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Ismael pasó los siguientes minutos con la vista fija en un punto situado a medio metro de su nariz, y yo empecé a preguntarme si no se habría olvidado de que yo estaba allí. Luego sacudió la cabeza y volvió en sí. Por primera vez desde que nos conocíamos, pronunció una especie de miniconferencia.

—Los dioses han jugado tres malas pasadas a los Tomadores —comenzó—. En primer lugar, no pusieron el mundo donde los Tomadores creían que debía estar; a saber, en el centro del universo. Pero, aunque a los hombres les disgustó esto sobremanera, pronto se acostumbraron. Su hogar se hallaba situado en el último rincón del universo, pero ello no fue óbice para que siguieran creyéndose los protagonistas de la gran «representación teatral» de la creación.

»La segunda mala pasada de los dioses fue peor. Como el hombre era la cúspide de la creación, la criatura para la que se había hecho todo lo demás, los dioses deberían haber tenido la deferencia de crear al hombre de manera adecuada a su dignidad e importancia; es decir, en el marco de una acción creadora separada, especial. En cambio, decidieron que evolucionara a partir del légamo original, igual que las garrapatas y los trematodos. Los Tomadores se enfadaron mucho al enterarse de esto, pero no tardaron en acostumbrarse. Aun cuando el hombre había evolucionado a partir del légamo primordial, sigue siendo su destino, según designio divino, el regir el mundo, y tal vez incluso el universo en su totalidad.

»Pero la última mala pasada de los dioses fue la peor de todas. Aunque los Tomadores no lo saben aún, los dioses no eximieron al hombre de la ley que rige la vida de las larvas, garrapatas, gambas, conejos, moluscos, ciervos, leones y medusas. No lo eximieron de esta ley como tampoco lo eximieron de la ley de la gravedad. Y éste iba a ser el golpe más duro infligido a los Tomadores en su conjunto: podrían acostumbrarse a otras malas pasadas de los dioses; pero a ésta, no.

Ismael, montón de piel y carne, permaneció en silencio un buen rato, supongo que para que yo digiriera estas últimas palabras. Luego prosiguió:

—Una ley es ley porque surte efecto; de lo contrario no la podríamos descubrir. Los efectos de la ley que estamos buscando son muy sencillos. Las especies que viven según la ley viven perennemente, siempre y cuando lo permitan las condiciones medioambientales. Esto, debería ser una buena noticia para la humanidad en general, pues si ésta vive según dicha ley, entonces también vivirá perennemente, o al menos mientras las condiciones lo permitan.

»Pero, por supuesto, éste no es el único efecto de la ley. Las especies que no viven según la ley se extinguen. En la escala del tiempo biológico, se extinguen muy rápidamente. Lo cual es una noticia muy mala para los de tu cultura, la peor que hayáis oído nunca.

—No pensarás —le interrumpí— que con esta explicación ya sé dónde he de buscar esa ley.

Ismael reflexionó un momento y luego cogió una ramita de la pila que tenía a la derecha, la sostuvo para que yo la viera y luego la dejó caer al suelo.

—He aquí el efecto que Newton trató de explicar. —Y luego agitó una mano en dirección a la calle—. Éste es el efecto que yo estoy tratando de explicar. Si miras ahí fuera, verás un mundo lleno de especies, que, si lo permiten las condiciones medioambientales, van a seguir viviendo indefinidamente.

—Ya. Pero ¿por qué hay que explicar esto?

Ismael cogió otra ramita del montón, la sostuvo y la dejó caer al suelo.

—¿Que por qué esto necesita una explicación?

—Bueno…, tú quieres probar que este fenómeno no es el resultado del azar, que es el producto de una ley, que hay una ley detrás, ¿no?

—Exactamente. Hay una ley detrás, y mi tarea es mostrarte cuáles son sus efectos. En este punto, la manera más fácil de mostrarte cómo actúa es por analogía con leyes que ya conoces; por ejemplo, la ley de la gravedad y las leyes de la aerodinámica.