Capítulo 3

Afortunadamente, la madre de Mick había salido cuando éste entró en casa. Se quitó la camisa y el pantalón sucio de barro y los lavó en el fregadero de la cocina. Luego los extendió en el suelo, frente a la chimenea eléctrica, para que se secaran.

Se limpió el barro de su largo cabello castaño en el cuarto de baño del final del pasillo que compartían con el matrimonio irlandés. No tenía monedas para el calentador, de modo que utilizó agua fría.

Se sentó delante del fuego y esperó a que su ropa y su pelo se secaran. Podría haberse puesto su otro pantalón, pero se suponía que debía conservarlo para mejor ocasión, hasta que gastara el primero. Pensó que aquello seguramente no sería un problema para Izzie porque sin duda tenía un montón de pantalones. Él, en cambio, solo contaba con dos.

No tardó en cansarse de esperar, así que palpó la ropa. No estaba completamente seca, pero le serviría. Se vistió de nuevo y bajó a sentarse en los escalones de la entrada. El sol acabaría con los restos de humedad.

Observó a unos niños que jugaban al críquet en la calle. Habían dibujado unos palos con tiza en la pared y no dejaban de discutir sobre si la pelota los golpeaba o no.

Un poco más abajo vio que un sucio Ford Escort aparcaba junto a la acera y que de él se apeaban dos hombres. Los contempló con curiosidad. No parecían del barrio. Uno de ellos era joven y vestía un traje elegante; el otro, más mayor, se tocaba con un sombrero y llevaba una cámara fotográfica. Permanecieron junto al vehículo varios minutos. En esto apareció la señora Briggs cargada con dos bolsas de la compra. La señora Briggs vivía en la casa que había junto a la entrada de los estudios. Los dos hombres se le acercaron.

Mick bajó los peldaños, caminó hacia ellos haciéndose el despistado y se apoyó en una farola. Desde allí podía escuchar la conversación.

—Somos del Hinchley News —explicaba el joven a la señora Briggs—. Me llamo Nigel Parsons, y él es nuestro fotógrafo, el señor Cotton.

La mujer dejó las bolsas en el suelo y los miró con aire suspicaz.

—Ah, ¿sí?

Parsons prosiguió:

—Hemos venido a ver qué opina la gente de Canal Street acerca del proyecto que hay para construir un hotel en el viejo solar de los Estudios Kellerman.

—¡Es un escándalo! —bramó la señora Briggs.

—¿Por qué lo dice? —preguntó el reportero.

En ese momento la anciana señora Arkwright abrió la puerta e hizo como si sacudiera la escoba, cuando en realidad solo pretendía enterarse de qué iba la conversación.

—Venga un momento, señora Arkwright —llamó la señora Briggs—. Estos señores son de la prensa y preguntan por los Estudios Kellerman.

—¡No me diga! —exclamó la vecina con voz ansiosa, y bajó los escalones hacia donde estaban los demás—. Óigame bien, joven —dijo blandiendo su dedo ante el reportero—, sepa usted que nos han entregado una orden de desahucio, ¡a todos los vecinos de la calle!

La señora Briggs la interrumpió.

—Verán —dijo, dirigiéndose a los reporteros—, los estudios son los dueños de la mayoría de las casas de por aquí. Había un par de propietarios particulares, pero han vendido sus fincas a los promotores que piensan construir el hotel.

Al oír aquello, Mick volvió a sus peldaños. Se había olvidado por completo de los planes para derribar las casas del barrio y de la promesa que había hecho a su madre acerca de que iba a hacer algo para remediarlo.

Siguió observando a la gente del Hinchley News. Se había formado un corro de curiosos a su alrededor, y Parsons anotaba en una libreta lo que le decían las mujeres.

«¿Qué puedo hacer?», se preguntó Mick. El fotógrafo había empezado a tomar fotos de la señora Briggs y la señora Arkwright mientras hablaban con su compañero, pero Mick no creía que publicarlas en el diario fuera a ser de alguna utilidad. ¿Qué podía serlo?

