Capítulo 1

Mick Williams introdujo en el buzón el último ejemplar del diario de la tarde, subió a su bicicleta de un salto y pedaleó con fuerza de regreso a la tienda de periódicos. Siempre le gustaba esa parte del trabajo. La bolsa, tan pesada al principio de su ronda, ondeaba felizmente vacía a su espalda.

Dobló una esquina y cruzó la calle en perpendicular hacia la acera de enfrente. Una décima de segundo antes de golpear el bordillo tiró del manillar y levantó la rueda delantera. La bicicleta subió de un salto a la acera. Mick clavó el freno trasero, hizo patinar el neumático trasero y la detuvo hábilmente ante el escaparate. Era una maniobra que había aprendido tiempo atrás.

Apoyó el vehículo en la pared de la tienda y cuando abrió la puerta se fijó en un chico al que no conocía y que se hallaba de pie, con la mano en el asiento de una bici de carreras, junto al escaparate. Confió en haberlo impresionado con su forma de montar.

—Hay un muchacho nuevo fuera, Mick —dijo el señor Thorpe, que era el dueño de la librería—. ¿Querrías enseñarle el recorrido número siete?

—Claro —contestó Mick.

Cobraba una propina de setenta y cinco peniques a la semana por hacer trabajos extra como aquél. Conocía todas las rondas, de modo que cuando uno de los chicos no se presentaba al reparto, él lo sustituía. Los días en que no tenía ninguna tarea añadida, barría la tienda y después se marchaba a casa.

Dio un golpecito en la ventana e hizo un gesto al chico nuevo para que entrara.

El señor Thorpe se volvió hacia el recién llegado.

—Mick Williams te enseñará cómo funciona esto —le dijo.

Mick lo miró y calculó que sería más o menos de su misma edad, aunque el nuevo era más alto y corpulento. Tenía el cabello rubio y corto. Se fijó en que vestía una camisa Brutus.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Randall Izard —contestó el chico.

—Es un nombre curioso.

—En mi antiguo colegio me llamaban Izzie —explicó.

Mick le cogió la bolsa de los periódicos y la puso en el mostrador con el anuncio de News of the World hacia arriba.

—¿Sabes cómo meter los diarios?

—Supongo que sí.

—Muy bien, prueba —le dijo Mick, y se quedó observando mientras Izzie los iba metiendo de cualquier manera y se le caían. Después le preguntó—: ¿Has hecho alguna vez una ronda de reparto?

—No.

—Lo imaginaba.

Mick le mostró la manera de colocar los diarios en la bolsa y después lo ayudó a cargársela al hombro.

—Pesa mucho —dijo Izzie mientras salían de la tienda.

Mick se echó a reír.

—Pues espera al viernes. Ese día los periódicos son mucho más gordos.

—Vamos, chicos, no os entretengáis —les gritó el señor Thorpe—, si no los de Acacia 35 vendrán a quejarse una vez más de que su periódico llega tarde.

Mick contempló con admiración la bicicleta de Izzie. Era una Claude Butler con manillar de carreras y cambio Campag de cinco velocidades. Cuando Izzie subió forcejeando con la bolsa, Mick vio que apenas era lo bastante alto. Para él sería sin duda una máquina demasiado grande.

Subió a la suya y cuando empezaron a pedalear comentó:

—Lástima de tu bici.

Izzie se ruborizó un poco.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó.

—Nada, es una buena bici, pero hace más pesado el trabajo de reparto. Es mejor una como la mía.

La de Mick tenía un gran manillar en forma de cuerno de vaca y unos neumáticos anchos y con mucha huella.

—Cuando me la regalaron no pensaron que alguna vez me dedicaría a repartir periódicos con ella —murmuró el chico nuevo.

Entraron en Acacia Avenue, y Mick señaló la primera casa. A medida que iban avanzando le indicó las que deseaban que dejaran el periódico en la puerta, cuáles preferían que lo metieran por la ranura del buzón para que no se mojara en caso de lluvia y qué propietarios se enfadaban si cruzaban el césped o tomaban un atajo saltando por encima del seto.

—¿Te encargabas de esta ruta de reparto antes? —preguntó Izzie.

—Las he hecho todas en algún momento u otro —contestó Mick.

