Mick se levantó del suelo. Se había dado un golpe en la cabeza y arañado la pierna, pero parecía hallarse de una pieza. Un conductor se detuvo y bajó del coche.
—¿Estás bien, chico? —preguntó.
—Sí —contestó Mick—. Gracias por parar.
—Deberías tener más cuidado con el asfalto mojado —dijo el hombre antes de volver al vehículo y alejarse.
Mick recogió su bicicleta y la arrastró fuera de la calle mientras hacía un esfuerzo para no echarse a llorar. Había perdido todo rastro del camión.
El dolor de la pierna remitió. Cruzó al otro lado de la calle, subió a su bicicleta y regresó a Canal Street pedaleando lentamente.
Consideró una vez más acudir a la policía, pero en ese momento le pareció que no tenía demasiado sentido: acabaría metiéndose en problemas por haber entrado en los Estudios Kellerman y tampoco podrían encontrar a Izzie.
Se preguntó qué harían los miembros de la banda con su amigo. Quizá le hicieran jurar que guardaría el secreto y después lo soltarían.
Pero no, no serían tan tontos. Izzie era lo bastante ingenuo para mantener la boca cerrada si lo obligaban a prometerlo, pero esa gente difícilmente confiaría en él.
Cuando llegó a su casa dejó la bicicleta junto a la puerta, se quitó los zapatos mojados en la puerta del piso y entró con ellos en la mano.
Su madre se encontraba sentada a la mesa de la cocina, leyendo un libro.
—Confío en que no esperarás que te prepare la merienda a estas horas de la noche —dijo sin levantar la mirada.
—Solo son las siete —murmuró Mick.
De todas maneras, no tenía ánimos para discutir ni ganas de tomar nada.
Dejó los zapatos en el suelo y entró en la otra habitación. Se dijo que sus dos intentos de montar una vigilancia habían salido bastante mal. Sacó del cajón las pruebas que había conseguido en casa de Wheeler y las examinó desconsoladamente. No tenían la menor utilidad. Las volvió a guardar. También él se sentía inútil. Había fracasado en su intento de descubrir a la Banda del Disfraz. Se dio la vuelta y encendió el televisor.
De repente tuvo una ocurrencia. Había algo raro en la nota que había recogido del suelo del garaje de Wheeler. Abrió de nuevo el cajón, sacó las pruebas y leyó detenidamente el impreso de ingreso. En el membrete se leía: «National Westminster Bank, Purley Street n.º 25, Hinchley».
Ya había visto antes aquella dirección, pero ¿dónde?
Se devanó los sesos. Bancos, ¿qué sabía él de bancos? Entonces se acordó y buscó el artículo que había recortado del periódico acerca de las andanzas de la Banda del Disfraz. Efectivamente, sus miembros habían atracado el National Westminster Bank de Hinchley.
Una coincidencia, sin duda. Entonces se fijó en la fecha del impreso. Era del mismo día del atraco. Eso ya le pareció que no podía tratarse de una mera coincidencia.
Pero si no lo era, ¿qué podía ser?
Lo único que significaba era que el señor Norton Wheeler había estado en el banco el día en que lo habían asaltado.
Pero si únicamente había ido para efectuar un ingreso, ¿por qué se había llevado todo el impreso? A menos que…
¡Claro! ¡Tenía que ser eso!
Los miembros de la Banda del Disfraz siempre se hacían pasar por clientes antes de decidirse a atracar. Así pues, uno de ellos había fingido que se disponía a realizar un ingreso mientras esperaba su oportunidad de acceder a los cajeros.
Y ese impreso había acabado en el suelo del garaje del señor Wheeler.
Entonces Mick se acordó de dónde había visto un cepillo como el que había recogido cuando encontró el impreso. En los Estudios Kellerman había muchos como aquél. Eran cepillos de maquillaje.
De repente todas las piezas encajaron. Los guardias de los estudios siempre dejaban entrar el camión de la banda. ¿Por qué? Seguramente tenían instrucciones del propietario, el señor Norton Wheeler.
No cabía duda de que el señor Wheeler era el cerebro que se ocultaba detrás de la Banda del Disfraz. Mick comprendió en el acto adónde habían llevado a Izzie.
Se puso los zapatos de nuevo y salió del piso como un rayo.
—¡No irás a salir otra vez con este tiempo! —le gritó su madre, pero él hizo caso omiso y bajó a toda prisa por la escalera.
La lluvia había cesado, pero las calles seguían empapadas. Por suerte, los gruesos neumáticos de Mick eran ideales para rodar por el mojado asfalto. Nunca habría patinado en la rotonda si no se hubiera dejado llevar por el pánico.
Siguió la misma ruta del camión y pasó por el lugar donde se había caído. Tardó cinco minutos en llegar a King Edward Avenue.
