2. Redrick Schuhart, veintiocho años, casado, sin ocupación permanente.

Redrick Schuhart, echado tras una lápida, observaba al patrullero por entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciéndole parpadear y contener el aliento.

Habían pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero seguía estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta del muro de tres metros de ancho, que terminaba allí, a la izquierda.

La patrulla de la costa tenía miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevían a disparar. Redrick los oía hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces, alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta, resbalando, esparciendo débiles chispas rojas. Todo estaba muy húmedo; había llovido poco antes, y aquel frío malsano se le filtraba por el mameluco impermeable.

Redrick soltó la rama con cuidado, volvió la cabeza y prestó atención. Hacia la izquierda (en algún sitio no demasiado alejado, pero tampoco demasiado cerca) había otra persona. Oyó crujir las hojas una vez más, y la tierra que cedía; al fin se oyó el golpe seco de algo duro y pesado al caer. Redrick empezó a arrastrarse hacia atrás, con mucha prudencia y sin volver la cabeza, aferrado al pasto húmedo. El rayo luminoso le pasó por sobre la cabeza. Él permaneció un instante quieto como una estatua, siguiéndolo en su silencioso paseo. Entre las cruces le pareció ver a un hombre de negro, sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular contra un obelisco de mármol y volvía hacia Redrick la cara blanca, las cuencas negras y hundidas. No lo había visto con claridad, pues apenas fue un segundo, pero tenía todos los detalles archivados en la imaginación.

Se arrastró unos pasos más y buscó la petaca que tenía en la chaqueta. La sacó; apoyó el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Después, aún aferrado a la petaca, siguió reptando. Dejó de escuchar y miró a su alrededor.

En la pared había una abertura. Allí estaba Burbridge, con un agujero de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. Todavía seguía de espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo de dolor. Redrick se sentó junto a él y desenroscó la tapa de la petaca. Levantó con cuidado la cabeza a su compañero, sintiendo en la palma la calva caliente, sudorosa, pegajosa, y le llevó el pico a los labios. Estaba oscuro, pero los débiles rayos de los reflectores le permitieron ver los ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos días que le cubría las mejillas. Burbridge bebió ávidamente varios tragos; en seguida tendió una mano nerviosa para palpar el saco donde tenía el botín.

—Volviste… Red… Buen compañero. No eres capaz de abandonar a un viejo para que muera.

Redrick echó la cabeza atrás y tomó un trago largo.

—Todavía está allí, como si estuviera clavado a la ruta.

—No es casualidad. Alguien pasó el dato. Nos estaba esperando.

Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.

—Puede ser —respondió Redrick—. ¿Quieres otro trago?

—No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no moriré. No tendrás que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarás, Red?

Redrick no respondió. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los destellos de luz. Desde allí veía el obelisco de mármol, pero no si él estaba sentado allí o no.

—Oye, Red, no estoy diciendo tonterías. No te arrepentirás. ¿Sabes por qué vive todavía el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila reventó. Faraón el Banquero estiró la pata, y qué merodeador era, pero murió. Zalamero también. Y Norman el Cuatro–Ojos, y Culligan, y Pedro el Roña. Todos. Soy el único que sigue vivo. ¿Y por qué? ¿Lo sabes?

—Siempre fuiste una rata —dijo Red, sin quitar los ojos de la carretera—. Un hijo de puta.

—Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo eran. Faraón, Zalamero… Sin embargo soy el único que queda. ¿Sabes por qué?

—Sí, lo sé —dijo Red, para acabar con la charla.

—Mientes. No lo sabes. ¿Has oído hablar de la Bola Dorada?

—Sí.

—¿Crees que se trata de un cuento de hadas?

—Será mejor que calles. Ahorra fuerzas.

—Estoy bien. Tú me sacarás de aquí. Hemos ido a la Zona tantas veces… ¿Serías capaz de abandonarme? Te conocí cuando… Eras tan chiquito… Tu padre…

Redrick no respondió. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un cigarrillo. Sacó uno, rompió el tabaco entre las manos y lo olfateó. No sirvió de nada.

—Tienes que sacarme de aquí. Me quemé por causa tuya. Fuiste tú el que no quiso traer al maltés.

El maltés ardía por ir con ellos. Los había tentado toda la tarde, ofreciéndoles un buen porcentaje, jurando que conseguiría un traje especial. Burbridge, que estaba sentado junto a él, seguía guiñando el ojo a Red bajo su mano curtida: «Llevémoslo, no nos irá mal». Tal vez fue por eso que Red se negó.

—Te pasó eso por ambicioso —dijo fríamente Red—. Yo no tengo nada que ver. Será mejor que te quedes quieto.

Por un rato Burbridge se limitó a gemir. Volvió a meterse los dedos por el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrás.

—Puedes quedarte con todo el botín —jadeó—. Pero no me abandones.

Redrick miró su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero no se iba. Los reflectores seguían buscando entre los arbustos, y ellos habían dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo encontrarían en cualquier momento.

—La Bola Dorada —dijo Burbridge—. La hallé. Se contaban tantas leyendas sobre ella. Yo mismo inventé unas cuantas. Que te concedía cualquier deseo… ¡Ja, cualquier deseo! Si eso fuera cierto yo no estaría aquí. Estaría dándome la gran vida en Europa, nadando en plata.

Redrick bajó la vista hacia él. Ante aquella luz azulada y parpadeante, la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecía la de un muerto, pero sus ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.

—Juventud eterna, qué diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos, qué diablos. Pero conseguí salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera imaginas en qué lugares he estado, pero todavía estoy vivo.

Se lamió los labios y prosiguió:

—Sólo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.

—¿Quieres callarte? —dijo Redrick, al fin—. Pareces una mujer. Si puedo te sacaré de aquí. Lo siento por tu Dina. Tendrá que hacer la calle.

—Dina —susurró ásperamente el viejo—. Mi pequeña. Mi preciosa. Están malcriados, Red. Nunca les negué nada. Se verán perdidos. Arthur, mi Artie. Tú lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como él?

—Ya te lo dije: si puedo te salvaré.

—No —replicó Burbridge, tercamente—. Me sacarás de aquí sea como sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dónde está?

—Dale.

Burbridge gimió y movió el cuerpo.

—Mis piernas… Fíjate cómo están.

Redrick alargó una mano y la deslizó por la pierna, por debajo de la rodilla.

—Los huesos… —gimió el herido—. ¿Todavía hay huesos allí?

—Hay huesos. Deja de meter bulla.

—Estás mintiendo. ¿Para qué mentir? ¿Crees que no lo sé, que nunca he visto nada de esto?

En realidad no tocaba más que la rótula. Por debajo, hasta el tobillo, la pierna era como un palo de goma. Se podían haber hecho nudos con ella.

—Las rodillas están enteras —dijo Red.

—Seguro que mientes —dijo tristemente Burbridge.

—Bueno, está bien. Tú sácame de aquí, nada más. Te daré todo. La Bola Dorada. Te dibujaré un mapa. Con todas las trampas. Te contaré todo.

Prometió muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atención. Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habían dejado de recorrer las matas. Estaban paralizados. Todos convergían sobre aquel obelisco. En la neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se paseaba por entre las cruces; parecía moverse a ciegas, directamente hacia los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados, abiertos. De pronto desapareció como si lo hubiera tragado la tierra; pocos instantes después reapareció hacia la derecha, algo más lejos; caminaba con una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran dado cuerda.

De pronto las luces se apagaron. Chirrió la transmisión, rugió el motor; entre las matas aparecieron las luces de señales, azules y rojas. El patrullero salió disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y desapareció tras el muro.

Redrick tragó saliva y bajó la cremallera de su mameluco.

—Se han ido —murmuró Burbridge, febril—. Red, vámonos, pronto.

Giró sobre sí, buscando a tientas su bolsa, y trató de levantarse.

—Vamos, ¿qué esperas?

Redrick seguía mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veía nada, pero él merodeaba todavía por ahí, seguramente, como un autómata, tropezando, cayendo, golpeándose contra las cruces o enredándose en los matorrales.

—Bueno —dijo Red en voz alta—, vamos.

Levantó a Burbridge, que se le colgó del cuello con la mano izquierda. Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastró en cuatro patas, llevándolo sobre la espalda; así pasó por la grieta de la pared, agarrándose del pasto mojado.

—Vamos, vamos —susurró ásperamente Burbridge—. No te preocupes: yo tengo el botín y no lo soltaré. ¡Anda!

