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Algo deprimente de todos modos, esta unanimidad… Como si, desde las observaciones de Rousseau sobre el aprendizaje de la lectura, a las de Klaus Mann sobre la enseñanza de las Letras por el Estado bávaro, pasando por la ironía de la joven esposa del profesor, para culminar en las lamentaciones de los alumnos de aquí y de ahora, el papel de la escuela se limitara siempre y en todas partes al aprendizaje de técnicas, al deber del comentario, y cortara el acceso inmediato a los libros mediante la abolición del placer de leer. Parece establecido desde tiempos inmemoriales, y en todas las latitudes, que el placer no tiene que figurar en el programa de las escuelas y que el conocimiento sólo puede ser el fruto de un sufrimiento bien entendido.

Es defendible, claro está.

No faltan los argumentos.

La escuela no puede ser una escuela del placer, el cual supone una gran dosis de gratuidad. Es una fábrica necesaria de saber que requiere esfuerzo. Las materias enseñadas en ella son los instrumentos de la conciencia. Los profesores encargados de estas materias son sus iniciadores, y no se les puede exigir que canten la gratuidad del aprendizaje intelectual cuando todo, absolutamente todo en la vida escolar —programas, notas, exámenes, clasificaciones, ciclos, orientaciones, secciones—, afirma la finalidad competitiva de la institución, inducida por el mercado del trabajo.

Que el colegial, de vez en cuando, encuentre un profesor cuyo entusiasmo parece considerar las matemáticas en sí mismas, que las enseñe como una de las Bellas Artes, que haga que se las ame por la virtud de su propia vitalidad, y gracias al cual el esfuerzo se convierta en placer, depende del azar del encuentro, no del talante de la Institución.

Lo típico de los seres vivos es hacer amar la vida, incluso bajo la forma de una ecuación de segundo grado, pero la vitalidad jamás ha estado inscrita en el programa de las escuelas.

La función está aquí.

La vida en otra parte.

La lectura se aprende en la escuela.

Amar la lectura…