1. Redrick Schuhart, veintitrés años, soltero, ayudante de laboratorio en la división Harmont del instituto internacional de culturas extraterrestres.

La noche anterior, él y yo estuvimos en el depósito. Ya estaba anocheciendo; yo podía tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguía allí, sosteniendo la pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me moría de ganas de fumar; hacía dos horas que no echaba una pitada. Y él no dejaba de dar vueltas con todo aquello. Ya había llenado, cerrado y sellado una caja fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vacíos del transportador, los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los malditos; como siete kilos cada uno) y después volvía a ponerlos cuidadosamente en el estante.

Se había pasado la vida peleando con esos vacíos; a mi modo de ver, sin beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sí. En su lugar yo habría mandado todo al diablo desde hacía rato para dedicarme a trabajar en otra cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vacío es algo misterioso, hasta incomprensible, se podría decir. Yo he tenido muchos entre las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son sólo dos discos de cobre, del tamaño de un platito y de medio centímetro de grosor, más o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco centímetros. Nada más. Nada, absolutamente, sólo espacio vacío. Uno puede pasar la mano por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate; no hay más que vacío y vacío; aire puro. Claro, tiene que haber alguna fuerza entre los dos, según creo, porque no se los puede juntar ni separarlos más de lo que están.

La verdad, compañeros, es difícil describírselos a alguien que no los haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio: uno termina retorciéndose los dedos y diciendo malas palabras por la frustración. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan una copia de los Informes del Instituto, en cualquier número hay un artículo sobre los vacíos, con fotos y todo.

Kirill llevaba casi un año rompiéndose los sesos con los vacíos, yo había trabajado con él desde el principio, pero todavía no estaba muy seguro de lo que quería averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por descubrirlo. Que primero lo descubriera él solo; después, a lo mejor, yo haría la prueba. Por el momento sólo entendía una cosa: Kirill quería averiguar, a toda costa, cómo funcionaban esos vacíos; los perforaba con ácidos, los estrujaba en la prensa, los ponía a fundir en el horno. Así comprendería todo y lo llenarían de vítores y de honores: el mundo de la ciencia se estremecería de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso. Todavía no había llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado de otro, yo lo habría emborrachado de lo lindo y lo habría puesto en manos de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la mañana lo habría vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana, ¡como nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios no servían. Ni siquiera valía la pena sugerirlo: no era de ésos.

Así que estábamos en el depósito. Yo lo observaba, viendo qué mal andaba, cómo se le habían hundido los ojos, y sentí más lástima por él de la que había sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidí… No, no es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera hablar.

—Oye —dije—, Kirill…

Allí estaba, con el último vacío en la balanza, como si estuviera dispuesto a trepar sobre él.

—Escúchame —dije—. ¡Kirill! ¿Qué tal si encontraras un vacío lleno, eh?

—¿Un vacío lleno? —replicó, con cara de no entender.

—Sí, tu trampa hidromagnética, cómo se llama…, el objeto 77 b. Tiene una especie de cosa azul adentro.

Vi que empezaba a entender. Me miró, parpadeó, y un destello de razón, como a él le gustaba decir, surgió tras las lágrimas de perro.

—Un momento —dijo—. ¿Lleno? ¿Como éste, pero lleno?

—Sí, eso es lo que digo.

—¿Dónde?

Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.

—Vamos a fumar un cigarrillo.

Metió el vacío en la caja fuerte, golpeó la puerta con fuerza y la cerró con tres vueltas y media de llave; después volvimos al laboratorio. Ernest paga cuatrocientos al contado por un vacío vacío; podría haberle sacado hasta la última gota de jugo por uno lleno, grandísimo hijo de puta; pero créase o no, ni siquiera me pasó por la cabeza, porque Kirill volvía a la vida ante mis ojos. Bajó los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme siquiera terminar el cigarrillo. Le conté todo: cómo era, dónde estaba y cuál era la mejor manera de llegar hasta allí. Él sacó un mapa, buscó la ubicación del garaje y me lo indicó con el dedo, Inmediatamente se imaginó que era yo, por supuesto; ¿cómo no iba a entender?

—Qué perro eres —dijo, sonriendo—. Bueno, vamos a buscarlo. Lo primero que haremos a la mañana. Pediré los pases y el equipo para las nueve y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije—. ¿Quién será el tercero?

—¿Para qué queremos un tercero?

—Oh, no —exclamé—. Éste no es un picnic con señoritas. ¿Y si te pasa algo? Está en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.

Él soltó una risa breve y se encogió de hombros.

—Como quieras. Sabes más que yo de esto.

¡Sí, seguro! Claro que sólo estaba tratando de seguirme la corriente. Por lo que a él concernía, el tercero no haría más que estorbar. Si íbamos los dos solos todo saldría bien. Nadie sospecharía nada sobre mí. Pero había un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda hablar cuando le pregunten, más tarde.

—Por mi parte llevaría a Austin —dijo Kirill—. Pero a lo mejor a ti no te gusta. ¿O te parece bien?

—No —dije—. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra vez, ¿eh?

Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardía, pero creo que está condenado. Era algo que no podía explicar a Kirill, pero lo sentía. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo, gracias.

—Bueno, está bien. ¿Qué te parece Tender?

Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados que no se meten con nadie.

—Es un poco viejo —dije—. Y tiene hijos.

—Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.

—Bueno. Llevemos a Tender.

Mientras él se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al Borscht; estaba muerto de hambre y tenía la garganta seca.

A la mañana llegué al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve, y mostré el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le rompí el alma el año pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.

—¡Qué bien! —dijo—. Te están buscando por todo el instituto, Red.

Lo paré en seco, muy cortésmente.

—¿Qué es eso de «Red»? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco imbécil.

—¡Vamos, Red! Todo el mundo te llama así.

Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio como un pescado. Lo levanté por la correa del pecho y le dije claramente qué opinaba de él y de quién descendía por la rama materna. Escupió en el suelo, me devolvió el pase y dijo, sin más amabilidades:

—Redrick Schuhart, tiene órdenes de presentarse inmediatamente al jefe de Seguridad, capitán Herzog.

—Así me gusta más —dije—. Por ahí andamos. Siga esforzándose, sargento; aún puede llegar a teniente.

Pero mientras tanto pensaba qué novedad era aquélla. ¿Para qué me querría el capitán Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me presenté.

Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en las ventanas, justo como una comisaría. Willy estaba sentado a su escritorio, fumando su pipa y escribiendo a máquina no sé qué jerigonza. Un sargentito revolvía el interior del archivo metálico, en el rincón; era nuevo; yo no lo conocía. En el Instituto hay más sargentos que en el cuartel de policía; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.

—Hola —dije—. ¿Me llamaba?

Willy me miró sin verme, se apartó de la máquina de escribir, dejó un pesado archivo sobre el escritorio y empezó a revisar el contenido.

—¿Redrick Schuhart?

—El mismo —respondí.

Por dentro me subía una risa nerviosa. Todo era muy extraño. No podía evitarlo:

—¿Cuánto hace que está en el Instituto?

—Dos años y pico.

—¿Tiene familia?

—Soy solo —respondí—. Huérfano.

En seguida se volvió hacia el sargento y ordenó, en tono severo:

—Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta número ciento cincuenta.

El sargento hizo la venia y desapareció. Mientras tanto Willy cerró el archivo con un golpe y preguntó, ceñudo:

—¿Ha vuelto a las andadas?

—¿Qué andadas?

—Ya sabe a qué andadas me refiero. Aquí hay información nueva sobre usted.

«Ajá», pensé.

—¿De dónde?

Él frunció el ceño y golpeó la pipa contra el cenicero, irritado.

—Eso no le importa —dijo—. Se lo advierto como si fuera un viejo amigo: deje eso, déjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no va a salir a los seis meses. Y lo expulsarán del Instituto definitivamente, entiéndalo.

—Entiendo —dije—. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es quién fue el malnacido que pasó el dato.

Pero ya había dejado de mirarme; seguía chupando la pipa vacía y hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento Lummer había vuelto trayendo la carpeta número ciento cincuenta.

—Gracias Schuhart —dijo el capitán Willy Herzog, también conocido como «El chancho»—. Eso es todo lo que quería aclarar. Puede irse.

Volví al vestuario, me puse el guardapolvo y me animé. No podía dejar de pensar en quién habría pasado los rumores. Si provenían del mismo instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque allí nadie sabía nada de mí ni había forma de que lo supieran. Si era un informe de la policía, también: ¿qué podían saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez habían atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habría vendido hasta la madre por salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabía nada de mí. Pensé y pensé, sin llegar a nada grato. Al final entrado por última vez en la Zona, de noche; ya me había decidido a mandar todo al diablo. Hacía ya tres meses que había desprendido de casi todo el botín y el dinero se me estaba acabando. Si no me habían pescado con la mercadería en las manos, menos lo harían ahora, siendo yo tan escurridizo.

Pero en ese momento, justo cuando me dirigía hacia las escaleras, se me iluminó repentinamente la cabeza, y tan claramente que volví al vestuario, me senté y encendí otro cigarrillo. Eso significaba que no podía ir a la Zona ese día. Ni al siguiente, ni dos días después. Significaba que esos escuerzos me tenían otra vez entre ojos, que no me habían olvidado; o, si me habían olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. Ningún merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimaría a la Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revólver a la espalda. Lo que me hubiera convenido en ese momento habría sido esconderme en el rincón más oscuro. ¿Zona? ¿Qué Zona? ¡Hace meses que no voy a siquiera con pase! ¿Por qué tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de laboratorio?

