Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio, garabateando sobre un bloc de tamaño legal. Sonreía también, simpáticamente, asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hacía más que aguardar una llamada telefónica mientras su visitante, el doctor Pilman, lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O trataba de convencerse a sí mismo de que lo estaba sermoneando.
—Tendremos en cuenta todo eso —dijo finalmente Noonan, cruzando otro grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc—. Realmente es muy extraño.
La esbelta mano de Valentine sacudió limpiamente las cenizas de su cigarrillo en el cenicero.
—¿Y qué es, exactamente, lo que tendrán en cuenta? —preguntó con mucha cortesía.
—Bueno… todo lo que usted acaba de decir —respondió alegremente Noonan, recostándose en su sillón—. Hasta la última palabra.
—¿Y qué es lo que dije?
—Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio Nobel) estaba sentado frente a él, en un mullido sillón. Era menudo, delicado y limpio. No tenía una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria, zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pálidos; enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi al rape.
—En mi opinión, a usted se le paga un sueldo fantástico para nada —dijo—. Y además, también en mi opinión, usted es un saboteador, Dick.
—¡Shhhh! —susurró Noonan—. No tan fuerte, por el amor de Dios.
—En realidad —agregó Valentine—, hace mucho tiempo que lo vengo observando. Creo que usted no hace nada.
—¡Un momento! —interrumpió Noonan, agitando su dedito rosado—. ¿Qué es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo pedido de repuestos?
—No sé —respondió Valentine, volviendo a sacudir las cenizas—. Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con más frecuencia, pero no sé qué tiene usted que ver con eso.
—Bueno, si no fuera por mí, los materiales buenos serían mucho más escasos. Además, ustedes los científicos se la pasan rompiendo buenos equipos y pidiendo repuestos. ¿Y quién les cubre las espaldas? Por ejemplo…
En ese momento sonó el teléfono. Noonan se interrumpió para tomar el receptor.
—¿Señor Noonan? —preguntó la secretaria—. Otra vez el señor Lemehen.
—Comuníqueme.
Valentine se levantó, se llevó dos dedos a la frente en señal de despedida y salió del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
—¿Señor Noonan? —dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
—Sí, escucho.
—No es fácil comunicarse con usted en el trabajo, señor Noonan.
—Acaba de llegar un nuevo embarque.
—Sí, ya lo sé, señor Noonan. Estoy aquí por poco tiempo. Quisiera que discutiéramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los últimos contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
—A sus órdenes.
—En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por qué no pasa por nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
—Perfecto. Dentro de media hora.
Richard Noonan colgó y se levantó frotándose las manos regordetas. Se paseó por la oficina y hasta empezó a cantar alguna cancioncita pop, pero se interrumpió en una nota especialmente agria, riéndose jovialmente de sí mismo. Tomó su sombrero, se echó el impermeable al hombro y salió a la zona de recepción.
—Voy a ver a algunos clientes, linda —dijo a la secretaria—. Quédate aquí y cúbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traeré un regalo.
Ella pareció transformarse. Noonan le arrojó un beso y salió a los corredores del instituto. Aquí y allá tuvo que enfrentarse con algunos intentos de detenerlo, pero logró zafarse de todas las conversaciones bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que tuvieran paciencia. Y finalmente emergió, ileso y sin compromisos, para agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
Sobre la ciudad pendían nubes bajas y pesadas. El día era bochornoso; las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como pequeñas estrellas negras. Noonan se echó el saco sobre la cabeza y los hombros y corrió junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metió de cabeza y arrojó la chaqueta al asiento trasero. Sacó del bolsillo el palo negro y redondo del así–así, lo puso en la instalación del tablero y empujó con el pulgar para meterlo hasta la empuñadura. Se meneó un poco para acomodarse mejor tras el volante y pisó el acelerador. El Peugeot salió silenciosamente al medio de la calle; un segundo después corría hacia la salida de la Pre–Zona.
La lluvia se precipitó de repente, como si alguien hubiera volcado un balde en el cielo. La ruta se tornó resbaladiza; el coche derrapaba en las esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminoró la marcha. «Así que recibieron el informe», pensó. Ahora estarán elogiándome. Bueno, me lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el señor Lemehen en persona. A pesar de sí mismo. Extraño, ¿verdad? ¿Por qué nos gusta que nos elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿Qué clase de gloria tenemos? «Es famoso: ya lo conocen tres personas». Bueno, digamos cuatro, contando a Bayliss. ¡Qué ser extraño es el hombre! Se diría que nos gusta el elogio por el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estúpido… ¿Cómo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese gordo bueno de Richard H. Noonan, a propósito, ¿qué quería decir esa H.? ¡Qué sé yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al señor Lemehen. ¡Ah, ya recuerdo! ¡Herbert! Richard Herbert Noonan. Caramba, está diluviando.
Viró hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que había crecido la ciudad en los últimos años. Enormes rascacielos. Allá están construyendo otro. ¿Qué será? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz internacional, un espectáculo de variedades y varias cosas más. Todo para nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los más ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se están vaciando.
Sí, me gustaría saber dónde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez años estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de seguridad de treinta kilómetros, científicos y soldados, y nada más. Una horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no era yo el único que pensaba así. ¡Tantos discursos, tanta legislación! Y ahora uno ni siquiera se acuerda cómo fue que la férrea resolución universal se fundió en un tembloroso charco de jalea. «Por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo». Creo que todo empezó cuando los merodeadores trajeron los así–así de la Zona. Pequeñas pilas. Sí, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubrió que las pilas se multiplicaban. La herida ya no pareció tal; antes bien, una caja de tesoros, la tentación del demonio, la caja de Pandora o el diablo. Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte años bufando y rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada uno tenía su negocito, mientras los científicos arrugaban significativa y portentosamente el ceño; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto, fotografiado con rayos X en un ángulo de 18 grados, emite electrones cuasitermales en un ángulo de 22 grados… ¡Al diablo con todo esto! De cualquier modo moriré sin ver el final.
El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge tenía en el centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso, que correspondían a la hermosa Dina. O bien habían comenzado muy temprano o todavía la seguían con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la ciudad: dar fiestas que duraban varios días. Sin duda estamos criando muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la búsqueda de sus deseos.
Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel decía: «Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak». Sacó el así–así y se lo guardó en el bolsillo; volvió a ponerse el impermeable, tomó el sombrero y corrió hacia la entrada. Pasó corriendo junto al portero, que estaba sepultado en un periódico, y subió las escaleras cubiertas por una alfombra gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso; aquel lugar exhalaba un olor que había renunciado a identificar mucho tiempo antes. Finalmente abrió la última puerta del pasillo y entró. Ante el escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de algún artefacto electrónico instalado sobre el escritorio, en vez de la máquina de escribir.
Richard Noonan colgó su sombrero y su chaqueta, alisó con ambas manos el poco pelo que le restaba y miró interrogativamente al joven. Éste asintió. Noonan abrió entonces la puerta de la oficina. El señor Lemehen se levantó pesadamente del gran sillón de cuero instalado frente a la ventana, cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal tiempo; quizás fuera también un estornudo contenido.
—Ah, ya llegó, pase, póngase cómodo.
Noonan buscó algún lugar para ponerse cómodo, pero sólo encontró una silla dura, de respaldo recto, arrinconada detrás del escritorio. Prefirió sentarse en el borde del escritorio. Su ánimo jovial se estaba evaporando por algún motivo, aunque él mismo no sabía cuál. De pronto se dio cuenta de que ese día no habría elogios. Todo lo contrario. «El día de la ira», pensó filosóficamente, endureciéndose para enfrentar lo peor.
—Fume si quiere —dijo el señor Lemehen, volviendo a descender hasta su sillón.
—No, gracias, no fumo.
El señor Lemehen asintió, como si aquello confirmara sus peores sospechas; juntó las puntas de los dedos formando una torre y las contempló por un rato. Al fin dijo:
—Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi Denshi Company.
Eso era un chiste. Richard Noonan sonrió de inmediato.
—¡Como quiera!
Estaba endemoniadamente incómodo allí sentado; además los pies no le llegaban al suelo.
—Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresión muy favorable allá arriba.
—Hum —murmuró Noonan, mientras pensaba: «Aquí viene».
—Estaban por recomendarlo para una condecoración —prosiguió el señor Lemehen—. Sin embargo los convencí de que esperaran un poco. Y yo tenía razón.
Abandonó con esfuerzo la contemplación de sus diez dedos y levantó los ojos hacia Noonan.
—Usted se preguntará por qué me comporté con tanta cautela.
—Probablemente tenía sus motivos —dijo Noonan, inexpresivamente.
—En efecto. ¿Cuáles son los resultados de su informe, Richard? La banda del Metropole está liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, también suyo, Quasimodo, los Músicos Vagabundos y todas las otras bandas, no recuerdo cómo se llaman, se desmembraron porque sabían que el baile se había terminado y que cualquier día los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla está despejado. La victoria es suya, Richard. El enemigo se retiró en desbandada, sufriendo grandes pérdidas. ¿Es correcto lo que digo?
