Capítulo 2

Al día siguiente Izzie vio a Mick en el colegio, pero no hablaron hasta después de comer. Se organizó un partido de fútbol en el patio, e Izzie preguntó si le dejarían jugar.

Lo destinaron al mismo equipo que Mick y ambos acabaron de delanteros. Izzie tardó un poco en acostumbrarse a jugar con una pelota de tenis.

Se hallaban en mitad del campo cuando un despeje de portería salió volando hacia un ala. Izzie corrió para atraparlo y cuando lo tuvo controlado miró en derredor y vio que Mick había subido por el lado derecho.

Dos defensas corrieron hacia Izzie, pero éste elevó la pelota por encima de ellos y la dejó a los pies de Mick, que la paró con la punta de la bota, chutó a la media vuelta y marcó el primer tanto.

A partir de ahí jugaron coordinadamente y crearon oportunidades para ambos. Mick era bueno abriendo huecos, y los pases de Izzie eran impecables, de modo que marcaron tres goles más.

Cuando sonó el timbre anunciando el fin del recreo, los chicos se amontonaron para entrar en clase. Mick aprovechó para rodear los hombros de Izzie con el brazo, volverse hacia sus compañeros y exclamar:

—¿Habéis visto lo bien que lo ha hecho?

Izzie estaba radiante de satisfacción.

Aquella tarde Mick acabó su ronda y volvió a la tienda. Vio que habían salido todos los repartidores, de modo que cogió la escoba y empezó a barrer. Seguía en ello cuando Izzie regresó de su recorrido.

—Es posible que tenga que dejar el trabajo, señor Thorpe —comentó Mick.

El librero alzó la vista de sus ejemplares y se quitó las gafas.

—¿Por qué? —quiso saber.

—Creo que voy a tener que mudarme. Van a derribar nuestra casa para construir un hotel, así que tendremos que buscar otro sitio donde vivir.

—Lamento oír eso —dijo el señor Thorpe—. ¿No podéis encontrar algo por aquí cerca?

—Mi madre dice que solo encontrar algo ya será complicado de por sí.

—Supongo que tiene razón —convino el librero—. Lamentaré perderte de vista. De todas maneras, me pregunto para qué quieren construir un hotel en este barrio.

—Lo van a construir en el solar de los antiguos Estudios Kellerman.

—Ya entiendo.

El señor Thorpe se puso nuevamente las gafas y volvió a sus libros. Mick acabó de barrer, expulsó el polvo por la puerta principal y dejó la escoba en el cuarto de atrás.

—Mi padre solía trabajar en los Estudios Kellerman —le comentó Izzie—. ¿Nunca has estado allí?

—No se puede entrar —repuso Mick.

—No, pero yo conozco la manera —aseguró Izzie.

El señor Thorpe levantó la vista de sus libros.

—A ver, chicos —les dijo—, si estáis planeando alguna travesura será mejor que lo hagáis fuera de la tienda. No quiero saber nada.

Los chicos salieron y fueron junto a sus bicicletas.

—¿Cómo se puede entrar en los estudios? —preguntó Mick, picado por la curiosidad.

—Hay que cruzar el canal y meterse por una tubería de desagüe —contestó Izzie—. Si quieres, te lo puedo enseñar.

—¡Vale! —exclamó Mick animadamente—. ¿Cuándo quedamos? ¿Mañana?

—Estupendo. Te pasaré a buscar. ¿Dónde vives?

—En el número 17 de Canal Street.

—Mañana es sábado. Pasaré por la mañana. Será mejor que llevemos ropa vieja, por si nos ensuciamos.

Subieron a sus bicicletas y partieron cada uno en su respectiva dirección.

Mick estaba sentado en los escalones de la entrada, atándose los cordones de sus botas de béisbol, cuando llegó Izzie. Alzó los ojos, entrecerrándolos por el sol, y lo saludó.

—Hola.

Izzie vestía vaqueros y un jersey con un agujero en la manga.

Mick se levantó y bajó los peldaños.

—¿Dónde puedo dejar mi bici? —preguntó Izzie—. ¿Hay patio de atrás?

—Sí, pero es del casero —repuso Mick—. Déjala ahí abajo si quieres.

Señaló unos peldaños que bajaban desde la acera hasta la puerta del sótano. Al final había un pequeño rellano donde se guardaban los cubos de basura. Izzie sacó una cadena y un candado del bolsillo, ató la rueda delantera al chasis para inmovilizarla y bajó la bicicleta.

—¿Te echo una mano? —preguntó Mick.