Lo pensé bien y decidí, casi con alivio, que ese día no iría a la Zona. Pero ¿cuál era la mejor manera de decírselo a Kirill?

Se lo dije directamente.

—No voy a la Zona. ¿Qué instrucciones tienes para darme?

Al principio me miró con ojos de huevo duro, por supuesto. Después pareció entender. Me agarró por el codo para llevarme a su pequeña oficina, me hizo sentar ante el escritorio y él se instaló en el antepecho de la ventana, frente a mí. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me preguntó, como con cautela:

—¿Pasó algo, Red?

¿Qué iba a decirle?

—No. No pasó nada. Ayer perdí veinte al póker; ese Noonan es muy buen jugador, el desgraciado.

—Un momento —interrumpió—. ¿Has cambiado de idea?

La tensión me hizo soltar un ruido ahogado.

—No puedo —dije entre dientes—. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo llamar a su oficina.

Se quedó tieso. Puso otra vez aquella cara patética, con ojos de caniche enfermo. Se estremeció, encendió otro cigarrillo con la colilla del viejo y hablo con suavidad.

—Puedes confiar en mí, Red. No le dije una palabra a nadie.

—Por supuesto, nadie habla de ti.

—Ni siquiera hablé todavía con Tender. Hice extender un pase a nombre de él, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.

No dije nada y seguí fumando. Era extraño y triste. Ese hombre no entendía nada.

—¿Qué te dijo Herzog?

—Nada en especial. Alguien pasó el dato, eso es todo.

Él me echó una mirada extraña, se bajó del antepecho y empezó a pasearse, mientras yo hacía anillos de humo en silencio. Lo sentía por él, naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor. ¡Vaya cura la que había encontrado para la melancolía de Kirill! ¿Y de quién era la culpa? Mía; había ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba escondida en un lugar custodiado por hombres malos… De pronto él dejó de pasearse y se acercó a mí. Miró de soslayo hacia cualquier parte y murmuró:

—Escucha, Red, ¿cuánto costará un vacío lleno?

Al principio no entendí; pensé que tenía esperanzas de comprar alguno. ¿Dónde lo iba a conseguir? Tal vez ése fuera el único del mundo; además él no debía tener tanta plata como para comprarlo. ¿De dónde pensaba sacarla? Era un científico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprendí. ¿Así que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?

«Grandísimo tal por cual», pensé, «¿por qué me tomas?». Abrí la boca para decírselo, pero la volví a cerrar. Porque en realidad, ¿por qué iba a tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta más plata, mejor. Se juega la vida por plata. Tenía derecho a pensar que el día anterior yo había tirado la línea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.

La idea me dejaba mudo. Y él seguía mirándome intensamente, sin parpadear. No había disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensión, me parece. Al fin se lo expliqué, con calma.

—De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavía. No hay caminos. Tú lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que queríamos y volvimos en seguida. Como si fuéramos al depósito. Entonces todo el mundo se dará cuenta de que sabíamos de antemano lo que buscábamos y dónde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres, ¿quién puede haber estado allí? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me espera?

Terminé mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir nada. De pronto él juntó las manos, con ruido se las frotó y anunció cordialmente:

—Bueno, tú no podrás ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Iré solo. Tal vez me vaya bien. No será la primera vez.

Tendió el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyó en las manos para inclinarse sobre él. Toda su cordialidad pareció evaporarse ante mis ojos. Le oí musitar:

—Cuarenta metros, cuarenta y uno, podría ser, y tres hasta llegar al garaje. No, no llevaré a Tender. ¿Qué te parece, Red? ¿Dejo a Tender? Después de todo tiene dos hijos.

—No te dejarán ir solo.

—Me dejarán —murmuró—. Conozco a todos los sargentos y a los tenientes. ¡No me gustan esos camiones! Llevan treinta años expuestos a los elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allí hay un envase de gasolina y está completamente herrumbrado, pero los camiones parecen recién salidos de la fábrica. ¡Así es la Zona!

Apartó la vista del mapa y miró por la ventana. Yo también lo hice. Los vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y más allá… la Zona. Allí está, como si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.

A simple vista parece una extensión de tierra como cualquier otra. El sol brilla sobre ella como en cualquier rincón del planeta. Daría la impresión de que nada ha cambiado mucho en ella; todo está como hace treinta años. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por qué no había humo en la chimenea de la planta. ¿Había una huelga o algo así? El metal amarillo se amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; había rieles, rieles y más rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni muerta. Allí estaba también el garaje: un largo intestino gris con las puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un sitio pavimentado, junto a él.

Kirill tenía razón con respecto a aquellos vehículos: la cabeza le funcionaba bien. ¡Y pobre del que se metiera entre dos camiones! Había que dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las zarzas no la han cubierto aún.

Cuarenta metros. ¿Desde dónde contaba? Oh, probablemente desde el último poste. Tenía razón, la distancia no era mayor; esos científicos tragalibros iban progresando. Habían trazado toda la ruta hasta el vaciadero de basuras, y bien trazada. Allí estaba la fosa donde había caído Zalamero, a dos metros de la ruta. Nudillos había avisado a Zalamero: «Mantente tan lejos de las fosas como puedas, o no quedará de ti ni siquiera un resto que podamos enterrar». Cuando miré en el agua no había nada. Así son las cosas de la Zona: si uno vuelve con botín, es un milagro; si vuelve vivo, es un triunfo; si la patrulla no le acierta ningún disparo, es un golpe de suerte. En cuanto a todo lo demás, es el destino.

Al mirar a Kirill noté que me observaba secretamente. Fue la expresión de su cara la que me hizo cambiar de idea. «Al diablo con todos», pensé; «al fin y al cabo, ¿qué me pueden hacer estos escuerzos?». No hacía falta que me dijera nada, pero lo hizo.

—Ayudante de laboratorio Schuhart —dijo—. Fuentes oficiales (y lo repito: oficiales) me han inducido a creer que convendría realizar una inspección del garaje, que podría ser de gran valor científico. Sugiero que lo hagamos. Garantizo una bonificación.

Y sonrió, luminoso como el sol del verano.

—¿Qué fuentes oficiales? —pregunté, sonriendo a mi vez como un tonto.

—Son confidenciales, pero a ti puedo revelártelas —dijo, frunciendo el ceño—. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.

—Oh, el doctor Douglas. ¿Qué doctor Douglas?

—Sam Douglas —respondió él, secamente—. Murió el año pasado.

Se me erizó la piel. ¿Quién se atreve a hablar de esas cosas antes de ponerse en marcha? ¡Estos tragalibros! Uno puede darles por la cabeza con un mazo y no entienden. Aplasté la colilla en el cenicero y dije:

—Está bien. ¿Dónde está ese Tender? ¿Hasta cuándo tenemos que esperarlo?

En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefoneó a Transportes y pidió una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotográfico, una vista aérea muy ampliada. Se veían hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa así… Pero no serviría de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.

En ese momento entró Tender. Estaba rojo y sin aliento; tenía la hija enferma y había ido a buscar un médico. Se disculpó por haber llegado tarde. Bueno, le entregamos el regalito: los tres íbamos a entrar en la Zona. En el primer momento hasta dejó de jadear y de bufar, de puro miedo.

—¿Cómo que a la Zona? —dijo—. ¿Y por qué yo?

Sin embargo recuperó la respiración en cuanto le dijimos que había doble bonificación y que Red Schuhart iría también.

Al fin bajamos al «boudoir» y Kirill fue a buscar los pases. Se los mostramos a otro sargento, que nos entregó trajes especiales. En realidad son cosas muy prácticas; si uno los tiñera de cualquier color, menos el rojo que tienen, cualquier merodeador pagaría gustosamente unos quinientos por uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo juré hace tiempo que un día cualquiera encontraría el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen nada extraordinario; algo así como un traje de buceo con un casco en forma de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de buceo; más bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los astronautas. Era liviano, cómodo, sin ninguna costura, y no hacía sudar. Con un trajecito como ése uno podía caminar entre el fuego y el gas. Dicen que ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas mostaza son todas cosas humanas y terráqueas; en la zona no hay nada de eso. Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con traje o sin él. Eso sí, tal vez sin trajes morirían muchos más. Esos equipos ofrecen un cien por ciento de protección contra la pelusa ardiente, por ejemplo, y contra la col del diablo escupidera… Bueno.

Nos pusimos los trajes especiales. Yo volqué en el bolsillo de la cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. Así lo establecía la rutina, para que todos vieran a los héroes de la ciencia que depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del Espíritu Santo, amén. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la planta baja había caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba más que un agitar de pañuelos y una orquesta.

—¡Arriba! —dije a Tender—. ¡Saca pecho, gordinflón! ¡La humanidad te estará eternamente agradecida!

Cuando se dio vuelta a mirarme comprendí que no estaba de humor para bromas. Y tenía razón, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va a entrar en la Zona puede llorar o bromear… y yo nunca lloré, ni siquiera de niño. Miré a Kirill; él soportaba bien la tensión, pero movía los labios como si estuviera rezando.

—¿Rezas? —pregunté—. Reza, reza. Cuanto más se entra en la Zona más cerca se está del Paraíso.

—¿Qué?

