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—Pero ¿por qué te afectas tanto, cariño mío? ¡Tus alumnos escriben lo que esperas de ellos!

—¿O sea?

—¡Que hay que leer! ¡El dogma! ¿Supongo que no te esperabas encontrar un montón de trabajos alabando los autos de fe?

—¡Lo que yo espero es que desenchufen sus walkmans y se pongan de una vez a leer!

—En absoluto… Lo que tú esperas es que te entreguen buenas fichas de lectura sobre las novelas que tú les impones, que «interpreten» correctamente los poemas que tú has elegido, que el día del examen de selectividad analicen hábilmente los textos de tu lista, que «comenten» juiciosamente, o «resuman» inteligentemente lo que el tribunal les colocará bajo las narices esa mañana… Pero ni el tribunal, ni tú, ni los padres desean especialmente que estos chicos lean. Tampoco desean lo contrario, fíjate. Desean que saquen adelante sus estudios, ¡punto! Aparte de esto, tienen otras cosas de que ocuparse. ¡Además, también Flaubert tenía otras cosas de que ocuparse! Si enviaba a la Louise a sus libros era para que le dejara en paz, para que le dejara trabajar tranquilo en su Bovary, Y para que no le cargara con un niño. Ésa es la verdad, y tú lo sabes muy bien. Bajo la pluma de Flaubert cuando escribía a Louise «Lee para vivir», quería decir de veras: «Lee para que me dejes vivir», ¿se lo has contado eso a tus alumnos? ¿No? ¿Por qué?

Ella sonríe. Pone la mano sobre la de él:

—Tienes que hacerte a la idea, cariño: el culto al libro depende de la tradición oral. Y tú eres su gran sacerdote.