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«No he encontrado nada estimulante en los cursos impartidos por el Estado. Aunque la materia de enseñanza hubiera sido más rica y más apasionante de lo que era en realidad, la morosa pedantería de los profesores bávaros me habría seguido alejando del más interesante de los temas»…

«Toda la cultura literaria que poseo, la he adquirido fuera de la escuela»…

«Las voces de poetas se confunden en mi memoria con las voces de quienes fueron los primeros en hacérmelos conocer: hay algunas obras maestras de la escuela romántica alemana que no puedo releer sin volver a escuchar la entonación de la voz conmovida y bien timbrada de Mielen. Durante todo el tiempo en que fuimos unos niños que tenían dificultades en leer por sí mismos, ella tuvo la costumbre de leernos».

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«Y, sin embargo, escuchábamos aún con mayor recogimiento la tranquila voz del Mago… Sus autores predilectos eran los rusos. Nos leía Los casacas de Tolstoi y las parábolas extrañamente infantiles, de un didactismo simplista, de su último período… Escuchábamos las historias de Gógol e incluso una obra de Dostoievski…, aquella farsa inquietante titulada Una historia ridícula».

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«Sin la menor duda, las hermosas horas vespertinas pasadas en el despacho de nuestro padre no sólo estimulaban nuestra imaginación sino también nuestra curiosidad. Una vez que se ha saboreado el hechicero encanto de la gran literatura y la confortación que procura, uno quisiera saber cada vez más…, más “historias ridículas”, y parábolas llenas de sabiduría, y cuentos de múltiples significados, y extrañas aventuras. Y así es como uno comienza a leer por sí mismo…»[3].

Así escribía Klaus Mann; hijo de Thomas, el Mago, y de Mielen, la de la voz conmovida y bien timbrada.