¿Nos dejamos cegar por ese entusiasmo? ¿Creímos que a un niño le bastaba con disfrutar de las palabras para dominar los libros? ¿Pensamos que el aprendizaje de la lectura nos venía dado, como los de la marcha vertical o el lenguaje…, otro privilegio de la especie, en suma? En cualquier caso, es el momento que elegimos para poner fin a nuestras lecturas nocturnas.
La escuela le enseñaba a leer, a él le apasionaba, era un viraje en su vida, una nueva autonomía, otra versión del primer paso, eso es lo que nos dijimos, muy confusamente, sin decírnoslo realmente, tan «natural» nos pareció el acontecimiento, una etapa como otra en una evolución biológica sin tropiezos.
Ahora ya era «mayor», podía leer solo, caminar solo por el territorio de los signos…
Y devolvemos finalmente nuestro cuarto de hora de libertad.
Su recién estrenado orgullo no hizo gran cosa para contradecirnos. Se metía en su cama, BABAR abierto de par en par sobre sus rodillas, una arruga de tenaz concentración entre los ojos: leía.
Tranquilizados por esta pantomima, abandonábamos su cuarto sin entender —o sin querer confesarnos— que lo que un niño comienza por aprender no es la acción, sino el gesto de la acción, y que, si bien puede ayudarle al aprendizaje, esta ostentación está encaminada fundamentalmente a tranquilizarle, complaciéndonos.