—¡Reza! —grité—. Los merodeadores son los primeros en la cola hacia el Paraíso.

Con una súbita sonrisa, me palmeó la espalda como diciendo: «No tengas miedo, nada pasará mientras estés conmigo, y si pasa… Bueno, sólo se muere una vez», Qué tipo simpático es, de veras.

Mostramos nuestros pases al último de los sargentos, sólo que en esa oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende losetas para tumbas en Rexópolis, allí nos esperaba la cabina voladora; los muchachos de Transporte la habían dejado en el pasillo. También esperaban allí todos los demás: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un puñado de tontos sobrealimentados dentro de un helicóptero. ¡Ojalá no los hubiera visto nunca!

En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos, diciendo:

—Okey, Red, tú guías.

Bajé tranquilamente la cremallera del pecho y saqué una petaca; tomé un trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas veces en la Zona, pero sin eso… no, no puedo. Los dos me miraban, esperando.

—Bueno —dije—, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos juntos y no sé qué efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo diga, ustedes lo harán inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a dar vueltas o a hacer preguntas le tiraré con lo primero que encuentre a mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: señor Tender, si te ordeno caminar en cuatro patas levantarás inmediatamente ese culo gordo y harás lo que te digo. Y si no lo haces, quién sabe si volverás a ver a tu enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargaré de que vuelvas a verla.

—No te olvides de darme las órdenes —bufó Tender, enrojecido, sudoroso, mordisqueándose los labios—. Caminaré de panza, no en cuatro patas, si es preciso. No soy novato.

—En lo que a mí respecta los dos son novatos —dije—. Y no me olvidaré de dar las órdenes, no se preocupen. A propósito, ¿sabe manejar cabinas?

—Sabe —dijo Kirill—. Maneja bien.

—Bueno, de acuerdo. Aquí vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca velocidad, en línea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En el poste veintisiete, alto.

Kirill elevó la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me volví sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo. Vi que la patrulla de rescate había trepado al helicóptero; los bomberos estaban en posición de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta nos hacía la venia, el imbécil; sobre todo aquello flameaba el enorme y desteñido estandarte: «Bienvenidos, Visitantes». Tender parecía a punto de responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que inmediatamente descartó cualquier ceremonia. ¡Ya te enseñaré a decir adiós! ¡Ya te tocará decir adiós!

Y partimos.

El Instituto estaba a nuestra derecha; el Cuartel de la Peste, a nuestra izquierda. Avanzábamos de poste en poste bien por el medio de la calle. Habían pasado siglos desde la última vez que alguien caminara o manejara por esa calle. El asfalto estaba todo resquebrajado y había pastos en las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la acera izquierda crecían zarzas negras; los límites de la Zona eran bien visibles: los pastos negros terminaban en el cordón como si los hubiesen podado. Sí, aquellos visitantes eran educados; revolvieron un montón de cosas, pero al menos se marcaron límites bien establecidos. Ni siquiera la pelusa incendiada llegaba a nuestro sector de la Zona, aunque cualquiera diría que con un viento fuerte podía llegar.

Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas; las ventanas, sin embargo, no estaban rotas, pero sí tan sucias que no se veía nada. A la noche, cuando uno pasaba furtivamente por ahí, se veía un resplandor allí dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la jalea de brujas que se filtra por los sótanos. Si uno mira al descuido se lleva la impresión de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas son como todas, aunque necesiten algún arreglo, pero eso no es nada extraño. Lo único extraño es que no hay gente por allí.

En aquella casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivía nuestro profesor de matemáticas; le llamábamos La Coma. Era aburrido, un fracasado; la segunda esposa lo abandonó justo antes de la Visitación; la hija tenía cataratas en un ojo y nosotros nos burlábamos de ella hasta hacerla llorar, me acuerdo. Cuando comenzó el pánico, él y los otros vecinos corrieron al puente en ropa interior, tres millas, sin parar. Él pasó mucho tiempo enfermo con la peste; perdió toda la piel y las uñas. Se enfermaron casi todos los que vivían en ese barrio; por eso lo llamamos el Cuartel de la Peste. Algunos murieron; los viejos, en su mayoría, y no fueron muchos. Por mi parte, creo que no los mató la peste, sino el miedo. Era terrorífico. Todos los que vivían allí cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedó ciega. Ahora esas Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel de Ciegos, etcétera. No es que hayan quedado ciegos por completo, pero sí con una especie de ceguera nocturna. A propósito, dicen que eso no fue consecuencia de ninguna explosión, aunque explosiones hubo muchas; dicen que fue un ruido fuerte. Dicen que de tan fuerte perdieron inmediatamente la vista. Los médicos les dijeron que era imposible, que trataran de recordar, pero ellos insistían en que fue un trueno lo que los cegó. Lo raro es que nadie más oyó ese trueno.

Sí, era como si allí no hubiera pasado nada. Había un kiosco de vidrios, intacto. Un cochecito de bebé en la entrada de una casa; hasta las sábanas parecían limpias. Pero las antenas estropeaban el efecto: todas estaban cubiertas por una cosa peluda que parecía algodón. Hacía rato que los tragalibros venían rompiéndose los sesos con ese asunto del algodón. Querían examinarlo, ¿entienden? No había nada parecido en otros lugares, sólo en el Cuartel de la Peste y sólo en las antenas. Más aún: lo tenían precisamente allí, bajo las ventanas. Al fin tuvieron una idea luminosa: desde un helicóptero bajaron un ancla sujeta por un cable de acero y engancharon un trozo de algodón. En cuanto el helicóptero tiró, se oyó un «psst», y vimos salir humo de la antena, del ancla y del cable. Pero el cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoñosamente, como una serpiente de cascabel. Bueno, el piloto no era ningún tonto (por algo había llegado a teniente); en seguida se imaginó lo que pasaba, soltó el cable y salió a toda velocidad. Allí estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto de algodón.

Así llegamos al final de la calle, donde debíamos girar, fácilmente y sin problema. Kirill me miró: ¿doblaba? Le indiqué por señas que lo hiciera bien despacio. Nuestra cabina dobló, avanzando lentamente por sobre los últimos centímetros de tierra humana. La acera se estaba aproximando y la sombra de la cabina caía sobre las zarzas. Listo. ¡Estábamos en la Zona! Sentí un escalofrío. Siempre siento el mismo escalofrío. Y nunca sé si es la Zona que me saluda o mis nervios de merodeador que se ponen en funcionamiento. Siempre digo que cuando vuelva preguntaré a los otros si ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.

Bueno, así que íbamos avanzando silenciosamente sobre los antiguos jardines. El motor canturreaba parejo bajo nuestros pies, tranquilo; a él nada lo preocupaba, nada podía hacerle mal allí. Y entonces el viejo Tender se nos vino abajo.

Todavía no habíamos llegado al primer poste cuando comenzó a parlotear. Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la Zona. Le castañeteaban los dientes, le palpitaba el corazón, le fallaba la memoria; se sentía avergonzado, pero de cualquier modo no podía dominarse. Creo que es como cuando nos chorrea la nariz: no depende de nosotros: chorrea y chorrea. ¡Y qué tonterías dicen! Comentan el paisaje, expresan sus puntos de vista sobre los Visitantes o hablan de cosas que no tienen nada que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje sin poder parar. Cuánto le había costado, qué buena era la tela, y los botones nuevos que le había puesto el sastre…

—Cállate.

Me miró patéticamente, hizo un puchero y siguió: cuánta seda había hecho falta para el forro.

Los jardines ya habían terminado; por debajo de nosotros estaba el baldío que antes se usaba como basurero municipal. Sentí una ligera brisa. Pero no había viento, nada de viento. De pronto sentí un soplo fuerte; los pastos sueltos rodaron y me pareció oír algo.

—¡Cállate, idiota! —dije a Tender.

No, no podía callarse. Ya andaba por los bolsillos. No me quedaba más remedio.

—¡Detén la cabina! —ordené a Kirill.

Él frenó inmediatamente. Buenos reflejos; me sentí orgulloso de él. Tomé a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mí y le lancé una trompada hacia el visor. Se le estrelló la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerré los ojos y quedó mudo.

En cuanto calló volví a oírlo: trrr, trrr, trrl,… Kirill me miró con los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seña para que se estuviera quieto. Dios, por favor, quédate quieto, no muevas un músculo. Pero él también oía el ruido y, como todos los novatos, sentía la necesidad de hacer inmediatamente algo, cualquier cosa.

—¿Retrocedo? —susurró.

Sacudí desesperadamente la cabeza y agité el puño bajo su visera: ¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para dónde mirar: si al terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidé de todo. Sobre la montaña de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata, a mediodía. Cruzó por sobre el montículo y avanzó, más y más, hacia nosotros, justo al lado del poste; quedó suspendido por un momento sobre la ruta (¿o era sólo imaginación mía?), para deslizarse finalmente hacia el suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los automóviles.

¡Malditos tragalibros! ¿A quién se le ocurre trazar la ruta sobre el vaciadero de basuras? Y yo también, ¡qué inteligente! ¿En qué estaba pensando cuando me entusiasmé con ese mapa estúpido?

—Despacio, adelante —indiqué a Kirill.

—¿Qué era eso?

—Sabrá el diablo. Era algo y ya no está. Gracias a Dios. Y ahora cállate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una máquina, mi volante, nada más.

De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.

—Suficiente. Ni una palabra más.