El camión estaba aparcado en el camino de acceso a la casa de Wheeler.
El cielo encapotado había adelantado la llegada de la oscuridad, y las luces de la vivienda estaban encendidas. Mick dejó su bicicleta apoyada contra el muro y se asomó al jardín. Examinó el lugar un momento y enseguida decidió lo que haría.
Saltó el muro y se escondió entre unos arbustos. Nadie lo había visto. Cruzó el césped corriendo y se detuvo tras un rosal. Desde allí se acercó sigilosamente hasta la parte frontal de la casa.
Un estrecho sendero rodeaba toda la vivienda. Mick se puso a cuatro patas y se fue arrastrando por debajo del nivel de las ventanas hasta que llegó a un lateral de la casa. Entonces se levantó, puesto que no había ventanas, y caminó sin hacer ruido hasta el jardín de la parte trasera.
Examinó el lugar mientras se preguntaba dónde habrían encerrado a Izzie si lo hubieran llevado allí.
Arriba, sin duda, para que no pudiera huir por una ventana. Y en una habitación que se pudiera cerrar con llave.
Había tres ventanas, una grande, una pequeña y otra con el cristal esmerilado que probablemente correspondía a un cuarto de baño. Tenía la luz encendida.
La observó detenidamente. La mayor parte del cristal era mate, pero por encima tenía una pequeña parte transparente. La ventana se hallaba en la esquina más alejada de la casa. Por debajo de ella, justo a la vuelta de la esquina, había un invernadero adosado con el techo inclinado de cristal. Mick se arrastró hacia allí.
Se armó de valor. Caminó de puntillas hasta donde estaban los cubos de basura, cogió uno y lo llevó hasta el invernadero. Luego lo colocó junto a él y se subió encima. Desde allí solo tuvo que dar un pequeño salto hasta el techo. Una vez arriba se puso en pie y caminó con cuidado por el cristal hasta la esquina de la casa. Una tubería de desagüe descendía por la fachada desde el vierteaguas del tejado. La cogió fuertemente con ambas manos, saltó a la pared y fue trepando por ella. Los músculos de los brazos le ardían, pero sabía que era capaz de subir porque en las clases de gimnasia del colegio había hecho ejercicios parecidos.
Trepó por la cañería hasta que llegó a la altura del cristal transparente de la ventana del cuarto de baño. Entonces miró dentro.
Izzie contempló el rostro del desconocido que lo había sacado por la boca de registro.
—O sea que tú eres la rata que ha estado fisgoneando por aquí, ¿no? —exclamó el hombre.
Tenía unas cejas muy negras y pobladas, y un gran mostacho cuyas guías descendían por la comisura de sus labios. Hablaba con la cara pegada a la de Izzie. Su aliento apestaba.
Izzie estaba demasiado sorprendido y asustado para contestar y se limitó a mirar a su captor con los ojos muy abiertos y el rostro muy pálido.
Las fuertes manos del individuo lo depositaron en el suelo, le hicieron dar media vuelta y le retorcieron el brazo en la espalda.
—¡Muévete! —ordenó.
Empujó a Izzie por la puerta y a través del pasillo hasta el Estudio B. Hasta ese momento, Izzie había albergado la leve esperanza de que solo fuera uno de los vigilantes nocturnos, pero ésta se desvaneció nada más entrar.
Había otros dos hombres. Uno de ellos estaba inclinado hacia delante para ponerse un zapato. Izzie solo pudo verle la calva, pero le resultó familiar.
Eran los miembros de la Banda del Disfraz.
—Mira lo que he encontrado, Gus —dijo el individuo que lo había capturado.
El calvo levantó la mirada.
—Vaya, un chaval al que le gusta fisgar.
Izzie miró al tercer desconocido. Era muy pelirrojo y tenía el rostro lleno de pecas. Miró a Izzie un momento, después se llevó la mano a la cabeza y se quitó la peluca que llevaba. Izzie vio que debajo tenía el pelo gris y corto.
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó.
—Ni idea —contestó Gus.
El que sujetaba a Izzie le retorció el brazo un poco más.
—Este cabroncete podría estropearnos los planes —dijo en tono desagradable.
—¡Me está haciendo daño en el brazo! —protestó Izzie.
—¡Cállate o te daré en la cabeza!
—Tranquilo, Jerry —intervino Gus, y el otro aflojó la presión en el brazo de Izzie.
—Ven aquí, chaval —ordenó Gus.
Jerry soltó a Izzie y éste se acercó.
—¿Se puede saber qué hacías aquí? —preguntó Gus.
—Solo estaba jugando —contestó Izzie—. Jugaba con los vestidos y los decorados. Si se marchan no diré a nadie que están aquí, lo prometo.
