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En suma, habrían podido decirse muchas cosas para medir la distancia que hay entre el libro y él.

Las dijimos todas.

Que la televisión, por ejemplo, no es la única culpable.

Que las décadas transcurridas entre la generación de nuestros hijos y nuestra propia juventud de lectores han tenido el efecto de siglos.

De manera que, si bien nos sentimos psicológicamente más próximos a nuestros hijos de lo que nuestros padres lo estaban con respecto a nosotros, seguimos estando, intelectualmente hablando, más próximos a nuestros padres.

(Aquí, controversia, discusión, puntualización de los adverbios «psicológicamente» e «intelectualmente». Refuerzo de un nuevo adverbio):

Afectivamente más próximos, si prefieres.

—¿Efectivamente?

—No he dicho efectivamente, he dicho afectivamente.

—En otras palabras, estamos afectivamente más próximos a nuestros hijos, pero efectivamente más próximos a nuestros padres, ¿no es eso?

—Es un «hecho social». Una acumulación de «hechos sociales» que podrían resumirse en que nuestros hijos son también hijos e hijas de su época mientras que nosotros sólo éramos hijos de nuestros padres.

—¿…?

—¡Claro que sí! De adolescentes, no éramos los clientes de nuestra sociedad. Comercial y culturalmente hablando, era una sociedad de adultos. Ropas comunes, platos comunes, cultura común, el hermano pequeño heredaba los trajes del mayor, comíamos el mismo menú, a las mismas horas, en la misma mesa, dábamos los mismos paseos el domingo, la tele unía a la familia en una única y misma cadena (mucho mejor, además, que todas las de hoy), y, en materia de lectura, la única preocupación de nuestros padres era colocar determinados títulos en estantes inaccesibles.

—En cuanto a la generación anterior, la de nuestros abuelos, prohibía pura y simplemente la lectura a las chicas.

—¡Es cierto! Sobre todo la de novelas: Da imaginación, la loca de la casa. Eso es malo para el matrimonio…

—Mientras que hoy… los adolescentes son clientes de pleno derecho de una sociedad que los viste, los distrae, los alimenta, los cultiva; en la que florecen los macdonalds, los burgers y las boutiques de moda. Nosotros íbamos a guateques, ellos a discotecas, nosotros leíamos un libro, ellos se rodean de cassettes… A nosotros nos gustaba comulgar bajo los auspicios de los Beatles, ellos se encierran en el autismo del walkman… Se ve incluso esa cosa increíble de barrios enteros confiscados por adolescentes, gigantescos territorios urbanos entregados a sus vagabundeos.

—Aquí, evocación del Beaubourg.

Beaubourg…

La Barbarie-Beaubourg…

¡Beaubourg, la visión hormigueante, Beaubourg-el vagabundeo-la droga-la violencia… Beaubourg, y la llaga del RER… el Agujero de Les Halles![1]

—¡De donde surgen las hordas iletradas al pie de la mayor biblioteca pública de Francia!

Nuevo silencio…, uno de los más hermosos: el del «ángel paradójico».

—¿Tus hijos frecuentan el Beaubourg?

—Rara vez. Por suerte vivimos en el Quince.

Silencio…

Silencio…

—En fin, que ya no leen.

—No.

—Demasiado solicitados por otras cosas.

—Sí.