—En todo caso —dijo Noonan, cauteloso—, en los últimos tres meses ha cesado la pérdida de materiales de la Zona a través de Harmont. Al menos, según las informaciones que tengo.
—El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
—Bueno, si prefiere esa metáfora, sí.
—¡No! El asunto es que este enemigo jamás se retira. Lo sé sin lugar a dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha demostrado falta de madurez. Por eso sugerí que esperaran antes de darle una recompensa.
«Vete al diablo, tú y tus recompensas», pensó Noonan, balanceando el pie y observando ceñudo el zapato brillante, «¡Métete las recompensas en las telarañas del desván! No me falta más que escuchar tus conferencias. Sé perfectamente con quién trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a hablarme del enemigo. Dime, simplemente cuándo, dónde y cómo me equivoqué, qué han robado esos hijos de puta, dónde y cómo fallaron la forma de pasar. Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo más de medio siglo encima y no estoy aquí sentado para oírte hablar de órdenes y decoraciones estúpidas».
—¿Qué sabe usted de la Bola Dorada? —preguntó súbitamente el señor Lemehen.
«Dios, qué tiene que ver la Bola Dorada con todo esto», pensó Noonan, irritado. «Por qué no te irás al diablo con tus enfoques indirectos».
—La Bola Dorada es una leyenda —informó, en tono aburrido—. Un artefacto mítico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro, que concede deseos a los hombres.
—¿Cualquier deseo?
—Según la versión canónica de la leyenda, cualquier deseo. Sin embargo, hay versiones distintas.
—De acuerdo. ¿Qué sabe de las lámparas de la muerte?
—Hace ocho años, un merodeador llamado Stefan Norman, alias Cuatro–ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar, era algún tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terrícolas. Este Cuatro–ojos ofreció el aparato al Instituto, pero no se pusieron de acuerdo en cuanto al precio. Cuatro–ojos volvió a entrar a la Zona y jamás regresó. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto sigue tirándose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted lo conoce) ofrece por él cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
—¿Es todo? —preguntó el señor Lemehen.
—Es todo.
Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitación. Era aburrida; no había nada para mirar.
—Muy bien. ¿Y qué sabe de los ojos de la langosta?
—¿Qué clase de ojos?
—Ojos de langosta. Langpátas, ¿entiende? Ésas que tienen pinzas —explicó Lemehen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
—Nunca los oí nombrar —respondió Noonan, frunciendo el ceño.
—¿Y de las servilletas castañeteantes?
Noonan se bajó del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las manos en los bolsillos.
—No sé nada de ellas. ¿Y usted?
—Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castañeteantes ni sobre los ojos de langosta. Pero existen.
—¿En mi Zona?
—Siéntese, siéntese —indicó el señor Lemehen, agitando la mano—. Recién empezamos la charla. Siéntese.
Noonan dio la vuelta al escritorio y se sentó en la silla dura de respaldo recto.
«¿Adónde quiere ir a parar?», pensó, febrilmente. «¿Qué es todo ese material nuevo? Tal vez lo encontraron en otras Zonas y trata de hacerme pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca me tuvo aprecio; este viejo zorro; no se puede olvidar de aquella copia».
—Prosigamos con nuestro pequeño examen —anunció Lemehen, mientras apartaba una esquina del cortinaje para mirar por la ventana—. Está diluviando. Me gusta.
Soltó la cortina, volvió a sentarse en el sillón y preguntó, mirando hacia el cielo raso:
—¿Cómo anda el viejo Burbridge?
—¿Burbridge? Cuervo Burbridge está bajo vigilancia. Está inválido y en muy buena posición. No tiene vinculaciones con la Zona. Es dueño de cuatro bares y de una escuela de baile. Organiza picnics para los oficiales del cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur, el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
El señor Lemehen asintió, satisfecho.
—¿Y qué hace Creonte, el maltés?
—Es uno de los pocos merodeadores que siguen activos. Anduvo con la banda de Quasimodo; ahora vende su botín al Instituto utilizándome como intermediario. Le doy rienda libre: tarde o temprano alguien lo hará desaparecer. Últimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
—¿Contactos con Burbridge?
—Anda detrás de Dina. Sin resultados.
—Muy bien —dijo el señor Lemehen—. ¿Qué sabe de Red Schuhart?
—Salió de la cárcel el mes pasado. No tiene dificultades económicas. Trató de emigrar, pero tiene…
Noonan hizo una pausa. Al fin completó:
—Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
—No parece mucho. ¿Qué pasa con Suertudo Carter?
—Hace muchos años que dejó el merodeo. Vende coches usados y tiene un taller para adaptar automóviles al así–así. Cuatro hijos; la mujer murió el año pasado. Tiene suegra.
Lemehen asintió.
—Bueno, ¿a quién he olvidado de los viejos? —preguntó amablemente.
—A Jonathan Miles, más conocido como Cacto. Está en el hospital; va a morir de cáncer. Y olvidó a Gutalin.
—Ah, sí, sí, ¿qué se sabe de Gutalin?
—Sigue en lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la Zona y pasan allí varios días en cada oportunidad, destrozando todo lo que encuentran. Su antigua organización, los Ángeles Luchadores, se disolvió.
—¿Por qué?
—Bueno, usted recordará que solían comprar botín; Gutalin lo llevaba nuevamente a la Zona: las cosas del demonio debían estar con el demonio. Ahora no tienen nada que comprar; además el nuevo director del Instituto los ha hecho perseguir por la policía.
—Comprendo —dijo el señor Lemehen—. ¿Y qué hay de los jóvenes?
—Bueno, los jóvenes van y vienen. Hay cinco o seis con un poco de experiencia, pero últimamente no tienen quién reduzca el botín, de modo que están perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos están retirados, los jóvenes no saben qué hacer y el prestigio de la profesión se va perdiendo. La tecnología ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robóticos.
—Sí, si, eso he oído decir. Pero las máquinas necesitan mucha energía. ¿O me equivoco?
—Es cuestión de tiempo, no más. Pronto valdrá la pena.
—¿Cuándo?
—En cinco o seis años.
El señor Lemehen volvió a asentir.
—A propósito, tal vez usted no sabe que el enemigo ha empezado a emplear los merodeadores automáticos.
—¿En mi Zona? —preguntó Noonan, poniéndose en guardia.
—También en la suya. Tienen la base en Rexópolis; desde allí trasladan el equipo en helicóptero, por sobre las montañas, hasta el Cañón Serpiente, hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
—Pero ése es el perímetro de la Zona —dijo Noonan, suspicaz—. Esa área está vacía. ¿Qué pueden encontrar allí?
—Muy poco, muy poco, pero algo encuentran. De cualquier modo era una información, nada más; eso no le concierne. Recapitulemos. En Harmont no quedan ya, prácticamente, merodeadores profesionales. Los que aún siguen aquí ya no tienen relación con la Zona. Los jóvenes están perdidos y cercados.
—El enemigo está diseminado y se ha retirado a algún rincón a lamerse las heridas. No hay botín, y cuando lo hay no se encuentra a quién vendérselo. Los robos de materiales en la Zona de Harmont cesaron hace tres meses. ¿Correcto?
Noonan guardó silencio. «Ahora, pensó. Ahora me la va a dar. Pero ¿dónde estuvo el error? Ha de haber sido uno realmente grande. ¡Bueno, habla, viejo del diablo! ¡No demores las cosas!».
—No he oído su respuesta —observó Lemehen, poniendo la mano como pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
—Bueno, jefe —dijo Noonan, sombrío—. Basta ya. Me tiene frito y hervido, ahora póngame en el plato.
El señor Lemehen carraspeo vagamente.
—No tiene nada que decir en su defensa —comentó, con inesperada amargura—. Se queda ahí, con las orejas bajas ante la autoridad. ¿Cómo le parece que me sentía anteayer?
Se interrumpió para levantarse y se acercó a la caja fuerte.
—Para abreviar: en los dos últimos meses, según nuestra información, el enemigo ha recibido más de seis mil artículos provenientes de las diversas Zonas.
Se detuvo ante la caja fuerte, palmeó su flanco pintado y se volvió ásperamente hacia Noonan.
—¡No se consuele con ilusiones! —gritó—. ¡Las huellas digitales de Burbridge! ¡Las del Maltés! ¡Las de Ben Halevy, el Narigón, a quien usted ni siquiera se dignó mencionar! ¡Las de Hindus Heresh y Pygmy Zmyg! ¿Así entrena usted a sus jóvenes? ¡Brazaletes, alfileres, molinetes blancos! ¡Y encima ese asunto de los ojos de langosta, los cascabeles de perra, las servilletas repiqueteantes, sean lo que sean! ¡Al diablo con todo!
Volvió a interrumpirse, se instaló nuevamente en el sillón, formó otra torre con los dedos y preguntó cortésmente:
—¿Qué piensa usted de todo esto, Richard?
Noonan se secó la frente con el pañuelo.