Su nuevo compañero no acababa de caerle bien. Izzie tenía voz de niño pijo, y la gente que hablaba así solía ser tirando a esnob.

Estudió la bicicleta de Izzie mientras esperaba que éste volviera de una entrega. Vio que las estrechas llantas montaban neumáticos de alta presión con dibujo de carreras y que los frenos por cable eran unos Weinmann 999. Sin duda se trataba de una máquina cara. Izzie, con su voz de niño bien y su bici último modelo, tenía que ser rico, así que Mick se preguntó qué hacía repartiendo periódicos.

Izzie salió por la verja. Su bolsa estaba casi vacía.

—¿Quién te regaló la bici? —le preguntó Mick.

—Fue un regalo de cumpleaños de mi padre —contestó Izzie—. ¿Cómo conseguiste la tuya?

—La afané —repuso Mick mientras empezaba a pedalear hacia la siguiente casa.

Unas cuantas entregas más tarde preguntó:

—¿A qué se dedica tu padre?

—Hace películas —repuso Izzie.

Mick estaba impresionado.

—¿De qué tipo? ¿De vaqueros, de James Bond y esas cosas?

—No, básicamente hace anuncios de televisión.

—Oh… —contestó Mick.

Eso resultaba mucho menos interesante.

—¿Y el tuyo? —quiso saber Izzie.

—¿Qué?

—Tu padre.

—No tengo padre —contestó Mick.

Izzie lo miró con cara de sorpresa y se dispuso a preguntar algo más, pero Mick se le adelantó.

—¿A qué colegio vas?

—Al Radley Comprehensive.

Ése era también el de Mick.

—Pues no recuerdo haberte visto por allí.

—Es que acabo de empezar —explicó Izzie—. Antes iba a un internado.

Cuando llegaron a la tienda, Mick hizo su derrape habitual mientras Izzie aparcaba con cuidado junto a la acera.

—Muy bien, chaval —le dijo el señor Thorpe a Izzie al verlo entrar—. Te quiero aquí mañana a las cuatro y cuarto.

Cuando Izzie se hubo marchado, Thorpe se volvió hacia Mick.

—¿Qué tal ha ido?

—Servirá. —Cogió un periódico de la tarde del mostrador y dejó tres peniques en la caja registradora.

—Parece un buen chico —comentó el señor Thorpe.

Mick metió el diario en su bolsa.

—Es un poco pijo. De todas maneras, me da la impresión de que su familia está pasando un mal momento.

—¿De verdad? —dijo Thorpe con una leve sonrisa en la comisura de los labios.

—Eso creo. Adiós —se despidió Mick y regresó a su casa.

Izzie volvió a casa pedaleando a toda velocidad, con la cabeza sobre el manillar y cambiando rápidamente de marchas. «Diga lo que diga Mick Williams, es una máquina estupenda —pensó—. Su viejo trasto parece salido de un taller de mala muerte y debe de pesar una tonelada».

Tenía el resto de la tarde libre. Nada de colegio hasta el día siguiente. La idea de volver al Radley Comprehensive no le gustaba nada. A pesar de que su madre insistía en que enseguida haría amigos, de momento no tenía ninguno. Deseaba poder regresar al internado, donde había formado parte del equipo de fútbol. Cambiar de colegio era una desgracia.

Para animarse pensó en lo que haría cuando llegara a casa. Seguramente sacaría sus soldados. Hacía tiempo que no organizaba una buena batalla.

Aceleró para subir el camino de acceso a su casa y se detuvo con un patinazo en la gravilla. No era tan bueno como el de Mick Williams, pero sin duda mejoraría con la práctica.

Su madre se encontraba en la cocina, sacando un trozo de carne del congelador. Hasta ese momento siempre habían tenido una chica au pair que ayudaba en la cocina y las demás tareas de la casa, pero eso se había acabado.

—Hola, Randall —lo saludó su madre—. ¿Qué tal ha ido el reparto de periódicos?

—Bien —contestó.

Últimamente nunca hablaba de sus problemas con su madre. Sabía que ella tenía los suyos propios y que a su padre le estaba costando encontrar trabajo a causa del declive de la industria del cine. Así pues, se guardaba sus asuntos y siempre contestaba que todo iba estupendamente.

