4. Redrick Schuhart, treinta y un años.

El valle se había refrescado durante la noche; al amanecer hacía frío. Caminaban a lo largo del terraplén, pisando los durmientes podridos entre las vías herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El muchacho caminaba ágilmente, con alegría, como si nada supiera de la noche agotadora, de la tensión nerviosa que todavía le hacía doler las venas del cuerpo, ni de las dos horas terribles que habían pasado en la cima de la colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y desapareciera en la garganta.

La niebla se espesaba a ambos lados del terraplén. De vez en cuando trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares había que caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire olía a herrumbre; el basural, a la derecha del terraplén, a putrefacción y moho. La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabía que estaban en una planicie ondulada, con cúmulos de desperdicios, y que había montañas ocultas en la penumbra, más allá. También sabía que al salir el sol, cuando la niebla se asentara en rocío, vería hacia la izquierda el helicóptero caído y hacia adelante, los vagones–plataformas para el transporte de metal en bruto. Entonces comenzaría el verdadero trabajo.

Redrick deslizó una mano bajo la mochila y la levantó un poco, para que el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. «Es pesada, pensó; ¿cómo voy a arrastrarme con ella? Un kilómetro y medio en cuatro patas. Bueno, merodeador, a qué protestar ahora. Ya sabías en qué te estabas metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un esfuerzo. Quinientos mil, no está nada mal. Que me maten si la doy por menos. O si le doy a Cuervo más de treinta. ¿Y el novato? El novato no recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe nada».

Volvió a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba rítmicamente. «Él se lo buscó», pensó Redrick, ceñudo. Él mismo. ¿Por qué insistió tanto en venir? ¿Con tanta desesperación? Temblaba, tenía los ojos llenos de lágrimas. «¡Lléveme, señor Schuhart! Muchos otros se ofrecieron a llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre… ¡Pero él ya no puede llevarme!». Redrick se obligó a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por eso empezó a pensar en la hermana de Arthur. Parecía increíble que esa mujer tan hermosa pudiera ser hechura plástica, un maniquí. Era como los botones que tenía su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos, semitransparentes y dorados; le daban ganas de metérselos en la boca para chuparlos, y en cada oportunidad sufría una terrible desilusión, pero siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que su memoria le decía.

Volviendo a Arthur, pensó: Tal vez fue el padre el que me lo envió; mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce. Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona. No, todo esto es una estupidez. Éste no es el primero que me suplica lleno de lágrimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese artefacto, todos traen revólveres la primera vez que entran a la Zona. La primera y la última. ¿Será realmente la última? Para ti, muchachito, lo es. Así son las cosas, Cuervo: la última para él. Sí, si hubieras sabido lo que pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho puré con las muletas.

De pronto sintió que había algo hacia adelante; no muy lejos, a unos treinta o cuarenta metros.

—Alto —dijo a Arthur.

El muchacho, obediente, quedó hecho una estatua. Tenía buenos reflejos; se había detenido con un pie en el aire, y lo bajó lenta, cuidadosamente. Redrick se detuvo junto a él. Allí la huella descendía visiblemente y desaparecía por completo en la neblina. Y en la neblina había algo. Algo grande e inmóvil. Inocuo. Redrick olfateó el aire con cautela. Sí, inocuo.

—Adelante —dijo en voz baja.

Aguardó a que Arthur diera el primer paso y lo siguió. Por el rabillo del ojo podía observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la mejilla y la línea decidida de los labios bajo el bigote fino.

La niebla los cubría hasta la cintura. Un momento después les llegó al cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones erguidos hacia adelante.

—Allí están —dijo Redrick, quitándose la mochila—. Siéntate allí, donde estás. Pausa para un cigarrillo.

Arthur le ayudó a bajar la mochila y se sentó junto a él, en los rieles herrumbrados. Redrick desabotonó uno de los bolsillos y sacó un paquete de sandwiches y un termo con café. Mientras el muchacho acomodaba los sandwiches sobre la mochila, él sacó su petaca, la abrió y tomó varios tragos lentos con los ojos cerrados.

—¿Quieres? —ofreció, limpiando el cuello de la petaca—. Para darte coraje.

Arthur, herido, sacudió la cabeza.

—Para darme coraje no necesito eso, señor Schuhart. Preferiría café, sí puedo. Aquí hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?

—Hay humedad.

Apartó la petaca y escogió un sandwich.

—Cuando se levante la niebla —dijo, masticando— verás que estamos rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.

Cerró el pico y se sirvió un poco de café. Estaba caliente, fuerte y dulce; era mejor que el alcohol. Tenía olor a hogar. A Guta. Y no solamente a Guta, sino a Guta en salto de cama, recién levantada, con las arrugas de la almohada todavía marcadas en la mejilla.

¿Por qué me meto en estas cosas?, pensé. Quinientos mil. ¿Para qué los necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata para no pensar en la plata, ésa es la verdad. Dick tenía razón. Tengo casa, tengo terreno, en Harmont no me faltaría trabajo. Cuervo me atrapó, me sedujo como a un inocente.

—Señor Schuhart —dijo súbitamente Arthur, apartando la vista—, ¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?

—¡Tonterías! —murmuró Redrick, distraído, mientras se quedaba inmóvil con la taza cerca de la boca—. ¿Cómo sabes qué es lo que vamos a buscar?

Arthur sonrió, azorado; antes de responder se peinó con los dedos, tirándose del pelo.

—¡Bueno, lo adiviné! No recuerdo exactamente qué fue lo que me puso sobre la pista. Para empezar, papá se la pasaba hablando de la Bola Dorada, pero últimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y conozco muy bien a papá como para creer que ustedes son amigos. Además, en los últimos tiempos ha estado muy extraño.

Arthur echó a reír y sacudió la cabeza, como si recordara algo.

—Y en tercer lugar —agregó—, lo adiviné cuando probó con usted aquel pequeño dirigible, en el baldío.

Dio una palmada sobre la mochila que contenía el globo, bien enrollado, y prosiguió:

—Los seguí. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la conducían por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que sé, la Bola dorada es el único objeto pesado que queda en la Zona.

Mordió el sandwich y concluyó soñador, con la boca llena:

—Lo que no entiendo es cómo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.

Redrick lo observó por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco que se parecían padre e hijo. No tenían nada, absolutamente nada en común; ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era áspera, quejosa, furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hacía con un entusiasmo tal que era imposible ignorarlo.

—Red —le había dicho entonces, inclinándose sobre la mesa—, sólo quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Quién otro puede ir? ¡Debe ser lo más valioso de la Zona! ¿Y a quién le corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas? ¿Eh? Yo la encontré, ¡yo! ¿Cuántos de los nuestros cayeron allá? ¡Pero yo la encontré! Quería guardarla para mí; no se la daría a nadie, pero ya ves que ahora no puedo… No queda nadie más que tú. Llevé a montones de muchachitos allá, toda una escuela. Eso es lo que abrí: una escuela para enseñarles. Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sé si les faltan agallas o qué. Bueno, si no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendrás. Me darás lo que te parezca; sé que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitó; quizá me las devuelva.

—¿Qué? —preguntó Redrick, saliendo de su ensueño.

—Le preguntaba si le molesta que fume, señor Schuhart.

—No, por supuesto. Fuma. Yo también voy a fumar uno.

Tragó de golpe el resto del café y sacó un cigarrillo. Mientras lo encendía contempló la niebla, que se iba levantando. Está chiflado, pensó. Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.