—No sé nada de todo esto —respondió sinceramente—. Perdone, jefe, estoy un poco… Déjeme recobrar el aliento, ¡Burbridge! Pero si Burbridge ya no tiene nada que ver con la Zona. ¡Le sigo todos los pasos! Organiza picnics y cócteles a la orilla de los lagos y gana muchísimo con eso. ¡No necesita más dinero! Perdone, creo que estoy diciendo tonterías, pero le aseguro que no lo he perdido de vista desde que salió del hospital.
—Bueno, no quiero demorarlo más —dijo el señor Lemehen—. Le concedo una semana. A ver si me trae alguna idea sobre cómo llega el material de la Zona a manos de Burbridge… y los otros. Adiós.
Noonan se levantó, saludó al perfil de Lemehen y salió a la recepción, aún enjugándose el cuello sudoroso. El joven bronceado estaba fumando y contemplaba pensativamente las entrañas del mutilado aparato electrónico. Su mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareció tan vacía como si estuviera mirando hacia dentro.
Richard Noonan se encasquetó el sombrero, agarró su impermeable y salió. Nunca le había pasado algo así. Sus pensamientos, confusos, parecían enmarañarse. Debo… ¡Ben J. Halevy el Narigón! ¡Hasta apodo tiene! ¿Cuándo? Es sólo un pequeño novato, un mocoso. No, aquí pasa algo raro. Ese rengo de porquería, Cuervo, esta vez me agarró. Me pescó en pelotas. ¿Cómo pudo ocurrir? Justo como aquella vez, en Singapur; la cara sobre la mesa y de golpe aplastado contra la pared…
Subió al auto. Por un momento buscó en el tablero la llave de contacto, olvidado de todo. La lluvia le goteaba desde el sombrero sobre los pantalones. Se lo quitó y lo arrojó al asiento posterior sin mirar. El agua corría a chorros por el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresión de que eso le impedía comprender cuál era el próximo paso a dar. Se dio unos coscorrones y se sintió mejor. Inmediatamente recordó que no había llave ni podía haberla, porque él tenía el así–así en el bolsillo. La pila eterna; había que sacarla del bolsillo, maldición, y meterla en la instalación. Así podría a menos conducir el coche hasta alguna parte… alguna parte, lejos de ese edificio donde estaba el viejo hijo de puta, probablemente mirando desde una ventana.
En el momento en que tendía la mano hacia el así–así quedó inmóvil por un instante. Ya sé por quién empezar. Empezaré con él. ¡Oh, qué bien, empezar con él! Nadie habrá empezado nunca con nadie como yo con él. Y será un placer.
Encendió los limpiaparabrisas y bajó por la avenida, sin ver casi nada frente a él, pero calmándose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur. Después de todo allá las cosas terminaron bien. ¡Y qué si me tiraron de cara contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de mi cuerpo, o algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos la pista. ¿Dónde está mi pequeño negocio? No veo un pito. Ah, allí está.
No estaba dentro del horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiéndose como un perro que saliera del agua, entró a aquella clara habitación, que olía a tabaco, perfume y champaña rancio. El viejo Benny, aún sin uniforme, estaba sentado ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puño. Madame lo miraba comer, con los enormes pechos apoyados en el mostrador entre los vasos vacíos. Aún no habían limpiado la suciedad de la noche anterior. Cuando Noonan entró, Madame volvió hacia él su cara ancha y espesamente maquillada; su primera expresión de enojo se disolvió en una sonrisa profesional.
—¡Hola! —dijo, con su voz profunda—. ¡El señor Noonan en persona! ¿Extrañaba a las chicas?
Benny siguió comiendo; era más sordo que una tapia.
—¡Saludos, anciana dama! ¿Para qué quiero a las chicas si tengo frente a mí a una mujer de veras?
Benny, finalmente, notó su presencia y contorsionó en una sonrisa de bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purpúreas.
—¡Hola, patrón! ¿Lo trajo la lluvia?
Noonan sonrió como respuesta y agitó la mano. No le gustaba hablar con Benny; había que gritar constantemente.
—¿Dónde está mi gerente, compañeros? —preguntó.
—En su cuarto —respondió Madame—. Tiene que pagar mañana los impuestos.
—¡Oh, esos impuestos! Bueno. Madame, por favor, busque a mi favorita. En seguida vuelvo.
Caminando silenciosamente sobre la gruesa alfombra sintética, cruzó el salón y las puertas encortinadas de los cubículos; junto a cada una había una flor pintada en la pared. Entró en el silencioso pasillo sin salida y abrió sin golpear la puerta tapizada en cuero.
Mosul Kitty estaba sentado al escritorio, examinando en el espejo una dolorosa lastimadura que tenía en la nariz. Le importaba un bledo tener que pagar los impuestos al día siguiente. En el escritorio, completamente despejado, no había más que una jarra con ungüento de mercurio y un vaso con cierto liquido claro. Mosul Kitty alzó hacia Noonan los ojos irritados y se levantó de un salto, dejando caer el espejo. Noonan, sin decir palabra, se sentó en el sillón, frente a él, y lo observó en silencio, oyéndole murmurar algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. Después dijo:
—Por qué no cierras la puerta, amigo.
Mosul corrió hasta la puerta cacheteando el piso con los pies planos; hizo girar la llave y volvió al escritorio. Inclinó sobre Noonan la cabeza peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguía mirándolo con los ojos medio cerrados; recordó entonces, por alguna razón, que el verdadero nombre de Mosul Kitty era Rafael. Aquel hombre era famoso por sus grandes puños huesudos, purpúreos y desnudos entre el grueso vello que le cubría los brazos como una manga. Se había puesto el apodo de Kitty porque estaba convencido de que era el nombre tradicional de los grandes reyes mongoles. Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
—¿Cómo andan las cosas? —preguntó gentilmente.
—Todo en orden, jefe —replicó velozmente Rafael Mosul.
—¿Arreglaste el problema con la comisaría?
—Costó ciento cincuenta. Todo el mundo está contento.
—Saldrá de tu bolsillo. Fue culpa tuya, amigo. Tenías que encargarte de eso.
Mosul puso cara patética y extendió las manos en señal de sumisión.
—Hay que cambiar el parquet del salón —dijo Noonan.
—Lo haremos.
Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
—¿Botín? —preguntó, bajando la voz.
—Hay un poco —respondió Mosul, también en voz baja.
—Veamos.
Mosul corrió a la caja fuerte, sacó un paquete y lo abrió sobre el escritorio, frente a Noonan. Éste revolvió con un dedo el montón de gotitas negras; recogió un brazalete y lo examinó por todos lados a antes de volver a ponerlo allí.
—¿Nada más?
—No traen —explicó Mosul, culpable.
—Así que no traen —repitió Noonan.
Apuntó con cuidado y clavó la punta del pie, con toda su fuerza, en la espinilla de Mosul. Éste, gruñendo, se agachó para agarrarse el lugar dolorido, pero inmediatamente volvió a erguirse, en posición de firme. Noonan saltó, aferró a Mosul por el cuello y se acercó soltando patadas, haciendo girar los ojos, susurrando obscenidades. Mosul gemía y gruñía, echando la cabeza hacia atrás como un caballo asustado; retrocedió de ese modo hasta caer en el sofá.
—Así que trabajas para los dos bandos, ¿eh? Grandísimo hijo de puta —siseó Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados—. Cuervo Burbridge está nadando en botón y tú me traes cuentitas envueltas en papel.
Le dio una bofetada en pleno rostro, tratando de golpearle la magulladura de la nariz.
—Te haré meter en la cárcel. Tendrás que dormir sobre estiércol y comer pan duro. ¡Vas a maldecir el día en que naciste!
Otro golpe a la nariz lastimada.
—¿De dónde saca Burbridge el botín? ¿Por qué se lo llevan a él y no a ti? ¿Quién lo trae? ¿Cómo es posible que yo no sepa nada? ¿Para quién trabajas, cerdo asqueroso? ¡Habla!
Mosul abrió y cerró la boca, mudo. Noonan lo dejó ir, volvió a la silla y puso los pies sobre el escritorio.
—¿Y? —preguntó.
Mosul sorbió la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
—De veras, patrón, ¿qué pasa? ¿Qué botín puede tener Cuervo? No tiene nada. Nadie tiene.
—¡Qué! ¿Vas a discutir conmigo? —preguntó suavemente Noonan, bajando los pies.
—No, no, patrón, de veras —fue la apresurada respuesta—. ¿Yo, discutir con usted? ¡Ni soñarlo!
—Voy a deshacerme de ti —amenazó Noonan—. No sabes trabajar. ¿Para qué diablos te quiero, grandísimo tal por cual? Tipos como tú hay por docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
—Espere, patrón —replicó Mosul razonablemente, untándose toda la cara con sangre—. ¿Por qué me ataca así, tan de pronto? Hablemos un poco.
Se tocó la nariz cautelosamente y agregó:
—Usted dice que Burbridge tiene botín a montones. No sé, pero alguien le ha estado mintiendo. En estos días nadie tiene botín. Después de todo, ahora sólo los novatos entran a la Zona y son los únicos que salen. No, patrón, alguien le ha mentido.
Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer Mosul, en verdad, nada sabía. De cualquier modo no le habría convenido, mentir; Cuervo Burbridge no pagaba muy bien.
—Esos picnics, ¿dejan ganancias?
—¿Los picnics? No creo. No es como para nadar en plata. Pero ya no queda nada que dé ganancias en esta ciudad.
—¿Dónde se hacen esos picnics?
—¿Dónde? Bueno, en diferentes lugares. Junto a la Montaña Blanca, en las Fuentes Termalcá, en el lago Arcoiris…
—¿Quiénes son los clientes?
—¿Los clientes? —Mosul olfateó, parpadeó y habló en tono confidencial—. Si piensa dedicarse usted también a ese negocio, patrón, no se lo aconsejo. No podrá competir mucho contra Cuervo.
—¿Por qué?
—Los clientes de Cuervo son los cascos azules, para empezar —respondió el grandote, contando los argumentos con los dedos—. Después, oficiales del puesto de comando. Después, los turistas del Metropole, el Lirio Blanco y el Plaza. Además hace mucha propaganda. Hasta los de aquí van con él. De veras, patrón, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
—¿Así que los de aquí también van con él?
—La gente joven, en su mayoría.
—Bueno, ¿qué pasa en esos picnics?
—¿Qué pasa? Vamos en ómnibus, ¿entiende? Y cuando llegamos todo está listo: mesas, carpas, música… Y todos la disfrutan. Los oficiales suelen ir con las muchachas. Los turistas van a mirar la Zona; si es en Fuentes Termales la Zona está a un tiro de piedra, del otro lado del Cañón Sulfuroso. Cuervo ha desparramado unos cuantos huesos de caballo por ahí y se los muestra con binoculares.
—¿Y los de aquí?
—¿Los de aquí? Bueno, eso no les interesa, por supuesto… Se divierten de otro modo.
—¿Y Burbridge?
—¿Burbridge? Burbridge… es como cualquier otro.
—¿Y tú?
—¿Yo? Yo soy como cualquier otro. Vigilo que nadie lastime a las chicas y… bueno, como cualquier otro, más o menos.
—¿Y cuánto dura todo eso?
—Depende. A veces tres días, a veces una semana entera.
—¿Y cuánto cuesta ese viaje de placer? —preguntó Noonan, ya pensando en algo completamente distinto.
Mosul respondió, pero él no le prestó atención. Ahí está la cosa, pensaba; varios días, varias noches; en esas condiciones es simplemente imposible vigilar a Burbridge, por mucho que se quiera. Pero seguía sin entender. Burbridge no tenía piernas, y allí estaba el barranco. No, había algo más.
—Entre los de aquí, ¿quiénes son los clientes habituales?
—¿Entre los de aquí? Ya se lo dije, los jóvenes, en su mayor parte. Ya sabe, Halevy, Rajba, el Pollo Tsapfa, ese muchacho, Zmyg… El Maltés también va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela dominical. ¿Vamos a la escuela dominical?, dicen. Se dedican a las señoras grandes y hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa…
—La escuela dominical… —repitió Noonan.
Se le había ocurrido un pensamiento extraño. Escuela. Se levantó.
—Muy bien —dijo—. Al diablo con los picnics. Eso no es para nosotros. Pero entiéndeme bien: Cuervo tiene botín y ese negocio es nuestro, amigo. Busca, Mosul, busca o te echaré a los perros. Dónde lo consigue, quién se lo da. Descúbrelo y daremos un veinte por ciento más. ¿Entiendes?
—Entiendo, patrón.
Mosul también estaba de pie, en posición de firme, con la lealtad pintada en el rostro manchado de sangre.
—¡Muévete! ¡Usa el cerebro, animal! —le gritó Noonan al marcharse.
Ya en el bar tomó rápidamente su aperitivo, charló un rato con Madame sobre la decadencia moral, sugirió que planeaba agrandar el negocio y, bajando la voz para lograr más énfasis, le pidió consejo sobre lo que podía hacer con Benny; el pobre estaba viejo, sordo y lento de reacciones; ya no se movía como antes.
Ya eran las seis y tenía hambre. Un pensamiento le daba vueltas en el cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad ya se habían aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mítica que tanto lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. Sólo quedaba en él la desilusión de no haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo más importante era eso que seguía flotando en su cabeza sin darle paz.
Se despidió de Madame, estrechó la mano a Benny y fue directamente al Borscht.
El problema es que no nos damos cuenta de cómo se van los años, pensó. Al diablo con los años; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que todo cambia, nos enseñan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos donde no está. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernética. El antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrío, que se arrastraba centímetro a centímetro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botín. El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se sienta a dos kilómetros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un caballero a sueldo. Muy lógico. Tan lógico que a nadie se le ocurren las otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgió una oleada de desesperación que lo tragó por completo. Todo era inútil, sin sentido. Dios mío, pensó, ¡no podremos hacer nada! ¡No tenemos fuerzas para combatir esta plaga! No porque trabajemos mal, ni porque ellos sean más inteligentes, sino porque así es el mundo; y así está el hombre en el mundo. Si nunca hubiéramos tenido una Visitación habría sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
El Borscht estaba encendido y de él brotaba un olor delicioso. También el Borscht había cambiado; ya no había baile ni diversiones; Gutalin no iba más, lo habían hecho a un lado. Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la nariz, probablemente se habría marchado haciendo una mueca. Ernest seguía en la jaula; era la vieja, su mujer, la que finalmente había vuelto a poner en marcha el local, con una clientela sólida y estable. Todo el personal del instituto almorzaba allí, incluyendo a los funcionarios más importantes. Los reservados eran bonitos; la comida, buena; los precios, razonables; la cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
Noonan descubrió a Valentine Pilman en uno de los reservados. El laureado científico tomaba café y leía una revista doblada en dos. Noonan se acercó, preguntando:
—¿Puedo sentarme con usted?
Valentine volvió hacia él sus anteojos oscuros.
—Ah, sí, por favor.
—Un segundo. Primero voy a lavarme.
Acababa de recordar lo de la nariz de Mosul. Allí lo conocían bien. Cuando volvió al reservado de Valentine, le esperaba un plato de embutidos humeantes y una jarra de cerveza, ni fría ni caliente, como a él le gustaba. Valentine dejó la revista y tomó un sorbo de café.
—Escúcheme, Valentine —dijo Noonan, cortando la carne—. ¿Cómo piensa que terminará todo esto?
—¿Qué cosa?
—La Visitación. Las Zonas, los merodeadores, los complejos militar–industriales… todo. ¿Cómo puede terminar?
Valentine lo miró por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
—¿Para quién? Especifique.
—Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
—Eso depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en nuestro sector del planeta la Visitación no dejó efectos posteriores, en su mayor parte. Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar todas esas castañas del fuego saquemos algo que arruine la vida, no sólo la nuestra sino la de todo el planeta. Eso sería mala suerte. Pero admitirá usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
Rió entre dientes y prosiguió:
—Le diré: hace tiempo he perdido el hábito de hablar sobre la humanidad en general. La humanidad, como un todo, es un sistema demasiado fijo; no hay modo de cambiarlo.
—¿Le parece? Puede ser, quién sabe.
—Sea sincero, Richard —dijo Valentine, obviamente entretenido—. ¿En qué ha cambiado su vida con la Visitación? Usted es un hombre de negocios. Ahora sabe que hay al menos otra criatura racional en el universo, además del hombre.
—¿Qué puedo decirle?
Noonan hablaba en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversación; no había nada de qué hablar.
—¿Qué ha cambiado para mí? —prosiguió—. Bueno, desde hace varios años me siento intranquilo, inseguro. Bien. Ellos vinieron y se fueron en seguida. ¿Qué pasaría si volvieran y decidieran quedarse? Como hombre de negocios debo tomar esta cuestión en serio: quiénes son, cómo vinieron y qué necesitan. En el nivel más básico, tengo que pensar en cómo cambiar mi producción. Debo estar preparado. ¿Y si yo resultara ser totalmente superfluo en el sistema de ellos?
Noonan se iba animando.
—¿Y si todos somos superfluos? —continuó—. Escuche, Valentine, ya que estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿Quiénes son, qué quieren, y si regresarán?
—Hay respuestas —dijo Valentine, sonriendo—. Montones de respuestas. Puede elegir.
—Y usted, ¿qué piensa?
—A decir verdad nunca me permití el lujo de pensar seriamente en eso. Para mí la Visitación es, fundamentalmente, un acontecimiento único que nos permite saltar varios escalones en el proceso del conocimiento. Como un viaje al futuro de la tecnología. Como si un generador cuántico fuera a parar al laboratorio de Isaac Newton.
—Newton no habría entendido nada.
—Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
—¿De veras? Bueno, de cualquier modo, quién habla de Newton. ¿Qué piensa de la Visitación? Puede contestar en broma.
