«La lectura es el azote de la infancia y prácticamente la única ocupación que sabemos darle. (…) Un niño no siente gran curiosidad por perfeccionar un instrumento con el que se le atormenta; pero conseguid que ese instrumento sirva a su placer y no tardará en aplicarse a él a vuestro pesar.
Buscar los mejores métodos para enseñar a leer llega a convertirse en una gran preocupación, se inventan escritorios, cartulinas, se convierte el cuarto del niño en una imprenta (…) ¡Qué lástima! Un medio más seguro que todos ésos, y que siempre se olvida, es el deseo de aprender. Dadle al niño este deseo, y dejadle después vuestros escritorios (…); cualquier método le parecerá bueno.
El interés presente; ése es el gran móvil, el único que nos lleva lejos de modo seguro.
(…)
Añadiré una sola frase que es una máxima importante: suele conseguirse con gran seguridad y premura aquello que no se tiene prisa en conseguir».
¡De acuerdo, de acuerdo, Rousseau no debería tener voz en el tema, él, que arrojó a sus hijos junto con el agua de la bañera familiar! (Imbécil cantinela…).
No importa…, interviene para recordarnos que la obsesión adulta por «saber leer» no data de ayer… ni tampoco la idiotez de los inventos pedagógicos que se elaboran contra el deseo de aprender.
Y además (¡oh, la risa burlona del ángel paradójico!) ocurre que un mal padre posee excelentes principios educativos y un buen pedagogo execrables. Así es la vida.
Pero si Rousseau no es presentable, qué pensar de Valéry (Paul) —que no tenía nada que ver con la Asistencia Pública—, cuando dirigiendo a las jóvenes de la austera Légion d’honneur el discurso más edificante posible, y más respetuoso de la institución escolar, pasa de repente a lo esencial de lo que se puede decir en materia de amor, de amor al libro:
«Señoritas, no es bajo la forma de vocabulario y sintaxis como la Literatura comienza a seducimos. Acuérdense simplemente de cómo las Letras se introducen en nuestra vida. En la edad más tierna, apenas han cesado de cantarnos la canción que hace sonreír y dormirse al recién nacido, se abre la era de los cuentos. El niño los bebe como bebía su leche. Exige la continuación y la repetición de las maravillas; es un público despiadado y excelente. Dios sabe cuántas horas he perdido alimentando con magos, monstruos, piratas y hadas a unos pequeños que gritaban: ¡Más! a su padre agotado».