El fantasma peregrino

El que sólo busca su interés

no encuentra nada.

GOETHE

Con el pie derecho clavado en el acelerador, la aguja en los tres dígitos, circulando a toda pastilla como alma que lleva el diablo, llegué a Mason City en unos cuarenta minutos. Dados mis reflejos de mierda, volar de esa manera resultaba difícil de justificar, pero o me concentraba en mi manera de conducir, a todo trapo, o en las ratas de alcantarilla que me mordisqueaban los nervios. Pero aguantaba, puede que como un sabueso viejo y desdentado con bozal agarrado al culo de un oso pardo, pero aguantaba de todas formas. Las dos cervezas frías que me había tomado ayudaban, el alcohol embotaba los bordes en carne viva y el líquido me hidrataba las células resecas. Me habría metido un par más si hubiera pensado que podía abrir la nevera sin sacar el bote de speed: otro obstáculo del que yo mismo era culpable, y que casi hacía que me echara en el suelo del coche a llorar. Pero que estuviera resistiéndome a la acuciante necesidad neurológica de refresco químico me hizo creer que tenía una posibilidad; débil, claro está, pero que iba en aumento.

Sin embargo no tenía plan, lo cual también estaba bien, ya que me faltaba la coherencia continuada para llevarlo a cabo. Sin embargo, en un típico brote de perversidad, recordé las recientes y severas admoniciones que me decían que tuviera cuidado, que prestara atención a los detalles, que evaluara toda la gama de posibilidades, y que en general tuviera en mente que la fortuna está del lado de quien se prepara… aunque me parecía que tanto la mente como la fortuna eran monos borrachos en el ojo de tigre. Sorprendido por la señal que indicaba los límites de la ciudad de Mason City, decidí al menos intentarlo con lo básico, así que hice un crispado recuento de los pasos esenciales: comer, llenar el Caddy con gasolina de alto octanaje, comprar un poco de queroseno y averiguar con la mayor exactitud posible dónde se había estrellado el avión. Me planteé un momento cómo salir mi equipo y yo del lugar del accidente después de prender la hoguera, pero me imaginé que con una llamada a una compañía de radio-taxi lo solucionaría. Lo primero era entregar el regalo, luego ya me preocuparía de escabullirme.

Mi primera parada fue en el café Blue Moon, donde pedí beicon, huevos, una pila pequeña de tortitas de alforfón y algo de información. Lo tenían todo excepto la información, pero una de las camareras consultó a otra, la otra camarera preguntó al cocinero, y luego los tres juntos preguntaron a los otros cuatro clientes. La opinión general era que Tommy Jorgenson era la persona que tenía más posibilidades de saber dónde se estrelló el avión con toda exactitud, y que probablemente lo encontraría en su gasolinera Standard ocho manzanas más abajo a la izquierda.

Terminé lo que pude de mi desayuno, dejé una propina de diez dólares y me fui encorvado al Caddy tratando de abrirme paso entre el frío punzante. Había oído a un tipo con la cara roja y una gorra de John Deere intentando convencer al cocinero del Blue Moon de que apostara a que no nevaría antes de que anocheciera, y mientras ponía en marcha el Caddy deseé que el cocinero hubiera aceptado la apuesta. Creo que yo no lo habría hecho: notaba que la nieve se estaba formando en el aire. Sólo esperaba que tardara un par de horas. No tenía ningunas ganas de ir dando bandazos en una carretera resbaladiza por la nieve y estrellar el Caddy contra un poste eléctrico a pocas millas de mi destino. Había llegado demasiado lejos y con demasiado esfuerzo para acabar con una ironía tan cruel. Una vez que el Caddy se calentó fui hacia el centro, hacia la estación de servicio Standard, sin apenas sobrepasar las veinticinco millas por hora de la señal.

Tommy Jorgenson me sorprendió. Supongo que por su nombre me esperaba un individuo alto, lento y reflexivo del tipo escandinavo, y en cambio lo que encontré fue a un joven bajo y fibroso con el pelo negro y ensortijado y unos vivaces ojos castaños que no dejaban de moverse, ni siquiera cuando me miraba directamente, una de esas personas cinéticas, incansables, que pintan los techos cada semana sólo para quemar energía. Hasta que llegas a conocerlas, sospechas que se meten speed en secreto. Pero no lo necesitan. Funcionan con su propio sistema, con corriente directa. Es como si llevaran la energía de fábrica.

Le dije a Tommy que lo llenara hasta arriba, luego salí y le seguí mientras metía el tubo en el tanque y empezaba a comprobar el aceite y limpiar el cristal. Me presenté como un reportero de la revista Life y le dije que estaba de vacaciones visitando a mi hermana en Des Moines cuando se me había ocurrido la alocada idea de hacer un artículo largo sobre los tres músicos que se mataron en el accidente de avión, una especie de artículo conmemorativo u homenaje, y que me interesaba visitar el lugar del accidente.