Pero toda aquella charla había dejado un residuo, aunque no estaba seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se iba acumulando. Y si bien no comprendía de qué se trataba, aquello le estaba preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad desagradable, sino, por el contrario… ¿Su fuerza, tal vez? No, no era fuerza. ¿Qué, entonces? Bueno, se dijo, mirémoslo desde este punto de vista; supongamos que yo no hubiera llegado hasta aquí. Estaba listo para irme, hasta había empacado, pero pasó algo; digamos que me arrestaron. ¿Sería malo eso? Por supuesto. ¿Por qué? ¿Por la pérdida de plata? No, no tiene nada que ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caería en las manos de Ronco y Huesos? Por allí estamos más cerca. Eso me dolería. Pero qué me importa, si al final son ellos los que se quedan con todo.

—¡Brrrr! —exclamó Arthur, estremeciéndose—. El frío se mete hasta los huesos. Señor Schuhart, ¿me daría un trago ahora?

Redrick le alcanzó la petaca en silencio, mientras pensaba: No acepté en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las veintiuna acepté. No podía resistir más. Nuestra última conversación resultó breve y comercial. «Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querrías echarle un vistazo, a pesar de todo?». Y lo miré a los ojos, que eran como lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: «Déjamelo». Listo. Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo; y me sentía realmente deprimido. Ah, al diablo. ¿Qué importa? Fui. Por eso estoy acá. ¿Para qué me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?

Se estremeció. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se levantó de un salto y Arthur hizo otro tanto. Pero todo estaba nuevamente silencioso; el único ruido era el de la grava que caía por la pendiente, bajo los pies.

—Ha de ser el metal que se está asentando —murmuró Arthur, vacilante, como si apenas pudiera pronunciar las palabras—. Estos vagones tienen una verdadera historia; hace mucho tiempo que están aquí.

Redrick miró hacia adelante sin ver nada. Entonces recordó. Había sido por la noche; lo despertó el mismo ruido, largo y triste, deteniéndole el corazón como en un sueño. Pero no había sido un sueño. Era Monita que gritaba desde su cama, junto a la ventana. También Guta despertó y se aferró a la mano de Redrick. Él sintió su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron inmóviles, escuchando; cuando Monita dejó de llorar y volvió a dormirse él aguardó todavía un rato. Después se levantó y fue a la cocina, para bajar ávidamente media botella de coñac. Fue aquella noche cuando empezó a beber.

—Es el metal —dijo Arthur—. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La humedad, la erosión, todo eso.

Redrick observó su cara pálida y volvió a sentarse. El cigarrillo se le había evaporado entre los dedos; encendió otro. Arthur se demoró un poco más, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentó también.

—Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No visitantes, sino gente. Al parecer la Visitación los atrapó aquí y mutaron…, se aclimataron a las nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, señor Schuhart?

—Sí. Pero no es aquí. En las montañas del noroeste. Algunos pastores.

Eso es lo que me contagió, pensó Redrick. Su locura. Por eso he venido. Eso es lo que busco.

Lo invadió un sentimiento extraño, completamente nuevo. Sabía que en realidad no era nuevo, que lo llevaba escondido en sí desde hacía mucho tiempo, pero sólo ahora cobraba conciencia de él; todo se ubicaba en su sitio. Y todo aquello que hasta entonces pareciera tontería, delirantes divagaciones de un viejo loco, se convertía en su única esperanza, en el único significado de su vida. Porque al fin comprendía; sólo eso le quedaba en el mundo, sólo para eso vivía desde hacía meses: por la esperanza de un milagro. Por tonto que fuera seguía haciendo a un lado la esperanza, pisoteándola, burlándose de ella, tratando de eliminarla, porque así estaba habituado a vivir. Desde la infancia no había confiado sino en sí mismo.

Y desde la infancia, la seguridad en sí mismo se medía por la cantidad de dinero que podía arrebatar, asir o arrancar a mordiscos del caos indiferente que lo rodeaba. Siempre había sido así, y así habría continuado, si no hubiera caído al pozo del que ninguna suma de dinero podía sacarlo, y en el cual resultaba completamente inútil confiar en sí. Y ahora esa esperanza…, que ya no era una esperanza, sino la fe en un milagro…, lo llenaba hasta los bordes; se sorprendió de haber podido vivir tanto tiempo en aquella sombra impenetrable y sin salida. Rió y dio a Arthur una palmada en el hombro.

—Bueno, merodeador, parece que saldremos de ésta, ¿eh?

Arthur lo miró sorprendido y sonrió, vacilante. Redrick arrugó el papel encerado de los sandwiches, lo arrojó bajo el vagón de metal y se recostó, apoyando el codo en la mochila.

—Bueno —dijo—. Supongamos que en verdad la Bola Dorada… ¿Qué pedirías?

—¿Entonces usted lo cree? —se apresuró a preguntar el muchacho.

—No importa lo que yo crea o no. Contéstame.

Le interesaba sinceramente lo que podría pedir un muchacho tan joven, apenas salido de la escuela. Se divirtió viéndolo arrugar el ceño, tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.

—Bueno, las piernas de papá, por supuesto. Y que todo anduviera bien en casa.

—Eso es mentira —dijo Redrick, con simpatía—. No te olvides de esto, hermanito: la Bola Dorada sólo puede concederte los deseos más íntimos y profundos, aquéllos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.

Arthur Burbridge se ruborizó, miró a Redrick una vez más y enrojeció más todavía. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Redrick sonrió.

—Comprendo —dijo, casi con suavidad—. De acuerdo, no es asunto mío. Guárdate los secretos.

De pronto se acordó del revólver y se dijo que había llegado el momento de atender ciertas cosas que necesitaban atención.

—¿Qué es eso que llevas en el bolsillo trasero? —preguntó, indiferente.

—Un revólver.

—¿Para qué lo quieres?

—¡Para disparar! —replicó Arthur, desafiante.

—Nada de eso —respondió Redrick con firmeza, incorporándose. Dámelo. Aquí en la Zona no hay nadie a quien matar. Dámelo.

Arthur quiso decir algo, pero guardó silencio; tomó el Colt del ejército y se lo tendió a Redrick teniéndolo por el caño. Redrick recibió el revólver, tomándolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire y volvió a atraparlo.

—¿Tienes un pañuelo o algo así? Quiero envolverlo.

Tomó el pañuelo de Arthur, que estaba muy limpio y olía a colonia, envolvió con él la pistola y la dejó sobre el durmiente.

—Por ahora la dejaremos aquí. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A lo mejor tenemos que tirotearnos con la patrulla, pero tirotearse con ellos…

Arthur meneó decididamente la cabeza.

—No era para eso que la quería —dijo, con tristeza—. Hay sólo una bala. Era por si tenía algún accidente como el de papá.

—¿Ah, si? —Redrick lo miró fijamente—. Bueno, no te preocupes por eso. Si te pasa algo así yo te sacaré a la rastra. Te lo prometo. ¡Mira, está aclarando!

La neblina desaparece ante ellos. El terraplén estaba ya completamente despejado, y a la distancia los vapores se esparcían, descubriendo al abrirse los picos redondeados y ásperos de las colinas. Aquí y allá, entre las ondulaciones, se veía la superficie manchada de los pantanos, cubiertos por la espesura de los sauces dispersos; más allá de las colinas, el horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y límpido. Arthur miró hacia atrás soltó una exclamación de asombro.

Redrick también volvió la cabeza. Hacia el Este, las montañas parecían negras; sobre ellas refulgía iridiscente, el habitual borrón de color, la aurora verde de la Zona.

