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Así se desarrollan nuestras conversaciones, victoria perpetua del lenguaje sobre la opacidad de las cosas, silencios luminosos que expresan más de lo que callan. Vigilantes e informados, no somos víctimas de nuestra época. El mundo entero está en lo que decimos… y enteramente iluminado por lo que callamos. Somos lúcidos. Mejor dicho, poseemos la pasión de la lucidez.

¿De dónde viene, entonces, esta vaga tristeza posconversacional? ¿Este silencio de medianoche, en la casa dueña de nuevo de sí misma? ¿Sólo es la perspectiva de los platos por fregar? Veamos… A unos centenares de metros de aquí —semáforo—, nuestros amigos están atrapados en el mismo silencio que, pasada la borrachera de la lucidez, se apodera de las parejas, de vuelta a casa, en sus coches inmovilizados. Es como un regusto de resaca, el final de una anestesia, una lenta recuperación de la conciencia, el retorno a uno mismo, y la sensación vagamente dolorosa de no reconocernos en lo que hemos dicho. Nosotros no estábamos ahí. Estaba todo el resto, sí, los argumentos eran acertados —y desde esta perspectiva teníamos razón—, pero nosotros no estábamos. Ni la menor duda, otra velada sacrificada a la práctica anestesiante de la lucidez.

Así es como… crees regresar a tu casa, y regresas, en realidad, a ti mismo.

Lo que decíamos hace un momento, alrededor de la mesa, estaba en las antípodas de lo que se decía en nosotros. Hablábamos de la necesidad de leer, pero estábamos arriba, en su cuarto, cerca de él, que no lee. Enumerábamos las buenas razones que la época le ofrece para no amar la lectura, pero intentábamos salvar el libro-muralla que nos separa de él. Hablábamos del libro cuando sólo pensábamos en él.

Él, que no mejoró las cosas bajando a la mesa en el último segundo, sentando en ella sin una palabra de disculpa su pesadez adolescente, no haciendo el más mínimo esfuerzo por participar en la conversación, y que, finalmente, se levantó sin esperar el postre:

—¡Lo siento, tengo que leer!