¡Querido señor Süskind, gracias! Sus páginas despiden un aroma que dilata las narices y provoca carcajadas. Jamás su Perfume tuvo lectores más entusiastas que esos treinta y cinco, tan poco dispuestos a leerle. Le ruego crea que, pasados los diez primeros minutos, la joven viuda siciliana le encontraba de su edad. Todas aquellas pequeñas muecas para no dejar que su risa sofocara su prosa resultaban incluso conmovedoras. Burlington abría unos ojos como orejas, y «¡psst!, ¡joder, calla!» como algún compañero dejara escapar su hilaridad. Hacia la página treinta y dos, en aquellas líneas en las que compara a su Jean-Baptiste Grenouille, entonces pensionista en casa de Madame Gaillard, a una garrapata perpetuamente emboscada (¿se acuerda?, «la solitaria garrapata que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes…»), ¡pues bien!, en medio de esas páginas, donde descendemos por primera vez a las húmedas profundidades de Jean-Baptiste Grenouille, Tupé y Camperas se ha dormido, con la cabeza entre los brazos cruzados. Un profundo sueño con una respiración regular. No, no, no lo despierte, nada mejor que una buena cabezada después de una nana, sigue siendo el primerísimo de los placeres en el orden de la lectura. Tupé y Camperas se ha vuelto de nuevo muy pequeño, muy confiado… y no es mucho mayor cuando, al sonar la hora, exclama:
—¡Mierda, me he dormido! ¿Qué ha ocurrido en casa de la Gaillard?