Redrick se levantó y se sentó en el terraplén, tras el vagón de metal, para contemplar aquel manchón verde que se convertía rápidamente en rosado. El borde anaranjado del sol asomó sobre el risco; las colinas tendieron sus sombras purpúreas. Todo adquirió un claro y agudo relieve, permitiéndole ver cada detalle con tanta nitidez como si lo tuviera en la palma de la mano. Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicóptero. Al parecer había caído en medio de una roncha de mosquito; su fuselaje estaba convertido en un panqueque metálico. La cola permanecía intacta, aunque ligeramente doblada, y sobresalía en el claro como un gancho negro. También el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar a impulsos de la brisa. La roncha debió ser muy poderosa, pues ni siquiera se había producido incendio; la insignia de la Real Fuerza Aérea aún era bien visible en el metal abollado. Redrick hacía años que no veía ninguna; había llegado a olvidarlas.

Volvió hasta el sitio donde había dejado su mochila en busca del mapa y lo extendió en el montículo de metal caliente que contenía el vagón. Desde allí no se veía la cantera; estaba bloqueada por la colina, la que tenía un árbol quemado en la ladera. Tenía que rodear la colina por la derecha, a lo largo de la depresión que se abría entre ella y la colina siguiente, que también estaba a la vista, completamente desnuda, cubierta su ladera por rocas pardas.

Todos los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintió la menor satisfacción. Su instinto, desarrollado en muchos años de merodeos, rechazaba la mera idea, irracional y nada natural, de pasar entre dos elevaciones próximas.

«Bueno», pensó, «ya veremos cuando lleguemos allí». Para llegar hasta aquella depresión debían pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa que desde allí parecía poco peligrosa. Pero al mirar desde más cerca Redrick reparó en una mancha de color gris oscuro entre las dos colinas secas. La buscó en el mapa. Estaba marcada con una X junto a la cual decía, en letras torpes: Látigo. La línea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.

El nombre le resultaba familiar, pero no lograba recordar quién era Látigo, cómo era ni qué hacia. Por alguna razón lo asociaba con el salón del Borscht, lleno de humo, con grandes manazas rojizas que levantaban los vasos, carcajadas estruendosas y bocas abiertas, mostrando dientes amarillentos: una fantástica horda de titanes y gigantes reunidos junto al abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos más vivos de su infancia. ¿Qué había llevado yo aquella vez? Un vacío, creo. Fui directamente desde la Zona, mojado, hambriento, enloquecido, con una bolsa al hombro; entré al bar pisando fuerte y planté la bolsa sobre el mostrador; eché una mirada a mi alrededor, escuchando los chistes que se hacían, mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo) contara la debida cantidad de papeles verdes. No, un momento, en esa época no eran papeles verdes, sino aquellos billetes reales, cuadrados, con una damisela medio desnuda, de gorra y corona de laureles. Esperé, guardé el dinero, e inesperadamente, sin que yo mismo imaginara hacerlo, tomé un pesado jarro que estaba sobre el mostrador y lo estrellé contra la cara riente del que estaba más cerca. Tal vez ése era Látigo, se dijo Redrick, con una sonrisa satisfecha.

—¿No hay problemas en pasar entre las dos colinas, señor Schuhart? —preguntó Arthur en voz baja, junto a su oído, mientras miraba también el mapa.

—Ya veremos cuando lleguemos allí.

Redrick siguió estudiando el diagrama. Había otras dos X, una en cuesta de la colina del árbol y otra sobre las rocas. Caniche y Cuatro–Ojos. La ruta marcada pasaba por debajo de ellos. Levantó la vista hacia Arthur.

—Ya veremos —repitió, doblando el mapa para guardárselo en el bolsillo—. Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.

Se inclinó bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas de modo más cómodo.

—Ve delante —indicó—, así podré tenerte a la vista en todo momento. No mires hacia atrás y estate atento. Mis órdenes son sagradas. Y no olvides que tendremos que arrastrarnos un buen trecho. ¡A ver si se te ocurre tenerle miedo a la tierra! Si yo te ordeno te tiras de cara al barro sin decir ni mu. Abotónate la chaqueta. ¿Estás listo?

—Listo.

Arthur estaba muy nervioso; el rosado de sus mejillas se había borrado por completo.

—Primero iremos por aquí —dijo Redrick, señalando enérgicamente hacia la colina más cercana, a cien pasos de las rocas—. ¿Entendiste bien? Vamos.

Arthur dejó escapar un suspiro, subió a los rieles y comenzó a bajar el terraplén. El pedregullo caía silenciosamente a su paso.

—Tranquilo, tranquilo —dijo Redrick—. No hay apuro.

Echó a andar tras él, sin prisa, ajustando automáticamente los músculos de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de observar a Arthur por el rabillo del ojo. Está asustado, pensó. Tal vez lo siente. Si tiene los sentidos del padre, así ha de ser. Si supieras cómo son las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo, que esta vez seguí tu consejo. «A ese lugar, Red, no se puede ir solo. Te guste o no te guste tendrás que llevar a alguien. Puedo darte alguno de los míos, alguno que no me sea imprescindible». Tú me convenciste. Es la primera vez en la vida que acepto algo así. Bueno, tal vez salga bien, después de todo; tal vez funcione, de algún modo. Después de todo, yo no soy Cuervo Burbridge; tal vez se me ocurra alguna idea.

—¡Alto! —indicó a Arthur.

El muchacho se detuvo, hundido hasta el tobillo en agua herrumbrosa. Cuando Redrick llegó hasta allí el pantano lo había tragado hasta las rodillas.

—¿Ves esa roca? —preguntó Redrick—. Allí, bajo la colina. Ve hacia allá.

Arthur reanudó la marcha. Redrick lo dejó adelantarse diez pasos antes de seguirlo. El barro chapoteaba bajo los pies. Era un pantano muerto: ni insectos, ni ranas; hasta los sauces estaban secos y podridos. Redrick miró a su alrededor, pero por el momento todo parecía en orden. La colina se acercaba lentamente, cubriendo el sol, que aún estaba bajo en el cielo; al fin acabó por cubrir todo el cielo hacia el Este. Al llegar a la roca el pelirrojo volvió a mirar hacia el terraplén. El sol lo iluminaba con fuerza. Sobre él había un convoy de diez vagones de metal. Algunos de los vagones habían descarrilado, cayendo de costado; el terraplén, por sobre ellos, estaba cubierto por montones rojos y herrumbrados del metal en bruto. Más allá, hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y ondulaba sobre la huella, estallando en diminutos arco iris que desaparecían de inmediato. Redrick observó aquella reverberación, escupió en el suelo y se volvió.

—Vamos —dijo, y Arthur volvió hacia él la cara tensa—. ¿Ves aquellos harapos, allá? ¡No, hacia allá no! Allá, mira, a la derecha.

—Sí —dijo Arthur.

—Bueno, era un tipo que se llamaba Látigo. Hace mucho tiempo. No escuchó a los mayores; allí quedó, para indicar el camino a los más vivos. Ahora mira hacia la derecha de Látigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? Allá, donde los sauces son más espesos. Ésa es la dirección que tomaremos. ¡En marcha!

Avanzaron en dirección paralela al terraplén. Cada paso los metía en aguas más playas; pronto pisaron tierra seca y esponjosa. Según el mapa aún estaban en pantanos sólidos. El mapa es viejo, pensó Redrick; hace mucho tiempo que Burbridge no viene por aquí y el mapa ha envejecido. Eso no me gusta. Claro que es más fácil caminar sobre tierra seca, pero yo habría preferido que siguiera el pantano. Pero mira cómo marcha Arthur. Camina como si estuviera paseando por Central Avenue.

Arthur parecía haber recuperado el ánimo y andaba a toda velocidad, con una mano en el bolsillo y balanceando la otra con toda soltura. Redrick revolvió en su bolsillo y sacó un tornillo que pesaría unos treinta gramos. Apuntó y tiró.