—De acuerdo, le diré. Pero debo advertirle que su pregunta, Richard, cae bajo el rótulo de la xenología. Xenología: mezcla artificial de ciencia ficción y lógica formal. Se basa en la premisa falsa de que la psicología humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
—¿Falsa por qué? —preguntó Noonan.
—Porque los biólogos ya se han roto el seso tratando de aplicar la psicología humana a los animales. Y eran animales terráqueos.
—Perdóneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando de la psicología de seres racionales.
—Si, y todo estaría muy bien si supiéramos al menos qué es la razón.
—¿No lo sabemos? —preguntó Noonan, sorprendido.
—Créase o no, no lo sabemos. Por lo común se emplea una definición trivial: la razón es la parte de la actividad humana que diferencia al hombre de los animales. Es como un intento de distinguir al amo del perro, que comprende todo pero no puede hablar. En realidad, esta definición trivial da origen a otra más ingeniosa, basada en la amarga observación de las actividades humanas ya mencionadas. Por ejemplo: la razón es la capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o antinaturales.
—Si, eso se refiere a nosotros, a mí y a los que son como yo —concordó Noonan, amargamente.
—Por desgracia. O qué le parece esta definición hipotética: la razón es una especie de instinto complejo que aún no se ha formado del todo. Eso implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin. Dentro de un millón de años nuestro instinto habrá madurado y dejaremos de cometer los errores que probablemente debemos a la razón. Y entonces, si algo cambiara en el universo, todos nos extinguiríamos…, precisamente porque habríamos olvidado cómo cometer errores, es decir, cómo intentar varios enfoques que no han sido estipulados por un programa inflexible de alternativas permitidas.
—Usted se las arregla para que suene despectivo.
—De acuerdo, probemos con otra definición, una muy noble y sublime. La razón es la capacidad de utilizar las fuerzas del medio sin destruir ese medio.
Noonan hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—No, eso no se refiere a nosotros. ¿Qué le parece ésta? El hombre, a diferencia del animal, es una criatura dotada de una indefinible necesidad de conocimiento. Lo leí en alguna parte.
—Yo también. Pero el problema consiste en que el hombre común (ese en que usted piensa al hablar de «nosotros» y «los otros») supera con mucha facilidad esa necesidad de conocimiento. Ni siquiera creo que haya tal necesidad. La hay, sí, pero de comprender, y para eso no hace falta el conocimiento. La hipótesis de Dios, por ejemplo, nos proporciona una oportunidad incomparablemente absoluta de comprenderlo todo sin conocer nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus fenómenos sobre la base de ese sistema. Esa clase de enfoques no requiere conocimiento de ninguna especie. Sólo unas pocas fórmulas aprendidas de memoria, más lo que la gente llama intuición y lo que llama sentido común.
—Un momento —dijo Noonan.
Terminó su cerveza y depositó ruidosamente la jarra sobre la mesa. Después contestó:
—No se salga del tema. Volvamos al tema de nuestra conversación. El hombre se encuentra con una criatura extraterrestre. ¿Cómo descubren ambos que los dos son criaturas racionales?
—No tengo la menor idea —dijo Valentine, con gran placer—. Todo lo que he leído sobre ese tema cae en un círculo vicioso. Si son capaces de establecer contacto, son racionales. Y viceversa; si son racionales son capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre tiene el honor de dominar una psicología humana, es racional. Una cosa así.
—¿Ah, sí? ¡Y yo creía que ustedes tenían todo bien acomodado, cada cosa en su casillero!
—Los monos también pueden poner cosas en casilleros —replicó Valentine.
—No, espere —exclamó Noonan, sintiéndose defraudado por algún motivo—. Si no saben cosas tan simples como ésa… Bueno, al diablo con la razón. Por lo visto es un verdadero pantano. Okey, pero ¿qué pasa con la Visitación? ¿Qué piensa usted de la Visitación?
—Será un placer. Imagine un picnic.
Noonan se estremeció.
—¿Qué dijo?
—Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y de él baja un grupo de gente joven, con botellas, cestos de comida, radios a transistores y máquinas fotográficas. Encienden fuego, arman carpas, ponen música. Por la mañana se marchan. Los animales, los pájaros y los insectos que los han estado observando horrorizados durante la larga noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con qué se encuentran? Nafta y aceite derramados en el pasto. Válvulas y filtros usados, estropajos, bombitas quemadas y alguna llave inglesa que alguien olvidó. Manchas de aceite en el estanque. Y también, por supuesto, las basuras de costumbre: corazones de manzana, envolturas de caramelos, restos chamuscados de la hoguera, latas, botellas, un pañuelo, una navaja, periódicos destrozados, monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
—Ya entiendo; un picnic junto al camino.
—Precisamente. Un picnic junto a algún camino del cosmos. Y usted pregunta si van a volver.
—Déjeme fumar un cigarrillo. ¡Maldita sea esta seudociencia! Lo había imaginado todo muy distinto.
—Está en su derecho.
—Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
—¿Por qué?
—Bueno al menos que no nos prestaron atención.
—En su lugar, yo no me preocuparía por eso, ¿sabe?
Noonan aspiró el humo, tosió y arrojó el cigarrillo.
—No me preocupo —dijo, terco—. No puede ser así. ¡Malditos sean todos ustedes, los científicos! ¿De dónde sacan tanto disgusto con respecto al hombre? ¿Por qué tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
—Un momento —dijo Valentine—. Escuche: —y citó:
—«¿Me pregunta usted en qué consiste la grandeza del hombre? ¿En que recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cósmicas? ¿En que conquistó el planeta en poco tiempo y abrió una ventana al universo? ¡No! En que, a pesar de todo eso, ha sobrevivido y tiene intenciones de seguir sobreviviendo en el futuro».
Hubo un silencio. Noonan pensaba.
—No se deprima —le dijo Valentine, con amabilidad—. Eso del picnic es una teoría mía, nada más. Ni siquiera una teoría: imaginación, simplemente. Los xenólogos serios están trabajando en versiones mucho más consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por ejemplo, que todavía no se produjo la Visitación, sino que está por venir. Una cultura altamente racional arrojó envases con artefactos de su civilización hacia la Tierra. Esperan que estudiemos esos artefactos, que demos un gigantesco salto tecnológico y que enviemos una señal de respuesta, indicando que estamos listos para el contacto. ¿Le gusta ésa?
—Es mucho mejor. Veo que, después de todo, entre los científicos hay gente decente.
—Aquí tiene otra. La Visitación ha tenido lugar, pero no ha terminado, ni por asomo. Estamos en contacto incluso mientras hablamos, aunque no tenemos conciencia de ello. Los visitantes viven en la Zona y nos observan cuidadosamente, mientras nos preparan para las crueles maravillas del futuro.
—¡Ahora comprendo! Al menos eso explicaría la misteriosa actividad que hay en las ruinas de la fábrica. A propósito, su picnic no explica eso.
—¿Cómo que no? Alguna de las niñas pudo olvidar su osito a cuerda en la pradera.
—¡Vamos! ¡Lindo osito! ¡Hace temblar la tierra a su alrededor! ¿Qué le parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie! ¡Dos cervezas para los xenólogos! Es muy agradable charlar con usted, ¿sabe? Me despeja el cerebro, como si echara sal Inglesa en el cráneo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar para qué, y lo que pasa, y cómo disfrutar de la vida.
Vino la cerveza. Noonan tomó un sorbo, mirando a Valentine por sobre la corona de espuma. Éste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
—¿No le gusta?
—Generalmente no bebo —respondió Valentine, no muy seguro.
—¿En serio?
—¡Al diablo con todo! —exclamó el científico, apartando la jarra de cerveza—. Ya que estamos, pídame un coñac.
—¡Rosalie! —volvió a llamar Noonan, ya alegre.
Llegó el coñac.
—Pero, en verdad, ustedes no deberían seguir así —dijo Noonan—. No hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versión de que esto es un preludio al contacto, sigue sin gustarme. Comprendo eso de los brazaletes y los vacíos, pero ¿qué sentido tienen la jalea de brujas, las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
—Perdón —dijo Valentine, tomando una rodaja de limón—. No comprendo esa terminología. ¿Qué roncha?
Noonan se echó a reír.
—Son términos populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa en el comercio. Las ronchas de mosquitos son las zonas de gravitación acentuada.
—Ah, los graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es algo de lo que me gustaría hablar durante un par de horas, pero usted no comprendería una palabra.
—¿Por qué no? Soy ingeniero, ¿sabe?
—Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
—Exactamente. ¿Oyó hablar de esa catástrofe en los laboratorios Currigan?
—Algo me dijeron.
—Esos idiotas pusieron un envase de porcelana con esa jalea en un cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba aislado. Y cuando abrieron el envase, mediante manipuladores, la jalea atravesó el metal y el plástico y pasó afuera, como agua por un colador. Todo lo que tocó se convirtió también en jalea. Murieron treinta y cinco personas, hubo más de cien heridos que quedaron lisiados y todo el edificio quedó destruido. ¿Conocía las instalaciones? ¡Magníficas! Ahora la jalea se ha filtrado hasta el sótano y los pisos inferiores. Lindo preludio para un contacto.
