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En los primeros días del año escolar, suelo pedir a mis alumnos que me describan una biblioteca. No una biblioteca municipal, no, sino el mueble, una librería. Aquella donde coloco mis libros. Y me describen un muro. Un acantilado del saber, rigurosamente ordenado, absolutamente impenetrable, una pared contra la que sólo se puede rebotar…

—¿Y un lector? Descríbeme un lector.

—¿Un auténtico lector?

—Si te parece, aunque no acabo de saber a qué llamas tú «un auténtico lector».

Los más «respetuosos» me describen al mismo Dios Padre, una especie de eremita antediluviano, sentado desde la noche de los tiempos sobre una montaña de libros cuyo sentido habría absorbido hasta entender el porqué de cualquier cosa. Otros me bosquejan el retrato de un autista profundo tan absorto en los libros que se golpea contra todas las puertas de la vida. Otros me trazan un retrato en negativo, dedicándose a enumerar todo lo que un lector no es: no es deportista, no está vivo, no es gracioso, y no le gusta ni el «papeo», ni los «trapos», ni los «bugas», ni la tele, ni la música, ni los amigos… y otros, finalmente, más «estrategas», levantan ante su profesor la estatua académica del lector consciente de los medios puestos a su disposición por los libros para incrementar su saber y afinar su lucidez. Los hay que mezclan estos diferentes registros, pero ni uno, ni uno entre todos ellos, se describe a sí mismo, ni describe a un miembro de su familia o a uno de esos innumerables lectores con los que se cruzan todos los días en el metro.

Y cuando les pido que me describan «un libro», lo que se posa en la clase es un OVNI: un objeto tremendamente misterioso y prácticamente indescriptible dada la inquietante simplicidad de sus formas y la proliferante multiplicidad de sus funciones, un «cuerpo extraño», provisto de todos los poderes así como de todos los peligros, objeto sagrado, infinitamente mimado y respetado, depositado con gestos de oficiante en los estantes de una librería impecable, para ser venerado en ella por una secta de adoradores de mirada enigmática.

El Santo Grial.

Bien.

Procuremos desacralizar un poco esta visión del libro que les hemos metido en la cabeza mediante una descripción más «realista» de la manera como tratamos nuestros libros aquellos a quienes nos gusta leer.