En eso, como en otras cosas, la vida se manifestó por la erosión de nuestro placer. Un año de historias al pie de su cama, sí. Dos años, vale. Tres, si no hay más remedio. Suman mil noventa y cinco historias, a razón de una por noche. ¡1.095, son historias! Y si sólo fuera el cuarto de hora del cuento… pero está el que le precede. ¿Qué voy a contarle esta noche? ¿Qué voy a leerle?
Conocimos las angustias de la inspiración.
Al comienzo, nos ayudó. Lo que su embeleso exigía de nosotros no era una historia, sino la misma historia.
—¡Otra vez! ¡Otra vez Pulgarcito! Pero, cariñito, no sólo está Pulgarcito, caramba, está…
Pulgarcito, nada más.
¿Quién hubiera imaginado que un día añoraríamos la época feliz en que su bosque estaba poblado exclusivamente por Pulgarcito? Faltó poco para que maldijéramos haberle enseñado la diversidad, ofrecido la elección.
—¡No, ése ya me lo has contado!
Sin llegar a ser una obsesión, el problema de la elección se convirtió en un rompecabezas. Con breves resoluciones: ir el sábado a una librería especializada y consultar la literatura infantil. El sábado por la mañana lo dejábamos para el sábado siguiente. Lo que para él seguía siendo una espera sagrada había entrado para nosotros en el campo de las preocupaciones domésticas. Preocupación menor, pero que se sumaba a las demás, de dimensiones más respetables. Menor o no, una preocupación heredada de un placer es algo que hay que vigilar de cerca. No lo hicimos.
Vivimos momentos de rebelión.
—¿Por qué yo? ¿Por qué no tú? ¡Lo siento, esta noche eres tú quien le cuenta el cuento!
—Ya sabes que yo no tengo imaginación…
En cuanto se presentaba la ocasión, delegábamos en otra voz que se colocara a su lado, primo, prima, canguro, tía de paso, una voz hasta entonces virgen, a la que todavía le gustaba el ejercicio, pero que se desencantaba pronto ante sus exigencias de público puntilloso.
—¡Así no se le contesta a la abuela!
También hicimos trampas vergonzosas. Más de una vez intentamos convertir el precio que él daba a la historia en moneda de cambio.
—¡Si sigues así, esta noche no te cuento el cuento!
Amenaza que ejecutábamos raramente. Soltar un grito o dejarle sin postre no tenía importancia. Mandarle a la cama sin contarle su cuento era sumir su jornada en una noche demasiado negra. Y era abandonarlo sin haberle reencontrado. Castigo intolerable, tanto para él como para nosotros.
El caso es que llegamos a lanzar esta amenaza… bueno, alguna vez… la expresión soterrada de un cansancio, la tentación apenas confesada de utilizar por una vez ese cuarto de hora en otra cosa, otra urgencia doméstica, o en tener un momento de silencio, mente… en una lectura para uno mismo.
El narrador, en nuestro interior, estaba sin dispuesto a ceder la antorcha.