Se dijo que Al Capone habría enviado un puñado de matones, pero no le pareció buena idea. Entonces se preguntó quién sería la persona que había comprado los estudios y las casas. Era posible que tuviera un punto débil, como el talón de Aquiles.

Quizá podría intentar averiguar algo sobre él, pensó. Al menos, sería un comienzo. Se levantó y se acercó a la multitud.

—He estado quejándome desde que cerraron los estudios —decía la señora Briggs—. Hay un camión que entra y sale por ese camino haciendo sonar la bocina; en algunas ocasiones, en plena noche. He anotado todas las veces que ha pasado, junto con la fecha y la hora. Si quiere puedo…

—Perdóneme, señor Parsons —dijo Mick en voz alta.

El reportero se volvió. Parecía aliviado por la interrupción.

—¿Qué hay, muchacho?

—¿Sabe usted quién ha comprado todo esto? —preguntó Mick.

—Sí. Es una empresa llamada Hinchley Developments.

—Gracias.

Mick se alejó de nuevo. Aquello no le servía de gran cosa. Vio que su madre bajaba por la calle con la compra y entró para cenar.

El domingo por la mañana, Izzie fue con su padre en coche hasta Canal Street. Allí le indicó la casa de Mick, y el señor Izard aparcó enfrente.

La puerta principal estaba abierta, así que entraron. Una mujer india se asomó desde el fondo del vestíbulo.

—¿Sí?

—Busco a la señora Williams.

—Es el último piso —contestó la mujer, y desapareció.

Izzie y su padre subieron por la escalera. En el rellano del último piso solo había una puerta de contrachapado pintada de color marrón.

—Supongo que será aquí —dijo el señor Izard.

Llamó con los nudillos. Al cabo de un momento una mujer envuelta en una vieja bata rosa acudió a abrir. Izzie pensó que parecía mucho más joven que su madre. Iba despeinada y no llevaba medias, pero sin duda estaría de buen ver si se arreglaba un poco.

—¿Es la señora Williams? —preguntó el señor Izard.

—Sí.

La madre de Mick parecía confundida. Entonces miró a Izzie y lo reconoció.

—Tú debes de ser el nuevo amigo de mi hijo. Izzie, ¿no?

—Así es como me llaman —respondió éste.

—Bueno, será mejor que entren —dijo la señora Williams—. Me temo que la casa no está muy ordenada —se disculpó mientras los hacía pasar por la cocina—. El domingo es el día que aprovecho para dormir hasta tarde.

—Espero que no hayamos interrumpido su descanso —respondió el señor Izard.

Mick estaba tendido en el suelo, viendo una película de Tarzán en el televisor.

—¡Hola, Izzie! —exclamó sorprendido.

Izzie miró a su alrededor, extrañado. No sabía si aquella estancia era el salón o el dormitorio. Entonces comprendió que era ambas cosas a la vez.

Se sentaron todos, y el señor Izard empezó:

—Randall me ha dicho que le han enviado una comunicación de desahucio por lo del hotel que van a construir.

—Así es —contestó la madre de Mick.

—Verá, yo también estoy interesado en evitar que construyan ese hotel. Nosotros somos un grupo de profesionales del mundo del cine y estamos intentando reflotar los Estudios Kellerman. Hemos puesto en marcha varias iniciativas, pero todavía nos falta reunir un montón de dinero. Si la empresa promotora del hotel consigue los permisos de construcción, el precio de los terrenos subirá como la espuma y nunca podremos hacer una oferta.

—¿Hay alguna forma de evitarlo? —preguntó la madre de Mick.

—Sí. El ayuntamiento tiene que conceder la licencia de obras, así que podríamos intentar convencerlo para que la denegara. Si los vecinos del barrio se unieran a nosotros quizá podríamos conseguirlo.

La madre de Mick encendió un cigarrillo.

—La experiencia me dice que el dinero tiene más fuerza que las personas en asuntos como éste.

—Puede que esté en lo cierto —repuso el señor Izard—, pero creo que vale la pena intentarlo. Me preguntaba si estaría usted dispuesta a encabezar un comité de barrio o a coordinar una petición de los vecinos. Después podría reunirse con los representantes municipales y pedirles que se opongan al plan.