Necesitaba otro trago. Déjenme que les diga algo: esos trajes de buceo eran una tontería. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y sobreviviré a muchas más, pero sin un buen trago en el momento justo… ¡Bueno, ya basta!

La brisa parecía haberse calmado. No oía nada amenazador. El único ruido era el ronroneo tranquilo y soñoliento del motor. El sol estaba fuerte y hacía mucho calor. Sobre el garaje pendía una neblina. Todo parecía andar bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compañeros, en la Zona se puede respirar también, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste 27; el cartel de metal tenía un círculo rojo con el número 27 dentro. Kirill me miró, yo asentí y nuestra cabina se detuvo.

Ya habían caído los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo importante era mantener una calma absoluta. No había apuro. El viento había cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en donde Zalamero había estirado la pata; dentro había algo de color, tal vez sus ropas. Era una porquería, que en paz descanse: avaricioso, estúpido y sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no pregunta quién es bueno y quién es malo. Así que gracias, Zalamero; eres un idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste para que los vivos supieran por dónde no tenían que pasar.

Claro, nuestra mejor salida consistía en llegar al asfalto. El asfalto es liso y se puede ver todo lo que hay en él; además esa grieta la conozco bien. ¡Pero no me gusta el aspecto de esos dos montículos! Entre ellos corría una línea recta hacia el asfalto. Allí estaban, muy pagados de sí, esperando. No, por allí no pasaríamos. Una de las reglas de todo merodeador aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha o a la izquierda. Pasaríamos por sobre el montículo izquierdo. Claro que yo no sabía lo que había del otro lado. Según el mapa, nada, pero ¿quién confía en los mapas?

—Escucha, Red —susurró Kirill—, ¿por qué no saltamos por encima? Veinte metros hacia arriba, después bajamos, y estaremos junto al garaje, ¿eh?

—Cállate, abriboca —dije—, no me molestes.

Quería subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarían siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por cualquier parte y no dejaría ni un pedacito húmedo de nosotros. Ya estaba hasta la coronilla de los arriesgados. Él no puede esperar; saltemos, dice. Pero yo sabía ya perfectamente cómo llegar hasta el montículo. Después nos detendríamos allí por un ratito a pensar el movimiento siguiente. Tomé un puñado de las tuercas y tornillos que tenía en el bolsillo y se los mostré a Kirill sobre la palma.

—¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseñaban en la escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revés. ¡Mira!

Arrojé la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo quería. Llegó sin problemas.

—¿Viste eso?

—¿Y qué? —preguntó él.

—Nada de «y qué». Te pregunté si lo viste.

—Lo vi.

—Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde está la tuerca; detente a medio metro. ¿Entendido?

—Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?

—Busco lo que debo buscar. Espera, arrojaré otra. Mira bien dónde cae y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.

La segunda tuerca también cayó sin inconvenientes junto a la primera.

—Vamos.

Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada. Comprendía bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para ellos lo más importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no encontró el nombre tenía un aspecto lamentable, era un verdadero idiota. Pero ahora tenía una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendía todo y la vida era unas pascuas.

Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera. Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba de puros nervios; se sentía encerrado, pobre tipo. Pero le haría bien. Bajaría como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojé la cuarta tuerca su trayectoria no me gustó del todo. No habría podido explicar qué andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujeté a Kirill por la mano.

—Quieto —dije—. No te muevas ni un centímetro.

Tomé otra y la lancé más alto y más lejos. ¡Allí estaba la roncha de mosquitos! La tuerca voló normalmente; parecía caer sin problemas, pero a mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza que cuando aterrizó quedó hundida en la arcilla.

—¿Viste eso? —susurré.

—Sólo en las películas —observó, estirándose tanto para ver que tuve miedo de que se cayera—. Tira otra, ¿quieres?

Era triste y divertido. ¡Una! ¡Como si con una bastara! Oh, la ciencia. Arrojé otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de mosquito. Para ser sincero habría alcanzado con siete, pero lancé uno más, bien hacia el medio, para que él pudiera disfrutar con su concentrado. Se estrelló en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruñó de gusto.

—Okey —dije—, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien, te estoy marcando el camino, así que no lo pierdas de vista.

Así dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montículo. Era tan pequeño que parecía un sorete de gato. Hasta entonces yo no había reparado en él. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montículo. El asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veía cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instantánea. Bueno, con arrojar una tuerca podríamos seguir.

No pude arrojar esa tuerca.

No entendía lo que me pasaba, pero no podía decidirme a arrojarla.

—¿Qué pasa? —preguntó Kirill—. ¿Por qué no seguimos?

—Espera —dije—. Cállate.

Había pensado arrojar la tuerca para que avanzáramos tranquilamente, como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En treinta segundos podíamos llegar al asfalto. ¡Y de pronto empecé a sudar! El sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podía arrojar la tuerca hacia allí. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era más larga y había un montón de guijarros poco acogedor. Hacia allí sí, pero no hacia adelante; por nada del mundo.

Arrojé la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar la cabina y avanzó hacia ella. Después me miró. Debo haber tenido bastante mala cara, porque en seguida apartó la vista.

—Está bien —dije—. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.

Y lancé la última tuerca hacia el asfalto.

A partir de ese momento fue mucho más fácil. Encontré la grieta; estaba limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limité a observarla, con silencioso regocijo. Nos levó hasta las puertas del garaje mejor que cualquier poste, cualquier señal.

Ordené a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me eché de panza al suelo y miré hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del sol no me dejó ver nada. Sólo negrura. Después mis ojos se fueron acostumbrando. Vi entonces que nada había cambiado en el garaje desde la última vez. El camión de la basura seguía aún estacionado sobre la fosa, en perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el piso de cemento, tal vez porque en la fosa no había demasiada jalea de brujas y no había salpicado hacia afuera desde la última vez.

Sólo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de las latas, se veía algo plateado. Eso no estaba allí antes. Bueno, había algo plateado, y qué. ¡No íbamos a volvernos sólo por eso! No tenía ningún brillo especial; relucía un poquito, suave, tranquilamente. Me levanté, me cepillé la ropa y eché una mirada a mi alrededor. Allí estaban los camiones, en el baldío, siempre como nuevos. Hasta parecían más nuevos que la última vez, Y el camión de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado, listo para caerse a pedazos. Allí estaba también la cubierta, como ellos lo tenían indicado en el mapa.

No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien; teníamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venía hacia nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecía bien; podíamos empezar el trabajo.

Pero esa cosa plateada que brillaba allá atrás, ¿qué era? ¿Imaginación mía, no más? Sería lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por qué ese resplandor por sobre las latas, por qué no estaba entre ellas, por qué la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me había dicho algo sobre las sombras: que eran extrañas, pero no peligrosas; algo pasa aquí con las sombras.

Pero ¿qué era ese brillo plateado? Parecía una telaraña de las que suele haber en los árboles de los bosques. ¿Qué clase de araña podría haber tejido su tela allí? Nunca había visto bichos en la Zona.

Lo peor era que mi vacío estaba precisamente allí, a dos pasos de las latas. Tendría que haberlo robado la última vez, y entonces ahora no estaría pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Después de todo el degenerado estaba lleno; lo levanté sin dificultad, pero eso de llevarlo sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad… Si ustedes nunca anduvieron con un vacío a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez litros de agua sin balde.

Ya era hora de ponerse en marcha. Tenía ganas de un trago. Me volví hacia Tender.

—Kirill y yo vamos a entrar al garaje. Quédate aquí y no toques los mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en llamas aquí mismo. Si te acobardas te espero a la salida.

Asintió seriamente, como quien dice: «No me voy a acobardar». Tenía la nariz como una ciruela; mi trompada había sido fuerte de veras. Bajé cuidadosamente las sogas de emergencia, observé una vez más aquel resplandor plateado, hice señas a Kirill y comencé a bajar. Una vez en el asfalto esperé a que él descendiera por la otra soga.

—No te apures —le dije—. No nos corre nadie.

Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las cuerdas culebreándonos bajo los pies. Tender asomó la cabeza por encima del riel y nos miró con ojos llenos de desesperación. Era hora de ponerse en marcha.

—Sígueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de mi espalda y mantente alerta.

Avancé. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor. ¡Es muchísimo más fácil trabajar a la luz del día que de noche! Recuerdo que una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste, como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo parecía más oscuro, malditas sean. ¡Ahora, en cambio, era jauja!

Ya había acostumbrado los ojos a aquella luz lóbrega y podía ver hasta el polvo en los rincones más oscuros. En verdad había algo plateado por allí; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. Sí, parecían una tela de araña; tal vez no fueran más que eso, pero era mejor no acercarse.

Fue entonces cuando cometí mi error. Tendría que haberme detenido, con Kirill bien al lado, esperar a que él también acostumbrara los ojos a la penumbra y entonces señalarle la telaraña. Señalársela. Pero estaba habituado a trabajar solo. Vi lo que debía ver y me olvidé de Kirill.

Di un paso hacia el interior y me dirigí en línea recta hacia las latas. Me incliné sobre el vacío. En él parecía no haber ninguna telaraña. Levanté un extremo y dije a Kirill:

—Agarra de ahí y no lo dejes caer; es pesado.