El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacía resbaloso y las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era insoportablemente pesado, como un cadáver; la bolsa del botín hacía ruido y se enganchaba en todas partes; además Red tenía miedo de encontrarse con él, que podía estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.

Cuando salieron a la carretera todavía estaba oscuro, pero ya se presentía el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los pájaros comenzaban a piar, inseguros y soñolientos, la penumbra nocturna estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios distantes. Desde allí venía una brisa húmeda y fría. Redrick dejó a Burbridge en el recodo de la ruta y cruzó el pavimento como una gran araña negra. No tardó en hallar el jeep; apartó las ramas que cubrían los paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces. Allí estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, tocándose las piernas con la otra.

—¡Apúrate! Apúrate, las rodillas, todavía tengo rodillas. ¡Si al menos pudiera salvar las rodillas!

Redrick lo levantó y lo arrojó por sobre su costado, hacia el asiento trasero. Burbridge aterrizó allí con un gruñido, pero sin soltar la bolsa. Redrick recogió el impermeable de rayas grises y lo cubrió con él. Burbridge logró incluso quitarse el saco.

Red sacó una linterna y revisó el recodo en busca de huellas. No había muchas. El jeep había aplastado algunos pastos altos al salir a la carretera, pero la hierba se volvería a erguir en un par de horas. Había una enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el patrullero. Al verlas, Redrick recordó que tenía ganas de fumar. Encendió un cigarrillo, aunque más aun deseaba salir de allí lo antes posible. Pero todavía no podría hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.

—¿Qué pasa? —gimió Burbridge desde el auto—. Todavía no volcaste el agua y los aparejos de pesca están secos. ¿Qué espera? ¡Vamos, esconde el botín!

—¡Cállate! ¡No me molestes! Iremos hacia los suburbios del sur.

—¿Qué suburbios? ¿Estás loco? ¡Me arruinarás las rodillas, hijo de puta! ¡Las rodillas!

Redrick dio una última chupada y guardó la colilla en la caja de fósforos.

—No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad. Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrán por lo menos una vez.

—¿Y qué?

—En cuanto te vean los pies se acabó la juerga.

—¿Qué hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimé las piernas, eso es todo.

—¿Y si te las palpan?

—Que las palpen. Gritaré tanto que no volverán a palpar, una pierna en su vida.

Pero Redrick ya estaba decidido. Levantó el asiento del conductor, con la linterna encendida; abrió un compartimiento secreto y dijo:

—A ver, dame eso.

El tanque de nafta que tenían bajo el asiento era falso. Redrick tomó la bolsa y la puso dentro, prestando atención a los tintineos que se oían en ella.

—No quiero correr ningún riesgo —murmuró—. No tengo derecho.

Volvió a poner la tapa, la cubrió con basuras y trapos y colocó nuevamente el asiento. Burbridge gemía, gruñía, le suplicaba que se apurara y le prometía la Bola Dorada. Agitándose en el asiento, miraba ansiosamente los rayos de luz, cada vez más intensos. Redrick no le prestó atención; abrió la bolsa plástica llena de agua, que contenía un pez, y volcó el agua sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo echó en el canasto. Después dobló la bolsa de plástico y se la guardó en el bolsillo. Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvían de una salida no muy provechosa. Se instaló al volante y puso el motor en marcha.

No encendió las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se extendía aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la derecha, de vez en cuando, alguna cabaña abandonada, con las ventanas claveteadas y la pintura saltada. Redrick veía bien en la oscuridad; además, de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte él sabía que vendría. Así que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto, caminando a paso rítmico, ni siquiera aminoró la marcha. Se encorvó sobre el volante. Él caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie, se dirigía hacia la ciudad. Redrick lo dejó a la izquierda y aceleró.

—¡Madre Santa! —murmuró Burbridge desde el asiento trasero—. Red, ¿viste eso?

—Sí.

—¡Dios! ¡Justo lo que nos faltaba!

Y de pronto Burbridge empezó a rezar en voz alta.

—¡Cállate! —le gritó Redrick.

La curva tenía que estar allí, muy cerca. Redrick aminoró la marcha, buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la derecha. La vieja cabaña del transformador, la pértiga con los soportes, el puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El coche viró con una sacudida.

—¿Adónde vas? —gimió Burbridge—. ¡Me vas a arruinar las piernas, hijo de puta!

Redrick se volvió por un segundo y le asestó una bofetada en la cara barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optó por guardar silencio. El coche se sacudía mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia de esa noche.

Redrick encendió las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbía. Ya no prometía nada más. Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no comprendía más que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas y su querido Artie. Al fin calló.

La aldea se extendía a lo largo del borde occidental de la ciudad. En otros tiempos había allí casas de verano, jardines, huertas y las mansiones de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeños lagos y limpias playas de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y la contaminación de la planta nunca llegaban a ese verde claro… y tampoco el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo abandonado. Sólo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada; en la ventana se veía una luz amarilla a través de las cortinas corridas, en la soga había ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipitó furiosamente contra el vehículo, para perseguirlo a través del barro que lanzaban las ruedas.

Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagó el motor. Después se bajó para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge, con las manos metidas en los bolsillos húmedos del mameluco. Ya estaba claro. Todo, a su alrededor, seguía húmedo, silencioso y soñoliento. Observó la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veía claramente el puesto de policía: una pequeña casa rodante con tres ventanas iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacío. Redrick siguió observando por un rato. No se veía actividad en el puesto de policía; los vigilantes quizás habían sentido frío y cansancio durante la noche y se estaban calentando en la casa rodante, soñando sobre los cigarrillos que les colgaban del labio inferior. «Qué escuerzos» dijo Redrick, suavemente. Buscó la manopla de bronce que tenía en el bolsillo y deslizó los dedos en los anillos, apretando el metal frío en el puño; acurrucado aún para protegerse del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocedió. El jeep, ligeramente desviado hacia un lado, había quedado entre los arbustos; era un sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie había estado por allí en los últimos diez años.

Cuando Redrick llegó hasta el vehículo, Burbridge se incorporó para mirarlo, boquiabierto. Parecía más viejo aún, arrugado, calvo, sin afeitar y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo Burbridge dijo claramente:

—El mapa… todas las trampas, todas… La hallarás: no tendrás por qué arrepentirte.

Redrick lo escuchó sin moverse. Al fin aflojó los dedos y dejó que la manopla de bronce cayera en su bolsillo.

—Bueno. Te limitarás a quedarte allí acostado, como si estuvieras sin conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.

Se instaló tras el volante y puso el jeep en marcha.

Todo salió bien. Nadie salió de la casa rodante para detenerlos; pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de tránsito y haciendo las señales debidas. Después Redrick aceleró y puso rumbo al centro por la parte sur. Eran las seis de la mañana. Las calles estaban vacías; el pavimento, mojado y brillante, negro; los semáforos parpadeaban solitarios e inútiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panadería, de ventanas altas y bien iluminadas; Redrick se sintió envuelto en una ola de olor a pan recién horneado, cálido, increíblemente delicioso.

—Estoy muerto de hambre —dijo Redrick, mientras estiraba los músculos entumecidos—, apretando las manos contra el volante.

—¿Qué? —preguntó Burbridge, asustado.

—Dije que estoy muerto de hambre. ¿Adónde vamos? ¿A casa o directamente al Matasanos?

—Al Matasanos, y pronto —vociferó Burbridge, inclinándose hacia adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick—. Derecho a la casa de él. ¡Vamos! Todavía me debe setecientos. ¿Vas a manejar más rápido o no? Pareces una tortuga.

Impotente, enojado, se lanzó en una serie de insultos, jadeos y protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contestó; no tenía tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad. Quería terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de acudir a la cita en el Metropole. Viró en la calle 17, siguió dos cuadras y estacionó frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.

Fue el mismo Matasanos quien abrió la puerta. Acababa de levantarse e iba camino al baño, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba en un vaso los dientes postizos; tenía el pelo despeinado y grandes círculos oscuros bajo los ojos.

—¡Ah, Red! ¿Cómo estás?

—Ponte los dientes y vamos.

—Ajá.

Le señaló la sala de espera con un gesto de la cabeza y salió corriendo hacia el baño, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allí preguntó:

—¿Quién fue?

—Burbridge.

—¿Qué tiene?

—Las… piernas.

