—Cuando estudiaba en la universidad —comencé finalmente—, hice en cierta ocasión un trabajo para la clase de filosofía. No recuerdo exactamente el tema; algo relacionado con la epistemología. Esto es lo que, a grandes rasgos, decía yo en dicho trabajo: ¿Sabéis una cosa? Al final, los nazis no perdieron la guerra. La ganaron y prosperaron. Se apoderaron del mundo y borraron del mapa a cuanto judío, gitano, negro, indio o mulato encontraron. Luego, llevada a cabo esta operación, borraron también del mapa a los rusos, polacos, bohemios, moravos, búlgaros, serbios y croatas, básicamente a todos los eslavos. A continuación, la emprendieron con los polinesios, coreanos, chinos y japoneses, todos los pueblos de Asia. Les llevó mucho, mucho tiempo, pero una vez que hubieron terminado, todos los habitantes del mundo eran cien por cien arios, y todos eran muy, muy felices.
»Naturalmente, en los libros de texto utilizados en las escuelas ya no se mencionaba más raza que la aria, más lengua que el alemán, más religión que el hitlerismo ni más sistema político que el nacionalsocialismo. No habría tenido ningún sentido. Unas generaciones después, a nadie se le habría ocurrido escribir algo diferente en los libros de texto, aun cuando hubiera querido, pues nadie conocía otra cosa diferente.
»Pero, un buen día, dos estudiantes estaban charlando en la Universidad de New Heidelberg, en Tokio. Los dos eran apuestos, con una apostura aria, pero uno de ellos parecía algo caviloso e infeliz. Se llamaba Kurt. Su amigo le preguntó: “¿Qué te ocurre, Kurt? ¿Por qué andas siempre cabizbajo y meditabundo?”. Kurt le contestó: “Te lo diré, Hans. Hay algo que me quita el sueño”. Su amigo le preguntó qué. “Es esto”, respondió Kurt. “No puedo ahuyentar la disparatada sensación de que nos han mentido en algo”.
»Y con aquello concluía mi trabajo.
Ismael asintió con aire pensativo.
—¿Y qué te dijo tu profesor al respecto?
—Quiso saber si yo tenía la misma disparatada sensación que Kurt. Al decirle que sí, me preguntó por aquello sobre lo que yo creía que nos estaban mintiendo. Yo le contesté: «¿Cómo puedo saberlo? No tengo más información de la que tenía Kurt». Por supuesto, no se creyó que estuviera hablando en serio. Supuso que se trataba de un mero ejercicio de epistemología.
—¿Y aún te sigues preguntando si te han mentido?
—Sí, pero no tan desesperadamente como entonces.
—¿No tan desesperadamente? ¿Por qué no?
—Porque he descubierto que la cosa no tiene ninguna importancia en la práctica. Nos estén mintiendo o no, tenemos que levantarnos todas las mañanas, ir a trabajar y pagar los recibos y todo eso.
—A no ser, por supuesto, que todos empecéis a sospechar que os están mintiendo, y que todos descubráis cuál es la mentira.
—¿Qué quieres decir?
—Si sólo tú descubrieras la mentira, entonces probablemente estarías en lo cierto: en la práctica la cosa no tendría ninguna importancia. Pero si todos descubrieseis la mentira, la cosa podría tener muchísima importancia en la práctica.
—Cierto.
—Entonces, es a eso a lo que debemos aspirar.
Empecé a preguntarle qué quería decir con eso, pero él me tendió su coriácea mano negra y me dijo:
—Mañana.