Levanté la vista y sentí que algo me apretaba la garganta. No pude abrir la boca. Quería gritar: «¡Quieto! ¡No te muevas!», pero no pude. Tal vez de cualquier modo no habría tenido tiempo, pues todo ocurrió demasiado rápido. Kirill se acercó al vacío, de espaldas a las latas, y apoyó toda la espalda en la telaraña plateada. Cerré los ojos; quedé aturdido; no oí más que el ruido de la telaraña al desgarrarse. Era un sonido coruscante y débil.

Así estaba todavía, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las piernas, cuando Kirill habló:

—Bueno, ¿lo llevamos?

—Vamos.

Levantamos el vacío y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba difícil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender se estiró para tomarlo.

—Bueno —dijo Kirill—. Uno, dos…

—No —interrumpí—. Esperemos un segundo. Primero déjalo en el suelo.

Lo dejamos.

—Date vuelta. Quiero verte la espalda.

Se volvió sin decir palabra. Miré; no tenía nada allí. Lo hice girar para aquí y para allá, pero no tenía nada. Volví los ojos hacia las latas; allí tampoco había nada.

—Oye —dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas—, ¿no viste la telaraña?

—¿Qué telaraña? ¿Dónde?

—Bueno, tuvimos suerte.

Sin embargo pensaba: «En realidad todavía no se puede saber».

—De acuerdo. Levantemos esto.

Metimos el vacío en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se moviera. Allí estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacío, sino algo así como un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos un rato más antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin más vueltas.

¡Qué fácil era todo para los científicos! Para empezar trabajaban a la luz del día. Además, lo único bravo era entrar a la Zona, porque para regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo, un cursógrafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por donde vino.

Mientras flotábamos en el aire, en el trayecto de regreso, repitió todas las maniobras, deteniéndose por un momento para proseguir en cada cambio de dirección. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas; podría haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.

Mis novatos estaban eufóricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados, prácticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta el garaje. Kirill me tironeó de la manga y comenzó a explicarme el fenómeno de la graviconcentración, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse en línea, pero no a la fuerza. Les conté, tranquilamente, de todos los idiotas que reventaban en el camino de regreso.

—Cierren el pico —les dije— y mantengan los ojos abiertos si no quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.

Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron qué había pasado con el petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sólo pensaba en una cosa: cómo iba a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero esa telaraña seguía brillando ante los ojos.

Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los científicos lo llaman hangar médico) junto con la cabina. Nos bañaron en tres tinas diferentes donde hervían tres soluciones alcalinas; nos embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sé qué polvo y nos volvieron a lavar. Después nos secaron y dijeron:

—¡Okey, muchachos, pueden irse!

Tender y Kirill llevaban el vacío. Eran tantos los que habían venido a mirar que no se podía caminar. ¡Muy típico! No hacían más que mirar y gruñir frases de bienvenida, pero ninguno tenía el valor de tender una mano a los cansados héroes. Bueno, eso no era cosa mía. Ahora ya nada era de mi incumbencia.

Me quité el traje especial y lo tiré al suelo (que los malditos sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerré en uno de los cubículos, busqué mi petaca, desenrosqué la tapa y me prendí a ella como una lamprea.

Después me senté en el banco, con las rodillas vacías, la cabeza vacía, el alma vacía. Tragaba ese líquido fuerte como si fuera agua. Vivía. La Zona me había dejado salir. Me había dejado salir, la puta. Esa maldita y traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabían apreciarlo, sólo un merodeador sabía lo que era eso. Las lágrimas me corrían por las mejillas, no sé si por los tragos o por qué. Mamé de la petaca hasta dejarla seca. Yo estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanzó para ese último sorbo que necesitaba. Pero eso se podía arreglar. Todo se podía arreglar ahora. Vivo.

Encendí un cigarrillo, y mientras fumaba, allí sentado, sentí que todo andaba bien. Entonces me acordé de la bonificación. Ésa era una de las grandes ventajas que teníamos en el Instituto; podía ir ya mismo a retirar el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allí, a las duchas.

Empecé a desvestirme lentamente. Me quité el reloj y comprobé que habíamos pasado cinco horas en la Zona. ¡Dios mío, cinco horas! Me estremecí. Cinco horas, Dios… Realmente, en la Zona no pasa el tiempo. Pero pensándolo bien, ¿qué son cinco horas para un merodeador? Un abrir y cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos días? Cuando uno no logra salir en una noche tiene que pasarse todo el día de cara contra el suelo. Ni siquiera reza; murmura, nomás, delirando; no sabe si está muerto o vivo. Al llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la patrulla con el botín. Allí están los guardias, con las ametralladoras. Y esos malnacidos, esos escuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza la idea de que uno esté contaminado. Lo único que quieren es liquidarlo, directamente, y para eso llevan todas las de ganar: ¡a ver quién puede probar que lo mataron ilegalmente! Así que uno vuelve a enterrar la cara en el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y allí está el botín, al lado, y no sabemos si está allí, nomás, o si nos está matando lentamente. También se puede terminar como Nudillos Itzak, que se empantanó al alba entre dos fosas. No podía avanzar ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Dispararon contra él durante dos horas, pero no pudieron acertarle. Durante dos horas él se fingió muerto. Gracias a Dios, al fin le creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi después de eso; ni siquiera lo reconocí. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguía siendo humano.

Me sequé las lágrimas y abrí la canilla; para ducharme por largo rato. Primero con agua caliente, después con fría, después otra vez con caliente. Usé una barra entera de jabón. Al final me aburrí y cerré la ducha. Alguien estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.

—¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez! ¡Aquí fuera se huele a plata!

Plata. Eso nunca viene mal. Abrí la puerta. Allí estaba él, medio desnudo, en calzoncillos. Parecía en éxtasis; toda su melancolía había desaparecido.

—Toma —dijo, entregándome el sobre—. De parte de la humanidad agradecida.

—Me cago en tu humanidad. ¿Cuánto hay?

—Teniendo en cuenta tu coraje más allá del deber y como excepción, ¡dos meses de sueldo!

—Sí, ganando dinero así yo podía vivir tranquilamente. Si pudiera cobrar dos meses de sueldo por cada vacío habría mandado al diablo a Ernest hace mucho tiempo.

—Bueno, ¿estás contento? —preguntó Kirill. Por su parte, estaba radiante, feliz; sonreía de oreja a oreja.

—No está mal. ¿Y tú?

Él no respondió. Se prendió a mi cuello, me apretó contra su pecho sudoroso y en seguida me apartó de un empujón. Desapareció en la ducha de al lado.

—¡Eh! —lo llamé a gritos—. ¿Cómo está Tender? Lavándose los calzoncillos, supongo.

—Nada de eso. Tender está rodeado de periodistas. Tendrías que verlo. Se ha convertido en un personaje importantísimo. Está explicándoles autenticadamente…

—¿Cómo es que les está explicando?

—Autenticadamente.

—Está bien, señor. La próxima vez vendré con el diccionario, señor.

Y en ese momento sentí como un shock eléctrico.

—Espera, Kirill. Ven aquí.

—Estoy desnudo.

—Vamos, ven. No soy una damisela.

Salió. Lo tomé por los hombros y lo puse de espaldas a mí. Nada. Ya podía haberlo imaginado. Tenía la espalda limpia; las gotitas de sudor se estaban secando.

—¿Qué tienes con mi espalda?

Le di una patada en el traste desnudo, volví a mi cubículo y cerré la puerta. ¡Malditos nervios! Primero había estado viendo cosas raras allá; ahora las veía aquí. ¡Al diablo con todo! Esa noche me iba a emborrachar. Lo que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la mesa.

—Kirill —grité—, ¿irás al Borscht esta noche?

—No se dice «Borscht»; se pronuncia «Borshch». Cuántas veces tengo que repetírtelo.

—Qué importa. Se escribe B–O–R–S–C–H–T. No jorobes con tus costumbres. ¿Vas o no? Me encantaría ganarle a Richard.

—Oh, no sé, Red. Tú, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos traído.

—Y tú sí, supongo.

—Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez, sabemos para qué sirven los vacíos; si mi brillante idea funciona, voy a escribir una monografía y te la dedicaré personalmente: «A Redrick Schuhart, honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud».

—Sí, y me mandarán a la sombra por dos años.

—Pero quedarás en los anales de la ciencia. Le llamarán «la jarra de Schuhart». ¿Qué te parece cómo suena?

Mientras bromeábamos me vestí y puse la petaca vacía en el bolsillo; después conté mi dinero y me retiré.

—Buena suerte, alma complicada.

No respondió. El agua hacía muchísimo ruido.

En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un pavo, rodeado de compañeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos, que recién acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin parar.

—La tecnología de que gozamos —decía el muy charlatán— permite contar con una garantía casi absoluta de seguridad y de éxito.

En ese momento, al verme, se sofrenó un poquito. Sonrió y me saludó con pequeñas sacudidas de mano. «Bueno, será mejor que desaparezcamos», pensé. Seguí en línea recta hacia la puerta, pero ya me habían pescado. En seguida oí pasos tras de mí.

—¡Señor Schuhart, señor Schuhart! ¡Unas palabritas sobre el garaje!

—No habrá declaraciones.

Eché a correr, pero no había forma de escaparse. Tenía un tipo con un micrófono a la derecha y otro con una cámara a la izquierda.

—¿Había algo extraño en el garaje? ¡Dos palabras, no más!

—No habrá declaraciones —repetí, tratando de poner la nuca hacia la cámara—. Es un garaje, nada más.

—Gracias. ¿Qué le parecen las turboplataformas?