—No, gracias. La verdad es que pesa muy poco —contestó Izzie. Dejó el vehículo apoyado contra la pared y volvió a subir arrugando la nariz—. Ahí abajo apesta —añadió.

Caminaron calle abajo y pasaron por delante del solar que interrumpía la hilera de casas pareadas, donde se hallaba la entrada de los estudios. Estaba rodeado por una verja de tela metálica rematada con alambre de espino. Al otro lado, un camino repleto de baches y socavones pasaba ante un cobertizo y llegaba hasta la entrada principal de los estudios. El cobertizo lo utilizaban los guardias nocturnos que vigilaban el edificio.

Las casas acababan cincuenta metros más allá. Los chicos llegaron al puente que cruzaba el canal, se apoyaron en el pretil y miraron hacia abajo. Era verano, y el canal se hallaba casi seco. Un pequeño reguero de agua corría lentamente por un estrecho cauce entre el barro.

—Me pregunto por qué se seca en verano —comentó Mick.

—El canal se alimenta de un arroyo por un extremo y por el otro desemboca en el Támesis. Cuando no llueve, la riera se seca.

El fondo del canal estaba lleno de basura. Mick vio un viejo somier, la puerta de un coche, varias botellas y un montón de trastos inidentificables, todos del mismo color grisáceo del barro.

A su izquierda, junto a la última casa de Canal Street, había un muro alto, pero el otro lado del canal tenía un dique bajo. Izzie se lo señaló.

—Tenemos que ir hasta allí —dijo.

Cuando llegaron, Mick sopesó el problema. Exactamente donde terminaba el pretil del puente empezaba una verja de alambre que llegaba hasta la acera.

Subió al antepecho, se puso en pie y desde allí saltó a la verja. Pasó al otro lado y fue descendiendo metiendo la punta de las botas en los agujeros de la malla. Bajó todo lo que pudo y entonces saltó. Desde el final de la verja hasta el dique había una caída de menos de un metro. Mick aterrizó sin problemas y se volvió hacia Izzie.

—Es pan comido —le dijo.

Al cabo de un momento, Izzie se reunió con él en el dique y empezaron a caminar por el canal abriéndose paso entre las cañas y evitando las matas de ortigas.

—Apuesto a que esto está lleno de ratas —comentó Mick.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Izzie en tono poco convencido.

—Porque siempre hay cerca del agua.

Al poco rato vieron que toda la anchura del dique estaba ocupada por un viejo automóvil oxidado al que le faltaban las puertas y las ruedas.

—Me pregunto cómo puede haber llegado hasta aquí —comentó Izzie.

Junto al canal corría una vía de tren tras la cual se veía una fábrica. Parecía imposible que alguien hubiera podido dejar aquel coche allí. Saltaron por encima del vehículo y siguieron caminando. El dique trazaba una ligera curva. No tardaron en quedar fuera de la vista del puente y en acercarse a la parte de atrás de los estudios. Izzie se detuvo y señaló hacia la orilla contraria.

—Allí está.

Mick siguió la dirección de su dedo y vio una gran tubería que sobresalía del otro lado del dique. Enseguida comprendió que en invierno quedaba oculta bajo el agua.

—Esa tubería conduce directamente al interior de los Estudios Kellerman —dijo Izzie.

Mick miró en derredor hasta que encontró entre las hierbas una vieja tabla de andamiaje. Un montón de insectos huyeron de debajo en todas direcciones cuando la levantó.

—Esto nos ayudará a cruzar al otro lado.

Se situó al borde del dique sosteniendo la plancha de pie frente a él, luego se desplazó hasta quedar justo delante de la tubería y entonces la dejó caer.

La madera hizo un ruido viscoso cuando golpeó el fango del canal.

—¡Buena idea! —exclamó Izzie.

Ya podían cruzar sin mancharse los pies de barro.

Izzie metió la mano bajo el jersey y sacó una linterna-lápiz del bolsillo de su camiseta.

—Será mejor que vaya delante —dijo.

Se puso la linterna entre los dientes y bajó con cuidado hasta alcanzar la tabla. La madera se hundió ligeramente cuando cruzó con cuidado. Al llegar al otro lado encendió la linterna, volvió a sujetarla con los dientes y metió la cabeza y los hombros en la boca de la tubería. Mick vio que ésta era lo bastante grande para que Izzie cupiera por ella, pero no lo suficiente para que pudiera hacerlo un adulto.

—¡Vamos! —le gritó Izzie por encima del hombro.

