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Por supuesto, tenía que ir allí, tenía que quedarme a gusto y comprobar que se trataba de una impostura más. Ustedes me comprenden. Me bastarían treinta segundos, una sola mirada, diez palabras salidas de su boca. Me daría cuenta enseguida. Luego me iría tranquilamente a casa y me olvidaría del asunto.

Al llegar, me sorprendió descubrir que se trataba de un edificio de oficinas de lo más corriente, ocupado por empresas publicitarias, abogados, dentistas y agencias de viaje de segunda categoría, más un quiropráctico y un detective privado, o dos, tal vez. Yo me había esperado un edificio algo más atractivo: gres marrón, paneles prefabricados, techos altos y contraventanas, tal vez. Busqué la oficina 105, y la encontré en la parte posterior, donde las ventanas debían de dar al callejón. La puerta no ofrecía ninguna información. La abrí y entré a una sala grande, vacía. Este espacio nada corriente era el resultado de derribar varios tabiques, de los que quedaba algún rastro en el suelo de madera.

Mi primera impresión fue la de vacío. La segunda fue de índole olfativa: el lugar olía a circo. No, mejor dicho, a parque zoológico: un olor inconfundible, pero no desagradable. Miré a mi alrededor. La sala no estaba completamente vacía. Junto a la pared de la izquierda había una pequeña estantería con treinta o cuarenta volúmenes, en su mayor parte de historia, prehistoria y antropología. En medio había un solitario sillón tapizado, que miraba a la pared de la derecha, como si los de la mudanza lo hubieran dejado allí olvidado. No me cupo la menor duda de que estaría reservado al maestro; los discípulos se arrodillarían o sentarían en semicírculo en el suelo.

¿Y dónde estaban los alumnos que, según había vaticinado yo, acudirían a porrillo? ¿Habían llegado antes que yo y se los habían llevado como a los niños de Hamelin? La capa de polvo que cubría el suelo desmentía semejante hipótesis.

Aquella sala tenía algo de extraño, pero hasta que no eché otro vistazo no descubrí lo que era. En la pared de enfrente había dos ventanas altas con postigos que dejaban entrar una débil claridad del callejón. En la pared de la izquierda, común a la oficina de al lado, no había nada. En la de la derecha, había una ventana con cristales, pero no era una ventana que daba al mundo exterior, pues no recibía ningún tipo de luz; era una ventana que daba a la habitación contigua, con menos luz todavía que la sala donde yo me encontraba. Me pregunté qué objeto de veneración se guardaría allí detrás, a salvo de cualquier mano curiosa. ¿Sería algún yeti o abominable hombre de la nieve embalsamado, recubierto de piel de gato y papier mâché? ¿Sería el cuerpo de un ovninauta abatido por un guardia nacional antes de que hubiera podido entregar algún sublime mensaje astral («Somos hermanos. Seamos buenos»)?

Al estar secundado por la oscuridad, el cristal de esta ventana se veía negro: opaco, reflectante. Conforme fui avanzando, no hice el menor intento por ver lo que se hallaba al otro lado; yo era el objeto de observación. Al llegar, vi primero mis propios ojos y luego miré al otro lado del cristal, topándome con otro par de ojos.

Sobresaltado, retrocedí. Luego, tras constatar lo que veían mis ojos, retrocedí de nuevo, esta vez un poco asustado.

Lo que se hallaba al otro lado del cristal era un gorila de cuerpo entero.

De cuerpo entero es decir poco, por supuesto. Era amedrentadoramente enorme, un auténtico peñón, un megalito de Stonehenge. Su enorme masa era alarmante de por sí, aun cuando no la estuviera utilizando de manera amenazadora. Al contrario, estaba medio sentado, plácidamente reclinado, mordisqueando suavemente una ramita que tenía en la mano izquierda, a modo de varita mágica.

Yo no supe qué decir. Comprenderán ustedes mejor mi gran desazón si les digo que me pareció como si tuviera obligación de hablar: disculparme, explicar mi presencia, justificar mi intrusión, pedir perdón a aquel animal. Creí que era una afrenta mirarle a los ojos; pero me sentía paralizado, inerme. No podía mirar nada que no fuera su cara, más fea que cualquier otra del reino animal a causa de su semejanza con la nuestra aunque, en cierto modo, más noble que cualquier ideal de perfección griego.

A decir verdad, entre nosotros no se interponía ningún obstáculo. El cristal se habría roto como una capa fina al menor contacto. Estaba sentado, mirándome a los ojos, mordisqueando la punta de una rama, esperando. No, no estaba esperando; estaba simplemente allí, estaba allí antes de mi llegada y seguiría allí después de mi partida. Sentía que para él no tenía mayor importancia que la que tiene una nube pasajera para un pastor reclinado en la ladera de una colina.