Valentine hizo una mueca.
—Sí, estaba enterado de todo eso. Pero estaremos de acuerdo, Richard, en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podían conocer la existencia de nuestros complejos de industria militar.
—Debieron saberlo —insistió Noonan.
—Tal vez ellos responderían que esos complejos hace tiempo debieron haber desaparecido.
—Seguro. Y ellos mismos debieron encargarse de eso, ya que son tan poderosos.
—¿Sugiere usted una interferencia en los asuntos internos de la raza humana?
—¡Hum! —farfulló Noonan—. Creo que estamos llegando demasiado lejos. Dejémoslo así. Propongo que volvamos al principio de nuestra discusión. ¿Cómo terminará todo esto? Usted, por ejemplo; es científico. ¿Tiene esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la ciencia, la tecnología, nuestro modo de vida?
Valentine se encogió de hombros.
—Se equivoca de puerta, Richard. No me gusta fantasear porque sí. Cuando el tema es serio prefiero volverme a un saludable y prudente escepticismo. Basándonos en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
—Muy bien, probemos otro enfoque. Según su opinión: ¿qué hemos recibido hasta ahora?
—Le parecerá divertido, pero es muy poco. Hemos desenterrado muchos milagros; en unos pocos casos descubrimos cómo emplear esos pocos milagros en provecho propio. Un mono oprime un botón rojo y obtiene una banana; oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cómo obtener bananas y naranjas sin los botones. Tampoco entiende qué relación tienen los botones con la fruta. Fíjese en los así–así, por ejemplo. Descubrimos el modo de emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se multiplican, por un proceso similar a la división celular. Pero todavía no hemos podido hacer un solo así–así. Ni siquiera sabemos cómo funcionan, y a juzgar por las evidencias actuales pasará mucho tiempo antes de que lo sepamos.
»Lo diré de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad. Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los visitantes. Estoy seguro de que en la gran mayoría de los casos estamos martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos utilidad a algunas cosas: los así–así y los brazaletes, con los que estimulamos los procesos vitales. Y varios tipos de masas cuasi biológicas, que han provocado una revolución en la medicina. Hemos recibido nuevos tranquilizantes, nuevos tipos de fertilizantes minerales, que son una novedad en la agricultura. Pero para qué hacer una lista. Usted lo sabe mejor que yo; veo que usa un brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benéfico. Se puede decir que han beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no debemos olvidar que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
—¿Aplicaciones indeseables?
—Exactamente. Por ejemplo, el uso de los así–así en la industria bélica. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Ya se ha estudiado y explicado, más o menos, el efecto de los objetos benéficos. Nuestra tecnología avanza. Dentro de cincuenta años, o más, sabremos cómo fabricarlos por nuestra cuenta y podremos roer huesos a gusto. Pero con el otro grupo de objetos las cosas son más complicadas, porque no les hemos hallado aplicación; sus cualidades, en el marco de nuestros conceptos presentes, nos son definitivamente incomprensibles. Las trampas magnéticas, por ejemplo. Sabemos que son trampas magnéticas; Panov lo probó con mucha inteligencia, pero no conocemos la fuente de ese poderoso campo magnético, ni qué causa su superestabilidad. En lo que a ellos se refiere, no entendemos nada. Sólo podemos tejer fantásticas teorías acerca de propiedades del espacio que hasta ahora no habíamos sospechado. O el K–23. ¿Cómo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyería.
—Gotitas negras.
—Eso es, las gotitas negras. El nombre es adecuado. Bueno, usted ya conoce sus propiedades. Si uno proyecta un rayo de luz en una de esas cuentas, la transmisión de la luz se demora, y esa demora depende del peso de la cuenta y de varios parámetros más. Y la unidad de luz que sale es siempre menor que la entrada. ¿Qué es esto? ¿Por qué se produce? Hay una descabellada teoría, según la cual las gotitas negras son gigantescas expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
Valentine suspiró profundamente y concluyó:
—En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen aplicación alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista puramente científico son de una importancia fundamental. Son respuestas que nos han caído del cielo antes de que pudiéramos plantearnos las preguntas. Tal vez Sir Isaac no habría podido desentrañar los Láser, pero al menos habría comprendido que son posibles y eso habría tenido una gran influencia en su criterio científico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia de objetos tales como las trampas magnéticas, el K–23 y el anillo blanco ha invalidado muchas de nuestras teorías recientes, para aportar ideas completamente nuevas. Y todavía hay un tercer grupo.
—Sí —dijo Noonan—, la jalea de brujas y otras mercaderías.
—No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categoría. Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos sólo conocimientos de oídas. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices, para venderlas Dios sabe a quién, o para esconderlas. Cosas de las que nadie habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La Máquina de los deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
—¡Un momento! ¿Qué es todo eso? Lo de la máquina de los deseos más o menos lo imagino, pero…
Valentine se echó a reír.
—Ya ve que también nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial. Dick el Vagabundo… es el hipotético osito a cuerda que hace estragos en la vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se produce en algunos sectores de la Zona.
—Primera vez que los oigo nombrar.
—¿Comprende, Richard? Hace veinte años que escarbamos en la Zona, pero todavía no sabemos ni la milésima parte de lo que contiene. Y si vamos a hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre… A propósito, al parecer vamos a tener que agregar otra categoría, un cuarto grupo. No de objetos, sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo que a mí atañe, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
—Los zombies —propuso Noonan.
—¿Qué? Oh, no, eso es meramente enigmático. Cómo le diré… Es algo que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar súbitamente, sin motivos; fenómenos ni físicos ni biológicos.
—Ah, se refiere a los emigrantes.
—Exactamente. La estadística es una ciencia muy precisa, como usted sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Además es una ciencia elocuente y bella.
Valentine parecía estar achispado. Hablaba más alto, se le había subido el color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos ahumados, convirtiéndole la frente en una tabla de lavar.
—Me gustan los abstemios —dijo Noonan.
—¡No se me salga del tema! —dijo Valentine—. Oiga, ¿qué puedo decirle? Es muy extraño.
Alzó la copa, bebió la mitad de un solo trago y prosiguió.
—No sabemos qué pasó con los pobres Harmonitas en el momento de la Visitación, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el más típico de los hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a Detroit, digamos. Abre una peluquería. Y entonces empieza el baile. El noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un año: en accidentes de tránsito, cayéndose por cualquier ventana, víctimas de mafioso o asaltantes, ahogándose en aguas playas, etcétera, etcétera. En Detroit y sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de las Zonas. El número de catástrofes es directamente proporcional al número de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. Además hay que hacer notar que esa reacción se produce sólo ante la presencia de emigrantes que vivían aquí en el momento de la Visitación. Quienes nacieron después de ella no influyen sobre las estadísticas de accidentes y desastres. Usted lleva diez años viviendo aquí, pero se mudó después de la Visitación; no habría problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿Cómo se explica esto? ¿Qué debemos descartar, las estadísticas o el sentido común?
Valentine tomó su vaso y terminó la bebida de un trago. Richard Noonan se rascó la cabeza.
—Humm, sí. Ya había oído hablar de eso, claro, pero… este… pensé que eran… exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada…
—O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona —le interrumpió Valentine.
Se quitó los anteojos y miró a Noonan con ojos oscuros y miopes.
—Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona sufre cambios, fenotípicos y genotípicos. Ya sabe usted qué clase de hijos pueden tener los merodeadores, y sabe también qué les pasa a ellos mismos. ¿Por qué? ¿Dónde está el factor de mutación? En la Zona no hay radiación. Aunque el aire y el suelo tienen allí una estructura química particular, no presentan ningún peligro de mutación. ¿Qué debo hacer en esas circunstancias? ¿Creer en brujerías, en el mal de ojo?
—Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho más los cadáveres revividos que sus estadísticas. Especialmente porque nunca he visto las estadísticas, pero a los zombies sí… y los he olido.
Valentine descartó aquella afirmación con un gesto de la mano.
—Zombies, bah. Tendría que darle vergüenza, Richard. Después de todo, usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadáveres. Son moldeados, reconstrucciones sobre el esqueleto, maniquíes. Y le aseguro que, desde el punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son más sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los así–así violan la primera ley de la termodinámica y los moldeados violan la segunda. Todos somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar nada más Espantoso que un fantasma. Pero la violación a la ley de casualidad es mucho más espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los monstruos, de Rubinstein. ¿O era…?
—Frankenstein.
—Ah, sí, Frankenstein. La señora Shalley. La esposa del poeta. O la hija.
De pronto se echó a reír, y agregó:
—Nuestros moldeados poseen una extraña propiedad: posibilidad de vida autónoma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones fisiológicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo contó un ayudante de laboratorio de Boyd.
Valentine soltó una estruendoso carcajada.
—¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? —preguntó Noonan, echando una ojeada a su reloj—. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
—Vamos.