Mick bajó hasta la plancha y siguió los pasos de su amigo.

Metió la cabeza en el interior de la tubería y gateó tras Izzie. Olía a moho, pero estaba casi del todo seca. Obviamente, hacía mucho que no la habían utilizado.

La luz que entraba por la boca se fue apagando a medida que avanzaban. Pronto solo contaron con la linterna de Izzie para que les iluminara el camino.

El aire se hizo más fresco, y Mick notó humedad bajo las manos. De repente se acordó de lo que había dicho a Izzie acerca de las ratas y se asustó un poco. Sabía que las ratas eran capaces de atacar si se veían acorraladas.

Empezaron a subir por una ligera pendiente. Al cabo de un momento, Izzie iluminó hacia arriba.

—Aquí es —anunció.

Mick miró por encima del hombro de su amigo. El haz mostraba la boca de un túnel vertical.

—Hay una trampilla al final del conducto, así que tendré que subirme sobre tus hombros —explicó mientras se levantaba y la mitad de su cuerpo desaparecía en el tubo.

Mick se arrastró hasta situarse entre las piernas de su amigo y se puso de rodillas. Luego guió los pies de Izzie hasta colocarlos en sus hombros y se levantó haciendo un esfuerzo. Miró hacia arriba.

Izzie estaba palpando una tapa redonda de hierro. Una boca de registro, supuso Mick.

—Prepárate para aguantar el peso —lo avisó Izzie.

Apoyó las manos contra la tapa y empujó con fuerza. Mick se sujetó a las paredes del tubo. De repente notó que la presión disminuía.

—¡Ya está! —exclamó animadamente Izzie mientras saltaba de los hombros de Mick y salía por la boca de registro. Dio media vuelta y metió la mano en el agujero—. ¡Cógete y te ayudaré a subir!

Mick agarró su mano. Apoyó los pies contra un lado del túnel y la espalda contra el otro y fue ascendiendo de ese modo hasta que alcanzó el borde del agujero y pudo izarse fuera.

Los dos amigos se quedaron de pie en la oscuridad mientras Izzie recorría las paredes con el haz de su linterna. Se hallaban en una especie de cuarto-almacén con taquillas a ambos lados.

—Imagino que inicialmente esta tapa de registro debía de estar en el exterior y que después construyeron esto como parte de una ampliación del edificio original —comentó Izzie.

Iluminó una puerta, se acercó y la abrió. Los chicos se internaron por un pasillo. Todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo y había telarañas en las esquinas.

—Este corredor da la vuelta por todo el edificio —explicó Izzie, que hablaba entre susurros aunque no hubiera razón para ello—. Las oficinas están por fuera, y los estudios están por dentro, así que no tienen ventanas.

Cruzó el pasillo e iluminó el dintel de una puerta con la linterna. En un cartel se leía: «Estudio B. Prohibido el acceso cuando está encendida la luz roja». Abrió y entró. Mick lo siguió sin vacilar.

Izzie buscó a tientas el interruptor de la luz y lo pulsó. De repente, Mick se encontró en pleno Salvaje Oeste.

Justo delante de él tenía un par de puertas batientes con un cartel que anunciaba «Saloon». Tras ellas había una larga barra con una botella y varios vasos. El suelo parecía de madera, pero Mick se dio cuenta de que solo era linóleo pintado para que lo simulara. Media docena de mesas y sillas de aspecto desvencijado ocupaban el rincón más alejado de la cantina.

—¡Esto es fantástico! —exclamó.

Empujó las puertas contoneándose igual que un vaquero del Oeste, se acercó a la barra y dio un puñetazo—. ¡Whisky! —pidió con su mejor acento texano.

—No está mal, ¿verdad? —preguntó Izzie.

Se dirigió al fondo de la sala. Donde debería haber estado la pared trasera de la cantina había una hilera de modernos armarios. Abrió uno de ellos y sacó un sombrero Stetson.

Se lo puso en la cabeza y se ajustó la cinta. Era demasiado grande para él, pero se lo echó hacia atrás y consiguió que se le aguantara en la cabeza.

Mick abrió otro armario y dejó escapar un largo silbido.

—¡Pistolas! —exclamó.

Cogió una y le pareció sorprendentemente grande y pesada. Estaba ligeramente grasienta. Encontró una cartuchera y se la ciñó a la cintura. Izzie hizo lo mismo.

Fueron a mirarse en el gran espejo que colgaba de la pared. Los dos se habían disfrazado con sombreros del Oeste, cartucheras y pistola. Buscaron un poco más en los armarios y encontraron botas y espuelas.

