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En dichos lugares —prosiguió, por fin—, donde los animales están simplemente encerrados, casi siempre son más reflexivos que sus primos de la selva. Ello es porque ni siquiera los más cortos de luces pueden dejar de percibir que hay algo en ese modo de vida que no funciona. Cuando digo que son más reflexivos no pretendo decir que posean capacidad de raciocinio. Pero el tigre que ves yendo y viniendo como un loco por su jaula está dándole vueltas a algo que los humanos reconoceríamos, sin lugar a dudas, como «un pensamiento». Y este pensamiento es una pregunta: ¿por qué? «¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué?», se pregunta el tigre hora tras hora, día tras día, año tras año, mientras recorre su camino interminable tras los barrotes de la jaula. No puede analizar la pregunta ni hacer silogismos al respecto. Si pudiéramos preguntar al animal: «¿por qué qué?», éste sería incapaz de contestamos. Sin embargo, es una pregunta abrasadora, que le quema la mente como un fuego inextinguible, infligiéndole un dolor lancinante que no disminuye hasta que el animal se sume en un letargo definitivo, que los guardas del zoo reconocen como un rechazo irreversible a la vida. Por supuesto, este cuestionarse cosas es algo que no hace ningún tigre en su hábitat normal.

Al poco tiempo, también yo empecé a preguntarme por qué. Al estar neurológicamente bastante adelantado respecto del tigre, pude examinar lo que entendía por aquella pregunta, al menos de manera rudimentaria. Yo recordaba un tipo de vida diferente, muy interesante y agradable para quienes la vivían. En cambio, la vida que llevaba entonces era insoportablemente aburrida y nunca agradable. Así, al preguntarme por qué, estaba tratando de dilucidar por qué la vida tenía que dividirse de esta manera, una mitad interesante y agradable y otra mitad aburrida y desagradable. Yo no me imaginaba a mí mismo como un cautivo, ni se me pasaba por la cabeza que alguien estuviera impidiéndome llevar una vida interesante y agradable. Cuando vi que no iba a haber ninguna respuesta a mi pregunta, empecé a considerar las diferencias entre los dos estilos de vida. La diferencia fundamental era que, en África, yo era miembro de una familia, de una especie de familia que no se ha dado en tu cultura en los últimos mil años. Si los gorilas fueran capaces de expresarse conforme a esto, te dirían que, para ellos, la familia se parece a una mano de la que ellos son los dedos. Son plenamente conscientes de ser una familia, pero son muy poco conscientes de ser individuos. En el zoo, había otros gorilas, pero no había familia alguna. Cinco dedos separados no forman una mano.

También reflexioné sobre la cuestión de nuestra alimentación. Los niños humanos sueñan con un país en el que las montañas sean de gelatina, los árboles de mazapán y las piedras de caramelo. Para un gorila, África es precisamente ese país. Adonde quiera que vayamos, hay algo maravilloso que comer. Nunca pensamos: «Ay, cómo me gustaría encontrar algo que comer». La comida está por todas partes, y la cogemos casi sin prestar atención, como cuando cogemos aire para respirar. En realidad, no pensamos en la comida como una actividad aparte. Es más bien como una música deliciosa que suena acompañando a todas las actividades a lo largo del día. A decir verdad, la alimentación se convirtió en alimentación sólo en el zoo, donde dos veces al día nos echaban en la jaula un montón de pasto insípido.

Fue haciéndome este tipo de pequeñas preguntas como empezó a surgir mi vida interior. Prácticamente sin darme cuenta.

Aunque, naturalmente, yo no sabía nada de ese problema, la Gran Depresión estaba cobrándose su tributo en todos los aspectos de la vida americana. Todos los zoos del país se vieron obligados a ahorrar dinero y a reducir el número de animales a mantener; es decir, a reducir gastos de cualquier tipo. Un gran número de animales fueron abatidos sin más, creo saber, pues en el sector privado no había salida para los animales que o bien no eran fáciles de mantener o bien no eran ni muy vistosos ni muy espectaculares. Las excepciones eran, por supuesto, los grandes felinos y los primates.

