—Es curioso —arrancó—, pero fue mi benefactor quien suscitó en mí el interés por el tema de la cautividad, no mi propia condición. Como seguramente ya mencioné en mi relato de ayer, lo tenían obsesionado los acontecimientos que se estaban produciendo a la sazón en la Alemania nazi.
—Ya me lo imaginé.
—Por lo que me contaste ayer sobre Kurt y Hans, colijo que eres un estudioso de la vida y época del pueblo alemán bajo Adolf Hitler.
—¿Estudioso? No, yo no diría tanto. He leído algunos libros bastante conocidos, las memorias de Speer, Auge y caída del Tercer Reich de Shirer, etcétera, y ciertos estudios sobre Hitler.
—En ese caso, estoy seguro de que comprenderás lo que tanto empeño puso el señor Sokolow en que yo comprendiera: que no sólo fueron los judíos los cautivos de Hitler. Toda la nación entera estuvo cautiva, incluidos sus más entusiastas seguidores. Unos detestaban lo que él hacía, otros simplemente siguieron tirando lo mejor que pudieron, y a otros les fue francamente bien; pero todos ellos fueron cautivos.
—Creo que sé lo que quieres decir.
—¿Y qué era lo que los mantenía cautivos?
—Pues… el terror, supongo.
Ismael sacudió la cabeza.
—Sin duda has visto películas de las grandes concentraciones anteriores a la guerra, donde aparecen cientos de miles de personas aclamándolo con una sola voz. No era el terror lo que las empujaba a esos alardes de unidad y de fuerza.
—Ya. Digamos entonces que era el carisma de Hitler.
—Sin duda que lo tenía. Pero con carisma sólo atraes la atención de la gente. Una vez que te has ganado su atención, debes tener algo que contar. Y ¿qué era lo que Hitler tenía que contarle al pueblo alemán?
Reflexioné unos instantes.
—Aparte de la cuestión judía, no creo que pueda contestar a esa pregunta.
—Lo que tenía que contarle era una historia.
—¿Una historia?
—Una historia donde la raza aria en general y el pueblo de Alemania en particular aparecían desposeídos, maniatados, vejados, violentados y pisoteados por las razas mestizas, los comunistas y los judíos. Una historia donde, bajo la égida de Adolf Hitler, la raza aria rompería sus cadenas, consumaría su venganza sobre sus opresores, purificaría a la humanidad de sus vilezas y recuperaría su papel legítimo como señora de todas las razas.
—Ya.
—Ahora puede parecemos increíble que la gente se dejara seducir por semejantes paparruchas; pero, después de casi dos décadas de humillación y sufrimiento tras la Primera Guerra Mundial, encerraban un atractivo irresistible para el pueblo de Alemania, y además estaban reforzadas no sólo por los medios habituales de la propaganda, sino también por programas bien diseñados de educación de jóvenes y reeducación de mayores.
—Cierto.
—Como digo, en Alemania muchos calificaron esta historia de mitología rancia, pero acabaron siendo cautivos de ella simplemente porque la inmensa mayoría la creía maravillosa y estaba dispuesta a dar la vida por convertirla en realidad. Sabes lo que quiero decir, ¿no?
—Creo que sí. Aunque no fueras personalmente un cautivo de esa historia, acababas siendo cautivo porque la gente de tu alrededor te convertía en cautivo. Algo parecido al animal que se ve arrastrado en medio de una estampida.
—Exacto. Aunque en privado creyeras que todo era una locura, tenías que representar tu papel, tenías que ocupar tu lugar en la historia. La única manera de evitarlo era huir de Alemania.
—Ya.
—Sabes por qué te estoy contando esto, ¿no?
—Creo que sí, aunque no estoy del todo seguro.
—Te estoy contando esto porque los de tu cultura se encuentran en una situación muy parecida. Al igual que en la Alemania nazi, es cautiva de una historia.
Estuve unos momentos parpadeando.
—Yo no conozco ninguna historia de ese tipo —repuse al final.
—¿Quieres decir que nunca has oído hablar de ella?
—Exacto.
Ismael asintió con la cabeza.
—Eso es porque no existe ninguna necesidad de oírla. No existe ninguna necesidad de nombrarla ni de hablar de ella. Todos y cada uno de vosotros la conocéis de memoria desde que teníais seis o siete años. Blancos y negros, hombres y mujeres, ricos y pobres, cristianos y judíos, americanos y rusos, noruegos y chinos. Todos la conocéis. Y la oís incesantemente porque todos los medios propagandísticos, todos los medios educativos, la difunden incesantemente. Y al oírla incesantemente, no le prestáis verdadera atención. No existe ninguna necesidad de prestarle atención. Está siempre ahí, runruneando como una música de fondo; por eso no hay ninguna necesidad de prestarle atención. Incluso te parecerá —al menos inicialmente— que resulta difícil prestarle atención. Es como el ronroneo de un motor distante que no cesa; al final, nadie parece oírlo.
—Eso es muy interesante —asentí—. Pero también me resulta un poco difícil de creer.
Ismael cerró suavemente los ojos y esbozó una sonrisa indulgente.
—No se trata de creer. Una vez que conoces esa historia, la oirás por doquier en tu cultura, y te asombrará que la gente de tu alrededor no la oiga sino que la asuma sin más.