El tornillo golpeó a Arthur en la nuca; éste soltó un grito ahogado, se tomó la cabeza, se dobló en dos y cayó sobre el pasto seco. Redrick se acercó a él.

—Así suceden aquí las cosas, Artie —pontificó—. Esto no es una avenida ni un paseo, ¿sabes?

Arthur se levantó lentamente; estaba muy pálido.

—¿Todo bien? —Preguntó Redrick.

El muchacho tragó saliva y asintió.

—Me alegro. La próxima vez te la daré en la trompa. Si es que te encuentro vivo. ¡Adelante!

El muchacho habría sido buen merodeador, después de todo. Tal vez le habrían llamado Artie «el Lindo». En otros tiempos teníamos un Lindo, Dixon de apellido; ahora le dicen Cobayo: el único ser humano que cayó en la pica carne y salió vivo. El idiota sigue creyendo que fue Burbridge quien lo sacó. ¡Qué lo va a sacar! Nadie saca a nadie de la pica carne. Lo que Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de hacer algo así, tan heroico. ¡Si no…! Todo, el mundo estaba harto ya de sus trampas y los muchachos le habían dicho: «Si vas a volver solo, mejor no vuelvas». Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo; antes le decían Triunfador.

En ese momento Redrick sintió una corriente de aire apenas perceptible en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritó:

—¡Alto!

Tendió la mano hacia la izquierda. La corriente era más fuerte. En algún punto, entre ellos y el terraplén, había una roncha de mosquitos; tal vez se extendía a lo largo del mismo terraplén; por alguna razón se habían tumbado los vagones. Arthur había quedado inmóvil, como plantado en el suelo; ni siquiera había vuelto la cabeza.

—A la derecha. Vamos.

Sí, hubiera podido ser un buen merodeador. Qué diablos, ¿ahora le voy a tener lástima? ¡Justo lo que me hacía falta! ¿Acaso alguna vez alguien sintió lástima por mí? Creo que sí; Kirill me tenía lástima. Dick Noonan también me la tiene. Claro que quizá lo que siente es interés por Guta y no lástima por mí, pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca puedo sentir lástima. Mis alternativas son siempre «o esto o lo otro».

Acababa de comprender, finalmente, cuál era su alternativa al presente: o ese muchacho o su Monita. En realidad, la alternativa no existía, eso estaba claro. Una voz interior le decía: «¡Si al menos los milagros fueran posibles!». La acalló, espantado.

Pasaron cerca del montón de harapos grises. Nada quedaba de Látigo. A cierta distancia, sobre el pasto seco, había una vara larga, completamente herrumbrada: un dragaminas. En aquellos días muchos merodeadores, usaban dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependían de ellos como del mismo Dios. Pero dos de ellos murieron en el curso de pocos días, a consecuencia de explosiones subterráneas. Y eso acabó con el asunto. ¿Quién habría sido ese Látigo? ¿Habría venido con Cuervo o por su propia cuenta? ¿Por qué iban todos a esa cantera? ¿Por qué no sabía él nada sobre ese lugar? Maldición, pensó; hace calor. Y eso que es muy temprano; no quiero imaginar lo que va a ser más tarde.

Arthur, que iba cinco pasos más adelante, se secó el sudor de la frente. Redrick entrecerró los ojos para mirar el sol; estaba aún bajo. Y de pronto notó que el pasto seco no crujía bajo los pies, sino que chirriaba como corcho quemado; además ya no era rígido y frágil, sino tierno y grumoso; caía bajo las suelas como hojuelas de hollín. Vio también las claras huellas de Arthur y se arrojó al suelo, gritando:

—¡Cuerpo a tierra!

Cayó de cara contra el pasto, que se hizo polvo bajo su mejilla. Hizo rechinar los dientes, furioso por su mala suerte. Allí permaneció, tratando de no moverse, todavía con la esperanza de que pasara por encima, aunque sabía bien que estaban atrapados. El calor aumentaba; lo aplastó, le envolvió el cuerpo como si fuera una sábana empapada en agua hirviendo. Con el sudor chorreándole hasta los ojos, recordó tardíamente advertir a Arthur:

—¡No te muevas! ¡Aguanta!

Y se dedicó a aguantar también.

Pudo haberlo soportado; todo habría pasado tranquilamente, sin problemas, sin más que mucho sudor, pero Arthur no pudo resistirlo. O bien no oyó el grito de Redrick o el miedo le hizo perder la cabeza; o tal vez sus quemaduras eran más intensas que las de Redrick. El caso es que perdió el dominio de sí y echó a correr, con un grito salvaje, hacia donde su instinto le indicaba: hacia atrás. Precisamente donde no debía. Redrick logró levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayó al suelo con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltó un chillido extraño, pateó a Redrick en la cara con el otro pie y se debatió como enloquecido.

Redrick, con el cerebro cargado por el dolor, se arrastró hasta aplastarlo con el cuerpo, tocando con la mejilla quemada la chaqueta de cuero, tratando de apretarlo contra el suelo; mientras tanto pateaba desesperadamente, con pies y rodillas, las piernas y la retaguardia del muchacho. Oía apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos ásperos «¡Quédate allí, idiota, quédate quieto o te mataré!». Sobre ellos caían toneladas enteras de carbón encendido; tenía las ropas en llamas, el cuero de sus zapatos y de su chaqueta se ampollaba y crujía. La cabeza aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por mantenerse contra el suelo, el cráneo de aquel maldito muchacho. No podía soportarlo más. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

No supo cuándo terminó todo. Sólo supo que podía respirar otra vez, que el aire había vuelto a ser aire y no vapor ardiente. Comprendió que era necesario apresurarse a salir de allí, de aquel calor demoníaco, antes de que se estrellara nuevamente contra ellos. Dejó a Arthur, que se había quedado perfectamente inmóvil. Lo tomó de las piernas con un brazo y usó el otro para avanzar a la rastra, sin quitar los ojos de la línea donde el pasto volvía a crecer. Estaba seco, muerto, espinoso, pero era auténtico y daba la impresión de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.

Las cenizas le crujían entre los dientes, el rostro quemado despedía calor y el sudor le caía directamente en los ojos, tal vez porque ya no tenía cejas ni pestañas. Arthur, estirado hacia atrás, parecía engancharse la chaqueta en todos los sitios posibles. A Redrick le ardían las manos chamuscadas y la mochila no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor, la falta de aire, le hicieron pensar que estaba demasiado quemado, que no llegaría. El temor le obligó a redoblar el impulso de codos y rodillas. Hay que llegar, un poquito más; vamos, Red, vamos, puedes. Así, un poquito más…

Allí se quedó por largo rato, con las manos y la cara en el agua fría y herrumbrosa, regodeándose con la frescura maloliente y podrida. Habría podido quedarse toda la vida, pero se obligó a levantarse sobre las rodillas para dejar la mochila y arrastrarse hasta Arthur, que permanecía inmóvil a unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.

Bueno, había sido un lindo muchacho. Ahora estaba convertido en una máscara de color gris oscuro, hecha de sangre cocida y cenizas. Redrick contempló con cansado interés los surcos y los senderos abiertos en la máscara por piedras y palos. En seguida se levantó, tomó al muchacho por lo sobacos y lo arrastró hasta el agua.

Arthur respiraba pesadamente, gimiendo de tanto en tanto. Redrick lo arrojó de cara en el charco más profundo y se dejó caer junto a él, reviviendo el placer de aquella caricia gélida y mojada. El muchacho gorgoteó, se apoyó sobre las manos y alzó la cabeza. Tenía los ojos desorbitados y no entendía nada, pero aspiraba ávidamente el aire, tosiendo y escupiendo. Finalmente recobró el sentido y buscó a Redrick con la vista.