—¿Qué quieres decir con que no se lo dirás a nadie? —Quiso saber Jerry—. ¿Decir qué? Nosotros tenemos derecho a estar aquí, chaval. Eres tú el que ha entrado sin permiso. ¿Quién puede tener interés en nosotros?
—Quiero decir que si me sueltan no iré a la policía ni nada de eso —se apresuró a contestar Izzie, que estaba al borde del llanto.
—¿Ir a la policía? —preguntó el que se había quitado la peluca.
—Déjalo estar, Alec —dijo Gus—. Está claro que lo sabe.
Izzie comprendió lo tonto que había sido. Hasta ese momento, los ladrones no estaban seguros de si él sabía lo que estaban haciendo en el estudio, pero se había delatado al decir que sospechaba que estaban cometiendo un delito. Si se hubiera hecho el tonto quizá lo hubieran dejado marchar.
El hombre llamado Alec fue hasta el fregadero y se quitó las pecas de la cara con agua.
—Bueno, ¿y qué hacemos con él? —preguntó mientras se secaba con una toalla—. Está claro que no podemos dejar que se vaya.
—Tenemos que llevarlo ante el jefe —afirmó Gus—. De lo contrario, meteremos la pata hagamos lo que hagamos.
Se calzó el otro zapato y se enfundó en un abrigo. Entretanto, los demás recogieron la ropa, las pelucas y los efectos de maquillaje que estaban tirados por el suelo y lo guardaron todo en un armario.
—Muy bien, chaval —dijo Jerry cuando estuvieron listos—. Vas a venir con nosotros para dar un paseíto.
Cogió a Izzie por el brazo y lo empujó a través de la puerta. Alec encendió una linterna y todos ellos salieron por el pasillo hasta la parte delantera de los estudios. Izzie vio el camión a través de las puertas de cristal. Salieron y Gus se volvió para cerrar con llave. Izzie aprovechó la ocasión. Se zafó de la presa de Jerry y echó a correr.
Jerry dio un grito. Gus se volvió, vio que el chico pasaba corriendo junto a él y le puso la zancadilla. Izzie tropezó y cayó cuan largo era en la gravilla.
Se quedó tendido en el suelo, lleno de desesperación. Se había arañado la cara y le dolían las piernas por el tropezón. No pudo contener más tiempo las lágrimas.
Jerry lo puso en pie y lo abofeteó. Izzie soltó un grito de dolor.
—Tranquilo, Jerry —dijo Alec en voz baja—. No es más que un crío.
—¿Y qué quieres que haga?, ¿ponerle una medalla? —contestó Jerry—. Voy a darle una lección.
—Limítate a meterlo en el camión y vigilarlo —ordenó Gus.
Izzie se vio lanzado a la parte de atrás del vehículo y se quedó tendido allí, boca abajo. Jerry subió con él mientras los otros dos se sentaban en la cabina. Izzie oyó que el motor se ponía en marcha y el camión salía por el camino de acceso.
No tenía la menor idea de adónde se dirigían. Permaneció tendido en el suelo de hierro e intentó olvidarse del dolor de sus magulladuras. Al cabo de lo que le pareció un trayecto muy largo, el vehículo se detuvo.
—Vendadle los ojos —oyó que decía Gus—. Así no sabrá dónde estamos.
Jerry encontró un trapo grasiento en el suelo y vendó los ojos de Izzie. A continuación lo levantó y lo bajó del camión. Una vez más le retorció el brazo en la espalda y lo empujó hacia delante.
Izzie notó una superficie dura bajo los pies. Al cabo de un momento, Jerry dijo:
—Cuidado con el escalón.
Izzie subió un peldaño con cuidado y comprendió que había entrado en una casa.
Una voz desconocida exclamó:
—¿Se puede saber qué es todo esto?
Sonaba más mayor y menos vulgar que la de los otros tres ladrones.
Izzie oyó que Gus contestaba:
—Pillamos a este chaval husmeando por el estudio. Dijo que si lo dejábamos marchar no acudiría a la policía.
—¡Seréis idiotas! ¿Cómo se os ha ocurrido traerlo aquí?
—No sabíamos qué otra cosa hacer —repuso Gus.
—¡Maldita sea!
Se hizo un breve silencio, luego el jefe añadió:
—Está bien, lleváoslo de aquí mientras pienso en algo. Subidlo a alguna de las habitaciones y atadlo bien.
—Por aquí, chaval —ordenó Jerry.
Izzie notó que lo arrastraban escalera arriba y lo llevaban a una habitación. Allí lo sentaron sin miramientos en algo duro y le ataron fuertemente las manos y los tobillos. Finalmente la puerta se cerró y oyó ruido de pasos que bajaban.