Pues bien, «el chaval» tiene eso en la cabeza. Ni por un segundo pone el dogma en cuestión. Eso es, por lo menos, lo que se desprende claramente de su redacción:
Tema: ¿Qué piensas del consejo de Gustave Flaubert a su amiga Louise Collet: «¡Lee para vivir!»?
El chaval está de acuerdo con Flaubert, el chaval y sus compañeros, y sus compañeras, todos de acuerdo: «¡Flaubert tenía razón!». Una unanimidad de treinta y cinco trabajos: hay que leer, hay que leer para vivir, y eso es incluso —esta absoluta necesidad de la lectura— lo que nos distingue de la bestia, del bárbaro, del bruto ignorante, del sectario histérico, del dictador triunfante, del materialista bulímico, ¡hay que leer!, ¡hay que leer!
—Para aprender.
—Para sacar adelante nuestros estudios.
—Para informarnos.
—Para saber de dónde venimos.
—Para saber quiénes somos.
—Para conocer mejor a los demás.
—Para saber adónde vamos.
—Para conservar la memoria del pasado.
—Para iluminar nuestro presente.
—Para aprovechar las experiencias anteriores.
—Para no repetir las tonterías de nuestros antepasados.
—Para ganar tiempo.
—Para evadirnos.
—Para buscar un sentido a la vida.
—Para comprender los fundamentos de nuestra civilización.
—Para satisfacer nuestra curiosidad.
—Para distraernos.
—Para informarnos.
—Para cultivarnos.
—Para comunicar.
—Para ejercer nuestro espíritu crítico.
Y el profesor aprueba al margen: «¡sí, sí, B, MB!, BB, exacto, interesante, en efecto, muy correcto», y tiene que contenerse para no exclamar: «¡Más! ¡Más!», él, que en el pasillo del instituto ha visto esta mañana al «chaval» copiar a toda velocidad su ficha de lectura de la de Stéphanie, él, que sabe por experiencia propia que la mayoría de las citas encontradas en esas sensatas redacciones salen de un diccionario especial, él, que sabe a la primera hojeada que los ejemplos elegidos («citad ejemplos sacados de nuestra experiencia personal») proceden de lecturas hechas por otros, él, en cuyos oídos siguen resonando los aullidos que desencadenó al imponer la lectura de la siguiente novela:
—¿Cómo? ¡Cuatrocientas páginas en quince días! ¡Pero no lo terminaremos nunca, señor!
—¡Hay un examen de mates!
—¡Y la semana próxima hay que entregar la redacción de economía!
Y aunque conozca el papel que ha desempeñado la televisión en la adolescencia de Mathieu, de LeIla, de Brigitte, de Camelo de Cédric, el profesor sigue aprobando, con todo el rojo de su estilográfica, cuando Cédric, Camel, Brigitte, Leïla o Mathieu afirman que la tele («¡no quiero abreviaturas en vuestros trabajos!») es la enemiga Número Uno del libro, y también el cine si se piensa bien, pues uno y otro suponen la pasividad más amorfa, cuando leer depende de un acto responsable. (¡MB!)
Aquí, sin embargo, el profesor deja su pluma, alza la mirada como un alumno ensimismado, y se pregunta —¡oh, sólo para sus adentros!— si determinadas películas, de todos modos, no le han dejado recuerdos de libros. ¿Cuántas veces ha «releído» La noche del cazador, Amarcord, Manhattan, Habitación con vistas, El festín de Babette, Fanny y Alexander? Sus imágenes le parecían portadoras del misterio de los signos. Claro está que no son frases de especialista —no sabe nada de la sintaxis cinematográfica y no entiende el léxico de los cinéfilos—, sólo son frases de sus ojos, pero sus ojos le dicen que hay imágenes cuyo sentido no se agota y cuya traducción renueva cada vez la emoción, e incluso imágenes de televisión, sí: la cara del abuelo Bachelard, hace tiempo, en Lectures pour tous…, el mechón de Jankelevitch en Apostrophes[2] aquel gol de Papin contra los milaneses de Berlusconi…
Pero el momento pasa. Vuelve a sus correcciones. (¿Quién contará alguna vez la soledad del corrector de fondo?). A partir de algunos trabajos, las palabras comienzan a bailotear bajo sus ojos. Los argumentos tienden a repetirse. Le invaden los nervios. Lo que recitan sus alumnos es un breviario: ¡Hay que leer, hay que leer! La interminable letanía de la palabra educativa: Hay que leer…, ¡cuando cada una de sus frases demuestra que no leen jamás!