparato me ha traído hasta aquí sin sufrir daño alguno”, se dice. “Así que voy a seguir”. Y, en efecto, se lanza a pedalear con todas sus fuerzas. Lo cual, por supuesto, no redunda en su bien, pues su artilugio no se atiene a las leyes de la aerodinámica. Aun cuando tuviera el poder de mil hombres en sus piernas —o de diez mil, o de un millón—, su artilugio no conseguiría volar; está condenado a estrellarse, y él también, si no lo abandona.
—Vale, ya veo lo que quieres decir, pero no veo la relación con lo que estábamos hablando antes.
Ismael asintió con la cabeza.
—Bien, yo te lo diré. Hace diez mil años, los de tu cultura se embarcaron en un vuelo parecido: el vuelo de la civilización. Su aparato no estaba diseñado siguiendo ninguna teoría. Al igual que nuestro aviador imaginario, no tenían la menor idea de que había una ley que observar para conseguir el vuelo de la civilización. Ni siquiera se preguntaron si existía tal cosa. Querían la libertad del aire, y se lanzaron en el primer avión que encontraron a mano: el avión de los Tomadores.
»Al principio, todo marchó bien. En realidad, marchó fenomenalmente. Los Tomadores estaban alejándose a base de pedalear y de batir las alas de su artilugio. Se sentían encantados, jubilosos. Estaban experimentando la libertad del aire: la libertad respecto de las ataduras que acogotan al resto de la comunidad biológica. Y con esa libertad se fueron produciendo auténticas maravillas. Me refiero a todas esas cosas que mencionaste el otro día: las primeras ciudades, la tecnología, las matemáticas, la ciencia.
»Era impensable que su vuelo pudiera detenerse alguna vez; seguro que seguiría siendo cada vez más apasionante. No podían saber, ni siquiera barruntar, que, al igual que nuestro malhadado aviador, estaban en el aire, sí, pero en realidad no estaban volando. Estaban en caída libre, pues su aparato no obedecía la ley que hace posible el vuelo. Pero su desengaño está aún en un futuro lejano, y siguen pedaleando y pasándoselo estupendamente bien. Al igual que nuestro aviador, tienen algunas visiones extrañas durante el transcurso de su caída. Ven los restos de unos aparatos muy parecidos al suyo —no destruidos, sino solamente abandonados—: los aparatos de los mayas, los hohokam, los anasazi o los pueblos del culto hopewell, por mencionar sólo unos cuantos de los que hay por aquí, por el Nuevo Mundo. “¿Por qué”, se preguntan, “hay aparatos en el suelo y no en el aire? ¿Cómo puede haber algún pueblo que prefiera precipitarse hacia la tierra en vez de disfrutar de la libertad del aire, como nosotros?”. Es algo que les resulta incomprensible, como un misterio insondable.
»Semejantes necedades dejan indiferentes a los Tomadores, los cuales siguen pedaleando y pasándoselo estupendamente. Ellos no piensan abandonar su aparato. Piensan seguir disfrutando de la libertad del aire eternamente. Pero, ay, están sujetos a una ley. No saben que exista dicha ley, pero la ignorancia no los exime de su cumplimiento ni los protege contra sus efectos. Es una ley que no perdona, que se impone de la misma manera que la ley de la gravedad se imponía a nuestro aviador a una velocidad creciente.
»Algunos pensadores del siglo XIX, como Robert Wallace y Thomas Robert Malthus, miraron hacia abajo. Probablemente mil años antes, o sólo quinientos años antes, no habrían reparado en nada. Pero lo que ven en su tiempo los alarma. Es como si el suelo se les estuviera acercando a marchas forzadas, como si fueran a estrellarse. Echan cuentas y dicen: “Si seguimos así, en un futuro no muy lejano vamos a meternos en un berenjenal muy grande”. Los otros Tomadores no se tomaron en serio sus vaticinios. “Hemos avanzado muchísimo siguiendo este camino y no nos hemos hecho ni un rasguño. Es cierto que el suelo parece aproximarse cada vez más, pero esto sólo significa que tenemos que pedalear un poco más fuerte. No hay por qué preocuparse”. Sin embargo, tal y como estaba vaticinado, la hambruna no tardó en hacer estragos en muchas partes del aparato de los Tomadores, los cuales tuvieron que pedalear más todavía y más eficazmente que antes. Pero, por extraño que pueda parecer, cuanto más eficazmente pedaleaban más empeoraba la situación. Algo bastante curioso, por cierto. Peter Farb lo califica de paradoja: “La intensificación de la producción para alimentar a una población incrementada conduce a un incremento aún mayor de la población”. “No pasa nada”, decían y dicen los Tomadores. “Tendremos que aplicar un control de la natalidad más eficaz para que algunas personas pedaleen mejor. Entonces sí que volará a perpetuidad el aparato de los Tomadores”.
»Pero unas respuestas tan simples no bastan en la actualidad para tranquilizar a los de tu cultura. Cuando miráis hacia abajo, os resulta obvio que el suelo se os acerca vertiginosamente con cada año que pasa. Los sistemas ecológicos y planetarios básicos están viéndose afectados por el aparato de los Tomadores, con un impacto que aumenta en intensidad con el paso de los años. Cada año se consumen recursos básicos, insustituibles, y cada año se consumen con mayor avidez. Especies enteras están desapareciendo como consecuencia de vuestra invasión, y cada año que pasa aumenta el número de las que desaparecen. Los pesimistas —o tal vez mejor los realistas— miran hacia abajo y dicen: “El tortazo puede producirse dentro de veinte o, como mucho, cincuenta años. Aunque, en realidad, podría producirse en cualquier momento. Es algo que no se puede saber a ciencia cierta”. Por supuesto, también hay optimistas que dicen: “Debemos tener fe en nuestro artilugio. Después de todo, nos ha traído hasta aquí sanos y salvos. Lo que tenemos delante no es una catástrofe, es sólo una pequeña montaña que podemos sobrevolar si nos ponemos todos a pedalear con un poco más de fuerza. Entonces saldremos disparados hacia un futuro brillante, infinito, y entonces el aparato de los Tomadores nos llevará hacia las estrellas y conquistaremos el resto del universo”. Pero vuestro aparato no va a salvaros. Al contrario, es vuestro artilugio lo que os va a llevar a la catástrofe. Ni cinco ni diez ni veinte mil millones de vosotros pedaleando podrían conseguir que vuele. Se halla en caída libre desde el principio, una caída que está a punto de tocar a su fin.
Al final de su discurso, se me ocurrió algo que comentar de mi propia cosecha.
—Lo peor de la historia —observé— es que los supervivientes, si es que queda alguno, se pondrán enseguida manos a la obra para volver a hacer lo mismo, y exactamente de la misma manera.
—Sí, siento decir que llevas razón. El método del ensayo y el error no es una mala manera de aprender a construir un avión, pero puede ser una manera desastrosa de aprender a construir una civilización.