—¿Qué es eso? —pregunté al llegar a la mañana siguiente. Me refería a un objeto que había en el brazo de mi sillón.
—¿Qué dirías que es?
—Un magnetofón.
—Pues sí, eso es.
—¿Y para qué está ahí?
—Para que queden grabadas para la posteridad las curiosas leyendas de una cultura condenada a desaparecer, que me vas a contar ahora.
Me reí y tomé asiento.
—Siento decirte que no he encontrado aún ninguna curiosa leyenda para contarte.
—Así que mi sugerencia de que buscaras un mito de la creación no ha producido ningún fruto…
—Nosotros no tenemos ningún mito de la creación —insistí—. A no ser que estés refiriéndote al del Génesis.
—No seas absurdo. Si un profesor de octavo te invitara a explicar cómo empezó todo esto, ¿le leerías a la clase el primer capítulo del Génesis?
—Por supuesto que no.
—¿Y qué le contarías?
—Le contaría algo, pero ciertamente no un mito.
—Ah, tú no lo considerarías un mito, claro. Ningún relato de la creación es un mito para quien lo cuenta. Es simplemente la historia.
—De acuerdo, pero la historia que voy a contar al respecto no tiene absolutamente nada de mito. Algunas partes están aún en tela de juicio, me parece, y supongo que los estudios del futuro podrían revisarla un poco; pero te aseguro que no es un mito.
—Enciende el magnetofón y empieza. Luego hablaremos.
Le eché una mirada reprobadora.
—¿Quieres decir que quieres de veras que…?
—Que me cuentes la historia, eso es.
—No puedo contarla de corrido, así de pronto. Necesito algún tiempo para ordenar las piezas.
—Tenemos tiempo de sobra. Es una cinta de noventa minutos.
Suspiré, pulsé el botón de grabar y cerré los ojos.