—Maravillosas.

Empecé a correrme hacia el baño de caballeros.

—¿Qué Piensa de la Visitación?

—Pregunte a los científicos —respondí, deslizándome tras la puerta del baño.

Oí que rascaban la puerta y grité:

—Les recomiendo efusivamente que pregunten al señor Tender por qué razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para sacar el tema, pero fue nuestra aventura más interesante.

Salieron a la disparada por el corredor, más veloces que caballos de carrera. Aguardé un minuto. Silencio. Saqué la cabeza. Nadie. Entonces proseguí tranquilamente mi camino, silbando una melodía. Bajé el vestíbulo, mostré el pase al sargento polaco y vi que me hacía la venia. Al parecer, yo era el héroe de la jornada.

—Descanse, sargento —dije—. Me siento muy complacido.

Exhibió tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los elogios.

—Bueno, Red, usted es un héroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo —dijo.

—Así que ahora tendrá algo que contar a las chicas cuando vuelva a Suecia.

—¡Qué le parece! ¡Caerán en mis brazos como moscas!

Supongo que tiene razón. A decir verdad no me gustan los tipos altos y de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por qué. La estatura no es lo más importante.

Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no había nadie por ahí. De pronto sentí ganas de encontrarme con Guta en ese mismo instante, en ese mismo lugar. Así nomás, mirarla y tenerla de la mano por un rato. Después de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa: tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se comenta sobre cómo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quién le hacía falta estar con Guta? ¡Lo que me hacía falta era una botella, por lo menos una botella de algo fuerte!

Pasé junto a la playa de estacionamiento. Allí había un puesto de control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados de reflectores y ametralladoras, los escuerzos. Y por supuesto llenos de policías con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no había forma de pasar. Seguí caminando con los ojos bajos, porque no me convenía verlos en ese momento, a la luz del día. Entre ellos había dos o tres personajes que tenía miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera ¡pobres de ellos! Era una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el Instituto; de lo contrario, por Dios, habría descubierto a esas víboras para liquidarlas definitivamente.

Me abrí paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando oí que alguien gritaba:

—¡Eh, merodeador!

Bueno, eso no tenía nada que ver conmigo, así que no me detuve; seguí caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me alcanzó y me tomó por la manga. Me sacudí aquella mano; volviéndome a medias hacia el hombre, dije cortésmente:

—¿Qué diablos está haciendo, señor?

—Un momento, merodeador —dijo él—. Dos preguntas, no más.

Lo miré fijamente. Era el capitán Quarterblad, un viejo amigo. Estaba deshidratado y medio amarillento.

—¡Ah, mis saludos, capitán! ¿Cómo anda su hígado?

—No trates de zafarte charlando, merodeador —replicó, enojado, sin quitarme los ojos de encima—. Será mejor que me digas por qué no te detuviste en seguida cuando te llamé.

Detrás de él había dos cascos azules con las manos en las pistoleras. No se les veían los ojos; sólo las mandíbulas moviéndose bajo los cascos. ¿De qué parte del Canadá traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allá? Por lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del día, pero aquellos escuerzos podían tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.

—¿Me llamaba a mí, capitán? —exclamé—. Me pareció que llamaba a algún merodeador.

—¿Y vas a decirme que tú no lo eres?

—Cuando terminé el tiempo que me dieron gracias a usted, capitán, me enderecé. Abandoné el merodeo. Gracias a usted abrí los ojos, si no hubiera sido por usted…

—¿Qué estabas haciendo en el área de Prezona?

—¿Cómo qué estaba haciendo? Trabajo allí. Desde hace dos años.

Para terminar de una vez con aquella desagradable conversación mostré mis papeles al capitán Quarterblad. Tomó mi libreta y la revisó página por página, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolvió lo hizo con gran placer. Tenía color en las mejillas y brillo en los ojos.

—Perdóname, Schuhart —dijo—. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver que no echaste en saco roto mis consejos. ¡Vaya, esto es maravilloso! No sé si me creerás, pero hasta en aquel momento yo sabía que terminarías enderezándote. No podía creer que un tipo como tú…

Siguió y siguió, como si fuera un disco. Al parecer me había echado encima otro melancólico curado. Lo escuché, por supuesto, con los ojos bajos en señal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con inocencia; si mal no recuerdo también restregué tímidamente los pies contra la acera. Los gorilas que custodiaban al capitán escucharon un poco, pero en seguida se aburrieron y buscaron un lugar más interesante. Mientras tanto, el capitán seguía pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educación era luz; la ignorancia, oscuridad; el Señor ama y aprecia a los trabajadores honestos, etcétera, etcétera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura en la prisión, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podía esperar.

«Bueno, me dije, tendrás que pasar también por esto. No hay más remedio, así que ten paciencia, Red. No puede seguir por mucho tiempo; mira, ya está perdiendo el aliento. Qué suerte, se detiene». Uno de los patrulleros empezó a hacer señales. El capitán miró hacia allá con un suspiro de fastidio y me tendió la mano.

—Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado señor Schuhart. Me habría gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo prohibió el médico, pero me habría gustado tomar una cerveza contigo. Pero el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.

Dios no lo permita. Pero le estreché la mano, me ruboricé y volví a restregar el pie, todo como él quería. Al fin me dejó ir. Salí como bala hacia el Borscht.

A esa hora del día el Borscht está siempre vacío. Detrás del mostrador estaba Ernest, secando vasos y mirándolos a trasluz. A propósito, es extraño que cuando uno entra los barman estén siempre secando vasos como si de ello dependiera su salvación. Él se pasa el día así: levantar un vaso, mirarlo de reojo, sostenerlo a la luz, empañarlo con el aliento y frotar. Frota y frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.

—¡Hola, Ernie! Deja eso en paz. Le harás un agujero de tanto frotarlo.

Me miró a través del vidrio, murmuró algo incomprensible y sin decir una palabra me sirvió cuatro dedos de vodka. Yo trepé a un taburete, tomé un trago, hice una mueca, sacudí la cabeza y tomé otro trago. La heladera ronroneaba, la vitrola automática tocaba algo suave y lento y Ernest trabajaba con otro vaso. Todo era paz. Terminé mi copa y la dejé sobre el mostrador. Ernest me sirvió en seguida otros cuatro dedos.

—¿Mejor? —murmuró—. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?

—Sigue frotando, ¿quieres? Sabrás que un tipo frotó hasta que apareció un genio. Terminó forrado en plata.

—¿Quién era? —Preguntó Ernest, suspicaz.

—Otro barman de aquí. Antes de que vinieras.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Por qué crees que ocurrió esto de la Visitación, fue de tanto que frotó. ¿Quiénes crees que eran los visitantes?

—Eres un vago —replicó Ernie, aprobando.

Fue a la cocina y volvió con un plato de salchichas asadas. Me puso el plato delante, me arrimó el ketchup y volvió a sus vasos. Ernest conoce su oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la Zona con botín; sabe también qué es lo que un merodeador necesita después de estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.

Terminé las salchichas, encendí un cigarrillo y empecé a calcular cuánto podía sacar Ernie con nosotros. No sé muy bien a cuánto se venderá el botín en Europa, pero dicen que un vacío puede llegar casi a los dos mil quinientos; Ernie no nos da más que cuatrocientos. Las pilas, allá, cuestan al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquí y otra por allá… y el jefe de estación también debe estar en la lista de pagos. Pensándolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto más. Y si lo pescan son diez años de trabajos forzados.

En este punto un tipo muy cortés interrumpió mis honorables meditaciones. Yo ni siquiera lo había visto entrar. Se anunció bien al lado mío, pidiendo permiso para sentarse.

—Por favor, no tiene por qué.

Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moño. Su cara me parecía conocida, pero no podía ubicarlo. Subió al lado y dijo a Ernest:

—¡Whisky canadiense, por favor!

En seguida se volvió hacia mí.

—Disculpe —dijo—, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto Internacional, ¿no?

—Sí. ¿Y usted?

Sacó rápidamente su tarjeta de presentación y me la puso enfrente:

«Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de Emigración». Claro que lo conocía. Es de los que joden a la gente para que salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la población inicial de Harmont, qué pretenderá este tipo, limpiar la ciudad por completo. Aparté la tarjeta con la uña.

—No, gracias. No tengo interés. Mi sueño es morir en mi ciudad natal.

—Pero ¿por qué? —Gritó él en seguida—. Perdone mi indiscreción, pero ¿qué lo retiene aquí?

—¿Cómo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La comisaría, tan querida para mí.

Saqué un pañuelo muy usado y me sequé los ojos.

—¡No, no me iría ni por todo el oro del mundo!

Él se echó a reír, tomó un sorbito del whisky canadiense y respondió pensativo.

—No entiendo cómo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona está a un paso, como si uno estuviera sentado sobre un volcán. Podría estallar una epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran quedarse, pero usted, ¿qué edad tiene usted? ¿Veintidós, veintitrés? ¿No se da cuenta de que la Oficina es una organización de caridad? No ganamos nada con esto. Lo único que deseamos es que la gente se vaya de este agujero infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantía para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como usted, le pagamos estudios. No, no entiendo.

—¿Es decir, que nadie quiere irse?

—No tanto como nadie. Algunos se están yendo, sobre todo los que tienen familia. Pero los jóvenes y los ancianos… ¿Qué buscan aquí? Esto es un agujero, un pueblo de provincia.

