¿Qué ha ocurrido, pues, entre aquella intimidad de entonces y él ahora, encallado contra un libro-acantilado, mientras que nosotros intentamos entenderlo (o sea, tranquilizarnos) acusando al siglo y su televisión que tal vez nos hemos olvidado de apagar?
¿La culpa es de la tele?
¿El siglo XX demasiado «visual»? ¿El XIX demasiado descriptivo? ¿Y por qué no el XVIII demasiado racional, el XVII demasiado clásico, el XVI demasiado renacentista, Pushkin demasiado ruso y Sófocles demasiado muerto? Como si las relaciones entre el hombre y el libro necesitaran siglos para espaciarse.
Bastan unos pocos años.
Unas pocas semanas.
El tiempo de un malentendido.
En la época en que, al pie de su cama, evocábamos el vestido rojo de Caperucita Roja, y, hasta en sus más mínimos detalles, el contenido de su cesta, sin olvidar las profundidades del bosque, las orejas de la abuela tan extrañamente peludas de repente, la clavijilla y la aldabilla, no recuerdo que nuestras descripciones le parecieran demasiado largas.
No es que desde entonces hayan pasado siglos. Han pasado esos momentos que se llaman la vida, a los que se confiere un aspecto de eternidad a fuerza de principios intangibles: «Hay que leer».