Sigue el problema del mayor, arriba, en su habitación.
¡Él también necesitaría reconciliarse con «los libros»!
Casa vacía, padres acostados, televisión apagada, sigue estando solo… delante de la página 48 y la «ficha de lectura» que tiene que entregar mañana…
Mañana…
Breve cálculo mental:
446 - 48 = 398.
¡Trescientas noventa y ocho páginas que tragarse en una noche!
Se entrega a ello valientemente. Una página empuja a la otra. Las palabras del «libro» bailan entre los auriculares de su walkman. Sin alegría. Las palabras tienen pies de plomo. Caen una tras otra, como caballos rematados. Ni siquiera el solo de batería consigue resucitarlas. (¡Un buen batería, sin embargo, Kendall!). Prosigue su lectura sin volverse a mirar los cadáveres de las palabras. Las palabras han entregado su sentido, descansen sus letras en paz. Esta hecatombe no le asusta. Lee como quien avanza. El deber lo empuja. Página 62, página 63.
Lee.
¿Qué lee?
La historia de Emma Bovary.
La historia de una joven que había leído mucho:
«Emma había leído Pablo y Virginia y había soñado con la casita de bambú, con el negro Domingo, con el perro Fiel, pero sobre todo con la dulce amistad de algún hermanito, que subiera a buscar para ella frutas rojas a los grandes árboles, más altos que campanarios, o que corriera descalzo por la arena, llevándole un nido de pájaros».
Lo mejor es telefonear a Thierry, o a Stéphanie, para que mañana por la mañana le pasen su ficha de lectura, y la copia en un periquete, antes de entrar en clase, dicho y hecho, se lo deben de sobras.
«Cuando cumplió trece años, su padre la llevó a la ciudad para meterla en un internado. Se alojaron en una fonda del barrio de Saint Gervais, donde les pusieron para la cena unos platos pintados que representaban la historia de la señorita de La Valliere. Las leyendas explicativas, cortadas aquí y allí por los rasguños de los cuchillos, glorificaban todas ellas la religión, las delicadezas del corazón y las pompas de la Corte».
La fórmula: «Les pusieron para la cena unos platos pintados…» le arranca una sonrisa fatigada:… «¿Les dieron para cenar unos platos vacíos? ¿Les hicieron papear la historia de esa La Valliere?». Se las da de listo. Se cree al margen de su lectura. Error, su ironía ha dado en el clavo. Porque sus desdichas simétricas proceden de ahí: Emma es capaz de ver su plato como un libro, y él su libro como un plato.