Redrick oyó correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cayó y rodó por el piso de mosaicos del baño. Se dejó caer en un sillón, exhausto, y encendió un cigarrillo. La sala de espera parecía muy agradable. El Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y promocionado, con mucha influencia en los círculos médicos, tanto de la ciudad como del Estado. Si se había mezclado con los merodeadores, no era por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. Obtenía nuevos conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos hasta entonces. Además ganaba gloria y fama como único médico del planeta especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hacía asco al dinero, y en grandes cantidades menos todavía.

—¿Qué es lo que le pasa en las piernas, específicamente? —preguntó, saliendo del bajo con un toallón al cuello, con una esquina del cual se secaba cuidadosamente los sensibles dedos.

—Cayó en la jalea.

El Matasanos soltó un silbido.

—Bueno, se acabó Burbridge. Qué pena; era un merodeador famoso.

—No importa —observó Redrick, recostándose en el sillón—, le harás piernas artificiales y con ellas podrá volver a la Zona.

—De acuerdo.

El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregó:

—Un momento, voy a vestirme.

Mientras se vestía hizo un llamado, probablemente a su clínica para que prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick seguía inmóvil en la silla, fumando. Sólo se movió una vez, para sacar su petaca. Bebió pequeños sorbos, porque sólo quedaba un poquito en el fondo. Trató de no pensar en nada, de esperar, simplemente.

Después fueron hasta el coche; Redrick ocupó el asiento del conductor y el Matasanos se sentó junto a él. Inmediatamente se inclinó hacia el asiento trasero para palpar las piernas de Burbridge. Éste, sumiso e intimidado, murmuró patéticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez de su difunta esposa y de sus hijos, rogándole que le salvara por lo menos las rodillas.

Cuando llegaron a la clínica el Matasanos estalló en maldiciones al ver que no había enfermeros esperándolos a la entrada; saltó del coche antes de que éste se detuviera y corrió hacia el interior. Redrick encendió otro cigarrillo. Burbridge habló súbitamente, con claridad y calma, en completa calma, al fin, según parecía:

—Quisiste matarme. No lo olvidaré.

—Pero no te maté —replicó Redrick.

—No, no me mataste.

Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregó:

—Eso también lo recordaré.

—Ajá. Claro, tú no habrías tratado de matarme —observó Red, volviéndose para mirarlo—. Me habrías abandonado allí, sin más. Me habrías dejado en la Zona. Me habrías tirado al agua, como a Cuatro–Ojos.

El viejo movía nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrío:

—Cuatro–Ojos se mató solo. Yo no tuve nada que ver con eso.

—Hijo de puta —repuso Redrick tranquilamente, dándole la espalda—. Grandísimo hijo de puta.

Los enfermeros, soñolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada, desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperezó y bostezó, mientras ellos extraían trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo tendían en la camilla.

El viejo se mantuvo inmóvil, con las manos unidas sobre el pecho, mirando al cielo con resignación. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraño. Era el último de los viejos merodeadores que habían comenzado a buscar tesoros inmediatamente después de la Visitación, cuando la Zona no se llamaba todavía Zona, cuando no había institutos, ni muros, ni fuerzas de las Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periódicos. En aquella época Redrick tenía sólo diez años; Burbridge era aún fuerte y ágil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos; aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y siguió pegándole hasta que ella murió.

Redrick dio la vuelta con el coche y voló hacia su casa, sin prestar atención a los semáforos, virando en las esquinas en ángulos cerrados y alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. Estacionó frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a él desde el parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no caminara sobre el suelo, sino sobre estiércol líquido.

—Buenos días —dijo cortésmente Redrick.

El encargado se detuvo a medio metro de él, apuntando el pulgar hacia atrás por sobre el hombro.

—¿Eso es obra suya? —Preguntó.

Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el día.

—¿De qué me habla?

—De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgó?

—Sí.

—¿Para qué?

Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado lo siguió.

—Le pregunté por qué colgó esas hamacas. ¿Quién se lo pidió?

—Mi hija —respondió él, tranquilamente, mientras hacia correr la puerta hacia atrás.

—No le estoy preguntando por su hija —exclamó el otro, alzando la voz—. Ésa es otra cuestión. Le pregunto quién le dio permiso. Quién le dejó adueñarse del parque.

Redrick se volvió hacia él y le miró fijamente el puente de la nariz, pálido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atrás y dijo, más aplacado:

—Además no ha pintado la terraza, Cuántas veces tengo que decirle que…

—No me moleste. No pienso mudarme.

Volvió a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante vio que tenía los nudillos muy blancos. Entonces se asomó por la ventanilla y dijo, ya sin poder dominarse:

—Pero si me obligan a mudarme será mejor que rece, miserable.

Metió el coche en el garaje, encendió la luz y cerró la puerta. Después sacó el botín del tanque falso, acomodó el vehículo, puso la bolsa en un viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todavía húmedo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agregó el pescado que Burbridge había comprado por la noche en un negocio de los suburbios. Finalmente volvió a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla aplastada se había pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick la quitó; era de cigarrillos suecos. Después de pensarlo un momento la guardó en la caja de fósforos. Ya tenía tres colillas allí.

No encontró a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta, pero ésta se abrió de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. Entró de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergió en la calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le echó los brazos al cuello y se quedó inmóvil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick sintió que el corazón de su mujer palpitaba locamente, aun a través del mameluco y de la camisa gruesa. No la apresuró; esperó, pacientemente, a que ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que estaba.

—Bueno —dijo ella al rato, con voz baja y ronca.

Lo soltó y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.

—En un minuto te prepararé el café —dijo desde adentro.

—Traje un poco de pescado —replicó él, fingiendo un tono liviano y alegre—. ¿Por qué no lo fríes? Estoy muerto de hambre.

Ella volvió, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dejó el canasto en el suelo, la ayudó a sacar la red con el pescado y llevarla hasta la cocina, para echar el pescado en la pileta.

—Ve a lavarte —dijo Guta—. Cuando termines el pescado ya estará listo.

—¿Cómo está Monita? —pregunta él, quitándose las botas.

—Se pasó la tarde parloteando. Apenas conseguí acostarla. No deja de preguntar dónde está papá, dónde está papá. No puede vivir sin su papá.

Se movía con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa. Hervía el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba impregnado con el regocijante aroma del café recién preparado.

Redrick caminó descalzo hasta el vestíbulo y recogió el canasto para llevarlo a la despensa. Después miró hacia el dormitorio. Monita dormía pacíficamente, con la sábana arrugada colgando hasta el suelo y el camisón enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente. Redrick no pudo resistir la tentación de acariciarle la espalda cubierta de cálido pelaje dorado; por milésima vez se maravilló ante el espesor y la suavidad de aquella piel. Habría querido levantarla, pero tenía miedo de despertarla; además estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de Zona. Volvió a la cocina y se sentó a la mesa.

—Sírveme una taza de café. Me lavaré después.

Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: «La Gaceta de Harmont», «Deportes», «Playboy» (de revistas había una verdadera pila), y el grueso volumen de tapas grises: los «Informes del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres», número 56. Redrick tomó la jarrita de café humeante que le tendía Guta y tomó los Informes. Marcas y símbolos, una especie de cianotipos y fotografías de objetos conocidos, tomadas desde ángulos raros. Otro artículo póstumo de Kirill: «Una inesperada propiedad de la Trampa Magnética Tipo 77B». El apellido Panov estaba recuadrado en negro; debajo, en letras muy pequeñas, decía: Doctor Kirill A. Panov, URSS, trágicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick arrojó el diario a un lado, sorbió un poco de café, quemándose la boca, y preguntó:

—¿Vino alguien?

Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.

—Estuvo Gutalin —respondió finalmente—. Vino borracho como una cuba; lo desperté un poco.

—¿Y Monita?

—No quería dejarlo ir, por supuesto. Empezó a gritar. Pero le dije que el tío Gutalin no se sentía muy bien, entonces me dijo: «Gutalin está otra vez todo roto».

Redrick se echó a reír y tomó otro sorbo. Después preguntó otra cosa.

—¿Y los vecinos?

Guta volvió a vacilar antes de responder.

—Como siempre —dijo.

—Bueno, no me cuentes.

—¡Bah! —exclamó ella, agitando la mano en señal de disgusto—. La mujer de abajo me golpeó la puerta, anoche. Tenía los ojos desorbitados; tartamudeaba del enojo, que por qué serruchamos en el baño en medio de la noche.

—Esa vieja puta peligrosa —dijo Redrick, entre dientes—. Oye, ¿no sería mejor que nos mudáramos? ¿Que compráramos una casa en el campo, donde no haya nadie, alguna cabaña vieja, abandonada?

—¿Y Monita?

