Ismael se rascó la mandíbula con aire pensativo. Desde mi lado del cristal, yo no le oí rascarse; pero en mi imaginación sonó como una pala arrastrada sobre la grava.
—Creo que nuestra maleta está llena hasta arriba. Como te he dicho antes, no espero que recuerdes todo lo que hoy meteré en ella. Cuando te marches, es probable que todo te parezca un gran embrollo.
—Es probable —lo secundé con convicción.
—Pero no importa. Si mañana saco de nuestra maleta algo de lo que he metido hoy, lo reconocerás al instante; eso es lo que importa realmente.
—Vale. Me alegra oírte decir eso.
—Hoy tendremos una sesión breve. El viaje propiamente tal comienza mañana. Hasta entonces, puedes reflexionar sobre la historia que los de tu cultura han venido representando en el mundo durante los últimos diez mil años. ¿Recuerdas de qué se trata?
—No. ¿De qué se trata?
—Se trata del sentido del mundo, de las intenciones divinas en el mundo y del destino humano.
—Ya. Sobre todo eso te puedo contar varias historias; no creo que haya una sola.
—Se trata de la historia que todo el mundo de tu cultura conoce y acepta.
—Siento decir que no sé a cuál te refieres.
—Tal vez te ayude a comprenderlo si te digo que se trata de una historia explicativa, del tipo de «¿Cómo consiguió la trompa el elefante?», o «¿Cómo consiguió las manchas el leopardo?».
—Ya veo.
—Y ¿qué imaginas que explica esa historia vuestra?
—Pues… No tengo la menor idea.
—Debería haber quedado claro por lo que te he dicho antes. Explica por qué las cosas están como están. Desde los inicios hasta el tiempo presente.
—Ah —balbuceé mientras miraba por la ventana unos segundos—. No creo conocer dicha historia. Como he dicho, conozco varias historias; no sólo una.
Ismael se sumió en sus reflexiones durante un par de minutos.
—Uno de los alumnos que mencioné ayer, una alumna en concreto, se sintió obligada a explicarme qué estaba buscando y dijo:
«¿Por qué nadie parece inmutarse? En la lavandería oigo a mucha gente hablar del fin del mundo, y no se inmuta más que si estuviera comparando distintos detergentes. La gente habla de la destrucción de la capa de ozono y de la aniquilación de la vida. Habla de la deforestación de la selva tropical, de la mortífera contaminación que se va a quedar con nosotros durante miles y millones de años, de la desaparición de docenas de especies cada día que pasa, del fin de la especiación propiamente tal. Y parece quedarse tan pancha».
»Yo le contesté: “¿Es esto lo que quieres saber, entonces? ¿Por qué la gente no se inmuta ante la destrucción del mundo?”. Ella se quedó pensando un rato y, al final, respondió:
»“No; yo sé por qué no se inmutan. No se inmutan porque se creen lo que les cuentan”.
»Yo repuse: “¿Sí?”.
»¿Qué le han contado a la gente que le impide inmutarse, que la mantiene relativamente tranquila mientras contempla el terrible daño que están infligiendo a este planeta?
—No lo sé.
—Le han contado una historia explicativa. Le han dado una explicación de por qué las cosas están como están, la cual sirve para desactivar cualquier alarma. Esta explicación lo abarca todo: el deterioro de la capa de ozono, la contaminación de los océanos, la destrucción de la selva tropical, e incluso la extinción de la humanidad; y esa explicación parece dejarla satisfecha. O tal vez sería más exacto decir que la pacifica. La gente arrima el hombro durante el día, se entontece con drogas o con la televisión por la noche y trata de no pensar demasiado en serio en el mundo que va a legar a sus hijos.
—Cierto.
—A ti también te dieron la misma explicación de por qué las cosas están como están, pero al parecer no te satisface. Tú la has oído desde la infancia, pero nunca te la has tragado. Tienes la sensación de que algo importante se ha quedado fuera, de que se han comido algo. Tienes la sensación de que te han mentido sobre algo, y te gustaría saber qué es, y por eso estás aquí, en esta habitación.
—Déjame pensar un rato. No estarás afirmando que esa historia explicativa encierra las mentiras de las que yo hablaba en mi trabajo sobre Kurt y Hans…
—Sí, señor. Eso mismo.
—Me siento un poco aturdido. Yo no conozco semejante historia. Y desde luego no una historia única.
—Es una historia única, perfectamente delimitada. Basta con que pienses de manera mitológica.
—¿Qué?
—Me estoy refiriendo a la mitología de vuestra cultura, por supuesto. Creía que resultaba evidente.
—No para mí.
—Cualquier historia que explica el sentido del mundo, las intenciones de los dioses y el destino del hombre es de por sí una mitología.
—Puede que sea así, pero yo no soy consciente de nada remotamente parecido a tal cosa. Que yo sepa, en nuestra cultura no hay nada que pueda llamarse mitología, a no ser que estemos hablando de la mitología griega, de la mitología nórdica o cosas así.
—Estoy hablando de una mitología viva. No está registrada en ningún libro; está registrada en la mente de los de tu cultura, y está siendo representada por todo el mundo ahora mismo, mientras nosotros estamos sentados aquí, hablando de ella.
—Perdona, pero, que yo sepa, no hay nada que se parezca a eso en nuestra cultura.
Ismael frunció su negra frente mientras me lanzaba una mirada de divertida exasperación.
—Eso es porque concebís la mitología como un conjunto de cuentos fantásticos. Los griegos no concebían su mitología de esa manera. Seguro que ves lo que quiero decir. Si pudieras acercarte a un hombre de la Grecia homérica y preguntarle qué cuentos fantásticos le cuenta a sus hijos sobre los dioses y los héroes, no sabría de qué le estás hablando. Él diría lo mismo que tú dijiste antes: «Que yo sepa, no hay nada parecido en nuestra cultura». Un escandinavo del pasado diría exactamente lo mismo.
—Ya. Pero no acabo de verlo del todo.
—De acuerdo. Voy a simplificar un poco más. Esta historia, como cualquier historia, tiene un comienzo, un desarrollo y un final. Y cada una de estas partes es una historia en sí. Antes de reunimos mañana, trata de ver si puedes encontrar el principio de la historia.
—¿El comienzo de la historia?
—Sí. Piensa…, antropológicamente.
Me eché a reír.
—¿Qué significa eso?
Si fueras un antropólogo que busca la historia representada por los aborígenes alawa de Australia, esperarías oír una historia con un comienzo, un desarrollo y un final, ¿no?
—De acuerdo.
—¿Y cuál esperarías que fuera el comienzo de la historia?
—No tengo la menor idea.
—Por supuesto que sí la tienes. Te estás haciendo el tonto.
Permanecí callado un minuto, tratando de dilucidar cómo dejar de hacerme el tonto.
—Vale —contesté al fin—. Supongo que me esperaría que se tratara de su mito de la creación.
—Eso es.
—Pero no veo en qué podría ayudarme eso.
—Te lo diré sin más ambages. Tú estás buscando el mito de la creación de tu propia cultura.
Le lancé una mirada torva.
—Nosotros no tenemos ningún mito de la creación —sentencié—. Es una certeza.