La señora Williams exhaló una nube de humo.

—No tengo ninguna experiencia en esa clase de cosas —contestó—, pero puedo ver si hay alguien dispuesto a firmar una petición. Supongo que vale la pena intentarlo, siempre que no cueste dinero, claro.

—Estupendo —dijo el señor Izard—. Estoy seguro de que verá como sus vecinos se unirán si encuentran a alguien que toma la iniciativa. —Se levantó—. Si hay algo que pueda hacer para ayudarla, no dude en decírmelo.

—¿Les apetece una taza de té? —preguntó la señora Williams.

—Es usted muy amable, pero tenemos que volver a casa.

La señora Williams los acompañó a la puerta.

—¡Nos vemos mañana! —se despidió Mick.

—¡Claro! —respondió Izzie.

Cuando subió al coche con su padre le comentó:

—La madre de Mick es una mujer agradable.

—Sí —repuso el padre en voz baja—, ¡pero en menudo antro viven!

—Entonces ¿por qué quieren quedarse?

Su padre lo miró.

—Porque es su casa, Randall.

Mick pasó todo el lunes intentando que se le ocurriera algo que hacer con respecto al proyecto de construcción del hotel. Su profesora lo acusó de soñar despierto, pero él no le hizo caso. Tenía en la cabeza asuntos más importantes que las plantaciones de café de Kenia.

Desde luego, no creía que los planes del señor Izard pudieran servir de algo. Estaba convencido de que las recogidas de firmas y los comités eran de tanta utilidad como las fotos del periódico local.

Sin embargo, cuando le llegó la hora de barrer la librería, al final del día, aún no se le había ocurrido nada. Izzie lo esperó de pie mientras acababa.

—Tu padre lleva el pelo muy largo para ser una persona mayor —le comentó Mick.

—Mucha gente del mundo del cine lleva el pelo largo —explicó Izzie.

—¿Por qué?

—Ni idea.

—Espabila, Mickey —dijo el señor Thorpe—. Hoy quiero cerrar puntualmente porque tengo que hablar en la Cámara de Comercio.

—¿Qué es eso? —quiso saber Mick.

—Es una reunión de los empresarios de la ciudad que se celebra regularmente.

Mick se quedó mirando al señor Thorpe un momento. Acababa de tener una idea.

—Vamos, termina ya —le dijo el tendero.

Mick sacó el polvo por la puerta principal, guardó la escoba y salió de la tienda con Izzie.

—¿Tienes teléfono en tu casa? —le preguntó.

—Sí.

—Escucha, he pensado algo. ¿Tu madre me dejaría hacer una llamada?

—No hace falta que se entere. Puedes telefonear desde el piso de arriba.

—¡Estupendo!

Subieron a sus bicicletas y pedalearon con fuerza en dirección a la casa de Izzie.

Por el camino se detuvieron en una cabina telefónica. Mick entró, buscó en el listín el número de Hinchley Developments y lo memorizó.

Cuando llegaron a casa de Izzie, su madre estaba en el salón. Izzie hizo pasar a su amigo y lo presentó. La señora Izard estrechó la mano de Mick.

—Vamos a jugar con el tren —anunció Izzie.

—Muy bien —respondió su madre.

Los chicos subieron al cuarto de juegos.

Izzie miró el reloj.

—Puedes llamar cuando sean las seis menos cuarto —le explicó—. Mi madre siempre ve las noticias de televisión a esa hora. Así puedes estar seguro de que no subirá.

Jugaron con el tren eléctrico de Izzie un buen rato. Era uno de los grandes y estaba montado sobre un tablero. Tenía tres convoyes, estaciones, túneles, cruces de vías y apartaderos. A Mick le pareció tan fascinante que casi lamentó que su amigo le avisara de que había llegado el momento.

—Es la hora.

Entraron en el dormitorio de los padres de Izzie, y Mick marcó el número que había memorizado. El teléfono sonó durante un rato.

—Es posible que a esta hora se hayan marchado a casa —comentó Izzie.