—¡Fiu! —exclamó, sacudiendo la cabeza entre salpicaduras de agua sucia—. ¿Qué era eso, señor Schuhart?

—Era la muerte —murmuró Redrick.

Tosió. Se palpó el rostro. Le dolía. Tenía la nariz hinchada, pero las pestañas y las cejas (cosa extraña) estaban en su lugar. También seguía intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.

Arthur también estaba tocándose ansiosamente la cara. Una vez lavada la horrible máscara, y también contra lo que cabía esperar, resultó estar perfectamente. Tenía unos cuantos arañazos y un chichón en la frente, además del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.

—Nunca oí hablar de nada parecido —observó Arthur, mirando hacia atrás.

Redrick hizo lo mismo. Había muchas huellas sobre el pasto gris y ceniciento; le sorprendió notar lo corto que había sido aquel trayecto horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse, junto con su compañero, de la fatalidad. Había sólo veinte o treinta metros de uno a otro borde, pero él, cegado por el miedo, había avanzado en loco zigzag, como una cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios lo había hecho en la dirección correcta. De lo contrario habría llegado a la roncha de mosquito de la izquierda; también pudo dar la vuelta completa. No, no tanto; él no era novato. Y de no haber sido por ese tonto nada habría pasado; cuanto más tendría unas cuantas ampollas en los pies.

Arthur se estaba lavando y gemía al tocarse los puntos doloridos. Redrick se levantó también; con una mueca de dolor, sintió el roce de las ropas sobre la piel quemada, en tanto caminaba hasta un sitio seco para examinar la mochila. La pobre las había pasado mal; las hebillas superiores estaban fundidas; las ampollas del botiquín de primeros auxilios habían estallado y había una mancha húmeda que olía a antiséptico. Redrick abrió la bolsa y empezó a recoger astillas de vidrio y plástico. En ese momento oyó la voz de Arthur.

—¡Gracias, señor Schuhart! ¡Me salvó la vida!

Redrick no respondió. ¡Gracias! Te viniste abajo y tuve que rescatarte.

—Fue culpa mía. Oí que me ordenaba quedarme allí, pero estaba asustado de veras, cuando el calor se volvió tan fuerte… perdí la cabeza. Tengo mucho miedo al dolor, señor Schuhart.

—¿Por qué no te levantas? —dijo Redrick sin volverse—. Eso fue sólo una muestra. ¡Levántate! ¿Qué haces haraganeando por allí?

Volvió a pasar los brazos por las correas, haciendo muecas dolor al sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era como si se le hubiera arrugado la piel en los puntos afectados. Conque el chico tenía miedo al dolor, ¿eh? ¡Al diablo con él y su dolor! Miró los alrededores. Todo estaba en orden; no se habían apartado del camino. Ahora, hacia las colinas, donde estaban los cadáveres. Esas malditas colinas, allí erguidas, las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita depresión en medio. Olfateó el aire. La maldita depresión, ésa es precisamente la parte asquerosa, la escuerza.

—¿Ves esa depresión entre las colinas? —preguntó.

—La veo.

—Derecho hacia allá. ¡Vamos!

Arthur se secó la cara con el dorso de la mano y echó a andar, chapaleando entre los charcos. Iba rengueando; ya no parecía tan erguido y bien proporcionado como antes. Caminaba encorvado, con mucha cautela. Uno más que he sacado, pensó Redrick; ¿y cuántos van? ¿Cinco, seis? Lo que me pregunto ahora es por qué. No es pariente mío. No soy responsable de lo que le pase. A ver, Red, ¿por qué lo salvaste? Estuviste a punto de sonar por culpa suya. Ahora que tengo la cabeza más despejada sé por qué. Hice bien en salvarlo; no puedo arreglármelas sin él: es mí rehén por Monita. No salvé a un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.

Allá, en el calor, no lo pensé dos veces: lo saqué como si fuera de mi propia sangre y ni siquiera se me ocurrió abandonarlo allí, a pesar de que me había olvidado de todo: de la llave maestra y de Monita. ¿Qué significa eso? Significa que en el fondo, después de todo, soy un buen tipo. Eso es lo que Guta sostiene, lo que Kirill solía decir, lo que Richard no se cansa de repetir. ¡Lindo buen tipo han ido a encontrar! Bueno, basta. Hay que pensar primero y después usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El señor Buen Tipo. Tengo que salvarlo para que lo agarre la pica carne (lo pensó fría, claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.

—¡Alto!

Ante ellos estaba la depresión; Arthur, parado, esperaba órdenes con la vista clavada en Redrick. El suelo estaba allí cubierto por un limo verde, podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De él se desprendía un ligero vapor, que se espesaba entre las colinas; diez metros más allá no se veía nada. Y el hedor era terrible.

—Esto apesta, pero no te acobardes.

Arthur hizo un ruido gutural y retrocedió, mientras Redrick entraba decididamente en acción; sacó del bolsillo un copo de algodón empapado en desodorante, se rellenó con él las fosas nasales y ofreció un poco a Arthur.

—Gracias, señor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? —preguntó el muchacho con voz débil, Redrick lo tomó silenciosamente por el pelo y le hizo girar la cabeza en dirección al montón de harapos que se veía sobre la rocosa ladera de la montaña.

—Ése era Cuatro–Ojos —dijo—. Y en la colina de la izquierda, aunque desde aquí no se ve, está Caniche. En las mismas condiciones. ¿Entiendes? Adelante.

El limo estaba caliente y pegajoso. Al principio caminaron erguidos, hundiéndose hasta la cintura. Por suerte el fondo era rocoso y bastante parejo. Sin embargo Redrick no tardó en percibir un conocido tronar hacia ambos lados. En la colina izquierda no había nada, salvo la intensa luz solar, pero en la ladera derecha, a la sombra, parpadeaban luces de color púrpura claro.

—¡Agáchate! —susurró, dando el ejemplo—. ¡Más, estúpido!

Arthur se agachó, asustado; un batir de truenos quebró el aire. Un rayo bailaba furiosamente una intrincada danza precisamente encima de ellos, apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentó, hundiéndose hasta los hombros en el limo. Redrick, con los oídos taponados por el estruendo, se volvió: una mancha de color rojo brillante se fundía rápidamente en la sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó, sin poder oírse a sí mismo.

Avanzaron en fila india, agachados, asomando tan sólo la cabeza. Con cada trueno Redrick veía ponerse de punta los largos cabellos de Arthur y sentía, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.

—¡Adelante! —seguía repitiendo—. ¡Adelante!

Ya no oía nada. En una oportunidad vio a Arthur de perfil y notó que tenía los ojos desorbitados por el terror, la boca pálida y fuerte, la mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida los relámpagos empezaron a estallar a tan poca altura que se vieron obligados a bajar la cabeza. El limo verde les llenó la boca, dificultándoles la respiración. Redrick, tratando de tomar aire, se arrancó el algodón de la nariz y descubrió que el hedor había desaparecido; sólo se percibía el aroma fresco y penetrante del ozono; el vapor estaba espesándose. O quizás era él, que se desvanece, pues ya no podía ver ninguna de las dos colinas; sólo veía la cabeza de Arthur, pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.