—Voy a jugar con mis soldados —añadió.

—Muy bien, pero no te entretengas demasiado. Cenaremos a las siete y antes tienes que haberte bañado.

Izzie colgó su anorak en el ropero de la entrada y subió a su cuarto de juegos. Había decidido que montaría la batalla de Dunkerque, así que empezó dibujando en el suelo la línea de la costa francesa con una tira de esparadrapo y después colocó en posición a los soldados alemanes. Al poco rato se hallaba ya absorto en su guerra imaginaria.

Mick entró por la puerta principal y vio que la esposa del casero asomaba la cabeza por el oscuro pasillo.

—Solo soy yo, señora Grewal —avisó.

Subió la escalera. La mujer irlandesa que vivía en el primer piso estaba preparando la cena de su marido, y el olor que llegaba al rellano hizo que Mick se sintiera hambriento. Apretó el paso y subió una planta más hasta el pequeño apartamento de dos habitaciones donde vivía con su madre. Abrió la cerradura y entró.

Se dirigió a la cocina, se arrodilló en el agrietado linóleo y cogió de la alacena una gaseosa y un paquete de galletas de avena. Luego fue a la otra habitación, encendió el televisor y se tumbó en la alfombra frente al aparato, con las galletas y el refresco a un lado y el periódico abierto delante de él.

Cuando la programación le aburría, leía un poco, picoteando aquí y allí. Primero se entretuvo con las tiras cómicas, luego pasó a la última página y leyó un artículo sobre el Tottenham Hotspur. Por último echó un vistazo a las noticias de primera plana.

El titular principal decía: «La Banda del Disfraz roba otro banco y se lleva 20 000 libras». La Banda del Disfraz le interesaba, de modo que devoró la información con avidez.

Cuatro hombres atracaron hoy un banco de West Hinchley y se llevaron un botín de 20 000 libras en metálico.

La policía trabaja con la hipótesis de que el robo fue obra de la Banda del Disfraz, que ha atracado otros cuatro bancos en el oeste de Londres durante los últimos dos meses.

Los ladrones se hicieron pasar por clientes y lograron acceder detrás del mostrador aprovechando que la puerta de seguridad se abrió para dejar entrar a un empleado que regresaba del almuerzo.

Nadie resultó herido durante el atraco que tuvo lugar en el Banco Lloyds de High Street, en West Hinchley.

La manera de operar de la banda coincide estrechamente con la de los cuatro atracos anteriores. A pesar de que las descripciones de los ladrones difieren en todos los casos, la policía cree que los miembros de la banda utilizan técnicas de maquillaje profesional para disfrazarse.

Mick admiraba a la Banda del Disfraz porque siempre burlaba a la policía gracias a su astucia y a su descarada audacia. Se preguntó dónde estarían sus miembros en ese momento y se dijo que seguramente en su escondite, contando el dinero y riéndose por el éxito conseguido.

En la televisión dieron una película sobre carreras de coches y la estuvo viendo un rato. Cuando acabó apareció una mujer que empezó a explicar cómo se hacía una muñeca Punch & Judy, de modo que Mick volvió a concentrarse en el diario. Se disponía a cerrarlo cuando un pequeño recuadro al final de la página llamó su atención. El titular decía: «Planes para construir un hotel en unos antiguos estudios de cine».

Mick leyó: «Una empresa inmobiliaria ha solicitado los correspondientes permisos para construir un hotel de treinta pisos en el solar donde se levantan los Estudios Kellerman de Canal Street, en West Hinchley, actualmente abandonados».

Canal Street era la calle donde vivía Mick, y los viejos estudios se encontraban justo detrás de su casa. Estaban formados por un único edificio, casi tan grande como un hospital, rodeado de una verja metálica rematada con alambre de espino. Por las noches lo vigilaban guardias con perros. La empresa había echado el cierre hacía un año y en esos momentos el único movimiento era alguna que otra furgoneta que entraba y salía ocasionalmente por la verja situada a pocos metros de su casa.

Mick oyó que su madre entraba en la cocina y lo llamaba:

—¿Estás en casa, Mickey?

—Sí —contestó.

