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Sin embargo, no ha ocurrido nada milagroso. El mérito del profesor es prácticamente nulo en esta historia.

El placer de leer estaba muy cercano, secuestrado en esos graneros adolescentes por un miedo secreto: el miedo (muy, muy antiguo) a no entender.

Habían olvidado pura y simplemente lo que era un libro, lo que tenía que ofrecer. Habían olvidado, por ejemplo, que una novela cuenta fundamentalmente una historia. No sabían que una novela debe ser leída como una novela: aplacar fundamentalmente nuestra sed de narración.

Para satisfacer esta gazuza, se habían entregado desde hacía mucho tiempo a la tele, que trabajaba en cadena, empalmando dibujos animados, series, culebrones y thrillers en un rosario sin fin de estereotipos intercambiables: nuestra ración de ficción. Algo que llena la cabeza de la misma manera que hincha la barriga, sacia, pero no aprovecha al cuerpo. Digestión inmediata. Uno se siente tan solo después como antes.

Con la lectura pública de El perfume, se encontraron con Süskind: una historia, sin duda, un buen relato, divertido y barroco, pero una voz también, la de Süskind (más adelante, en una redacción, se le llamará un «estilo»). Una historia, sí, pero contada por alguien.

—Increíble, ese principio, señor: «Los aposentos apestaban… los hombres y las mujeres apestaban… apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias… el rey apestaba…», ¡a nosotros, que se nos prohíben las repeticiones! Es bonito, sin embargo, ¿no? Es divertido, pero también es bonito, ¿no?

Sí, el encanto del estilo se suma a la gracia de la narración. Vuelta la última página, nos sigue acompañando el eco de esa voz. Y además, la voz de Süskind, incluso a través del doble filtro de la traducción y de la voz del profe, no es la de García Márquez, «¡eso se ve enseguida!», o la de Calvino. De ahí esta extraña impresión de que, allí donde el estereotipo habla la misma lengua a todo el mundo, Süskind, García Márquez y Calvino, hablando cada uno de ellos su propio idioma, se dirigen sólo a mí, sólo cuentan su historia a mí, joven viuda siciliana, Chupa de cuero sin moto, Tupé y Camperas, a mí, Burlington, que ya no confundo sus voces y me permito tener preferencias.

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos».

—¡Me la sé de memoria la primera frase de Cien años de soledad! Con estas piedras, enormes como huevos prehistóricos

(Gracias, señor García Márquez, usted es el causante de un juego que durará todo el año: captar y retener las primeras frases o los fragmentos predilectos de una novela que nos ha gustado).

—Para mí, es el comienzo de Adolphe, sobre la timidez, ya sabes: «Yo no sabía que, incluso con su hijo, mi padre era tímido, y que muchas veces, después de haber esperado largo tiempo de mí unas muestras de afecto que su aparente frialdad parecía prohibirme, me abandonaba con los ojos bañados en lágrimas, y se quejaba a los demás de que yo no lo quería».

—¡Exactamente igual que mi padre y yo!

Estábamos callados, delante del libro cerrado. Ahora nos movíamos en el presente desplegado en sus páginas.

Es verdad que la voz del profesor ha intervenido en esta reconciliación: evitándonos el esfuerzo de desciframiento, dibujando claramente las situaciones, plantando los decorados, encarnando los personajes, subrayando los temas, acentuando los matices, efectuando, lo más limpiamente posible, su trabajo de revelador fotográfico. Pero, muy pronto, la voz del profe se interpone…, placer parásito de una alegría más sutil.

—Nos ayuda que usted nos lea, señor, pero me gusta, después, encontrarme a solas con el libro.

Es que la voz del profesor —relato ofrecido— me ha reconciliado con la escritura, y, con ello, me ha devuelto el gusto de mi secreta y silenciosa voz de alquimista, la misma que, unos diez años antes, se maravillaba de que mamá en el papel correspondiera a mamá en la vida.

El auténtico placer de la novela reside en el descubrimiento de esta intimidad paradójica: el autor y yo… La soledad de esta escritura reclama la resurrección del texto por mi propia voz muda y solitaria.

El profesor sólo es aquí una celestina. Ya es hora de que se largue de puntillas.