Entonces contestó una voz:

—Ha llamado usted a Hinchley Developments. ¿En qué puedo ayudarle?

—Lamento molestarla —dijo Mick con su tono más formal—. Estoy haciendo un trabajo para el colegio sobre la Cámara de Comercio de Hinchley. ¿Podría decirme cómo se llama el director de la empresa?

—Desde luego —contestó la mujer al otro lado de la línea—. Se trata del señor Norton Wheeler, un destacado hombre de negocios de Hinchley. Estoy segura de que querrá mencionarlo en su trabajo.

—Norton Wheeler —repitió Mick—. Muy bien. Muchísimas gracias, señorita.

—Ha sido un placer. Vuelva a llamar si tiene alguna otra pregunta.

Mick se despidió y colgó.

—¡Fantástico! —exclamó Izzie—. ¡Has sido de lo más astuto!

—Bien, ahora ya sabemos quién es la persona que tiene intención de derribar nuestra casa —respondió Mick, orgulloso de sí mismo—. El siguiente paso es averiguar todo lo que podamos sobre él.

Cuando volvieron al cuarto de juegos, Izzie preguntó:

—¿Y eso cómo lo vamos a hacer?

Mick se puso pensativo.

—No lo sé —repuso—. Voy a tener que meditarlo.

Su optimismo empezaba a desvanecerse. Cogió un vagón de mercancías y le dio vueltas entre los dedos.

—Yo sé lo que haría un espía de verdad —declaró Izzie.

—¿Qué?

—Organizar una vigilancia alrededor de su casa.

Mick sopesó la idea.

—Eso es mejor que nada —dijo al fin—. Es posible que descubramos algunas pistas. De todas maneras, lo primero es averiguar dónde vive.

—Lo podemos mirar en el listín telefónico —propuso Izzie.

—Buena idea. ¿Qué te parece si volvemos a la cabina de teléfono? Así tu madre no sospechará nada.

Desconectaron el tren eléctrico y salieron de casa. Mientras pedaleaban por la calle, Izzie comentó:

—De todas maneras, puede que su nombre no figure en el listín.

—¿Por qué no iba a figurar si tiene teléfono?

—Para evitar que lo llamen los desconocidos.

—Pues en ese caso es mejor no tener teléfono —contestó Mick.

Realmente, algunas de las cosas que hacían los adultos carecían de sentido, se dijo Mick.

Se detuvieron junto a la cabina, bajaron de sus bicis y entraron.

«Será mejor que esté aquí dentro, señor Wheeler», dijo para sus adentros Mick cuando abrió el listín.

Había muchos Wheeler. Mick resiguió la lista con el dedo, pero no encontró ningún Norton.

—¡Maldición! —exclamó, contrariado.

—Un momento, todavía no hemos sido vencidos —dijo Izzie—. ¿Cuántos «N. Wheeler» hay?

Mick los contó.

—Seis.

—Vale. ¿Y cuántos en Hinchley?

Mick comprobó las direcciones mientras Izzie miraba por encima de su hombro.

—¡Ahí está! —gritó éste.

La dirección ponía: «N. Wheeler, R. C. M., 49 Clifton Drive».

—¿Qué quiere decir eso de «R. C. M.»? —preguntó Mick.

—Espera un minuto —contestó Izzie con expresión pensativa—. ¡Ya lo tengo! ¡Son las siglas del Real Colegio de Médicos! —anunció triunfalmente, pero su entusiasmo se desvaneció en el acto—. Vaya, eso significa que es médico.

—Entonces no es el Norton Wheeler que estamos buscando —dijo Mick—. ¿No hay otro Wheeler en Hinchley?

Volvieron a mirar. El último abonado con la letra «N» correspondía al número 3 de King Edward Avenue.

—Supongo que será él —dijo Izzie.

—¿Cómo podemos asegurarnos? —preguntó Mick.

Izzie pensó unos segundos.

—Podrías llamar a ese número —sugirió.

—No podemos utilizar de nuevo el teléfono de tu madre y yo no llevo dinero encima —contestó mientras se palpaba los bolsillos.