Conforme fue disminuyendo mi temor, fui recuperando la conciencia de mi situación. Me dije para mis adentros que, simplemente, el maestro no se había presentado y que, como no había nada que me retuviera allí, debía irme a casa. Pero yo no quería irme, como suele decirse, con las manos vacías. Miré a mi alrededor y pensé que debía dejar una nota, si es que encontraba algo donde y con qué escribir; pero no había nada. Sin embargo, mi búsqueda no resultó vana: hizo que mi atención se posara en algo en que no había reparado antes y que estaba al otro lado del cristal. Era una especie de letrero o póster que pendía de la pared por detrás del gorila. Rezaba así:

DESAPARECIDO EL HOMBRE,

¿HAY ESPERANZA

PARA EL GORILA?

Aquella pancarta me detuvo, o, más bien, el texto de la misma. Mi profesión son las palabras. Me centré en ellas y les pedí que se explicaran, que dejaran de ser ambiguas. ¿Querían decir que la esperanza de los gorilas se cifraba en la extinción de la raza humana, o más bien en la supervivencia de ésta? Se podían interpretar de las dos maneras.

Por supuesto, se trataba de un oxímoron, de algo que se antoja inexplicable. Me repateaba por esta razón, pero también por esta otra: porque parecía como si el magnífico animal que se hallaba al otro lado del espejo estuviera cautivo simplemente para servir de ilustración viviente a dicho oxímoron.

La verdad es que deberías hacer algo al respecto, me dije para mis adentros, enfadado. Luego añadí: Lo mejor sería sentarse y guardar silencio.

Oí el eco de aquella extraña admonición cual fragmento de una música que no se logra identificar del todo. Miré a la silla y me pregunté: ¿Sería mejor sentarse y guardar silencio? Y, en tal caso, ¿por qué? La respuesta llegó rápidamente sola: porque, si guardas silencio, podrás oír mejor. Sí, pensé. Aquello era innegablemente cierto.

Sin ningún motivo consciente, levanté los ojos hacia los de mi compañero animal de la estancia contigua. Como todo el mundo sabe, los ojos hablan. Dos extraños se pueden revelar sin ningún esfuerzo su interés y atracción mutuos con una sola mirada. Sus ojos hablaban, y yo comprendí. Mis piernas se volvieron de mantequilla, y apenas si pude alcanzar la silla sin caerme.

—Pero ¿cómo? —me dije, sin atreverme a decirlo en voz alta.

—¿Qué importa? —contestó él de manera igualmente silenciosa—. Es así, y no hay por qué decir más.

—Pero tú… —chapurreé—. Tú eres…

Descubrí que no podía articular la palabra que quería pronunciar. Un instante después, él asintió, como reconociendo mi dificultad.

—Yo soy el maestro.

Durante unos instantes nos miramos mutuamente a los ojos, y mi cabeza se sintió más vacía que un pajar abandonado. Luego preguntó:

—Necesitas un poco de tiempo para recobrar la calma, ¿no?

—¡Sí! —exclamé, hablando en voz alta por primera vez.

Él volvió su maciza cabeza a un lado para mirarme con curiosidad.

—¿Te podría servir de alguna ayuda escuchar mi historia?

—Por supuesto que sí —contesté—. Pero, primero, si no te importa, dime por favor cómo te llamas.

Se me quedó mirando un rato sin contestar y, por lo que pude apreciar, sin expresión alguna esta vez. Luego prosiguió como si no le hubiera hecho ninguna pregunta.

—Nací en algún lugar de la jungla de África Ecuatorial. Nunca me he esforzado lo más mínimo por descubrir dónde exactamente, ni veo razón alguna por la que debiera esforzarme ahora. ¿Has oído hablar, por casualidad, de los métodos que empleaban los que cazaban animales para venderlos a los zoos y los circos?

Levanté la vista, sorprendido.

—Pues no, yo no he oído nada al respecto.

—Hubo un tiempo, al menos durante los años treinta, en que el método más utilizado con los gorilas era éste: al encontrar una manada, abatían a las hembras y se llevaban a todos los pequeños que veían.

—Qué horror —exclamé sin pensar.

El animal respondió encogiéndose de hombros.

—Yo no me acuerdo realmente de aquello, pese a que guardo recuerdos de cosas que ocurrieron incluso antes. En fin, el caso es que los Johnson me vendieron al zoo de una pequeña ciudad del noreste, no sabría decir cuál, pues yo no tenía conciencia de tales cosas por aquel entonces. Allí crecí y viví durante bastantes años.

Hizo una pausa y estuvo un rato mordisqueando la ramita con aire ausente, como si estuviera haciendo memoria.