Valentine intentó meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que tomarlos con las dos manos para ponérselos sobre la cara.
—¿Tiene coche? —preguntó.
—Sí; lo llevo.
Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban con curiosidad a aquel físico de fama internacional. Ya en la puerta se le cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron sendos manotazos para atajarlos.
—Mañana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe, murmuró Valentine mientras subía al automóvil.
Pasó a describir el experimento. Noonan lo llevó hacia el complejo de ciencias.
Ellos también tienen miedo, pensaba al volver al coche. También los tragalibros están asustados, Y así debe ser. Ellos tendrían que estar más asustados que todos nosotros juntos, la gente común. Nosotros no entendemos nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a él. Se les estruja el corazón, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podrán volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la vista, por decirlo así. Bueno, tal vez así debe ser. Que todo siga su curso, que nosotros seguiremos el nuestro. Él tenía razón: el acto más heroico de la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun así él mandaría a los visitantes al demonio, si pudiera. Por qué no hicieron el picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. Inútiles sin corazón, como todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. Así que hicieron un picnic. Un picnic.
¿Cuál es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?, pensó, mientras conducía lentamente por las calles mojadas y llenas de luz. ¿Cuál es el modo más inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en mecánica. ¿Para qué diablos sirve ese estúpido diploma de ingeniero si ni siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
Estacionó el coche frente a la casa donde vivía Redrick Schuhart y se quedó sentado, planeando el modo de abrir la conversación. Después retiró el así–así y bajó del auto. Recién entonces notó que la casa parecía deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no había nadie en el parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas. Eso le recordó lo que estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pensó en la posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con él en el coche o en algún bar tranquilo, pero rechazó la idea por muchos motivos. Además, se dijo, no es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas del barco que se hunde.
Entró por la puerta principal y subió lentamente las escaleras polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos olían a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisó el pelo, aspiró profundamente y tocó el timbre. Por un rato no hubo ruido alguno del otro lado; al cabo crujió el piso, giró la cerradura y la puerta se abrió silenciosamente. Noonan no había oído los pasos.
En el vano apareció Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante emergía del vestíbulo, y al principio Noonan sólo pudo ver la silueta oscura de la niña. Notó lo mucho que había crecido en los últimos meses, pero en seguida ella dio un paso atrás, hacia el vestíbulo, con lo cual la cara le quedó a la vista. Noonan sintió la garganta seca por un segundo.
—Hola, María —dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible—. ¿Cómo estás, Monita?
Ella no respondió. Retrocedió silenciosamente hacia el living, mirándolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir verdad, tampoco él podía reconocerla. Es la Zona, pensó. Maldición.
—¿Quién es? —preguntó Guta, asomándose desde la cocina—. ¡Dios mío, es Dick! ¿Dónde te habías metido? ¿Sabes? ¡Redrick ha vuelto!
Corrió hacia él secándose las manos con el repasador que le colgaba del hombro. Todavía era hermosa, enérgica, fuerte, pero se la notaba fatigada; la cara le había adelgazado y tenía los ojos… ¿afiebrados, tal vez? Él le dio un beso en la mejilla y le entregó el sombrero y el impermeable.
—Disculpa, disculpa, pero no tenía tiempo para venir. ¿Está aquí?
—Está —replicó Guta—. Está con alguien, pero supongo que se irá pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
Él dio varios pasos por el vestíbulo y se detuvo en la puerta del living. Ante la mesa había un hombre sentado. Un moldeado. Inmóvil, ligeramente inclinado. La luz rosada de la lámpara le caía sobre la cara ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos, sin brillo. Noonan percibió inmediatamente el olor. Sabía que era sólo imaginación, que el olor duraba sólo unos pocos días antes de desaparecer por completo, pero Richard Noonan lo percibió con la memoria: el olor fétido y denso de la tierra removida.
—Podemos ir a la cocina —se apresuró a decir Guta—. Estoy preparando la comida. Así podremos charlar.
—¡Claro, por supuesto! —respondió él, animadamente—. No has olvidado que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
Pasaron a la cocina. Guta abrió la heladera mientras Noonan se sentaba a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y brillante; en las hornallas había cacerolas humeantes. La cocina era nueva, semiautomática; eso quería decir que en la casa había dinero.
—Bueno, dime cómo está —preguntó.
—Igual. Perdió peso en la cárcel, pero ya lo estoy engordando.
—¿Sigue pelirrojo?
—¡Por supuesto!
—¿Y de pocas pulgas?
—¡Qué te parece! Lo será hasta el día de su muerte. —Guta le alcanzó un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecía flotar en la capa de jugo de tomate—. ¿Demasiado?
—No, está justo.
Noonan bajó el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que tomaba en todo el día.
—Ahora me siento mejor —dijo.
—Y tú, ¿andas bien? —preguntó Guta—. ¿Por qué pasaste tanto tiempo sin venir?
—Esos malditos negocios. Todas las semanas quería llegarme hasta aquí o por lo menos llamar por teléfono, pero primero tuve que ir a Rexópolis; después hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick había vuelto; pensé que sería mejor dejarlos solos por unos días. Realmente, estoy enloquecido, Guta. A veces me pregunto para qué diablos corro tanto. Para hacer dinero, pero para qué quiero dinero si no hago más que correr haciéndolo.
Guta tapó las ollas con gran estruendo, sacó un atado de cigarrillos del estante y se sentó a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos. Noonan buscó su encendedor y le dio fuego. Y una vez más, por segunda vez en su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algún dinero. Ella tuvo muchos problemas al principio; no disponía de un centavo, ni tenía en el vecindario quien le prestara. De pronto empezó a disponer de dinero, y en grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan tenía una idea bastante aproximada con respecto al origen, pero siguió visitándola. Llevaba dulces y juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando café con Guta, planeando una vida nueva y feliz para Redrick. Después de haberla escuchado iba a la casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en razón; explicaba, sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrumpía en amenazas: «Saben que Red va a volver y los va a hacer pedazos». Pero no servía de nada.
—¿Cómo está tu novia? —preguntó Guta.
—¿Qué novia?
—La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
—¡Ésa no era mi novia! Era mi secretaria. Se casó y renunció.
—Tendrías que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna muchacha?
Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: «Bueno, estoy esperando a que Monita termine de crecer». Pero no pudo. No iba a salirle nunca más.
—Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria —protestó—. ¿Por qué no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavía se acuerda de ti.
—No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
—¡No me digas! —exclamó Noonan, fingiendo sorpresa—. ¡Ese Harris!
—¡Dios! Nunca lo pude tragar. Mi único problema era que Red se enterara.
Monita entró silenciosamente y se demoró junto a la puerta. Miró las cacerolas, miró a Richard y finalmente se arrimó a su madre para recostarse contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
—¿Qué tal, Monita? —dijo Richard, animoso—. ¿Quieres chocolate?
Sacó del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en plástico y la tendió a la niña. Ella no se movió. Guta tomó la barra y la dejó sobre la mesa. Tenía los labios pálidos.
—Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? —prosiguió él, siempre animoso—. Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
—Comprende cada vez menos —dijo Guta suavemente casi nada, ya.
Él se interrumpió, levantó el vaso con ambas manos y lo hizo girar distraídamente.
—No has preguntado cómo nos va —continuó ella—. Y tienes razón. Pero eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo no hay forma de guardar ese secreto.
—¿La han llevado a un médico? —preguntó él, sin levantar la vista.
—Sí. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo…
Guta se interrumpió. También él guardó silencio. No había nada que decir y tampoco quería pensar en eso. De pronto se le ocurrió una idea horrible: era una invasión. No se trataba de un picnic junto al camino ni de un preludio al Contacto, sino de una invasión. Como no pueden cambiarnos a nosotros, pensó, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a su imagen y semejanza. Sintió un escalofrío, pero entonces recordó que había leído algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se sintió mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es nunca como uno imagina.
—Uno de ellos dijo que ya no es humana.
—Tonterías —replicó Noonan con voz hueca—. Tendrían que ver a un buen especialista. ¿Por qué no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo puedo hablarle y combinar una cita.
—¿Te refieres al Matasanos? —Preguntó ella, riendo nerviosamente—. Gracias, no te molestes. Él fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
Cuando Noonan se atrevió a levantar la vista, Monita se había ido y Guta permanecía inmóvil, con la boca entreabierta y los ojos vacíos; en la punta de su cigarrillo había un largo cilindro de ceniza. Él empujó el vaso hacia ella.
—Prepárame otro, por favor, y uno para ti. Bebamos un poco.
Cayó la ceniza. Guta buscó el cenicero para dejar la colilla; acabó por arrojarla en el tacho de la basura.
—Por qué, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha gente más mala que nosotros.
Noonan creyó que estaba por llorar, pero no fue así. Ella abrió la heladera, sacó el vodka y el jugo y tomó otro vaso del armario.
—No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo conexiones muy importantes, Guta, créeme. Haré todo lo que pueda.