Entonces le contesté como merecía.

—¡Señor Aloysius Maenaught! Usted tiene toda la razón del mundo. Nuestra pequeña ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo. Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Ésa es la clase de agujero que tenemos aquí.

Me interrumpí en ese punto porque vi que Ernest me miraba atónito. Me sentí incómodo; por lo común no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera cuando estoy de acuerdo con ellas. Además todo eso me salía medio raro. Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por más que yo dijera lo mismo no me salía igual. Tal vez porque Kirill nunca le pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.

Ernie reaccionó velozmente y se apresuró a servirme seis dedos de combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo señor Maenaught volvió a sorber su whisky.

—Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero señor, ¿de veras cree que todo será como usted dice?

—Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En cuanto a mí: ¿qué tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren, lo sé bien. Se rompen el lomo todo el día y miran televisión toda la noche.

—No es obligatorio que vaya a Europa.

—Todo es igual, salvo que en la Antártida hace frío.

Lo más asombroso es que yo creía hasta con la panza todo lo que le estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces más querida que todas las Europas y las Áfricas. Y todavía no estaba borracho. Por un instante había imaginado cómo tendría que volver a casa, arrastrándome, con una manga de cretinos como yo; cómo me empujarían y me estrujarían en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.

—¿Y usted? —preguntó el hombre a Ernest.

—Yo tengo mi negocio —respondió éste, dándose importancia—. No soy ningún pobretón. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el comandante de la base viene aquí de vez en cuando; un general, ¿qué le parece? ¿Cómo me voy a ir?

El señor Aloysius Maenaught trató de ganar algunos puntos citando muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tomé un buen trago, bien largo saqué un montón de cambio del bolsillo, me bajé del taburete y cargué la vitrola automática. Hay una canción allí que se llama «No vuelvas si no estás seguro». Me causa un buen efecto después de haber estado en la Zona.

La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevé el vaso a un rincón, donde esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo pasó volando, como un pájaro. Cuando echaba el último centavo en el artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta para todos lados y buscaba dónde poner el puño. Richard Noonan lo tenía tiernamente por el codo y lo distraía con chistes. ¡Linda pareja! Gutalin es un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en cambio, es una cosita regordeta y rosada, toda sonrisas.

—¡Eh! —gritó Dick—. ¡Allá está Red! ¡Ven con nosotros! ¡Biennnn! —rugió Gutalin—. En esta ciudad hay sólo dos hombres de verdad: ¡Red y yo! Los demás son todos cerdos o hijos de Satanás. Tú también sirves al demonio, Red, pero todavía eres humano.

Me acerqué con mi copa. Gutalin me quitó la chaqueta y me hizo sentar a la mesa.

—¡Siéntate, Red! Siéntate, sirviente de Satanás. Me gustas. Lloremos por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.

—Lloremos —dije—. Bebamos las lágrimas del pecado.

—Porque el día está cerca —anunció Gutalin—. Porque el corcel blanco está ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias de los que se hayan vendido a Satanás serán en vano. Sólo los que han resistido a él se salvarán. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los tesoros de Satanás, a ustedes les digo: ¡Están ciegos! ¡Despierten, idiotas, despierten antes de que sea demasiado tarde! ¡Pisoteen esas baratijas del diablo!

Se interrumpió como si hubiera olvidado lo que seguía. De pronto preguntó, en tono distinto.

—¿Puedo tomar un trago aquí? Sabes, Red, me emborraché de nuevo. Me acusaron de agitador. Les digo: «Despierten, ciegos, están cayendo al abismo y arrastran a otros también». Pero ellos se ríen, nada más. Por eso le aplasté la nariz al dueño del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por qué?

Dick se acercó y puso la botella sobre la mesa.

—Hoy corre por mi cuenta —dije a Ernest.

Dick me echó una mirada de soslayo.

—Está dentro de la ley —dije—. Nos estamos tomando el cheque de la bonificación.

—¿Fuiste a la Zona? —preguntó Dick—. ¿Trajiste algo?

—Un vacío lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?

—¡Un vacío! —repitió Gutalin, lleno de pena—. ¡Arriesgaste la vida por vaya a saber qué vacío! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto del demonio al mundo. ¿Cómo sabes, Red, cuánto de pena y de pecado…?

—Calla, Gutalin —dije severamente—. Bebe y festeja que yo haya vuelto con vida. Por el éxito, amigos míos.

Dio buen resultado aquel brindis por el éxito. Gutalin se vino abajo por completo. Sollozaba, las lágrimas le brotaban como agua de una canilla. Lo conozco bien; es nada más que una etapa. Solloza y predica que la Zona es una tentación del diablo. Que no deberíamos sacar nada de allí y que deberíamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo. Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando tiene dinero compra el botín sin regateo, por el precio que los merodeadores le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando, pero pronto pararía.

—¿Qué es un vacío lleno? —preguntó Dick—. Sé qué son los vacíos, a secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.

Se lo expliqué. Él asintió y se lamió los labios.

—Sí, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quién fuiste, con el ruso?

—Sí, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de laboratorio.

—Te habrán vuelto loco.

—Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un merodeador nato. Necesita un poco más de experiencia que le lime el apuro. Con él iría a la Zona todos los días.

—¿Y todas las noches? —preguntó, con una mueca de borracho.

—Termínala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.

—Un chiste es un chiste, ya lo sé, pero me puede meter en un montón de problemas. Te debo uno.

—¿Quién tiene uno? —preguntó Gutalin, excitado—. ¿Cuál es?

Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le puso un cigarrillo en la boca y se lo encendió. Al fin lo calmamos. Mientras tanto iba entrando más y más gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas se habían ocupado. Ernest llamó a las muchachas, que empezaron a servir bebidas a los clientes: cerveza, cócteles, vodka. Noté que había muchas caras nuevas en la ciudad, últimamente; en su mayoría, jóvenes novatos con bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencioné a Dick y él asintió.

—¿Qué quieres?

—Están empezando un montón de construcciones. El Instituto va a levantar tres edificios nuevos. Además piensan cerrar tras un muro toda la Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos tiempos para los merodeadores.

—¿Cuándo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? —observé yo.

Y pensé: «Caramba, ¿qué novedades son éstas? Parece que ya no voy a poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor. Menos tentaciones. Iré a la Zona de día, como un ciudadano decente. No se gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho más seguro. La cabina, el traje especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del sueldo y emborracharme con las bonificaciones». Pero entonces me sentí verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo comprar, esto no. Tendría que ahorrar para comprar a Guta los trapos más baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era nada prometedor. Los días eran grises, y también las tardes, y también las noches.

Y mientras yo pensaba así Dick me chillaba en la oreja:

—Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme. Había unos tipos nuevos. No me gustó nada el aspecto que tenían. Uno se acercó a mí e inició una conversación con muchas vueltas, sugiriendo que me conocía, que sabe lo que hago, dónde trabajo, e insinuando que él me pagaría muy bien por varios servicios.

—Un pasador de datos —dije.

Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de charlas sobre trabajitos.

—No, compañero, no era eso. Escucha. Le seguí la corriente por un rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interés en ciertos objetos que hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas negras y esas tonterías no le atraen en absoluto. Se limitó a sugerir indirectamente lo que quiere.

—¿Qué es?

—Jalea de brujas, por lo que entendí —respondió Dick, mirándome con expresión extraña.

—Oh, así que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le gustarían algunas lámparas de la muerte?

—Eso mismo le pregunté yo.

—¿Y?

—¿Me creerás si te digo que también quiere?

—¿Ah, sí? —dije—. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los sótanos están llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a recoger toda la que quiera. Es cosa suya.

Dick no respondió; me miró sin sonreír siquiera. ¿Qué diablos estaba pensando? ¿No tendría intenciones de contratarme a mí? Y en ese momento se me ocurrió.

—Un momento —dije—. ¿Quién era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto dejan estudiar la jalea.

—Está bien —replicó Dick, hablando con lentitud y sin dejar de observarme—. Es en la investigación donde está el verdadero peligro para la humanidad. ¿Ahora comprendes quién era ése?

No, no entendía nada.

—¿Te refieres a los Visitantes?

Él rió, me palmeó la mano y dijo:

—¿Por qué no tomas un trago? ¡Pobre alma simple!

—Por mi parte, de acuerdo.

Pero me sentía enojado. Así que los hijos de puta me tienen por idiota, ¿eh?

—Eh, Gutalin —dije—. ¡Gutalin! ¡Despierta! ¡Bebamos!

Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacía sobre la negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa sin su compañía.

—Ahora bien —exclamé después—. No sé si soy un alma simple o un alma complicada, pero te diré lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes cómo quiero a la policía, pero lo denunciaría.

—Seguro. Y entonces la policía te preguntaría por qué ese tipo fue a hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?

—No importa —repuse, sacudiendo la cabeza—. Tú, pedazo de idiota gordinflón, hace sólo tres años que estás en esta ciudad y nunca fuiste a la Zona. No has visto la jalea de brujas más que en el cine. Tendrías que verla en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso; no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos de agallas, que no piden más que plata y más plata, pero ni siquiera el finado Zalamero se habría metido en un asunto de ésos. Cuervo Burbridge tampoco aceptaría. No quiero ni pensar qué clase de tipo puede querer esa jalea de brujas y para qué.

—Bueno, tienes razón —dijo Dick—. Pero te diré: no me gustaría que cualquier día me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy merodeador, pero si una persona práctica, y me gusta vivir. Hace mucho que lo hago y ya me acostumbré.

