Yo me quedé atónito, como podrás imaginar. ¿Que yo no era Goliat? ¿Qué podía significar realmente aquello de que yo no era Goliat?
No se me ocurrió decir: «Bueno, si yo no soy Goliat, entonces ¿quién soy?». Un humano se haría esta pregunta, consciente de que, sea cual sea su nombre, es desde luego alguien. Pero yo, no. Al contrario, me pareció que, si no era Goliat, entonces no era nadie en absoluto.
Aunque aquel desconocido nunca había puesto sus ojos en mí antes, no dudé un momento de que hablaba con una autoridad incuestionable. Miles de personas me habían llamado con el nombre de Goliat, incluidos quienes, como los empleados del circo ambulante, me conocían muy bien; pero estaba claro que aquello no era importante, que no servía de nada. El desconocido no había dicho: «Tú no te llamas Goliat», sino «Tú no eres Goliat». Había una diferencia abismal. Sentí —aunque no podría haberlo expresado así en aquella época— como si él hubiera declarado nula mi conciencia de la identidad.
Caí en una especie de estado de semiconsciencia. Pasó cerca de mí un empleado con comida, pero no reparé en él. Se hizo de noche, pero no dormí. Dejó de llover y salió el sol sin que tampoco me diera cuenta. Y luego llegó el gentío habitual, que se puso a gritar: «¡Goliat! ¡Goliat! ¡Goliat!». Pero yo no presté la menor atención.
Pasé varios días de esta manera. Luego, una noche, después de cerrar el circo, bebí todo el contenido de mi tazón y me quedé dormido: le habían echado al agua un sedante muy poderoso. Al amanecer, me desperté en otra jaula. Al principio, al ser tan grande y tener una forma muy extraña, ni siquiera me pareció una jaula. Era circular, y tenía todos los lados al aire; según me enteré después, se trataba de una glorieta que habían reformado para que me sirviera de jaula. A excepción de la gran casona blanca que había al lado, la jaula estaba sola en medio de un atractivo parque, que imaginé debía extenderse hasta los confines de la Tierra.
No tardé mucho en encontrar una explicación a aquella extraña mudanza. La gente que visitaba el circo ambulante venía, al menos en parte, con la idea de ver a un gorila llamado Goliat. Yo no sabía de dónde sacaban dicha idea, pero ciertamente parecían tenerla. Y, cuando el propietario del circo se enteró de que en realidad yo no era Goliat, ya no pudo seguir exhibiéndome como tal, y no le quedó más remedio que despedirme. Yo no sabía si lamentarlo o no. Mi nuevo hogar era mucho más agradable que todos los que había tenido desde que saliera de África, aunque, sin el estímulo cotidiano de la muchedumbre, pronto se volvería angustiosamente más aburrido que el zoo, donde al menos contaba con la compañía de otros gorilas. Yo andaba ponderando aún aquellas cuestiones cuando, a media mañana, levanté los ojos y vi que no estaba solo. Había un hombre justo al otro lado de los barrotes, negra silueta recortada sobre la casa iluminada por el sol. Me acerqué con cautela y me quedé boquiabierto cuando le reconocí.
Cual repetición de nuestro anterior encuentro, estuvimos mirándonos mutuamente a los ojos durante varios minutos, yo sentado en el suelo de la jaula y él apoyado en su bastón. Constaté que, con otra ropa y al no estar lloviendo como la otra vez, no era el anciano por el que lo había tomado. Tenía el rostro alargado, moreno y chupado; los ojos quemados por una extraña intensidad, y en su boca se dibujaba una mueca de amarga alegría. Al fin, me saludó con una inclinación de cabeza, como la vez anterior.
—En efecto, estaba en lo cierto. Tú no eres Goliat. Eres Ismael.
Una vez más, como si una cuestión trascendental se hubiera resuelto finalmente, se dio media vuelta y se alejó.
Y, una vez más, yo me quedé boquiabierto, pero aquella vez con una sensación de profundo alivio, como rescatado del olvido. Mejor aún, el error que me había hecho vivir como un impostor involuntario durante tantos años se había subsanado al fin. Me sentía como una verdadera persona, y no otra vez sino por primera vez.
