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Si, como se dice, mi hijo, mi hija, los jóvenes no aman la lectura —y el verbo es exacto, porque se trata de una herida de amor—, no hay que acusar a la televisión, ni a la modernidad, ni a la escuela. O a todo eso si se quiere, pero sólo después de habernos planteado una pregunta primordial: ¿qué hemos hecho del lector ideal que era en los tiempos en que nosotros interpretábamos a la vez el papel del narrador y del libro?

¡Enorme traición!

Formábamos, él, el relato y nosotros, una Trinidad cada noche reconciliada; ahora él se encuentra solo, delante de un libro hostil.

La ligereza de nuestras frases le liberaba de la pesadez; el indescifrable hormigueo de las letras ahoga hasta sus tentaciones de sueño.

Le iniciamos en el viaje vertical; él se ha aplastado por el estupor del esfuerzo.

Le dotamos de ubicuidad; ahora está atrapado en su habitación, en su clase, en su libro, en una línea, en una palabra.

¿Dónde se ocultan, pues, todos aquellos personajes mágicos, aquellos hermanos, aquellas hermanas, aquellos reyes, aquellas reinas, aquellos héroes, tan perseguidos por tantos malvados, y que lo aliviaban de la preocupación por sí mismo llamándolo en su ayuda? ¿Es posible que tengan algo que ver con esas huellas de tinta brutalmente aplastada que se llaman letras? ¿Es posible que aquellos semidioses hayan sido desmigajados hasta ese punto, reducidos a esos tipos de imprenta? ¿El libro convertido en ese objeto? ¡Curiosa metamorfosis! Lo contrario de la magia. ¡Sus héroes y él sofocados conjuntamente en el mudo espesor del libro!

Y no es la menor de las metamorfosis este empecinamiento de papá y mamá en querer, como la maestra, hace de liberar este sueño aprisionado.

—Vamos, ¿qué le ha pasado al príncipe, eh? ¡Estoy esperando!

Esos padres que jamás, jamás, cuando le leían un libro se preocupaban por saber si había entendido que la Bella dormía en el bosque porque se había pinchado con la rueca, y Blancanieves porque había mordido la manzana. (Las primeras veces, además, no lo había entendido en absoluto. ¡Había tantas maravillas en aquellas historias, tantas palabras bonitas, y tanta emoción! Se aplicaba al máximo en esperar su pasaje preferido, que él mismo recitaba en su interior llegado el momento; después venían los otros, más oscuros, donde se anudaban todos los misterios, pero poco a poco lo entendía todo, absolutamente todo, y sabía perfectamente que si la Bella dormía, era a causa de la rueca, y Blancanieves debido a la manzana…).

—Repito la pregunta: ¿qué le ocurrió al príncipe cuando su padre lo expulsó del castillo?

Insistimos, insistimos. ¡Dios mío, no es concebible que este chiquillo no haya entendido el contenido de estas quince líneas! ¡Quince líneas no son la travesía del desierto!

Éramos su cuentista, nos hemos convertido en su contable.

—¡Pues ahora nada de televisión!

¡Vaya, sí…!

Sí… La televisión elevada a la dignidad de recompensa… y, como corolario, la lectura rebajada al papel de tarea… Esta ocurrencia es nuestra…