En fin, para abreviar, diré que me vendieron al propietario de un pequeño circo ambulante que tenía un carromato vacío. Yo era un adolescente grande e impresionante que representaba sin duda una importante inversión a largo plazo.

Se podría imaginar que la vida en una jaula se parece a la vida en cualquier jaula, pero eso no es cierto. Consideremos, por ejemplo, la cuestión del contacto con los humanos. En el zoo, todos los gorilas éramos conscientes de nuestros visitantes humanos. Nos resultaban algo curioso, merecedores de verse, de la misma manera que las aves o ardillas que rodean una casa podrían parecer dignas de ser observadas por una familia humana. Está claro que estos extraños animales nos estaban mirando a nosotros, pero nunca se nos pasó por la cabeza que hubieran acudido expresamente por ese motivo. En el circo ambulante, no obstante, acabé percatándome realmente de este fenómeno.

A decir verdad, mi educación en este sentido comenzó en el momento en el que fui expuesto por primera vez. Algunos visitantes se acercaron a mi carromato y, al poco tiempo, empezaron a hablarme. Yo no salía de mi asombro. En el zoo, los visitantes hablaban unos con otros, nunca con nosotros. «Es probable que esta gente esté confundida», me dije para mis adentros. «Que me haya confundido con uno de los suyos». Mi asombro y perplejidad fueron en aumento, sin embargo, al comprobar que cada grupo que visitaba mi carromato se comportaba de la misma manera. Simplemente no sabía qué pensar.

Aquella noche, casi sin darme cuenta, hice mi primer intento por reunir mis pensamientos a fin de resolver un problema. ¿Era posible —me pregunté— que aquel cambio de situación me hubiera cambiado de alguna manera? Yo no me sentía cambiado lo más mínimo, y ciertamente nada de mi aspecto parecía haber cambiado tampoco. Tal vez, pensé, la gente que me había visitado aquel día pertenecía a una especie distinta de la que acudía al zoo. Aquel razonamiento no me impresionó. Los dos grupos eran idénticos en todos los sentidos, menos en una cosa: que los de un grupo hablaban unos con otros y los del otro hablaban conmigo. El sonido de la charla era el mismo. Tenía que tratarse, entonces, de algo distinto.

A la noche siguiente abordé el problema de nuevo, razonando de la siguiente manera: si no ha cambiado nada en mí ni tampoco en ellos, entonces ha debido cambiar alguna otra cosa. Yo soy el mismo y ellos son los mismos, luego hay alguna otra cosa que no es igual. Planteando el problema de esta manera, sólo podía ver una respuesta: en el zoo había muchos gorilas, mientras que aquí sólo había uno. Barruntaba la fuerza de aquel razonamiento, pero sin poder averiguar por qué los visitantes se portaban de una manera en presencia de muchos gorilas y de otra distinta en presencia de uno solo.

Al día siguiente intenté prestar mayor atención a lo que decían mis visitantes. Pronto reparé en que, si bien cada conversación era diferente, había un sonido que se repetía una y otra vez, y me pareció que lo hacían para llamar mi atención. Por supuesto, yo no podía adivinar su significado. Yo no poseía nada que me sirviera de piedra Roseta.

El carromato que había a mi derecha estaba ocupado por una chimpancé con una criatura, y yo ya había observado que los visitantes le hablaban de la misma manera que a mí. Noté también que los visitantes utilizaban siempre un sonido distinto para llamar su atención. Cuando estaban delante de su carromato, los visitantes gritaban: «¡Zsa-Zsa! ¡Zsa-Zsa! ¡Zsa-Zsa!», mientras que delante del mío exclamaban: «¡Goliat! ¡Goliat! ¡Goliat!».

Mediante pequeñas observaciones como aquélla, pronto comprendí que dichos sonidos estaban, de alguna manera misteriosa, directamente asociados a nosotros dos como individuos. Tú, que tienes un nombre desde la cuna y probablemente piensas que incluso un perrito mascota es consciente de tener un nombre, lo cual no es cierto, no puedes imaginar la revolución perceptiva que produjo en mí la adquisición de un nombre. No sería exagerado afirmar que yo nací verdaderamente en aquel momento, que nací como persona.