Me consumía la curiosidad acerca de mi salvador. No se me ocurrió asociarlo con mi alejamiento del circo ambulante y mi mudanza a aquel encantador belvedere, pues era aún incapaz de la más primitiva de las falacias: post hoc, ergo propter hoc. Él era para mí un ser sobrenatural. Para una mente predispuesta a la mitología, él fue el comienzo de mi experiencia de lo que se entiende por divino. Había hecho dos breves apariciones en mi vida, y las dos, tras una simple aserción, me habían transformado. Traté de buscar el significado oculto de aquellas apariciones, pero no encontraba más que preguntas. ¿Había acudido al circo en busca de Goliat o en mi busca? ¿Y ello porque esperaba que yo fuera Goliat o porque sospechaba que yo no era Goliat? ¿Cómo es que me había encontrado tan rápidamente en mi nuevo emplazamiento? Yo no tenía ningún elemento para medir el alcance del conocimiento humano; si todo el mundo sabía que se me podía encontrar en el circo ambulante —eso, al menos, me había parecido a mí—, ¿sabría igualmente que también se me podía encontrar aquí? Al margen de todas aquellas preguntas incontestables, estaba el hecho incontrovertible de que aquel desconocido me había buscado dos veces con el fin de abordarme de una manera sin precedentes: como a una persona. Yo estaba seguro de que, zanjada al fin la cuestión de mi identidad, él iba a desaparecer de mi vida para siempre. ¿Qué otra cosa le quedaba por hacer?
Probablemente pienses que todas estas consideraciones precipitadas no son más que paparruchas. Sin embargo, la verdad —como supe después— no era mucho menos fantástica.
Mi benefactor era un acaudalado comerciante judío de aquella ciudad, de nombre Walter Sokolow. El día que me descubrió en el circo ambulante, había estado paseando bajo la lluvia, presa de una especie de tristeza suicida que se había apoderado de él unos meses antes, tras enterarse de que toda su familia había desaparecido en el holocausto nazi. Sus vagabundeos lo condujeron hasta una feria instalada en las afueras de la ciudad. A causa de la lluvia, la mayor parte de las casetas y demás atracciones estaban cerradas, lo que daba al lugar un aire de abandono, perfectamente a tono con la melancolía que embargaba a su persona. Al final vino a parar a la zona de las fieras, cuyos elementos de interés estaban anunciados en una serie de pinturas chillonas. En una de ellas, más chillona aún que las demás, aparecía el gorila Goliat blandiendo el cadáver destrozado de un nativo africano a modo de arma. Walter Sokolow, pensando tal vez que un gorila llamado Goliat podía ser un símbolo apropiado del gigante nazi que estaba entonces empeñado en acabar con la raza de David, decidió que podía ser interesante contemplar a semejante monstruo entre rejas.
Entró, se acercó a mi carromato y, tras mirarme a los ojos, se dio cuenta enseguida de que yo no tenía nada que ver con el monstruo sanguinario de la pintura, ni tampoco con el atormentador filisteo de su raza. Sintió que no le producía ninguna satisfacción el verme entre rejas. Antes al contrario, en un gesto quijotesco de culpabilidad y desafío, decidió rescatarme de mi jaula y convertirme —horrible pensamiento— en una especie de sustituto de la familia a la que no había podido rescatar de la jaula de Europa. El propietario del circo ambulante aceptó llegar a un trato; incluso se alegró cuando el señor Sokolow le pidió contratar al domador que me había cuidado desde mi llegada. El propietario era un hombre realista: con la entrada inevitable de Estados Unidos en la guerra, los espectáculos itinerantes como el suyo o bien tendrían que retirarse a sus cuarteles de invierno o simplemente desaparecerían de la circulación.
El señor Sokolow dejó pasar un día entero para que me hiciera al nuevo ambiente, y acudió de nuevo para que empezáramos a conocernos. Quería que el domador lo tuviera al tanto de todo lo relacionado conmigo, desde el tipo de comida que me daban hasta la limpieza de la jaula. Le preguntó si creía que yo era peligroso. El domador le contestó que yo parecía un peso pesado, peligroso si acaso por mi tamaño y mi fuerza, pero no por mi temperamento.