Pasaré, pasaré, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es así: estoy varado en la mugre, con relámpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido de otro modo. ¿De dónde sale toda esta basura? ¡Tanta basura en un solo lugar, es como para enloquecer a cualquiera!, Cuervo Burbridge lo hizo: él pasó por aquí y siguió andando; Cuatro–ojos quedó a la derecha y Caniche a la izquierda, todo para que Cuervo pudiera pasar entre ellos y dejar toda esta porquería detrás. Y te lo mereces; quien camine detrás de Cuervo se hundirá hasta el cuello en la porquería. ¿No lo sabías, acaso? Hay demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un solo rincón limpio.

Noonan es un tonto: «Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes el orden, eres infeliz, Red, bajo cualquier orden y cualquier sistema. No eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como tú no podemos tener el Reino de los Cielos sobre la Tierra». ¿Qué sabes tú, gordo? ¿Dónde has visto un sistema bueno? ¿Cuándo me viste a mí en un sistema bueno?

En ese momento resbaló en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y cayó en el limo. Al resurgir vio ante él la cara aterrorizada de Arthur. Por un segundo lo recorrió un escalofrío: creyó que había perdido el rumbo. Pero no era así: de inmediato comprendió que debían ir hacia allá, hacia donde la cima negra de la roca asomaba por el limo; lo comprendió a pesar de que no había otra cosa visible en la niebla amarilla.

—¡Alto! —gritó—. ¡A la derecha! ¡A la derecha de la roca!

Ni siquiera podía oír su propia voz. Alcanzó a Arthur, lo aferró por el hombro y le señaló: mantente a la derecha de la roca y no levantes la cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagarás por esto. Arthur hundió la cabeza precisamente en el momento en que un rayo reducía la roca a astillas. Ya pagarás por esto, repitió Redrick, mientras volvía a sumergirse y agitaba furiosamente brazos y piernas. Hubo otro trueno. ¡Te sacaré hasta el alma por todo esto! Por un momento pensó: ¿a quién me refiero? No lo sé, pero alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagará. Espera, espera que ponga las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola… Yo no soy Cuervo; les sacaré lo que quiera.

Cuando al fin lograron salir a tierra seca, cubierta de pedregullo caliente por el sol, estaban medios sordos, hechos pedazos y tambaleantes; caminaban apoyándose uno en el otro. Redrick vio la pick up descascarada, hundida hasta el eje, y recordó que podían descansar a la sombra del vehículo. Se arrastraron hasta allí. Arthur se tendió de espaldas y empezó a desabotonarse la chaqueta con dedos exhaustos; Redrick apoyó la mochila contra el costado del camión, se limpió las manos contra los guijarros y hurgó dentro de su chaqueta.

—Yo también —dijo Arthur—. Yo también.

Redrick se sorprendió al oírlo hablar con voz tan potente. Tomó un sorbo, cerró los ojos y entregó la petaca a Arthur. Listo, pensó débilmente. Pasamos. Hasta esto pasamos. Y ahora, cuentas a cobrar a la vista. ¿Creen que me olvidé? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las gracias por haberme dejado vivir, por no ahogarme? Váyanse al diablo. Se acabó, ¿entienden? Se acabó todo esto. Desde ahora en adelante seré yo quien tome las decisiones. Yo, Redrick Schuhart, en completa posesión de mis facultades físicas y mentales, tomaré las decisiones para todo el mundo. Y en cuanto a todos ustedes, cuervos, escuerzos, visitantes, señores Huesos, señores Quarterblads, chupasangres, platudos, roncos, gente de saco y corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas acciones y oportunidades de empleo; a sus pilas eternas y a sus motores eternos y a sus ronchas de mosquito y a sus falsas promesas. Ya tengo bastante; hace rato que me llevan de las narices. Me he pasado la vida llevado de las narices, y siempre pensé que ésa era la vida que yo quería, y me llenaba la boca diciéndolo, pedazo de tonto, mientras ustedes me alentaban y se guiñaban el ojo, arrastrándome, metiéndome entre cárceles y rejas. ¡Ya estoy harto!

Soltó las hebillas de la mochila y quitó a Arthur la petaca.

—Nunca pensé… —decía en ese momento Arthur, con mansa sorpresa en la voz—. Ni siquiera lo hubiera imaginado. Sabía lo de la muerte, el fuego y todo eso, por supuesto, pero algo así… ¿Cómo vamos a volver?

Redrick no lo escuchaba. Lo que él dijera ya no tenía significado. Tampoco antes lo tenía, pero antes ese muchacho era al menos una persona. Ahora era una clave parlante, una llave que le abriría las puertas de la Bola Dorada. Que hablara, nomás.

—Si tuviéramos un poco de agua —dijo Arthur—. Para lavarnos la cara, por lo menos.

Redrick lo miró, contempló aquel pelo despeinado y sucio, la cara manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el cuerpo la costra de barro líquido. No sentía lástima, ni irritación, ni nada. Una clave parlante. Se volvió. Ante él bostezaba una temible extensión, como una construcción abandonada, cubierta de ladrillos partidos, salpicada de polvo blanco e iluminada fuertemente por el sol cegador, insoportablemente blanco, ardoroso, enojado y muerto. Desde allí se veía también el otro extremo de la cantera, igualmente blanco y deslumbrante; desde esa distancia parecía perfectamente liso y perpendicular. El extremo más cercano estaba marcado por grandes grietas y cantos rodados; un sendero bajaba hasta el fondo, donde se erguía la cabina del excavador, como una mancha roja contra la roca blanca. Era el único punto de referencia. Tenían que dirigirse hacia allí, guiándose sólo por la suerte.

Arthur se levantó con trabajo, metió el brazo bajo el camión y sacó una lata oxidada.

—Mire, señor Schuhart —dijo, animándose—. Esto lo debe haber dejado papá. Aquí abajo hay más.

Redrick no respondió. Eso es un error, pensó fríamente; es mejor no pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.

Por el contrario, no importa.

Se levantó con una mueca: las ropas se le habían pegado al cuerpo, a la piel ardida; sintió un tirón, como si le arrancaran el vendaje seco de una herida. Arthur también gruñó al levantarse y dirigió a Redrick una mirada de mártir. Estaba a la vista que deseaba quejarse, pero no se atrevió. Se limitó a decir, con voz ahogada:

—¿Me hará mal tomar otro trago, señor Schuhart?

Redrick sacó la petaca que estaba guardando bajo la camisa.

—¿Ves aquello rojo entre las rocas?

—Sí —respondió Arthur, estremeciéndose.

—Derecho hacia allá. Vamos.

El muchacho estiró los brazos, enderezó los hombros con un gesto de dolor y miró en su torno.

—Ojalá pudiera lavarme. Me siento pegajoso.

Redrick aguardó en silencio. Arthur lo miró desoladamente y asintió. Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo súbitamente.

—La mochila. Se olvida la mochila, señor Schuhart.

—¡Andando! —ordenó Redrick.

No quería explicar nada, no quería mentir. Tampoco hacía falta. Iría, de cualquier modo. No tenía adónde ir, si no. Iría. Y Arthur fue. Caminaba encorvado, arrastrando los pies, tratando de quitarse el barro seco de la cara; parecía menudo, escuálido y desamparado, como un gatito mojado y perdido. Redrick lo siguió. En cuanto salió de la sombra el sol cayó sobre él, cegándole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lamentándose de no haber llevado los anteojos ahumados.