—Dios mío, ¿no crees que nosotros dos nos bastaríamos para hacerla feliz?

Guta meneó la cabeza.

—A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de ellos que…

—No, no es culpa de ellos.

—No vale la pena hablar de eso. Alguien te llamó. No dejó mensaje. Le dije que habías salido a pescar. —Redrick dejó la jarrita y se levantó.

—Okey. Me voy a bañar. Tengo un montón de cosas que hacer.

Se encerró en el baño, arrojó las ropas al balde y colocó en el estante las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los cigarrillos. Pasó largo rato girando bajo el agua hirviente, frotándose el cuerpo con una esponja áspera hasta que le quedó rojo brillante. Después cerró la ducha y se sentó en el borde de la bañera, fumando. Las cañerías borboteaban; Guta hacía ruido de platos en la cocina. En seguida se sintió olor a pescado frito. Guta llamó a la puerta; le traía ropa interior limpia.

—Apúrate —indicó—. El pescado se está enfriando.

Ya había vuelto a su estado normal… y a sus modales autoritarios. Redrick rió entre dientes mientras se vestía, es decir, mientras se ponía los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.

—Ahora puedo comer —dijo, sentándose a la mesa—. ¿Pusiste la ropa interior en el balde?

—Ajá —respondió él, con la boca llena—. Qué pescado rico.

—¿Le pusiste agua?

—Nooo, lo siento, señor; no lo haré más, señor. ¿Quieres sentarte y quedarte quieta? ¡Bueno, no!

La tomó por la mano y trató de atraerla hasta sus rodillas, pero ella se apartó y tomó asiento frente a él.

—Estás descuidando a tu marido —observó él, otra vez con la boca llena—. ¿Te sientes demasiado remilgada?

—Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vacía, no un marido. Primero hay que llenarte.

—¿Y si pudiera? —preguntó Redrick—. A veces pasan milagros, ¿sabes?

—Nunca he visto milagros como ése. ¿Quieres una copa?

Redrick, indeciso, jugueteó con el tenedor.

—No, gracias.

En seguida miró el reloj y se levantó.

—Me voy. Prepárame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable. Camisa y corbata.

Fue a la despensa, disfrutando la sensación del piso fresco bajo los pies descalzos y limpios, y cerró la puerta; en seguida empezó a poner sobre la mesa el botín que había traído. Dos vacíos. Una caja de alfileres. Nueve pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes, pero más liviana y dos centímetros más ancha, de metal blanco. Dieciséis gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas conservadas, del tamaño de un puño. Tres picapicas. Una jarra de arcilla carbonatada. Todavía quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa, cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo tocó. Siguió fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.

Después abrió un cajón y sacó una hoja de papel, un cabo de lápiz y una calculadora. Corrió el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribió número tras número, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas. Sumó las dos primeras; las cifras eran impresionantes. Dejó la colilla en un cenicero y abrió cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la hoja de papel. Éstos, bajo la luz eléctrica, eran ligeramente azulados, a veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. Tomó uno y lo apretó cuidadosamente entre el pulgar y el índice, con prudencia, para no pincharse. Apagó la luz y aguardó un momento, mientras se acostumbraba a la oscuridad. Pero el alfiler permaneció en silencio. Lo dejó y tomó otro, para apretarlo también. Nada. Apretó un poco más, arriesgándose al pinchazo, y el alfiler habló: débiles relampagueos rojos corrieron por él; súbitamente fueron reemplazados por pulsaciones verdes más lentas. Redrick disfrutó por un rato de ese extraño juego de luces. Los Informes decían que tal vez esas luces significaran algo, quizá muy importante. Lo dejó aparte y tomó otro.

Así probó setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El resto guardaba silencio. En realidad también ésos podían hablar, pero hacia falta una máquina especial, del tamaño de una mesa; con los dedos no bastaba. Redrick encendió la luz y agregó dos números más a su lista. Y sólo entonces decidió hacerlo.

Metió las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sacó un paquete suave que dejó sobre la mesa. Lo contempló largo rato, frotándose pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogió el lápiz, jugueteó con él entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volvió a dejarlos. Tomó otro cigarrillo y lo fumó hasta el final sin quitar los ojos del paquete.

—¡Qué diablos! —dijo al fin en voz alta, mientras volvía a guardar, el paquete en la bolsa con gesto decidido—. Ya está. Basta.

Juntó rápidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y volvió a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueño tal vez se le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar allá temprano y ver cómo estaba la situación. Se quitó los guantes, colgó el delantal y salió de la despensa sin apagar la luz.

Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se vistió. Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujió tras él; oyó una respiración pesada e hizo un gesto para no echarse a reír.

—¡Ja! —gritó una vocecita junto a él.

Algo le agarró la pierna.

—¡Oh, oh! —exclamó Redrick, cayendo hacia atrás, sobre la cama. Monita, riendo y chillando, trepó inmediatamente sobre él. Lo pisoteó, le tiró del pelo y lo anegó con un interminable chorro de noticias. Willy, el hijo del vecino, le había arrancado una pierna a su muñequita. Había un gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no había hecho caso a la mamá y se había metido en la Zona. Había cenado gachas de avena y jalea. Tío Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta lloraba. ¿Y por qué no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por qué no había dormido mamá en toda la noche? ¿Por qué tenemos cinco dedos y sólo dos manos y nada más que una nariz? Redrick abrazó cautelosamente a aquella criatura cálida que trepaba por él; miró aquellos ojos enormes y oscuros, sin parte blanca, y frotó la mejilla contra la otra mejilla regordeta, cubierta de sedoso pelaje dorado.

—Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeña Monita, tú.

El teléfono sonó junto a su oído. Levantó el tubo.

—Escucho.

Silencio.

—¡Hola! ¡Hola!

No hubo respuesta. Se oyó un chasquido y después tonos cortos y repetidos. Redrick se levantó, dejó a Monita en el suelo y se puso la chaqueta y los pantalones, sin prestarle más atención. Monita charlaba sin cesar, pero él se limitó a sonreír mecánicamente, con gesto distraído. Al fin ella anunció que papá se había tragado la lengua y lo dejó en paz.

Redrick volvió a la despensa, puso en un portafolios todo lo que había sobre la mesa y fue al baño a buscar sus manoplas de bronce; volvió a la despensa, tomó el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la otra; salió, cerró con llave y llamó a Guta.

—Me voy.

—¿Cuándo vuelves? —preguntó Guta, saliendo de la cocina.

Se había arreglado el pelo y estaba maquillada. También había cambiado la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo, de color azul brillante.

—Te llamaré —respondió él, observándola.

Se le acercó y la besó en el escote.

—Será mejor que te vayas —dijo ella, suavemente.

—¿Y yo? ¿Un beso? —gimió Monita, metiéndose entre los dos.

Él tuvo que inclinarse más aún. Guta lo miraba fijamente.

—Tonterías —dijo Red—. No te preocupes. Te llamaré.

En el rellano, un piso más abajo, vio que un gordo en pijama a rayas luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su departamento llegaba un olor cálido y agrio. Redrick se detuvo.

—Buen día.

El gordo lo miró cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando algo.

—Anoche vino su esposa —dijo Redrick—. No sé qué dijo de que serruchábamos. Debe haber un malentendido.

—¿Y a mí qué? —dijo el del pijama.

—Anoche mi esposa estaba lavando la ropa —prosiguió Red—. Si los molestamos, le pido disculpas.

—Yo no dije nada. Haga lo que quiera.

—Bueno, me alegro.

Redrick salió, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincón y lo cubrió con un asiento viejo. Después observó su obra y salió a la calle.

No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar después el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al Metropole, como de costumbre, había una brillante hilera de coches con brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban maletas al hotel; había también gente de aspecto extranjero, en grupos de a dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de mármol. Redrick decidió no entrar todavía. Se puso cómodo bajo el toldo del pequeño bar de enfrente; pidió café y encendió un cigarrillo. A medio metro de su mesa había dos agentes secretos de la fuerza de policía internacional; comían a toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y bebían cerveza en grandes vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombrío devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el puño; había dejado el casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el respaldo del asiento. No había más clientes que ésos. La camarera, una mujer de cierta edad a quien Redrick no conocía, bostezaba tras el mostrador, cubriéndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.

Redrick vio que Richard Noonan salía del hotel masticando algo y acomodándose el sombrero suave. Bajaba enérgicamente los escalones, rosado, bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, recién bañado y seguro de que el día no le acarrearía disgustos. Se despidió de alguien con un ademán, se echó el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanzó hacia su Peugeot. El Peugeot de Dick también era regordete, bajito, recién lavado y seguro, al parecer, de que el día no le acarrearía disgustos.

