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Y ahí le tenemos, el adolescente encerrado en su cuarto, delante de un libro que no lee. Todos sus deseos de estar en otra parte crean entre él y las páginas abiertas una pantalla glauca que enturbian los renglones. Está sentado ante la ventana, la puerta cerrada a su espalda. Página 48. No se atreve a contar las horas pasadas a la espera de esta página cuarenta y ocho. El libro tiene exactamente cuatrocientas cuarenta y seis. O sea quinientas. ¡500 páginas! Si tuviera diálogos, pase. ¡Qué va! Páginas llenas de renglones comprimidos entre márgenes minúsculos, párrafos negros amontonados entre sí, y, aquí y allí, el favor de un diálogo: un guión, como un oasis, que indica que un personaje habla con otro personaje. Pero el otro no le contesta. ¡Sigue un bloque de doce páginas! ¡Doce páginas de tinta negra! ¡Te ahogas! ¡Oh, cómo te ahogas! ¡Puta, joder, mierda! Suelta tacos. Lo siente, pero suelta tacos. ¡Puta, joder, mierda de coño de libro! Página cuarenta y ocho… ¡Si se acordara, por lo menos, del contenido de las cuarenta y siete primeras! Ni siquiera se atreve a plantearse la pregunta, que, inevitablemente, le plantearán. Ha caído la noche de invierno. De las profundidades de la casa sube hasta él la sintonía del telediario. Todavía media hora hasta la cena. Un libro es algo extraordinariamente compacto. No se deja mermar. Parece, además, que arde con mucha dificultad. Ni siquiera el fuego consigue meterse entre sus páginas. Falta de oxígeno. Todas las reflexiones que se hacen al margen. Y sus márgenes son inmensos. Un libro es espeso, es compacto, es denso, es un objeto contundente. ¿Qué diferencia hay entre la página cuarenta y ocho y la ciento cuarenta y ocho? El paisaje es el mismo. Recuerda los labios del profe al pronunciar el título. Oye la pregunta unánime de los compañeros:

—¿Cuántas páginas?

—Trescientas o cuatrocientas…

(Embustero…)

—¿Para cuándo?

El anuncio de la fecha fatídica desencadena un concierto de protestas:

—¿Quince días? ¡Cuatrocientas páginas (quinientas) en quince días! ¡Pero es imposible, señor!

El señor no negocia.

Un libro es un objeto contundente y es un bloque de eternidad. Es la materialización del tedio. Es el libro. «El libro». Jamás lo nombra de otra manera en sus disertaciones: el libro, un libro, los libros, unos libros.

«En su libro Pensamientos, Pascal nos dice que…».

Por mucho que el profe proteste en rojo anotando que ésa no es la denominación correcta, que hay que hablar de una novela, de un ensayo, de una colección de cuentos, de poemas, que la palabra «libro», en sí, en su aptitud para designado todo, no expresa nada concreto, que una guía telefónica es un libro, al igual que un diccionario, una guía de viajes, un álbum de sellos, un libro de cuentas…

Nada que hacer, la palabra se impondrá de nuevo a su pluma en su siguiente redacción:

«En su libro Madame Bovary, Flaubert nos dice que…».

Porque, desde el punto de vista de su soledad presente, un libro es un libro. Y cada libro pesa su peso de enciclopedia, de aquella enciclopedia con tapas de cartón, por ejemplo, cuyos volúmenes deslizaban debajo de sus nalgas cuando era niño para que estuviera a la altura de la mesa familiar.

Y el peso de cada libro es de los que tiran de espaldas. Él se ha sentado en su silla relativamente ligero hace un instante: la ligereza de las decisiones tomadas. Pero, al cabo de unas páginas, se ha sentido invadido por esa pesadez dolorosamente familiar, el peso del libro, peso del tedio, insoportable fardo del esfuerzo inalcanzado.

Sus párpados le anuncian la inminencia del naufragio.

El escollo de la página 48 ha abierto una vía de agua debajo de su línea de resoluciones.

El libro le arrastra.

Zozobran.