Cada paso levantaba una nube de polvo blanco; la nube, al asentarse sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien hedía; resultaba imposible caminar tras él; Redrick demoró un rato en comprender que él mismo llevaba el olor encima. Era desagradable, pero familiar, en cierto modo: el mismo que invadía la ciudad cuando el viento norte traía el humo de la planta. También su padre olía así cuando llegaba a casa, hambriento, sombrío, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces Redrick corría a esconderse en algún rincón apartado y lo observaba, asustado, mientras él se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba en el fondo del ropero, mientras se arrancaba las ropas de trabajo para arrojárselas a la madre; después iba a la ducha en medias, dejando huellas pegajosas. Allá se quedaba, bajo la ducha, gruñendo y palmeándose el cuerpo durante largo rato, entre chapaleos y murmullos incomprensibles, hasta que finalmente gritaba, estremeciendo toda la casa: «¡María! ¿Te has dormido?». Redrick tenía que esperar hasta que el padre estuviera lavado e instalado ante la mesa, con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco de ketchup. Cuando terminaba de sorber la sopa y atacaba el cerdo con habichuelas, recién entonces podía dejarse ver, trepar a sus rodillas y preguntarle a cuántos ingenieros y a cuántos sindicalistas había ahogado en vitriolo durante la jornada.

Todo, a su alrededor, parecía estar al rojo blanco: se sentía mareado de tanto calor seco, de cansancio, del insoportable dolor en las articulaciones, donde la piel estaba ampollada. Era como si, a través de la niebla caliente que le envolvía la conciencia, la piel le estuviera pidiendo a gritos paz, agua, frescura. Los recuerdos, gastados hasta el punto de resultar irreconocibles, se le amontonaban en el cerebro hinchado, golpeándose entre sí, mezclados, tropezando, confundiéndose con aquel mundo al rojo blanco que llameaba ante sus ojos entrecerrados. Y todos eran amargos, y todos evocaban odio o piedad por si mismo. Trató de combatir el caos, de convocar algún espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de ternura o de alegría. Se exprimió la memoria hasta sacar de ella la cara fresca y riente de Guta cuando era aún una muchacha deseada e intacta; pero su rostro, en cuanto apareció, quedó inmediatamente velado por la herrumbre; después se deformó, se retorció hasta convertirse en la cara sombría de Monita, cubierta de piel castaña, áspera. Se esforzó por recordar a Kirill, aquel hombre santo: sus movimientos rápidos y seguros, su risa, su voz, que prometía tiempos y lugares nunca vistos. Y Kirill apareció; pero en seguida explotó contra el sol una telaraña plateada y Kirill desapareció. En cambio aparecieron los ojos angelicales y fijos de Ronco, con un envase de porcelana en la manaza blanca… Los negros pensamientos que medraban en su subconsciente quebraron la barrera que él intentaba crear a fuerza de voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenía entre los recuerdos, como si nunca hubiese visto más que caras feas y crueles.

Y durante todo ese tiempo no dejaba de ser un merodeador. Sin darse cuenta de ello, alguna parte de su sistema nervioso recogía la información esencial: a la izquierda, a bastante distancia había un fantasma alegre sobre un montón de planchas; estaba quieto, agotado, así que al diablo con él; hacia la derecha había una ligera brisa, y pocos pasos más adelante vio una roncha de mosquito, lisa como un espejo, de varios brazos. Parecía una estrella de mar (estaba lejos, no había peligro); bien en el centro, un pájaro aplastado; cosa extraña, puesto que los pájaros no solían sobrevolar la Zona. Allí, junto al sendero, había dos vacíos abandonados; tal vez Cuervo los había dejado al volver; el temor es más fuerte que la codicia. Lo vio todo y tomó debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartó veinte centímetros del camino, Redrick abrió la boca y lanzó una áspera advertencia, automáticamente. Una máquina, pensó. Me han convertido en una máquina. Las rocas partidas que marcaban el borde de la cantera se estaban acercando; ya se veían los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre el techo rojo de la cabina.

Qué tonto fuiste, Cuervo, qué tonto, pensó Redrick. Eres inteligente, pero tonto. ¿Cómo se te ocurrió confiar en mí? Nos tratamos desde hace tanto tiempo que deberías conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor es que te estás poniendo viejo. Más torpe. Pero qué digo, si me he pasado la vida tratando con tontos. Y entonces imaginó la cara de Cuervo cuando descubriera que Arthur, su dulce Artie, su único hijo varón, su orgullo y su alegría, había ido a la Zona con Red para buscar las piernas de Cuervo, en lugar de algún novato prescindible. Imaginó aquella cara y se echó a reír. Cuando Arthur volvió el rostro asustado para mirarlo, siguió riendo y le indicó por señas que siguiera caminando. Y entonces la caras le cruzaron por la conciencia otra vez, como imágenes en una pantalla. Había que cambiarlo todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos: había que cambiar cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.

Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendía a la cantera y se quedó inmóvil, forzando la vista para mirar hacia abajo, lejos, estirando el largo cuello. Redrick se reunió con él. Pero no miraba en la misma dirección que Arthur.

Precisamente bajo sus pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta muchos años antes por las ruedas de los vehículos pesados. Hacia la derecha había una pendiente blanca, escarpada, rajada por el calor; la cuesta siguiente estaba medio excavada; entre las rocas y el escombro había una aplanadora; la pala caída golpeaba impotente contra el costado de la ruta. Era de esperar: no había nada más sobre la ruta, con excepción de las estalactitas negras y retorcidas, que parecían velas gruesas colgadas de los bordes dentados de la cuesta, y un montón de manchas oscuras en el polvo, como si alguien hubiera salpicado grasa bituminosa.

Era todo lo que quedaba de ellos; resultaba imposible siquiera contar cuántos habían sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de los deseos de Cuervo. Aquél de allá era Cuervo, volviendo sano y salvo del sótano del Complejo Nº 7. Aquélla, la más grande, era Cuervo sacando de la Zona el imán contorsionante sin que nadie lo detuviera. Y aquel carámbano era la lujuriosa Dina Burbridge, ¡que no se parecía ni a la madre ni al padre! Aquella mancha era Arthur Burbridge, también distinto de la madre y del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegría.

—¡Lo conseguimos! —exclamó Arthur, ya en el delirio—. Señor Schuhart, después de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?

Soltó una carcajada de felicidad, se agachó y golpeó la tierra con los puños, con toda su fuerza. El pelo enredado se le sacudió ridículamente, arrojando terrones de barro seco en todas direcciones. Y sólo entonces miró Redrick hacia la bola. Con cautela, con cuidado, con el oculto temor de que no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo expulsara de aquella nube en donde había logrado refugiarse, abandonándolo nuevamente en la mugre.

No era dorada; su color, antes bien, era el del cobre rojizo. La superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado opuesto de la cantera, cómodamente instalada entre los montones de rocas. Aun desde allí se veía lo voluminosa y pesada que era, lo sólidamente plantada que estaba en su lugar.

Nada en ella podía llevar a la desilusión o a las dudas, pero tampoco inspiraba muchas esperanzas. Por algún motivo, el primer pensamiento de Redrick fue que quizás fuera hueca y que debía estar caliente por su situación, a pleno sol. Obviamente no brillaba con luz propia ni podía elevarse ni bailar en el aire, tal como afirmaban muchas leyendas. Permanecía en el mismo sitio donde había caído. Tal vez había rodado desde algún bolsillo monstruosamente gigantesco; tal vez se había perdido durante algún juego entre titanes. El caso es que no parecía cuidadosamente instalada allí, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban la Zona: los vacíos, los brazaletes, las pilas y la otra basura amontonada tras la Visitación.