Redrick se cubrió la cara con la mano para observar a Noonan, que subió apresuradamente, se acomodó en el asiento delantero y pasó algo al de atrás; en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo retrovisor. El Peugeot expelió una nube de humo azul, tocó la bocina para alertar a un africano que vestía su traje típico y bajó garbosamente hacia la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendría que virar alrededor de la fuente y pasar por el café. Ya era demasiado tarde para marcharse, de modo que Redrick se cubrió completamente la cara y se inclinó sobre la taza. No sirvió de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su mismo oído, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamó:

—¡Eh, Schuhart! ¡Red!

Redrick lanzó un juramento en voz baja y levantó los ojos. Noonan venía hacia él con la mano extendida, sonriente.

—¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de la madrugada? —le dijo al acercarse.

Y agregó, volviéndose a la camarera:

—Gracias, señora, no voy a pedir nada. Hace mil años que no te veo, hombre. ¿Dónde estabas? ¿En qué andas?

—En nada especial —respondió Redrick, a desgano—. Cosas sin importancia.

Noonan se instaló en la silla opuesta, apartó hacia un lado el vaso con las servilletas y hacia otro el plato de sándwiches, y se lanzó en su cháchara.

—Te veo un poco pálido. ¿No duermes bien? Te diré que últimamente estoy muy ocupado con estos nuevos equipos automáticos, pero no dejo de dormir lo necesario, eso sí que no. Los automáticos se pueden ir al cuerno.

De pronto echó una mirada a su alrededor y agregó:

—Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?

—No, no —dijo mansamente Redrick—. Tenía un poco de tiempo libre y se me ocurrió tomar un café, eso es todo.

—Bueno, no voy a demorarte mucho —dijo Dick, mirando la hora—. Oye, Red, ¿por qué no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto? Sabes que te aceptarían cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso? Hay uno nuevo.

Red meneó la cabeza.

—No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Además no tengo nada que hacer en tu Instituto. Ahora es todo automático; tienen robots que van a la Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzaría ni para cigarrillos.

—Todo eso se puede arreglar.

—No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la vida y pienso seguir así.

—Te has vuelto muy orgulloso —observó Noonan, con tono de acusación.

—No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.

—Creo que tienes razón —dijo el otro distraído. Miró el portafolios de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frotó la plaquita de plata con letras cirílicas impresas.

—Tienes razón —reconoció—, hace faltar tener plata para no estar preocupándose siempre por ella. ¿Éste es regalo de Kirill?

—Lo recibí en herencia. ¿Cómo es que ya no te veo por el Borscht?

—Eres tú el que no va —contraatacó Noonan—. Yo almuerzo allí casi todos los días. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple hamburguesa.

De pronto agregó:

—Oye, ¿cómo andas de dinero?

—¿Quieres un préstamo?

—No, precisamente lo contrario.

—¿Quieres prestarme dinero?

—Tengo trabajo.

—¡Oh, Dios! —exclamó Redrick—. ¡Tú también!

—¿Quién más? —preguntó Noonan.

—Hay montones de… contratistas.

Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echó a reír.

—No, no se trata de tu especialidad.

—¿De qué, entonces?

Noonan volvió a mirar el reloj.

—Hagamos una cosa —dijo, levantándose—. Ven a almorzar al Borscht, a eso de las dos, y hablaremos.

—Tal vez no haya terminado a esa hora.

—Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?

—Veremos —dijo Redrick, mirando la hora a su vez.

Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludó con la mano y volvió a su Peugeot. Redrick lo siguió con la vista, llamó a la camarera, pagó la cuenta y compró un atado de Lucky Strike; después se dirigió lentamente hacia el hotel, con su portafolios.

El sol ya quemaba; la calle se había puesto rápidamente sofocante. Sintió una sensación de quemadura bajo los párpados. Parpadeó con fuerza; era una lástima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.

Y en ese momento ocurrió.

Nunca había experimentado algo así fuera de la Zona. Y en la Zona misma, sólo dos o tres veces. Tenía la impresión de estar en un mundo distinto. Un millón de olores se precipitó bruscamente sobre él: ásperos, dulces, metálicos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y complejos como mecanismos de relojería, enormes como casas y diminutos como partículas de polvo. El aire se tornó duro, echó filos, esquinas y superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos rígidos, pirámides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y él tenía que avanzar a través de todo aquello, abriéndose camino en sueños, como por un negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. Duró sólo un instante.

Abrió los ojos y todo había desaparecido. No era un mundo distinto: era este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para comprenderla.

Se oyó un bocinazo colérico; Redrick caminó más y más rápido, hasta echar a correr en dirección al muro del Metropole. El corazón le palpitaba enloquecido. Dejó el portafolios en la acera y abrió, impaciente, el atado de cigarrillos. Encendió uno, aspiró profundamente y descansó, como si acabara de librar una pelea. Un policía se detuvo junto a él, preguntando:

—¿Necesita ayuda, don?

—N… no —logró pronunciar Redrick, y tosió—. Es que hace un calor sofocante.

—¿Puedo llevarlo a alguna parte?

Redrick recogió el portafolios.

—Todo está bien, muy bien, amigo. Gracias.

Se dirigió rápidamente hacia la entrada, subió los peldaños y entró al vestíbulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habría gustado sentarse un rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento, pero ya era tarde. Se permitió acabar el cigarrillo mientras observaba a la multitud con los ojos entornados. Ahí estaba Huesos, hojeando irritado las revistas del puesto. Redrick arrojó la colilla al cenicero y se acercó al ascensor.

No logró cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amontonándose en el interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asmático; una señora muy perfumada con un muchachito gruñón que comía chocolate; una anciana corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick quedó apretado en un rincón. Cerró los ojos, tratando de olvidar al niño, su cara era fresca y limpia, sin un solo vello. Y trató también de olvidar a la madre, que chorreaba saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el abultado, esclerótica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo trató de encender un cigarrillo, pero la vieja inició un ataque contra él que siguió hasta el piso quinto, donde se bajó. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo encendió un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero echó a toser y a sacudiese en cuanto aspiró el humo, estirando los labios como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.

Éste se bajó en el octavo y recorrió el pasillo, de gruesa alfombra, coquetamente iluminado por lámparas ocultas. Olía a tabaco caro, perfume francés, suave cuero legítimo de billeteras abultadas, damiselas caras y cigarreras de oro macizo. Hedía a todo eso, al hongo asqueroso que crecía en la Zona, bebía en la Zona, comía, explotaba y engordaba en la Zona sin importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasaría después, cuando estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abrió la puerta del 874 sin llamar.

Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo cierto rito con un cigarro. Aún seguía en pijama; el pelo ralo, todavía húmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, había sido bien afeitada.

—Ajá —dijo, sin levantar la vista—. La puntualidad es la cortesía de los reyes. ¡Buen día, joven!

Terminó de despuntar el cigarro, lo tomó con ambas manos y se lo pasó por debajo de la nariz.

—¿Dónde está el bueno de Burbridge? —preguntó, levantando al fin la vista.

Tenía ojos claros, azules, angelicales.

Redrick dejó el portafolios sobre el sofá, se sentó y sacó sus cigarrillos.

—Burbridge no vendrá.

—El bueno de Burbridge —repitió Ronco, tomando el cigarro entre dos dedos para llevárselo cuidadosamente a la boca—. Los nervios le están jugando feo.

Seguía mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abrió ligeramente y entró Huesos.

—¿Con quién hablabas? —preguntó desde el vano.

—Ah, hola —dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el suelo.

Huesos hundió las manos en los bolsillos y se aproximó un poco más, marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pájaro.

—Te lo hemos dicho cien veces —reprochó a Redrick, deteniéndose ante él—: nada de contactos antes de una reunión. ¿Y qué haces?

—Digo hola. ¿Y tú?

Ronco rió. Huesos estaba irritable.

—Hola, hola, hola.

Apartó la mirada incriminatoria de Redrick y se dejó caer en el sofá, a su lado.

—No puedes comportarte así —prosiguió—. ¿Me entiendes? ¡No puedes!

—En ese caso encontrémonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.

—El muchacho tiene razón —intervino Ronco—. El error es nuestro. ¿Quién era ese hombre?

—Richard Noonan. Representa a algunas compañías proveedoras del Instituto. Vive aquí, en el hotel.

—Ya ves: es muy sencillo —dijo Ronco a Huesos.