Alrededor de una hora después, el señor Sokolow le dijo que podía marcharse, y nosotros nos miramos en silencio durante un largo tiempo, igual que las dos veces anteriores. Finalmente, a regañadientes, como si hubiera vencido alguna barrera interna formidable, empezó a hablarme, no de la manera guasona como me hablaba el público visitante, sino más bien como se habla al viento o a las olas que llegan a la playa, diciendo cosas que hay que decir pero que nadie debe oír. Mientras daba rienda suelta a sus cuitas y autorrecriminaciones, se fue olvidando de la necesidad de ser prudente. Una hora después aproximadamente, estaba apoyado en la jaula, con una mano alrededor de un barrote. Estaba mirando el suelo, sumido en sus pensamientos, oportunidad que yo aproveché para expresarle mi simpatía sacando a mi vez la mano y acariciando suavemente los nudillos de la suya. Él se sobresaltó, horrorizado, pero al mirarme de nuevo a los ojos se tranquilizó, convencido de que mi gesto no era tan amenazador como le había parecido en un primer momento.
Alertado por esta experiencia, empezó a sospechar que yo poseía una verdadera inteligencia, y unas simples pruebas le bastaron para convencerse. Tras comprobar que yo comprendía sus palabras, llegó a la conclusión —como harían otros más tarde trabajando con más primates— de que yo era capaz de articular algunas palabras. Y fue así como decidió enseñarme a hablar. No me voy a detener en los dolorosos y humillantes meses que siguieron. Ninguno de los dos comprendió que la dificultad era insuperable, debido a la falta básica de dotación fónica por mi parte. Al no comprender esto, seguimos trabajando convencidos de que, si perseverábamos, un don especial se manifestaría un día como por arte de magia. Pero llegó el día en que ya no podía proseguir y, angustiado por no poder decírselo con palabras, se lo dije con el pensamiento, con toda la fuerza mental que encontré en mí. Él se quedó atónito, igual que yo al ver que había oído mi grito mental.
No te cansaré contándote cada uno de los pasos de mi progreso, una vez que entre nosotros se estableció una plena comunicación, pues es algo que se puede imaginar fácilmente, me parece a mí. A lo largo de la siguiente década, me fue enseñando todo lo que sabía acerca del mundo, el universo y la historia humana, y cuando mis preguntas superaban su conocimiento, estudiábamos codo con codo. Y al final, cuando mis estudios me llevaron más allá de sus propios intereses, aceptó de buen grado ser mi ayudante en la investigación, buscándome libros e información que, por supuesto, no estaban al alcance de mi mano.
Como mi educación absorbió la mayor parte del interés de mi benefactor, el remordimiento dejó pronto de atormentarlo y, de esta manera, fue saliendo paulatinamente de su postración. A principios de los sesenta, yo era como un huésped que apenas necesita la atención de su anfitrión, por lo que el señor Sokolow empezó a ser redescubierto en los círculos sociales, con el predecible resultado de que no tardó en caer en los brazos de una joven mujer de unos cuarenta años, que no veía ninguna razón por la que no pudiera convertirse en su esposa en toda regla. A decir verdad, él no era en absoluto contrario al matrimonio, pero cometió un terrible error de cálculo: decidió que debía ocultarle a su mujer nuestra relación especial. No era una decisión extraña para aquellos tiempos, y, por mi parte, yo no estaba suficientemente experimentado para reconocerla como el error que era.
Volví a la glorieta tan pronto como terminó su reforma, realizada en función de los nuevos hábitos civilizados que yo había adquirido. Pero, desde el principio, la señora Sokolow me vio como una mascota peligrosa y empezó a hacer campaña para que me trasladaran a otra parte o se deshicieran de mí lo más rápidamente posible. Por fortuna, mi benefactor, que estaba acostumbrado a hacer lo que creía más conveniente, dejó bien claro que, por mucho que le suplicaran o lo presionaran, no conseguirían cambiar sus planes para conmigo.
Unos meses después de la boda, se pasó para decirme que su mujer, al igual que Sara, la anciana esposa de Abraham, iba pronto a regalarle un hijo.
«Yo no pensé en esto al ponerte el nombre de Ismael», me dijo. «Pero no te preocupes, que no permitiré que te expulse de mi casa como Sara expulsó a tu tocayo de la casa de Abraham». Sin embargo, me dijo con tono divertido que, si era chico, se llamaría Isaac. Pero resultó ser niña, y se llamó Raquel.