Mick se sentó en una de las sillas de la cantina, se columpió hacia atrás, puso los pies encima de la mesa y cerró un ojo.

—Me llamo Dick el Tuerto —masculló con voz truculenta—, y será mejor que nadie me moleste si desea seguir con vida, ¿ha quedado claro?

Izzie salió de la cantina y volvió a entrar empujando las puertas batientes con aire chulesco.

—Eh, muchacho —le dijo a un imaginario mozo—, ocúpate de mi caballo.

Fue hasta la barra y fingió servirse de la botella.

—Hola, tabernero. Soy forastero y estoy buscando a un fulano cuyo nombre es Dick Bartlett pero que se hace llamar Dick el Tuerto. Cuando lo vea me lo cargaré con mi viejo Colt. ¿Lo ha visto por aquí?

Mick se bajó el ala del sombrero.

—¿Está hablando conmigo, señor? —gruñó.

Izzie se dio la vuelta muy despacio.

—Desenfunda, Tuerto —dijo.

Mick empujó la silla y se levantó de un salto. Izzie echó mano de su pistola, pero Mick desenfundó antes y disparó. Se oyó una terrible detonación, y la botella que había en la barra saltó hecha pedazos. Izzie dejó escapar un grito de terror.

Los dos chicos se miraron el uno al otro. Mick se había puesto muy pálido.

—No pensé que estuviera cargada con balas de verdad —dijo.

—¡Ostras! —exclamó Izzie mientras miraba los trozos de cristal roto que había en el suelo y el líquido amarillo que corría por la barra—. ¡Ostras! —repitió.

Entonces, en el silencio que se hizo tras el disparo, oyeron un ruido.

—¡Escucha! —dijo Izzie.

—¡Chissst! —bufó Mick.

El ruido se hizo más fuerte. Era un camión que se acercaba a los estudios por el camino de acceso.

—¡Rápido! —exclamó Mick.

Se quitaron a toda prisa las ropas de vaquero y las botas, se calzaron sus zapatos y dejaron en el suelo los sombreros, las cartucheras y las pistolas. Les pareció que tardaban una eternidad.

Corrieron hacia la puerta. Izzie apagó las luces y abrió. El pasillo estaba oscuro como boca de lobo.

Se disponían a salir cuando vieron una luz al final del corredor, a la derecha. Oscilaba como si proviniera de la linterna que alguien sostenía. Se quedaron petrificados.

Entonces apareció otra luz y oyeron una voz. Aquello bastó para sacarlos de su ensimismamiento. Izzie cerró sin hacer ruido.

Volvieron al Estudio B y contuvieron la respiración a medida que las voces se acercaban.

—¿Qué hacemos si entran? —preguntó Mick.

—Entregarnos —contestó Izzie con un hilo de voz.

—¡No podemos…!

—¡Chist!

Los pasos se aceraron a la puerta y una voz dijo:

—… Me pareció que aquel viejo chocho pensaba intentarlo, así que…

Los pasos se desvanecieron cuando los desconocidos pasaron de largo y siguieron caminando.

Mick dejó escapar un largo suspiro. De repente se encendió una luz, e Izzie dio un respingo. Mick alzó la vista. La claridad provenía del estudio contiguo. Entre uno y otro solo había un tabique que no llegaba hasta el techo. Los desconocidos habían entrado en el estudio de al lado y encendido las luces.

Izzie volvió a abrir la puerta que daba al corredor. De repente, la puerta del estudio que comunicaba con el contiguo se abrió y la claridad entró a raudales.

—Es posible que lo haya dejado aquí —dijo alguien.

Izzie y Mick salieron a toda prisa, cruzaron el pasillo y entraron en el cuarto-almacén. Izzie iluminó el suelo con la linterna hasta que localizó la tapa de registro. Se metió por ella y se dejó caer en el aliviadero. Mick lo siguió.

Corrieron a cuatro patas por la tubería, arañándose las manos y las rodillas con las prisas. Enseguida vieron luz al final del túnel. Izzie cayó de la boca de la tubería directamente al fango del canal, y Mick aterrizó encima de él.

La plancha se había hundido bajo la superficie, de modo que cruzaron entre el barro como pudieron y treparon al dique de la otra orilla.

Cuando por fin se sentaron, sin aliento pero a salvo, se miraron el uno al otro. Estaban cubiertos de barro de la cabeza a los pies, pero el alivio que experimentaban era tan grande que estallaron en carcajadas.