Tomó un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad, lo miró dubitativamente y volvió a ponerlo en la mesa.

—¿Dónde está Burbridge? —preguntó Ronco en tono amistoso.

—Burbridge sonó.

Los dos hombres intercambiaron una rápida mirada.

—Que en paz descanse —dijo Ronco, tenso—. ¿O lo arrestaron?

Redrick no respondió de inmediato; primero aspiró larga y lentamente el humo de su cigarrillo; después arrojó la colilla al suelo.

—No se preocupen, no hay peligro. Está en el hospital.

—¡Y te parece que no hay peligro! —exclamó Huesos nervioso.

Se levantó de un salto y fue hacia la ventana.

—¿En qué hospital? —preguntó.

—No te preocupes, todo está en orden. Vamos al grano.

Tengo sueño.

—¿En qué hospital, concretamente? —volvió a preguntar Huesos, irritado.

—Ya te lo he dicho —replicó Redrick, levantando su portafolios—. ¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?

—Lo hacemos, lo hacemos, hijo —dijo Ronco, animosamente.

Bajó de un brinco, sorprendentemente ágil, barrió todas las revistas y los periódicos que había en la mesa ratona y se sentó frente a ella, apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.

—Muestra lo que traes.

Redrick abrió el portafolios, sacó la lista de precios y la puso sobre la mesa, ante Ronco. Éste le echó una mirada y la apartó de un papirotazo. Huesos, de pie tras él, empezó a leerla por sobre su hombro.

—Ésa es la cuenta —explicó Redrick.

—Ya veo. Quiero ver la mercadería —dijo Ronco.

—La plata.

—¿Qué es esto de argolla? —preguntó Huesos, suspicaz, señalando un artículo de la lista por sobre el hombro de Ronco.

Redrick no respondió. Sostenía el portafolios abierto sobre las rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin Ronco rió entre dientes.

—Por qué será que te quiero tanto, hijo mío —murmuró—. Después dicen que el amor a primera vista no existe.

Suspiró dramáticamente y agregó:

—Phil, compañero, ¿cómo dicen los de aquí? Saca el rollo y pásale unos cuantos billetes… Y dame un fósforo. Ya ves.

Y agitó el cigarro ante él.

Phil, el Huesos, murmuró algo en voz baja, le arrojó una cajetilla de fósforos y pasó al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyó hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decía algo de moscas y bocas cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, seguía mirando a Redrick con una sonrisa helada en los labios delgados y pálidos. El merodeador, con la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin parpadear, aunque le ardían los párpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos volvió con tres fajos; los arrojó sobré la mesa y se sentó, ofendido. Redrick alargó perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indicó, con un gesto, que esperara; arrancó las fajas de los billetes y las guardó en el bolsillo del pijama.

—Veamos ahora. Redrick tomó el dinero y se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentó su mercadería.

Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el botín y verificaran cada artículo con la lista. La habitación estaba silenciosa no se oía más que la pesada respiración de Ronco y un repiqueteo proveniente del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un vaso.

Cuando Redrick cerró el portafolios, haciendo chasquear el cierre, Ronco levantó los ojos.

—¿Y lo más importante?

—No es posible.

Meditó un instante y agregó:

—Por ahora.

—Me gusta ese «por ahora» —dijo Ronco, suavemente—. ¿Qué dices tú, Phil?

—Nos estás echando tierra a los ojos, Schuhart —dijo Huesos, suspicaz—. Por qué tanto misterio, es lo que quiero saber.

—Eso es inevitable: negocios secretos —respondió Redrick—. La nuestra es una profesión arriesgada.

—Bueno, bueno —exclamó Ronco—. ¿Dónde está la cámara?

—¡Demonios! —barbotó Redrick, rascándose la mejilla, sintiendo que se le subía el color a la cara—. Lo siento, la olvidé.

—¿Allá? —preguntó Ronco, haciendo un vago ademán con el cigarro.

—No recuerdo. Probablemente allá.

Redrick cerró los ojos y se recostó en el sofá. En seguida agregó:

—No. La olvidé por completo.

—Qué desgracia —dijo Ronco—. ¿Pero al menos viste eso?

—No, ni siquiera —respondió Redrick, tristemente—. Ése es el asunto. No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cayó en la jalea y tuve que volver atrás en seguida. Puedes estar seguro de que me habría acordado si la hubiera visto.

—¡Eh, Hugh, mira esto! —susurró Huesos, asustado—. ¿Qué es esto?

Extendió el índice derecho. La argolla de metal blanco giraba velozmente en torno a él. Huesos la miraba con ojos desorbitados.

—¡No para! —dijo en voz alta, apartando por un segundo la mirada para clavarla en Ronco.

—¿Cómo que no para? —preguntó éste cautelosamente, apartándose.

—Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nomás, y lleva un minuto girando sin parar.

Huesos se levantó de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y se precipitó detrás de la cortina. La argolla plateada giraba fácilmente frente a él, como un trompo.

—¿Qué diablos has traído? —preguntó Ronco.

—¡Dios lo sabe! No tenía idea. De haberlo sabido, habría pedido más.

Ronco lo miró fijamente. Después se levantó y pasó también del otro lado de la cortina. Inmediatamente se oyó un parloteo. Redrick tomó una de las revistas caídas y la hojeó. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero en ese momento le daban asco. Recorrió la habitación con la mirada, buscando algo para beber. Después sacó el fajo del bolsillo interior y contó los billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contó el otro. Justo cuando lo estaba guardando otra vez volvió Ronco.

—Tienes suerte, hijo —anunció, sentándose una vez más frente a Redrick—. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?

—No, nunca estudié eso.

—Ni falta te hace —replicó Ronco, mientras sacaba otro fajo—. Ahí tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te daré dos fajos como ése. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una condición: que nadie sepa de esto, salvo tú y yo. ¿De acuerdo?

Redrick se guardó silenciosamente el dinero en el bolsillo.

—Me voy —dijo, levantándose—. ¿Cuándo y dónde la próxima vez?

Ronco también se levantó.

—Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las nueve y las nueve y media de la mañana. Te darán saludos de Phil y de Hugh y concertarán una cita contigo.

Redrick asintió y se encaminó hacia la puerta. Ronco lo siguió y le puso una mano en el hombro.

—Quiero que me entiendas —agregó—. Todo esto está muy lindo, encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. Devuélvenos la cámara, pero con la película expuesta, y el envase, pero no vacío: lleno. Y no necesitarás volver a la Zona nunca más.

Redrick se sacó del hombro aquella mano, abrió la puerta y salió. Caminó sin volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella mirada angelical seguía fija en su nuca. Ni siquiera esperó el ascensor: bajó por la escalera desde el octavo piso.

Al salir del Metropole llamó un taxi y fue hasta la otra punta de la ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conocía; era un fulano de nariz ganchuda, lleno de granos.

Uno de los cientos que afluían a Harmont en los últimos años, buscando aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna religión especial. Venían a montones y acababan como conductores, obreros de construcción o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engañados una vez más. La mitad de ellos, después de un mes o dos, volvían a su patria, maldiciendo, para extender la desilusión a todos los países del mundo. Unos pocos, muy pocos, se convertían en merodeadores y perecían rápidamente, antes de aprender las triquiñuelas del oficio. Algunos conseguían trabajo en el Instituto, pero sólo los más instruidos e inteligentes, que al menos podían trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto, malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeñas diferencias de opinión, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos, enloqueciendo a la policía del municipio, al ejército y a los guardianes.

El conductor granujiento apestaba a alcohol a más de un kilómetro y tenía los ojos más colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. Contó a Redrick que esa mañana, en su cuadra, había aparecido un fiambre recién llegado del cementerio.

—Volvió a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacia años y todos se habían mudado: la viuda, que ya es una señora anciana, la hija con el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo había muerto hace como treinta años, es decir, antes de la Visitación. Y allí está. Caminaba alrededor de la casa, olfateaba y rascaba… Al final se sentó en el cerco a esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero tenían miedo de acercarse, claro. Al final no sé quién tuvo una gran idea: hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y qué cree que hizo? Se levantó, entró y cerró la puerta. A mi se me hacía tarde para el trabajo, así que no sé cómo terminaron las cosas, pero cuando me fui estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevárselo.

—Pare —dijo Redrick—. Es aquí mismo.

Hurgó en los bolsillos, pero no tenía dinero menudo y tuvo que cambiar uno de los billetes nuevos. Después se detuvo ante la puerta y esperó a que el taxi se alejara.