La mujer entró en la habitación, se dejó caer pesadamente en el viejo sillón, se desabrochó el abrigo y encendió un cigarrillo. Mick cerró el periódico.

—No sé cómo puedes leer el diario y ver la televisión al mismo tiempo —le dijo su madre.

—Aquí pone que van a construir un hotel detrás de nuestra casa —contestó Mick haciendo caso omiso del comentario—. Van a derribar los viejos estudios.

—¿Qué te apetece para merendar?

—Un sándwich de beicon.

Su madre dejó el abrigo encima de la cama del rincón y fue a la cocina. Mick la siguió y la observó encender el hornillo y sacar un trozo de beicon de la fresquera.

—Imagino que ahora a nadie le gustará tener estas viejas casas delante del nuevo y flamante hotel —comentó Mick.

—Para empezar, no sé por qué quieren construir un hotel aquí —le contestó su madre—. ¿Quién querría venir a pasar unos días de vacaciones en Canal Street?

Mick sacó dos platos y cubiertos mientras lo pensaba un momento.

—Supongo que con la nueva carretera que pasa cerca, un hotel le vendrá bien al aeropuerto.

Su madre no contestó. Echó con gesto desganado un par de lonchas de beicon en la sartén y enchufó el hervidor para hacer té.

—De todos modos —siguió diciendo Mick—, todas estas casas viejas serán una molestia para un hotel nuevo.

—Eres mayor de lo que pareces. —Su madre suspiró—. Siempre me olvido de que casi ya eres un hombre. Anda, siéntate a la mesa.

Mick la observó con curiosidad. Nada de lo que ella le decía parecía tener sentido, así que esperó a que se lo explicara.

Su madre preparó los dos sándwiches, puso bruscamente los platos en el mantel de plástico y se sentó frente a él.

Mick echó un poco de salsa de carne en el suyo y le dio un buen bocado. La piel tostada del beicon crujió entre sus dientes.

—Van a derribar todas estas casas —explicó su madre—. Han comprado los terrenos del señor Grewal.

—¡No pueden derribarlas con gente dentro! —exclamó Mick con la boca llena de pan y beicon.

—Tendremos que mudarnos, Mickey —contestó su madre—. Ya hemos recibido la notificación de desahucio.

—Ah, ¿sí?

Mick no le dio demasiada importancia, pero su madre parecía muy disgustada.

—Vamos a tener que buscar un nuevo apartamento —anunció. Le alargó su plato y añadió—: Tómate mi sándwich, no me apetece.

Se levantó para hacer té.

—Tú no lo entiendes —prosiguió—, pero no resulta tan fácil encontrar un piso barato como éste. —Se sirvió una taza de té, volvió a la mesa y encendió otro cigarrillo—. ¿No te acuerdas de la última vez, dando vueltas por todo Londres, con los caseros que decían que el piso no estaba disponible cuando veían que iba contigo, con las agencias que se reían en nuestra cara cada vez que les explicaba lo que buscábamos?

Tomó un sorbo de té y dio una calada al cigarrillo.

—Francamente, no me siento capaz de pasar otra vez por todo eso —dijo antes de levantarse y dirigirse a la otra habitación.

Mick dejó su sándwich. Nunca había visto a su madre tan abatida. La había visto enfadarse y discutir con la gente; la había visto llorar en alguna película romántica de televisión; incluso la había visto borracha. Sin embargo, aquella tristeza impotente era nueva para él y le provocaba un nudo en el estómago.

Se levantó, se acercó a la otra habitación y se apoyó en el marco de la puerta. Su madre estaba sentada en el sillón, con la mirada fija en el póster de Mallorca que colgaba en la pared de enfrente. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Todos los vecinos de Canal Street están en la misma situación —dijo Mick.

—Sí, pero las otras mujeres tienen maridos —contestó ella—. La cosa cambia cuando hay un hombre.

—Me tienes a mí.

Su madre le sonrió a través de las lágrimas.

—Sí, te tengo a ti.

—Tú crees que no puedo hacer nada, ¿verdad?

Ella negó lentamente con la cabeza.

—No, hijo, no creo que puedas hacer nada.

Mick notó que se enfadaba.

—¡Pues ya verás cómo sí! —exclamó antes de salir.