—¡Señor Noonan! —gritó Ernest desde el mostrador—. ¡Teléfono!

—¡Qué diablos! —exclamó Dick, enojado—. Debe ser otra vez Contralor de Envíos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.

Se levantó para atender el teléfono, mientras yo me quedaba con Gutalin y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataqué la botella por mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya, hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fácil hablar de la paz eterna y de la armonía que vendrá de la Zona. Kirill es un buen tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe un bledo de la vida. Ni siquiera imagina qué clase de malhechores y criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa jalea de brujas. Gutalin será un borrachín y un chiflado por la religión, pero a lo mejor no está tan desacertado. Tal vez deberíamos dejar al diablo las cosas del diablo y no tocar.

Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupó la silla de Dick.

—¿El señor Schuhart?

—Sí. ¿Qué hay?

—Me llamo Creonte. Soy de Malta.

—¿Cómo andan las cosas por Malta?

—Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que quería hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.

«Ajá», pensé. «Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad en él. Aquí está este muchacho: bronceado, limpio, lindo. Todavía no sabe lo que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo único que quiere es mandar más gente a la Zona. Sólo uno de cada tres sale con botín, pero eso para él es dinero».

—¿Cómo anda el viejo Ernest? —pregunté. Él miró hacia el mostrador.

—Tiene buen aspecto. Me gustaría estar en lugar de él.

—A mí no. ¿Quiere una copa?

—Gracias, no bebo.

—¿Un cigarrillo?

—Perdone, pero tampoco fumo.

—Maldito seas. ¿Para qué diablos quieres la plata, entonces? Él se ruborizó y dejó de sonreír.

—Tal vez eso sea cosa mía solamente —dijo en voz baja—. ¿No le parece, señor Schuhart?

—Tienes toda la razón del mundo.

Me serví otros cuatro dedos. Ya me estaba zumbando la cabeza y sentía una agradable pesadez en los miembros. La Zona me había liberado por completo.

—En este momento estoy completamente borracho —aclaré—. Estoy celebrando, como puedes ver. Entré en la Zona, salí vivo y además con dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero menos todavía. Así que preferiría dejar cualquier asunto serio para más tarde.

Él se levantó de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick había regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traía me di cuenta de que pasaba algo feo.

—A que tus tanques pierden otra vez el vacío.

—Sí —dijo—. Otra vez.

Se sentó, se sirvió un trago y volvió a llenar mi vaso. Comprendí que el problema no tenía ninguna relación con mercaderías en mal estado. En realidad le importaba un cuerno lo de los envíos: ¡un empleado modelo!

—Bebamos, Red —dijo, y sin esperarme bajó su vaso de un trago y se sirvió otro—. ¿Sabes que murió Kirill Panov?

Estaba tan aturdido que no entendí bien. Alguien había muerto, y qué.

—Bueno, bebamos por el difunto.

Me miró abriendo mucho los ojos. Sólo entonces sentí como si se me hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levanté y me apoyé contra la mesa para mirarlo.

—¿Kirill?

Tenía la telaraña ante los ojos, la oía crujir al romperse. Y a través del misterioso ruido de ese crujir oí la voz de Dick, como si viniera de otra habitación.

—Ataque al corazón. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie entiende qué le pasó. Preguntaron por ti. Les dije que estabas perfectamente.

—¿Qué quieren entender? Es la Zona.

—Siéntate. Siéntate y toma algo.

—La Zona —repetí, sin poder dejar de pronunciar esa palabra—. La Zona, la Zona…

No veía nada a mi alrededor, salvo la telaraña. Todo el bar estaba preso en la telaraña, y cuando la gente se movía la telaraña crujía suavemente. El muchacho maltés estaba de pie en el medio, con cara de sorprendido. No comprendía una palabra.

—Muchachito —le dije con suavidad—, ¿cuánto necesitas? ¿Te alcanzaría con mil? Toma, aquí tienes. ¡Toma!

Le arrojé el dinero a puñados y empecé a gritar:

—¡Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquería! ¡No tengas miedo, díselo! Porque además es cobarde. Díselo, y después te vas directamente a la estación y sacas pasaje para Malta. ¡No te detengas en ninguna parte! —No sé que otra cosa grité. Pero sí recuerdo que terminé ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.

—Parece que hoy tienes dinero —dijo.

—Sí, tengo un poco.

—¿Por qué no me haces un préstamo? Mañana tengo que pagar los impuestos.

En ese momento me di cuenta de que tenía un manojo de billetes en la mano.

—Así que no acepto —dije, mirando el montón—. Creonte de Malta es un joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso. Todo está en manos del destino.

—¿Qué te pasa? —dijo mi amigo Ernie—. ¿Tomaste demasiado?

—No, estoy muy bien —dije—. En perfectas condiciones.

Listo para las duchas.

—¿Por qué no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.

—Murió Kirill —le dije.

—¿Qué Kirill? ¿El manco?

Más manco serás tú, hijo de puta. Ni con mil como tú se podría hacer un solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te gustaría que te hiciera pedazos el local?

Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me sujetó y me llevó a otro lado. Yo no entendía nada ni quería entender. Grité, luché, lancé puntapiés. Cuando recobré el sentido estaba en el baño, todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocí al mirarme en el espejo. Se me contraía la mejilla, cosa que nunca me había pasado. Desde fuera me llegó ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos de Gutalin, más potentes que los de un oso pardo:

—¡Arrepiéntanse, inútiles! ¿Dónde está Red? ¿Qué le han hecho, simientes del diablo?

Y el ulular de las sirenas de policía.

En cuanto las oí, mi cerebro se aclaró como un cristal. Recordé todo, supe todo, comprendí todo. En el alma no me quedaba más que un odio helado. «¡Muy bien!, pensé, ¡te daré una fiesta. Ya te mostraré cómo es un merodeador, grandísimo chupasangre!».

Saqué un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apreté un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrí la puerta que daba al bar y lo dejé caer silenciosamente en la escupidera. Después abrí la ventana y salí a la calle. Me habría gustado quedarme por allí para ver qué pasaba, pero tenía que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias nasales.

Mientras corría por el patio trasero oí que mi picapica funcionaba a toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida alguno de los que estaban en el bar chilló con tantas ganas que se me taparon los oídos, aun a esa distancia. No me costó imaginar a esa multitud que se enloquecía allí dentro: algunos caerían en una profunda depresión, otras saldrían volando y algunos se dejarían ganar por el pánico. El picapica es algo terrible. Pasará mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a llenar el local. No le costará mucho adivinar que fue obra mía, por supuesto, pero me importa un rábano. Se acabó. Red, el merodeador, ya no existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseñar a otros tontos a arriesgar la de ellos. Kirill, compañero, viejo amigo, estabas equivocado. Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razón. Ése no es sitio para seres humanos. La Zona está maldita.

Salté por el cerco y tomé rumbo a casa. Me mordía los labios; tenía ganas de llorar, pero no podía. No veía más que vacuidad, tristeza. Kirill, compañerito, mi único amigo, ¿cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo me las arreglaré sin ti? Tú me pintabas imágenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto. ¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorará por ti, pero yo no puedo. Y todo fue culpa mía. Mía, mía solamente, porque soy un inútil. ¿Cómo se me ocurrió meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la oscuridad?

Había vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme más que por mí mismo. Y de pronto había decidido convertirme en un benefactor, hacerle un pequeño regalo. ¿Para qué demonios le mencioné ese vacío? Cada vez que lo pensaba sentía un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas mejoraron: Guta venía hacia mí. Venía hacia mí, mí preciosa, mi querida, caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceándose sobre las rodillas. En cada puerta había un par de ojos que la seguían, pero ella caminaba en línea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me estaba buscando.

—Hola —dije—. Guta, ¿adónde vas?

Apreció con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada, mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.

—Hola, Red. Iba a verte.

—Ya lo sé. Vamos a mi casa.

Se volvió sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo, como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.

—No sé, Red. Tal vez no quieras verme más.

Se me estrujó el corazón. ¿Y eso? Pero hablé tranquilamente:

—No entiendo adónde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco borracho y no razono bien. ¿Por qué crees que no voy a querer verte más?

La tomé de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa. Todos los que la habían estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en esa calle desde que nací y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me conoce no tardará en hacerlo; es algo que se siente.

—Mamá quiere que me haga un aborto —dijo, de pronto—. Y yo no quiero.

Di varios pasos más antes de comprender lo que estaba diciendo.

—No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que quieras, irte al último rincón del mundo. No te voy a retener.

La escuché, vi que se iba alterando más y más, mientras yo me sentía cada vez más aturdido. Eso no tenía pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre más.

—Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador será un monstruo, que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy estás libre y mañana en la cárcel. Pero todo eso no me importa, estoy dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea hombre: sola. Lo tendré sola, lo criaré sola y lo educaré sola. Me las puedo arreglar sin ti, también, pero no vuelvas a buscarme. No te dejaré pasar de la puerta.

—Guta, querida mía —dije—, espera un minuto…

No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecía dentro, surgía ya.

—Pichoncita mía, entonces ¿para qué me buscas?

Estaba riendo como un campesino estúpido mientras ella lloraba contra mi pecho.

—¿Qué será de nosotros, Red? —preguntó entre sus lágrimas—. ¿Qué será de nosotros?