Izzie vació los de su chaqueta y sacó un pañuelo, un trozo de cuerda, dos chicles de menta, una caja de cerillas, un destornillador y una moneda de dos peniques.

Descolgó el auricular, marcó el número y mantuvo el teléfono entre él y Mick para que éste pudiera oír la conversación.

Respondió una mujer.

—¿Diga?

Izzie introdujo la moneda en la ranura y cubrió el micrófono con la mano.

—¿Qué le digo? —susurró.

Mick le cogió el auricular. Izzie sabía muchas cosas, pensó, pero a veces parecía tonto de capirote.

—Por favor, ¿está el señor Norton Wheeler en casa?

—No, no ha llegado aún —contestó la mujer—. ¿Desea algo?

Mick colgó.

—Es nuestro hombre —confirmó.

—Hemos tenido suerte —dijo Izzie.

—Ya era hora de que tuviéramos un poco, ¿no crees? —repuso Mick.

Al día siguiente se encontraron en la tienda una vez terminado el turno de reparto de periódicos. Tomaron prestado un mapa callejero de detrás del mostrador y buscaron King Edward Avenue. Se hallaba a menos de dos kilómetros de distancia.

Antes de partir trazaron un plan. Izzie explicó que lo que se disponían a hacer se llamaba vigilancia y que los agentes secretos lo hacían constantemente.

—De todas maneras —advirtió—, puede ser bastante aburrido.

A Mick le parecía de lo más excitante.

King Edward Avenue era una calle tranquila con árboles a lo largo de las aceras. Todas las casas eran grandes y de aspecto lujoso. La de Wheeler tenía un gran jardín frontal con abundantes arbustos y una gran puerta doble de garaje a un lado.

Izzie y Mick pasaron por delante sin detenerse una primera vez y dieron la vuelta a la manzana para ver si había algún acceso por la parte de atrás, pero no encontraron ninguno.

Aparcaron las bicicletas a unas cuantas casas de distancia del número 3 y, para no despertar sospechas, empezaron a jugar en la acera con una pelota de tenis.

Durante media hora no ocurrió nada que fuera digno de mención. Mick empezaba a comprender lo que su amigo había querido decir al asegurarle que las labores de vigilancia solían ser aburridas cuando un Jaguar azul pasó junto a ellos y luego subió por el camino de acceso del número 3.

Mick logró entrever a un hombre moreno sentado al volante.

Interrumpieron el juego.

—Tengo que verlo más de cerca —comentó.

—Pero si ni siquiera sabes si es él —objetó Izzie.

—Pues lo averiguaré.

Cogió la pelota y la lanzó por encima del muro para que cayera en el jardín de la casa. Luego echó a correr por el camino de acceso.

El hombre moreno estaba apeándose del coche en ese momento.

—¿Me permite recoger mi pelota, señor Wheeler? —gritó Mick.

El hombre lo miró con mala cara.

—De acuerdo, pero id a jugar a otra parte —contestó.

—Gracias.

Mick se metió entre los arbustos, localizó la pelota de tenis y salió del jardín. Cuando llegó a la verja se volvió, miró la matrícula del coche y la memorizó. Acto seguido, regresó junto a su amigo.

—¿Era él? —quiso saber Izzie.

—Seguramente. Lo llamé «señor Wheeler» y no pareció sorprenderse.

—¿Pudiste verlo bien?

—Sí.

Estuvieron jugando un rato más hasta que Izzie preguntó:

—Oye, Mick, ¿qué más queremos averiguar?

—Debemos encontrar pistas, cualquier cosa que nos diga algo sobre él. Es importante conocer al enemigo, dicen.

—Bueno, pues no es que estemos encontrando gran cosa. No hacemos más que jugar a la pelota frente a su casa.

—Fuiste tú quien dijo que las vigilancias eran aburridas —contestó Mick—. Aguantemos un poco más.

Unos minutos después oyeron que el coche se ponía nuevamente en marcha y lo vieron salir de la casa y alejarse por la calle. En el asiento del pasajero viajaba una mujer.

—Seguro que es su esposa —dijo Mick.

Izzie miró la hora.