Pero al mismo tiempo tenía algo especial. Cuanto más la miraba más claramente comprendía que era agradable de mirar, que le gustaría acercarse a ella, palparla… Y súbitamente se le ocurrió que sería lindo, tal vez, sentarse junto a ella, o mejor aún, recostarse en la bola, cerrar los ojos y pensar, recordar, tal vez perderse en ensoñaciones, amodorrándose, descansando…

Arthur se levantó de un salto, abrió a tirones todas las cremalleras de su chaqueta, se la quitó y la arrojó a los pies, levantando una nube de polvo blanco. Gritaba algo, hacía gestos y agitaba los brazos. Al fin puso las manos detrás de la espalda y se lanzó cuesta abajo, bailando una jiga. Ya no miraba a Redrick. Se había olvidado de él, se había olvidado de todo. Bajaba para convertir sus sueños en realidad, los pequeños deseos secretos de un estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veía un centavo fuera de su asignación; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si le sorprendían un dejo de alcohol en el aliento al volver a casa; de un muchacho predestinado a ser un abogado famoso y, en el futuro, ministro de gabinete y, en un futuro más distante, presidente de la nación. Redrick, entrecerrando los ojos hinchados ante la luz cegadora, lo observó en silencio. Permaneció calmo y frío. Sabía lo que iba a ocurrir y sabía que no sería capaz de mirar, pero que tenía todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo, sin sentir nada en especial, salvo que, muy dentro de si, un gusanito comenzaba a girar y a retorcerse, hundiéndole la aguda cabeza en el vientre.

Y el muchacho seguía caminando hacia abajo, bailando una jiga, arrastrando los pies según su propio ritmo. Y el polvo se alzaba, blanco, bajo sus talones. Y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con ganas, con alegría, festivamente, algo que podía ser una canción o una fórmula mágica. Y Redrick pensó que, quizá por primera vez en la historia de la cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.

Al principio no escuchó lo que chillaba su clave parlante; al cabo alguna pieza, en su interior, echó a andar. Entonces oyó:

—¡Felicidad para todos! ¡Gratuita! ¡Toda la que uno quiera! ¡Que vengan todos! ¡Hay para todos! ¡Nadie quedará Insatisfecho! ¡Felicidad… gratuita! ¡Gratuita!

Y de pronto quedó en silencio, como si un enorme puño le hubiera pegado en el medio de la boca. Y Redrick vio que la vacuidad transparente, el acecho bajo la sombra de la pala excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los aires y lenta, muy lentamente, lo retorcía, tal como una lavandera retuerce su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caía de su espasmódica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.

Entonces le volvió la espalda y se sentó. Su cabeza estaba vacía de todo pensamiento; de algún modo había dejado de tener sensaciones. El silencio se espesaba en el aire, especialmente detrás de él, allá, en la ruta. Se acordó de su petaca, sin mayor alegría; era tan sólo una medicina y había llegado la hora de tomarla. Desenroscó la tapa y bebió a tragos muy medidos. Por primera vez habría deseado que esa petaca tuviera agua fresca y no licor.

Pasó el tiempo. Empezó a tener pensamientos más o menos coherentes. Bueno, ya está, pensó, sin querer. La ruta está abierta.

Ahora podía bajar. Pero siempre era mejor, por supuesto aguardar un poco. Las pica carnes suelen ser traicioneras. De cualquier modo tenía algunas cosas en qué pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado a hacerlo. ¿Y qué era «pensar», después de todo? Pensar quería decir encontrar una salida, aclarar un engaño, quitar la venda de los ojos de alguien… Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.

Bien. Monita, su padre… Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo a esos malnacidos, que esos hijos de puta coman lo que yo he comido… No, Red, no es así… Quiero decir, sí, lo es, pero ¿qué significa eso? ¿Qué necesito? Eso es maldecir, no pensar.

Un presentimiento terrible lo dejó helado. Salteó apresuradamente los muchos argumentos que aún tenía por delante y se dijo, enojado: Así son las cosas, Red, no podrás salir de aquí mientras no lo hayas comprendido; caerás muerto aquí, junto a la bola, para pudrirte en este sitio, pero no saldrás de aquí.

Dios, ¿dónde están las palabras, dónde están mis pensamientos? (Se dio una palmada en la cabeza) ¡Nunca en mi vida he pensado! Un momento, un momento, Kirill solía decir algo así.

¡Kirill! Escarbó febrilmente entre sus recuerdos y las palabras subieron a la superficie, palabras conocidas o desconocidas. Pero nada servía porque Kirill no había dejado palabras tras de sí. Había dejado imágenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.

Perversidad y traición. También esta vez me abandonan, me dejan mudo. Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me oyen? ¡En el futuro, de una vez por todas, tendrá que ser prohibido! El hombre nace para pensar (¡ahí está, al fin el viejo Kirill!). Lo que pasa es que no lo creo. No lo creía antes y tampoco lo creo ahora. Y no sé para qué nace el hombre. Yo nací. Por eso estoy aquí. La gente come lo que puede. Que todos nosotros tengamos buena salud y que todos ellos se vayan al diablo. ¿Quiénes somos nosotros y quiénes son ellos? No entiendo nada. Si yo soy feliz, Burbridge no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro–ojos no lo es. Si Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a él le van mal las cosas es el único lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglará. ¡Dios, todo es una larga pelea! Me pasé la vida peleando con el capitán Quarterblad, y él se pasa la vida peleando con Ronco, y lo único que quiere de mi es que deje de merodear. Pero ¿cómo voy a dejar de merodear si tengo que alimentar una familia? ¿Que me consiga un trabajo? No quiero trabajar para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mí las cosas son más o menos así: cuando un hombre trabaja con ustedes está siempre trabajando para uno de ustedes y no es más que un esclavo. Y yo siempre quise depender de mí mismo, para poder escupirles a todos en la cara, para reírme de su aburrimiento y de su desesperación.

Acabó hasta las heces del coñac y arrojó la petaca vacía contra el suelo, con todas sus fuerzas. La petaca rebotó, centelleando bajo el sol, y salió rodando. En seguida se olvidó de ella. Se quedó allí sentado, cubriéndose los ojos con las dos manos, mientras intentaba, ya que no comprender, ver al menos siquiera en parte cómo deberían ser las cosas. Pero no veía más que las caras; caras, caras y más caras. Y billetes, botellas, montones de harapos que en otros tiempos fueron seres humanos, columnas de cifras. Sabía que era necesario destruir todo eso, y quería destruirlo, pero adivinaba que cuando todo eso desapareciera no quedaría sino la tierra desnuda y seca. En su frustración, en su desesperanza, sintió deseos de recostarse contra la bola.

Se levantó, se sacudió automáticamente los pantalones e inició el descenso hacia el fondo de la cantera.

El sol ardía. Ante los ojos le bailaban manchas rojas y el aire temblaba en el fondo de la cantera. En aquella reverberación, la bola parecía danzar en su sitio, como una boya entre las olas. Pasó junto a la pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies, con cuidado de no pisar las manchas. Y en seguida, hundiéndose entre el pedregullo, se arrastró a través de la cantera hacia la bola danzarina, guiñadora.

Estaba cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrío le recorría el cuerpo. Temblaba como si recién saliera de una fuerte borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriándole entre los dientes. Había abandonado todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una y otra vez su letanía:

Soy un animal, ustedes lo saben. No tengo palabras, no me las enseñaron. No sé cómo se hace para pensar, porque los hijos de puta no me enseñaron a pensar. Pero si ustedes son en verdad… todopoderosos… omnisapientes… ¡bueno, adivínenlo! ¡Mírenme dentro del corazón! Sé que allí encontrarán cuanto necesitan. Tiene que ser. ¡Nunca vendí mi alma a nadie! Averigüen ustedes qué es lo que deseo… ¡No puede ser que desee algo malo! Maldición, no se me ocurre nada, nada, salvo esas palabras que él dijo… ¡Felicidad para todos, gratuita, y que nadie quede insatisfecho!

FIN