De la conciencia de que yo tenía un nombre a la conciencia de que todo tenía un nombre, el paso no era muy grande. Se podría pensar que un animal enjaulado tiene pocas posibilidades de aprender la lengua de sus visitantes, pero no es así. Los circos ambulantes atraen a las familias, y pronto descubrí que los padres no dejan de aleccionar a sus hijos en las artes del lenguaje: «Mira, Johnny, ¡eso es un pato! ¿Sabes decir pato? ¡Paaa-too! ¿Y sabes cómo hace el pato? El pato hace ¡cua-cua!».

Un par de años después, era capaz de seguir la mayor parte de las conversaciones que se mantenían a mi alrededor, pero descubrí que aquella comprensión por mi parte iba acompañada de una gran dosis de perplejidad. Yo sabía ya que era un gorila y que Zsa-Zsa era una chimpancé. También sabía que todos los habitantes de los carromatos eran animales. Pero no acertaba a averiguar del todo cuál era el rasgo distintivo de un animal; nuestros visitantes humanos distinguían claramente entre ellos mismos y los animales, pero yo no columbraba por qué. Si bien comprendía lo que nos hacía animales, o creía comprenderlo, no comprendía qué era lo que hacía que ellos no fueran animales.

La naturaleza de nuestra cautividad ya no era ningún misterio, pues la había oído explicar a cientos de niños. Todos los animales del circo ambulante habíamos vivido al principio en un lugar llamado «selva», que se extendía por todo el mundo, independientemente de lo que fuera el «mundo». Nos habían cogido en la selva y nos habían llevado a un mismo lugar, ya que, por alguna extraña razón, la gente nos encontraba interesantes. Nos mantenían enjaulas porque éramos «salvajes» y «peligrosos», términos éstos que me desconcertaban un tanto, pues, evidentemente, se referían a unas cualidades que yo simbolizaba. Quiero decir que, cuando los padres querían enseñar a sus hijos un animal particularmente salvaje y peligroso, me señalaban a mí. Es cierto que también señalaban a los grandes felinos, pero, como yo no había visto a un gran felino fuera de una jaula, aquello no me sacaba de dudas.

En su conjunto, la vida en el circo ambulante representaba una mejora respecto a la vida en el zoo, pues no era tan opresivamente aburrida. No se me ocurrió sentir rencor hacia mis guardianes. Aunque ellos tenían un margen de movimiento mucho mayor que yo, parecían tan atados al circo como el resto de nosotros, y a mí no se me ocurría en absoluto que pudieran llevar un tipo de vida completamente distinto fuera del recinto. La idea de que yo había sido despojado injustamente de algún derecho innato, como el derecho a vivir como mejor me pareciera, era algo tan ajeno a mí como la ley de Boyle.

Debieron de transcurrir unos tres o cuatro años. Luego, un día en que el lugar estaba desierto, recibí a un visitante muy especial: un hombre solitario que parecía anciano y decrépito pero que, según supe después, no tenía más que cuarenta y cinco años. Su manera de acercarse era distinta. Desde la entrada, miró metódicamente todos los carromatos, uno tras otro, y luego se dirigió directamente al mío. Se detuvo ante la cuerda colocada a metro y medio de distancia, hincó el bastón en el barro justo delante de sus zapatos y se quedó mirándome fijamente a los ojos. A mí no me ha turbado nunca ninguna mirada humana, por lo que le devolví plácidamente la mirada. Me senté, y él estuvo varios minutos sin moverse. Recuerdo haber sentido una admiración inusual hacia aquel hombre, que tan estoicamente aguantaba la llovizna que le golpeaba pertinazmente la cara y le empapaba la ropa.

Al final, se irguió y me hizo un saludo con la cabeza, como si hubiera llegado a una conclusión bien meditada.

—Tú no eres Goliat —dictaminó.

Tras lo cual, se dio media vuelta y marchó por donde había venido, sin mirar a la derecha ni a la izquierda.