Lo decía sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de los conocidos que tenía en diversas ciudades; le parecía haber oído hablar de casos similares que habían terminado bien. Sólo hacía falta recordar dónde era y de qué médico se trataba. Pero entonces recordó al señor Lemehen, y recordó también por qué se había hecho amigo de Guta, y no quiso pensar más en todo eso. Borró todos sus pensamientos sobre conexiones, se acomodó en la silla y se relajó para esperar su copa.
Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el vestíbulo. Después, la voz más que repulsiva de Cuervo Burbridge.
—¡Eh, Red! Parece que tu querida Guta tiene visitas. Veo un sombrero. Yo que tú no los dejaría solos.
Y la voz de Red:
—Ten cuidado con tu pierna ortopédica, Cuervo. Y cierra la boca. Allí tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
—¡Diablos, ni siquiera se puede hacer un chiste!
—Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
Chasqueó la cerradura y las voces se oyeron más apagadas. Al parecer habían salido al vestíbulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick replicó:
—¡Bueno, basta, ya hemos hablado!
Más gruñidos de Burbridge y la áspera respuesta de Red:
—¡Dije que basta!
Un portazo y pasos en el vestíbulo, rápidos y firmes. Redrick Schuhart apareció en la puerta de la cocina. Noonan se levantó para saludarlo con un cálido apretón de manos.
—Estaba seguro de que eras tú —dijo Redrick, mientras sus ojos verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan—. ¡Aumentaste de peso, gordo! Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja, prepara uno para mí también. Tengo que alcanzarlos.
—Todavía no hemos comenzado. ¿Quién se te puede adelantar?
Redrick rió ásperamente y palmeó a su amigo en el hombro.
—¡Ahora veremos quién alcanza a quién! A ver, vamos, ¿qué estamos haciendo aquí, en la cocina? Guta, trae la cena.
Abrió la heladera y volvió con una botella de etiqueta brillante.
—¡Nos daremos un festín! —anunció—. Hay que tratar como a un rey a nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compañeros cuando lo necesitan. Aunque nunca sirvió de nada. Es una lástima que Gutalin no esté aquí.
—¿Por qué no lo llamas? —sugirió Noonan.
Redrick meneó la roja cabeza.
—Las líneas de teléfono todavía no llegan adonde él está esta noche. Vamos.
Fue al living y plantó la botella sobre la mesa.
—¡Vamos a celebrar, papá! —dijo al anciano inmóvil—. ¡Aquí está Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi papá, Schuhart padre.
Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonrió de oreja a oreja, agitó la mano y dijo, mirando al moldeado:
—Encantado de conocerlo, señor Schuhart. ¿Cómo le va?
En seguida se dirigió a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar, diciendo:
—Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy brevemente, claro.
—Siéntate —le dijo Redrick, señalando la silla opuesta al viejo—. Si quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
Sacó vasos, abrió rápidamente la botella y se volvió hacia Noonan.
—Sirve tú. Para papá un poquito apenas; cúbrele el fondo. Noonan se tomó su tiempo para servir. El viejo seguía en la misma posición, mirando fijamente la pared. Tampoco reaccionó cuando Noonan le arrimó el vaso. Éste ya se había adaptado a la nueva situación. Era como un juego, terrible y patético. Red era quien lo jugaba y él lo siguió, como había seguido el juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, patéticos, vergonzosos y en algunos casos, mucho más peligrosos que aquél. Redrick levantó el vaso y dijo:
—Bueno, ¿empezamos?
Noonan asintió con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con los ojos brillantes, siguió hablando en aquel tono excitado y ligeramente artificioso.
—¡Así es, hermano! La cárcel puede olvidarse de mi. ¡Si supieras qué bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeño chalet para mí, nuevo, con jardín… Tan lindo como el de Cuervo. Sabrás que quería emigrar; lo había decidido cuando estaba en la cárcel. Qué estaba haciendo en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mí. Pero cuando volví me esperaba una sorpresa: ¡Habían prohibido la emigración! ¿Es que en los últimos dos años nos ha atacado la peste?
Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorbía su whisky e intercalaba alguna exclamación de simpatía o cualquier pregunta retórica. Después empezó a preguntarle sobre su chalet: de qué clase era, dónde estaba, cuánto costaba. Y discutieron. Noonan insistía en que era caro y en que no estaba bien ubicado. Sacó la libreta de direcciones, la hojeó y le dio direcciones de chalets abandonados que se vendían por chauchas y palitos. Y las reparaciones le saldrían casi gratuitas, pues podía solicitar el permiso de emigración para que se lo negaran y le dieran la indemnización. Con eso pagaría los arreglos.
—Veo que tú también estás en el asunto de la no emigración.
—Estoy un poco en todo —replicó Noonan, guiñado el ojo.
—Lo sé, lo sé, nos hemos enterado de tus asuntos.
El amigo dilató los ojos en ademán de sorpresa y se llevó un dedo a los labios, señalando hacia la cocina con la cabeza.
—No te preocupes, todo el mundo lo sabe —dijo Redrick—. El dinero no tiene nombre, eso ya lo aprendí. ¡Pero poner a Mosul de gerente! ¡Casi me caigo de la risa cuando me enteré! Es como meter un elefante en un bazar. Es un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
Se quedó callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruzó la cara. Noonan notó, sorprendido, la expresión de ternura, de auténtico y sincero amor en aquella máscara encallecida. Mientras lo observaba recordó lo que había pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos jóvenes, atléticos y todo, y un médico del hospital municipal con dos enfermeros forzudos y corpulentos, de ésos a quienes se encarga llevar las camillas pesadas y dominar a los pacientes histéricos. Uno de los ayudantes dijo más tarde que «ese pelirrojo», al principio, parecía no comprender de qué se trataba, ya que los dejó entrar al departamento para revisar al padre. Tal vez habría permitido que se lo llevaran, porque al parecer Redrick creía que lo iban a hospitalizar en observación. Pero esos idiotas de los enfermeros (que hasta entonces no habían hecho sino mirar a Guta, quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueció. Entonces el bobo del médico tuvo la mala idea de explicar de qué se trataba. Redrick lo escuchó por uno o dos minutos; súbitamente explotó sin previo aviso, como una bomba de hidrógeno. El ayudante que contó el caso no recordaba cómo fue a parar a la calle. Aquel diablo rojo los bajó a los cinco por la escalera, sin que ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vestíbulo como balas de cañón. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguía a los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. Después, al volver, rompió todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor había salido a la carrera al ver lo que estaba pasando.
—Aprendí a preparar un cóctel nuevo —decía Redrick, mientras servía más whisky—. Se llama «Jalea de Brujas». Después de comer te prepararé uno. No es algo que se pueda tomar con el estómago vacío, hermano; es peligroso para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey. Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todavía está a la sombra, ¿sabías?
Bebió, se enjugó la boca con el dorso de la mano y preguntó en tono indiferente:
—¿Qué hay de nuevo en el Instituto? ¿Todavía no han dominado la jalea de brujas? Me he quedado un poco atrás con la ciencia.
Noonan comprendió por qué sacaba el tema y alzó las manos con desesperación.
—¿Estás bromeando? ¿Sabes lo que pasó con esa jalea? ¿No has oído hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeño proveedor particular… Y consiguieron un poco de jalea.
Le habló de la catástrofe. Le contó el misterioso hecho de que jamás hubieran podido atar cabos; no se sabía de dónde la había conseguido el laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraído, haciendo chasquear la lengua y meneando la cabeza. Después sacudió decididamente la botella sobre los vasos.
—Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojalá se les atragante.
Bebieron. Redrick contempló a su padre y la cara volvió a estremecérsele.
—¡Guta! —gritó—. ¿Quieres matarnos de hambre? —y agregó, dirigiéndose a Noonan—: Se está rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu ensalada favorita, con langosta. Había comprado un poco hace tiempo por si volvías. Bueno. ¿Cómo andan las cosas en el Instituto, en general? ¿Descubrieron algo nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que no consiguen mucho con ellos.
Noonan se dedicó al tema del Instituto; mientras hablaba apareció Monita silenciosamente y se instaló ante la mesa, junto al anciano. Allí se quedó, con las zarpas peludas sobre la mesa. Después, como cualquier criatura, se recostó contra el moldeado y apoyó la cabeza sobre su hombro. Noonan siguió charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios mío, ¿qué más? ¿Qué más tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto? Pero sabía que no bastaba. Sabía que millones y millones de personas no sabían nada ni querían saberlo, y aunque lo descubrieran no harían más que decir «¡Ooh!» y «¡Ahh!» durante cinco minutos; después volvería cada uno a su rutina. Decidió bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
—¿Por qué los miras tanto? —preguntó Redrick suavemente—. No tengas miedo, él no le hará daño. Dicen incluso que generan buena salud.
—Sí, lo sé —dijo Noonan.
Y vació su copa. En ese momento entró Guta, ordenó a Redrick que pusiera la mesa y dejó sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada favorita de Noonan.
—Bueno, amigos —anunció Redrick—, ahora nos daremos un festín.