La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galería de vidrios con una mesa de billar, un jardín bien cuidado, un invernadero y una glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro forjado, pintada de verde pálido. Redrick apretó varias veces el timbre; el portón se abrió de par en par con un crujido. Avanzó lentamente por el sendero sombreado, a cuya vera crecían rosales. Cobayo apareció en el porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser útil. Se volvió, impaciente; bajó una pierna insegura en busca de equilibrio, recuperó la estabilidad y arrastró el otro pie en busca del compañero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en dirección a Redrick, como si dijera: «Estoy yendo, estoy yendo, un minuto».

—¡Hola, Red! —gritó una voz de mujer, desde el jardín.

Redrick volvió la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja, brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademán con la cabeza y abandonó el sendero; pasó por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el césped verde y suave. Había una gran estera roja extendida sobre el prado; allí estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un minúsculo traje de baño en el cuerpo. Sobre la estera había también un libro de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.

—¡Hola, Red! —dijo Dina Burbridge, saludándolo con un movimiento del vaso—. ¿Dónde está el viejo? ¡No me digas que volvió a meterse en líos!

Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. Sí, Cuervo había logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo, allá en la Zona. Ésta era toda seda y satén, de firmes curvas, impecable, sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado, ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y húmeda, dientes blancos, parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol, descuidadamente caído sobre un hombro. El sol, acariciándola, se volcaba sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado, la miró abiertamente. Ella lo miró a su vez y rió, comprendiendo; después se llevó el vaso a los labios y tomó varios sorbos.

—¿Quieres? —preguntó, pasándose la lengua por los labios.

Esperó el tiempo justo para que él captara la doble intención y le tendió el vaso. Él buscó a su alrededor hasta encontrar una reposera a la sombra; allí se sentó y tendió las piernas.

—Burbridge está en el hospital —dijo—. Le van a amputar las piernas.

Ella lo miró con un solo ojo, sin dejar de sonreír. El otro quedó cubierto por la espesa cabellera que le caía sobre el hombro. Pero su sonrisa se había petrificado; era una mueca de azúcar sobre la cara tostada. Después hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.

—¿Las dos?

—Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.

Ella dejó el vaso y se apartó el pelo hacia atrás. Ya no sonreía.

—Qué pena —dijo—. Y eso significa que tú…

Sólo a Dina Burbridge habría podido contarle en detalle cómo había pasado todo. Hasta habría podido contarle que se había acercado a él con las manoplas listas y que Burbridge le había rogado, no por él, sino por sus hijos, por ella y por Artie, prometiéndole la Bola Dorada. Pero no se lo contó.

Sacó un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arrojó sobre la estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.

Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogió algunos, distraídamente, y los examinó como si no los conociera; sin embargo no tenía mucho interés.

—Éstas son las últimas ganancias, entonces —dijo.

Redrick se estiró desde la reposera para tomar la botella del baldecito y miró la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky caro, pero en un momento como ése podía hacer el sacrificio de tomar un trago.

Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpió un balbuceo de protesta a sus espaldas. Allí estaba Cobayo, arrastrando penosamente los pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de líquido claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los ojos de las órbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendió el vaso en un gesto desesperado, mugió y aulló, abriendo inútilmente la boca desdentada.

—Espero, espero —dijo Redrick, y volvió a dejar la botella en el balde.

Cobayo llegó al fin, entregó el vaso a Redrick y le palmeó tímidamente el hombro con una mano artrítica.

—Gracias, Dixon —dijo Redrick, seriamente—. Es precisamente lo que necesitaba en este momento. Como de costumbre estás en todo.

Y mientras Cobayo sacudía la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la cadera con el brazo sano, él levantó el vaso, lo saludó con un gesto de la cabeza y tragó la mitad de una sola vez. En seguida se volvió a Dina.

—¿Quieres? —preguntó, refiriéndose al vaso.

Ella no respondió, Estaba doblando un billete por la mitad; lo dobló otra vez, y otra más.

—Termínala —dijo él—. No quedarás en la calle. Tu viejo…

Ella lo interrumpió:

—Así que lo sacaste a la rastra —dijo, sin preguntar como quien establece un hecho—. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a ese hijo de puta llevándolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino, Echaste a perder una oportunidad como ésa.

Él la miró, olvidado del vaso. Dina se levantó para acercarse a él, pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante él con los puños clavados en la suave curva de las caderas, ocultándole todo el mundo con ese cuerpo maravilloso, que olía a perfume y a sudor dulce.

—El viejo tiene en el puño a todos los idiotas como tú. Te va a pisar los huesos. Ya verás, caminará sobre tu cráneo con sus muletas. ¡Ya te enseñará qué es el amor fraternal y la piedad!

A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.

—Te prometió la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no es cierto? ¡Idiota! ¡Ya te veo en la cara que fue así! Espera, verás qué mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este pelirrojo estúpido.

Redrick se levantó sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerró el pico, se dejó caer en el pasto y hundió la cara entre las manos.

—Qué tonto… Red —murmuró—. Dejar pasar una oportunidad como ésa.

Redrick la miró sin hablar mientras terminaba el vodka. Arrojó el vaso a Cobayo sin mirarlo siquiera. No había nada que decir. Qué lindos hijos había evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.

Salió a la calle y llamó un taxi. Indicó al conductor que lo llevara al Borscht. Tenía que terminar con sus asuntos, aunque se moría de sueño. Todo le daba vueltas; al final se quedó dormido en el taxi, con todo el cuerpo doblado sobre el portafolios; despertó sólo cuando el conductor, sacudiéndolo, le dijo:

—Ya llegamos, señor.

—¿Adónde llegamos? —preguntó, mirando a su alrededor—. Al Banco, le dije.

—Nada de eso, compañero. Al Borscht, me dijo. Éste es el Borscht.

—Okey —gruñó Redrick—. Debo haber soñado.

Pagó y descendió del coche; apenas podía mover las piernas pesadas. El asfalto humeaba en el sol; hacia muchísimo calor. Redrick se dio cuenta de que estaba empapado, que tenía mal gusto en la boca y que le lloraban los ojos. Miró a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como era habitual a esa hora del día. Los negocios no habían abierto aún y el Borscht debía estar cerrado también, pero Ernest ya estaba en su puesto, secando vasos y echando miradas sucias al trío que chupaba cerveza en la mesa del rincón. Todavía no habían retirado las sillas de las otras mesas. Un peón desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro luchaba detrás de Ernest con un cajón de cerveza. Redrick se acercó al mostrador, dejó allí su portafolios y dijo hola. Ernest murmuró algo que no era exactamente una bienvenida.

—Dame otra cerveza —dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.

Ernest plantó una jarrita vacía en el mostrador, sacó una botella de la heladera, la abrió y la suspendió sobre la jarra. Redrick, cubriéndose la boca, miró fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeó varias veces al borde de la jarrita. Redrick le miró entonces la cara. Tenía bajos los párpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas caídas. El peón pasó el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rincón discutían en voz alta sobre las carreras; el otro peón retrocedió con los cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que éste se tambaleó. El hombre murmuró una disculpa.

—¿Lo trajiste? —preguntó Ernest, con voz ahogada.

—¿Que si traje qué?

Redrick miró por sobre el hombro. Uno de los tipos se levantó perezosamente y fue hasta la puerta. Allí se detuvo para encender un cigarrillo.

—Ven, hablemos —dijo Ernest.

El peón que pasaba el trapo también estaba en ese momento entre Redrick y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente corpulento.

—Vamos —dijo Redrick, recogiendo el portafolios.

Ya no tenía sueño, ni en un ojo ni en el otro. Pasó por detrás del mostrador, esquivando al peón que llevaba los cajones de cerveza; al parecer el hombre se había pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest pasó a la trastienda y Redrick fue tras él, porque los tres fulanos del rincón ya estaban bloqueando la puerta y el peón de limpieza se había detenido junto a las cortinas que daban al depósito.

Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sentó en una silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capitán Quarterblad amarillento y furioso. A la izquierda, quién sabe de dónde apareció un enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo cacheó rápidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y sacó las manoplas de bronce. En seguida empujó a Redrick en dirección al capitán. El pelirrojo se acercó a la mesa y puso el portafolios frente al capitán Quarterblad.

—Chupasangre —dijo a Ernest.

Éste levantó las cejas y encogió un solo hombro. Todo estaba a la vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreían muy satisfechos. No había otra salida y la ventana tenía barrotes por fuera.

El capitán Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvía el portafolios con las dos manos, sacando el botín para ponerlo sobre la mesa: dos pequeños vacíos; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaños, dieciséis piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente conservadas y un pote de arcilla carbonatada.

