No por ello nos convertimos en unos padres indignos. No le abandonamos en la escuela. Por el contrario, seguimos muy de cerca sus progresos. La maestra nos tenía por padres atentos, presentes en todas las reuniones, «abiertos al diálogo».
Ayudamos al aprendiz a hacer sus deberes y cuando manifestó los primeros signos de cansancio en materia de lectura, insistimos valientemente en que leyera su página diaria, en voz alta, y entendiera su sentido.
No siempre fácil.
Un parto de cada sílaba.
El sentido de la palabra perdido en el mismo esfuerzo de su composición.
El sentido de la frase atomizado por la cantidad de palabras.
Retroceder.
Repetir.
Incansablemente.
—A ver, ¿qué acabas de leer ahora? ¿Qué quiere decir?
Y eso, en el peor momento del día. O sea a su regreso de la escuela, o sea a nuestro regreso del trabajo. O sea en la cumbre de su fatiga, o sea en el vacío de nuestras fuerzas.
—¡No haces ningún esfuerzo!
Nervios, gritos, renuncias espectaculares, puertas que suenan, o testarudez:
—¡A repetirlo todo, a repetirlo todo desde el principio!
Y lo repetía, desde el principio, deformando cada palabra con el temblor de sus labios.
—¡No seas farsante!
Pero aquella infelicidad no intentaba engañamos. Era una infelicidad real, incontrolable, que nos expresaba el dolor, precisamente, de no poder controlar nada, de no interpretar el papel a nuestra satisfacción, y que se alimentaba mucho más de la fuente de nuestra inquietud que de las manifestaciones de nuestra impaciencia.
Porque estábamos inquietos.
Con una inquietud que no tardó en compararle con otros chicos de su edad.
Y en interrogar a otros amigos cuya hija, no, no, iba muy bien en la escuela, y devoraba los libros, sí.
¿Era sordo? ¿Quizá disléxico? ¿Protagonizaría un «fracaso escolar»? ¿Acumularía un retraso irrecuperable?
Consultas varias: audiograma de lo más normal. Diagnósticos tranquilizadores de los ortofonistas. Serenidad de los psicólogos…
¿Entonces qué?
¿Vago?
¿Simplemente vago?
No, iba a su ritmo, eso es todo, y que no es necesariamente el de otro, y que no es necesariamente el ritmo uniforme de una vida, su ritmo de aprender a leer, que conoce sus aceleraciones y sus bruscas regresiones, sus períodos de bulimia y sus largas siestas digestivas, su sed de progresar y su miedo a decepcionar…
Sólo que nosotros, «pedagogos», somos unos ávidos usureros. Poseedores del Saber, lo prestamos a interés. Tiene que rendir. ¡Y rápido! Porque, si no, dudamos de nosotros mismos.