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Sin embargo, si bien la lectura no es un acto de comunicación inmediata, es, finalmente, objeto de reparto. Pero un reparto largamente diferido, y ferozmente selectivo.

Si pensamos en la parte de las grandes lecturas que debemos a la Escuela, a la Crítica, a todas las formas de publicidad, o, por el contrario, al amigo, al amante, al compañero de clase, o a veces incluso a la familia —cuando no coloca los libros en el estante de la educación—, el resultado es claro: las cosas más hermosas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido. Y a un ser querido será el primero a quien hablemos de ellas. Quizá, justamente, porque lo típico del sentimiento, al igual que del deseo de leer, consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras preferencias a los que preferimos. Y estos repartos pueblan la invisible ciudadela de nuestra libertad. Estamos habitados por libros y por amigos.

Cuando un ser querido nos da a leer un libro, le buscamos en un principio a él en sus líneas, sus gustos, las razones que le han llevado a colocarnos ese libro en las manos, las señales de una fraternidad. Después el texto nos domina y olvidamos al que nos ha sumido en él; en eso consiste, justamente, la fuerza de una obra, ¡barrer también esa contingencia!

Sin embargo, con el paso de los años, la evocación del texto trae el recuerdo del otro; algunos títulos vuelven a convertirse entonces en caras.

Y, para ser totalmente justo, no siempre la cara de un ser querido, sino (¡oh, raras veces!) la de un crítico o de un profesor.

Así ocurre con Pierre Dumayet, con su mirada, con su voz, con sus silencios, que, en el Lectures pour tous de mi infancia, expresaban todo su respeto por el lector en que, gracias a él, yo me convertiría. Así ocurre con aquel profesor cuya pasión por los libros sabía armarle de paciencia y darnos incluso la ilusión del amor. ¡Tenía que preferirnos mucho —o apreciarnos— a sus alumnos, para darnos a leer lo que le resultaba más querido!