—¿Tienes algo en los bolsillos? —preguntó el capitán, suavemente—. Vacíalos.

—Víboras —murmuró Redrick—, canallas.

Sacó un fajo dé billetes y lo arrojó sobre la mesa; allí quedaron, esparcidos.

—¡Ajá! —exclamó el capitán—. ¿Algo más?

—¡Malditos escuerzos! —gritó Redrick, arrojando al suelo el segundo fajo—. Ahí tienen. Ojalá se les atragante.

—Muy interesante —dijo el capitán, con calma—. Ahora recógelo.

—¡Cualquier día! —replicó Redrick, poniendo las manos tras la espalda—. Que lo recojan sus esclavos. Por mí puede recogerlo usted mismo.

—Recoge ese dinero, merodeador —repitió el capitán Quarterblad sin alzar la voz, apoyando el puño sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.

Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador, murmurando maldiciones, se agachó para recoger desganadamente los billetes. Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas resopló con alegría.

—¡No resoples! —dijo Redrick—. Se te van a saltar los mocos.

Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los billetes uno por uno, se iba acercando más y más al anillo de oscuro bronce que descansaba pacíficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volvió para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que sabía y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegó el momento adecuado cerró el pico, tensó; agarró el anillo y tiró de él con todas sus fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se había lanzado ya, de cabeza, hacia la prisión fría y gris de la bodega.

Cayó sobre las manos, dio un salto mortal y se levantó de un salto. Echó a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas, volteándolos a su paso; los oyó caer y estrellarse tras él. Resbaló. Subió a la carrera algunos escalones invisibles y lanzó todo el peso de su cuerpo contra la puerta, de goznes herrumbrados. Así salió al garaje de Ernest.

Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de sangre y el corazón le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. Corrió hasta el rincón más alejado y allí, despellejándose las manos, revolvió en la montaña de basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizó de panza por ese agujero. Se le desgarró la chaqueta, pero pronto estuvo en el angosto patio. Allí se agachó entre las latas de basura, se quitó la chaqueta y la corbata, se revisó apresuradamente, se cepilló los pantalones y, finalmente, se irguió y corrió hacia el patio.

Se zambulló en un túnel bajo y maloliente que llevaba al fondo siguiente. Allí prestó atención, esperando oír las sirenas de la policía, pero no fue así; corrió a mayor velocidad, asustando a los chicos que jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastrándose por los agujeros de los cercos podridos. Tenía que salir de ese vecindario de inmediato, antes de que el capitán Quarterblad lo hiciera rodear. Conocía bien la zona, pues había jugado en todos aquellos patios y sótanos, en aquellos tendederos abandonados y en las carboneras. Tenía allí muchos conocidos y hasta algunos amigos; en otras circunstancias no le habría costado ocultarse en ese barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que había escapado tan audazmente, bajo las mismas narices del capitán Quarterblad, añadiendo fácilmente doce meses a su sentencia.

Tuvo mucha suerte. En la calle Siete algún tipo de hermandad avanzaba ruidosamente por la calzada, en manifestación; eran unos doscientos, tan desarrapados y mugrientos como él. Algunos tenían peor aspecto, como si hubieran pasado toda la tarde arrastrándose por los agujeros de los cercos y echándose latas de basura encima; tal vez habían pasado la noche alborotando en alguna carbonera. Redrick salió de un portal, agachado, para mezclarse entre la multitud; la atravesó a fuerza de empujones y tirones; pisoteó pies ajenos, recibió algún puñetazo ocasional y lo devolvió, y finalmente salió al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.

Fue precisamente entonces cuando se oyó el gemido familiar y desagradable de los coches patrulleros; la manifestación se detuvo, ruidosamente, plegándose como un acordeón. Pero Redrick ya estaba en otro vecindario y el capitán Quarterblad no tenía modo de saber en cuál.

Se acercó a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y electrónica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camión con televisores. Se puso cómodo entre las magulladas matas de lilas de las casas vecinas, donde no había ventanas, para recobrar el aliento y fumar un cigarrillo. Fumó ávidamente, agachado contra la áspera pared a prueba de incendios, tocándose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic nervioso. Pensó, pensó, pensó. Cuando el camión y los obreros se alejaron a bocinazos por la calle se echó a reír, diciendo suavemente:

—Gracias, muchachos; demoraron a este tonto… y lo hicieron pensar.

Entonces empezó a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa, inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.

Entró al garaje por el pasillo oculto; levantó silenciosamente el viejo asiento, sacó el rollo de papel que había en la bolsa guardada dentro del canasto, con mucho cuidado, y se lo deslizó dentro de la camisa. Después tornó de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontró en el rincón una gorra grasienta y se la encasquetó hasta los ojos. Las hendijas de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo danzarín del sombrío garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al marcharse oyó la voz de su hija; acercó un ojo a la más ancha de las ranuras y contempló a Monita, que corría entre las hamacas agitando dos globos, tres ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estarían intercambiando sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si fuera una más. Valía la pena el soborno empleado: les había hecho un tobogán, una casa de muñecas, las hamacas… y el banco en donde estaban las viejas. «Bueno», se dijo. Se apartó de la grieta, volvió a inspeccionar el garaje y entró arrastrándose al agujero.

En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta abandonado al final de la calle Miner, había una cabina telefónica. Sólo Dios sabe quién la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor estaban cerradas con tablas; más allá se veía tan sólo aquel baldío interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sentó a la sombra de aquella cabina y metió la mano en una hendija que había allí debajo. Palpó un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta en él; también estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba en orden. Se quitó la chaqueta y la gorra; palpó dentro de su camisa. Allí permaneció por un minuto, o más, sopesando en la mano el envase de porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenía. Y el tic nervioso recomenzó.

—Schuhart —murmuró, sin oír su propia voz—, ¿qué estás haciendo, gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.

Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirvió para calmarla.

—Hijos de perra —dijo, pensando en los obreros que cargaban los aparatos de televisión—. Se me pusieron en el camino. Yo habría tirado esto otra vez a la Zona, esa puta, y todo estaría terminado.

Miró a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombríamente; por el baldío rodaban briznas secas. Estaba solo.

—Bueno —dijo, decidido—. Que cada uno se ocupe de sí; sólo Dios cuida de todos. A mí me ha llegado el turno.

Rápidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y envolvió la gorra en la chaqueta de cuero. Después se arrodilló, recostándose contra la cabina, que se movió. Aquel paquete voluminoso entraba bien en el fondo del pozo que había debajo y aún quedaba lugar. Volvió a poner la cabina en su sitio, la sacudió para ver si estaba firme y finalmente se levantó, limpiándose las manos.

—Listo. Todo arreglado.

Entró a la cabina caldeada, depositó una moneda y marcó un numero.

—Guta —dijo—. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.

Oyó el suspiro estremecido y se apresuró a agregar:

—Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos arreglaremos. Y no te faltará dinero. Ellos te enviarán.

Guta seguía en silencio.

—Mañana por la mañana te llamarán al puesto de comando. Allí nos veremos. Trae a Monita.

—¿Habrá alguna inspección? —preguntó ella.

—Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mantén el ánimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste con un merodeador, así que no te quejes. Mañana nos vemos. Y recuerda, yo no he llamado. Un beso en la naricita.

Colgó abruptamente y permaneció algunos segundos con los ojos cerrados y los dientes tan apretados que le tintinearon los oídos. Después depositó otra moneda y volvió a marcar un número.

—Escucho —dijo Ronco.

—Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.

—¿Schuhart? ¿Qué Schuhart? —preguntó Ronco, con naturalidad.

—Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escapé, pero voy a entregarme. Me darán entre dos y medio y tres años. Mi esposa queda sin un centavo. Tú te encargarás de ella. Que no le falta nada, ¿entendido? ¿Entendido, dije?

—Sigue —dijo Ronco.

—Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina telefónica. Es la única, no hay forma de confundirse. La porcelana está debajo de ella. Si la quieres, tómala; si no, no. Pero quiero que cuiden de mi esposa. Todavía nos quedan muchos años de jugar juntos. Si al volver descubro que me jugaron sucio… te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?

—Comprendí todo —dijo Ronco—. Gracias. Y después de una pausa agregó: —¿Quieres un abogado?

—No —dijo Redrick—. Todo a mi esposa, hasta el último centavo. Saludos.

Colgó y miró a su alrededor. Después, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, subió lentamente por la calle Miner entre las casas vacías y claveteadas.