34

¡Difícil enseñar las Bellas Letras, cuando la lectura exige hasta tal punto el retiro y el silencio!

¿La lectura, acto de comunicación? ¡Otra graciosa broma de los comentaristas! Lo que leemos, lo callamos. Las más de las veces conservamos el placer del libro leído en el secreto de nuestra celosía. Bien porque no vemos en él nada que decir, bien porque, antes de poder decir una palabra, tenemos que dejar que el tiempo efectúe su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es la garantía de nuestra intimidad. El libro ha sido leído pero nosotros todavía seguimos en él. Basta su evocación para abrir un refugio a nuestro rechazo. Nos preserva del Gran Exterior. Nos ofrece un observatorio levantado muy por encima de los paisajes contingentes. Hemos leído y nos callamos. Nos callamos porque hemos leído. Sería bonito que nos aguardara un emboscado en la esquina de nuestra lectura para preguntarnos: «¿Quéeee? ¿Está bien? ¿Lo has entendido? ¡Un informe!».

A veces, es la humildad la que dirige nuestro silencio. No la gloriosa humildad de los analistas profesionales, sino la conciencia íntima, solitaria, casi dolorosa, de que esa lectura, ese autor acaban, como se dice, ¡de «cambiar mi vida»!

O, de repente, ese otro deslumbramiento, que nos deja atónitos: ¿Cómo es posible que lo que acaba de alterarme hasta este punto no haya modificado en nada el orden del mundo? ¿Es posible que nuestro siglo haya sido lo que ha sido después de que Dostoievski escribiera Los demonios? ¿De dónde salen Pol Pot y los demás cuando se ha imaginado el personaje de Piotr Verjovenski? ¿Y el terror de los campos, cuando Chéjov ha escrito Sajalín? ¿Quién se ha iluminado con la blanca luz de Kafka donde nuestras peores evidencias se recortaban como placas de zinc? Y, justo en el momento en que se desarrollaba el horror, ¿quién prestó atención a Walter Benjamin? ¿Y cómo es posible que, cuando todo hubo pasado, la tierra entera no leyera La especie humana de Robert Antelme, aunque sólo fuera para liberar al Cristo de Carlo Levi, definitivamente detenido en Éboli?

Que unos libros puedan alterar hasta tal punto nuestra conciencia y dejar que el mundo siga de mal en peor, es algo que deja sin palabras.

Silencio, pues…

Salvo, claro está, para los fabricantes de frases del poder cultural.

¡Ah!, esas conversaciones de salón en las que, como nadie tiene nada que decir a nadie, la lectura adquiere el rango de tema de conversación posible. ¡La novela rebajada a una estrategia de la comunicación! Tantos aullidos silenciosos, tanta gratuidad obstinada para que ese cretino corra a ligarse a esa marisabidilla: «¿Cómo, no ha leído el Viaje al fin de la noche?».

Se mata por menos de eso.