Mientras tanto, en el instituto (como decían en cursiva los tebeos belgas de su generación), los padres:
—Sabe, mi hijo…, mi hija…, los libros…
El profesor de lengua ha entendido: al alumno en cuestión «no le gusta leer».
—Y lo más extraño es que de niño leía mucho…, devoraba incluso, ¿verdad, cariño, que se puede decir que devoraba?
Cariño opina: devoraba.
—¡Hay que decir que le hemos prohibido la televisión! (Otra versión posible: la prohibición absoluta de la tele. Resolver el problema suprimiendo su enunciado, ¡un conocido truco pedagógico!).
—Es verdad, nada de televisión durante el año escolar, ¡es un principio sobre el que jamás hemos transigido!
Nada de televisión, pero piano de cinco a seis, guitarra de seis a siete, danza el miércoles, judo, tenis, esgrima el sábado, esquí de fondo desde los primeros copos, curso de vela desde los primeros rayos, modelado los días de lluvia, viaje a Inglaterra, gimnasia rítmica…
Ni la menor posibilidad ofrecida al más mínimo cuarto de hora de reencuentro consigo mismo.
¡Alto a los sueños!
¡Abajo el aburrimiento!
El bonito aburrimiento…
El largo aburrimiento…
Que permite cualquier creación…
—Procuramos que jamás se aburra.
(Pobre de él…)
—Intentamos, ¿cómo le diría?, intentamos proporcionarle una formación completa…
—Eficaz, sobre todo, cariño, yo diría más bien eficaz.
—Si no, no estaríamos aquí.
—Por suerte, sus notas en matemáticas no son malas…
—Claro que la lengua…
Oh, el pobre, el triste, el patético esfuerzo que imponemos a nuestro orgullo yendo así, burgueses de Calais y de aquí, con las claves de nuestro fracaso por delante, a visitar al profesor de lengua… que escucha, y que dice sí-sí, y al que le gustaría hacerse una ilusión, por una sola vez en su larga vida de profe, hacerse una diminuta ilusión…, pero no:
—¿Cree que un suspenso en francés puede ser motivo de que repita?