—Son las seis y media. Es posible que hayan salido a cenar fuera.

—En ese caso, podemos echar un vistazo más de cerca a la casa.

Izzie pareció sobresaltarse.

—¿No es un poco arriesgado? No sabes si hay alguien más dentro. Hasta ahora no hemos hecho nada malo, pero entrar a la fuerza en una casa va contra la ley.

—Está bien, pero sigo creyendo que deberíamos echar una ojeada alrededor —insistió Mick—. Por el momento, nuestros esfuerzos han sido en balde.

Izzie hizo rebotar la pelota de tenis contra la pared y la atrapó.

—Creo que no hemos hecho más que perder el tiempo —dijo.

—Mira, no tienes que acompañarme si no quieres. Te diré lo que puedes hacer: te quedas aquí fuera vigilando y si ves que se acerca alguien haces sonar tres veces la campanilla de la bici.

—Está bien —contestó Izzie a regañadientes.

Mick subió lentamente por el camino de acceso. Sus botas de béisbol no hacían el menor ruido en el asfalto. Sospechaba que Izzie tenía razón al decir que estaban perdiendo el tiempo, pero estaba decidido a encontrar alguna pista.

Se mantuvo cerca de los arbustos, listo para ocultarse tras el follaje en caso necesario, pero llegó al final del camino sin problemas.

Observó la casa desde detrás de un árbol. Ésta tenía un porche frontal y un callejón lateral que la separaba del garaje. Una de las dos puertas de éste se hallaba ligeramente entreabierta.

Mick se preguntó si debía arriesgarse y entrar en la casa, pero la puerta abierta del garaje indicaba que quizá hubiera alguien en la vivienda; así pues, decidió investigar primero en el garaje.

Cruzó sigilosamente el camino de acceso, se coló por la estrecha abertura y entró. El cobertizo disponía de una ventana lateral, de modo que podía ver bastante bien. Miró a su alrededor.

Era un garaje normal y corriente. Había un cortacésped en un rincón y herramientas colgadas en la pared. Al fondo vio unos cuantos botes de pintura apilados.

Miró el suelo. Tenía manchas de aceite.

Ni una sola pista.

Mick se disponía a marcharse cuando, con el rabillo del ojo, vio algo que le llamó la atención. Se inclinó y recogió un papel doblado del suelo. Junto a él había un cepillo pequeño y fino, parecido a un pincel. Examinó ambos.

De repente oyó tres frenéticos «¡Ping!». ¡La campanilla de la bicicleta de Izzie! ¡Alguien se acercaba! Se asomó por la puerta y vio que el Jaguar azul subía por el camino de acceso. Miró en derredor rápidamente. El garaje tenía una puerta trasera, pero si salía por allí podía quedar atrapado en el jardín.

¿Metería Wheeler el coche en el garaje?

Mick lo oyó detenerse en el camino. Se abrió una puerta, y unos pasos se acercaron. Tomó una rápida decisión. Se escabulló por la puerta trasera y cerró sin hacer ruido.

Permaneció muy quieto y aguzó el oído. El corazón le latía a toda prisa. Izzie le había dicho que aquello significaba infringir la ley.

Oyó que la puerta del garaje se levantaba sobre sus chirriantes ruedecillas y el Jaguar que entraba. Alguien apagó el motor, se apeó y cerró la portezuela del vehículo. La puerta del garaje bajó y se cerró con un golpe seco. Mick soltó un suspiro de alivio.

De repente, el picaporte de la puerta trasera giró. Wheeler se disponía a salir por allí. Seguramente había cerrado el garaje por dentro. Mick se agachó rápidamente tras los cubos de basura. Oyó que una llave giraba en la cerradura y pasos que se alejaban.

Se arriesgó a mirar por encima del cubo y vio que Wheeler se disponía a entrar por la cocina.

Esperó a que desapareciera en el interior de la casa y después, olvidándose de toda precaución, salió corriendo por el callejón, bajó por el camino y llegó a la calle.

—¡Larguémonos! —gritó a Izzie.

Los dos muchachos saltaron sobre sus bicicletas y se alejaron pedaleando a toda prisa.