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Hay veces en las que tener demasiado que decir puede resultar tan enojoso como tener demasiado poco que decir. No se me ocurría ninguna contestación adecuada a aquel cuento. Finalmente, hice una pregunta que no me pareció ni más ni menos fútil que las otras docenas que acudían a mi mente.

—¿Y has tenido muchos discípulos?

—Cuatro, y he fracasado con los cuatro.

—Ah. Y ¿por qué has fracasado?

Cerró los ojos para reflexionar unos instantes.

—He fracasado por infravalorar la dificultad de lo que intentaba enseñar, y por no comprender la mente de mis alumnos suficientemente bien.

—Ya veo —asentí—. ¿Y qué es lo que enseñas?

Ismael cogió una nueva ramita de un montón que había a su derecha, la examinó brevemente y luego empezó a mordisquearla, mirándome lánguidamente a los ojos. Al final, me preguntó:

—Basándote en mi historia, ¿en qué tema crees tú que podría yo estar más cualificado?

Parpadeé y le dije que no lo sabía.

—Claro que lo sabes. Mi tema es: la cautividad.

—¿La cautividad?

—Correcto.

Un minuto después, sin levantarme del sillón, comenté:

—Intento averiguar qué tiene esto que ver con salvar el mundo.

Ismael reflexionó unos instantes.

—Entre los de tu cultura, ¿quiénes son los que quieren destruir el mundo?

—¿Quiénes son los que quieren destruir el mundo? Que yo sepa, nadie en concreto quiere destruir el mundo.

—Y, sin embargo, vosotros lo estáis destruyendo. Cada uno de vosotros está contribuyendo a diario a su destrucción.

—Sí, eso es cierto.

—¿Y por qué no detenéis ese proceso?

Me encogí de hombros.

—Sinceramente, no sabemos cómo hacerlo.

—Sois cautivos de un sistema de civilización que os obliga más o menos a seguir destruyendo el mundo para vivir.

—Sí, eso parece.

—Bien. Vosotros sois unos cautivos, y habéis hecho también cautivo al mundo. Ése es el quid de la cuestión, ¿no? Vuestra cautividad y la cautividad del mundo.

—Sí, así es. Yo no había enfocado nunca el problema de esa manera.

—Y tú mismo estás también cautivo a tu manera, ¿no es cierto?

—¿Sí? ¿Cómo?

Ismael sonrió, revelando dos enormes hileras de dientes color marfil. Hasta aquel momento, no se me había ocurrido que pudiera sonreír. Agregué:

—Bueno, tengo la impresión de ser un cautivo, pero no sé explicar por qué tengo esa impresión.

—Hace años —serías muy pequeño entonces, por eso no te acordarás—, muchos jóvenes de este país tuvieron esa misma impresión. Hicieron un esfuerzo ingenuo y desorganizado por escapar de dicha cautividad, pero al final fracasaron. ¿Por qué? Por ser incapaces de descubrir los barrotes de la jaula. Si no se puede descubrir lo que nos mantiene encerrados, la voluntad de salir pronto se convierte en algo confuso e ineficaz.

—Sí, ésa es la impresión que tengo yo también.

Ismael asintió con la cabeza.

—Pero, me permito preguntar de nuevo, ¿qué relación tiene eso con lo de salvar el mundo?

El mundo no puede sobrevivir mucho más tiempo si la humanidad está cautiva. ¿Necesita esto de explicación?

—No. Al menos para mí.

—Creo que entre vosotros hay muchos a quienes les gustaría liberar al mundo de la cautividad.

—Sí, estoy de acuerdo.

—¿Y qué les impide llevarlo a cabo?

—No lo sé.

—He aquí lo que se lo impide: que no consiguen descubrir los barrotes de la jaula.

—Sí —dije—. Entiendo. Y entonces… ¿qué hacemos ahora?

Ismael sonrió de nuevo.

—Como yo te he contado la historia de cómo he llegado hasta aquí, tal vez tú podrías hacer lo mismo.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que tal vez me podrías contar una historia que explicara cómo es que has llegado hasta aquí.

—Ah —repuse—. Bueno, dame un momento.

—Puedes disponer de todos los momentos que quieras —contestó gravemente.