Tommy me lanzó una mirada mientras limpiaba la varilla del aceite.

—Ya no está allí.

Volvió a meter la varilla en el agujero.

—¿Qué quieres decir con que no está allí? —pregunté—. Tiene que estar allí. Es un lugar, un sitio determinado; aunque lo hayan cubierto para hacer un aparcamiento, sigue estando allí.

El frío resultaba entumecedor.

Tommy sacó la varilla y la sostuvo para que yo la inspeccionara. Estaba casi lleno. Asentí rápidamente, sólo lo justo para que acudiera a mi cerebro un poco de sangre e indicar que el nivel de aceite me parecía bien.

Tommy dijo con algo de brusquedad:

—Claro que nadie se ha llevado el sitio. Lo que quería decir es que no hay nada que ver. Limpiaron completamente los restos y el campo se aró y sembró a la primavera siguiente.

—Ahora nos entendemos. —Sonreí.

—¿Aún quieres ir a mirarlo? —Tommy volvió a colocar la varilla y cerró el capó.

—Pues claro.

—¿Por qué?

—Buena pregunta —le dije para ganar tiempo, pensando para mis adentros: mierda de buenas preguntas. Lo que necesito son buenas respuestas, precisas y rotundas—. Tengo muchas razones, y todas son complicadas. Creo que la razón principal es sencillamente para presentar mis respetos. Hay otra razón más práctica. Tengo una idea para un artículo. Algo así como: «Una noche nevosa a principios de febrero de 1959, un pequeño Beechcraft salió del aeropuerto de Mason City y poco después se estrelló en un campo de maíz de Iowa. Junto al piloto, se mataron tres jóvenes músicos: el Big Bopper, Buddy Holly y Ritchie Valens. Me encuentro aquí en el punto preciso del impacto una tarde de finales de octubre, seis años después, y no queda prueba visible alguna del accidente. Durante seis años este campo se ha arado y sembrado; durante seis años, la cosecha ha dado sus frutos. La tierra y la música se curan rápidamente. El corazón tarda más…». —Hice una pausa para producir un cierto efecto—. Lo sé, sé que es durísimo, pero creo que ya lo debes pillar. Supongo que el mejor modo de plantearlo es que espero sacar algo de inspiración del lugar.

—Te dibujaré un mapa —dijo Tommy.

Aquello era música para mis oídos. La última pieza ocupaba su sitio. Me empezaba a gustar aquella pequeña dinamo. Puede que el motivo por el que Tommy vibraba de energía era que no la malgastaba en absoluto. Me sentí como si hubiera cogido un par de cables de arranque y los hubiese enganchado a los dos, cerebro con cerebro… como si me impulsara parte de su combustible. El frío estaba consumiendo el mío a través de los polos corroídos.

—Supongo que has estado en el sitio del accidente.

—Sí.

—¿Hace poco?

—No. La última vez fue a principios del 62, hace más de tres años.

—¿Lo viste después de que ocurriera?

—Mi viejo es ayudante del sheriff. Oí la llamada viendo la tele en casa. Había estado allí la noche antes, en el Salón de baile Surf, donde tocaron aquella noche. Eso fue en Clear Lake. Fueron casi todos los chavales de la zona, no organizamos muchas fiestas de primera por aquí. Fue un buen espectáculo, pero no genial. Parecían muy cansados. Claro que yo estaba hasta el culo de vodka. Lo que llamamos un Gato Destornillador: un cuarto de litro de Royal Gate y un cuarto de refresco de naranja Nehi. Así que cuando llamaron a casa, aunque estaba ya muy tirado, tuve que salir fuera y ver si era verdad. Anda si era verdad. Se me revolvieron las tripas. Debí de pasarme una hora potando.

Se me hizo un nudo en el estómago por solidaridad. El desayuno no me estaba sentando bien. El empacho de cerveza fría había congelado la grasa de beicon formando un coágulo sólido y pesado. Si seguía atascado de aquella manera seguro que acababa volviendo a salir. Resulta difícil apretar los dientes mientras estás hablando, pero me tocaba preguntar por qué:

—Pero volviste en el 62, ¿no?

El suspiro de Tommy formó una nubecilla en el aire.

—Sí. De hecho, pasé por allí un par de veces al mes durante un tiempo. No sé por qué. No había nada que ver, salvo el trigo que crecía. En aquella época tenía un Ford 51 coupé destrozado, verde metalizado, y le metí un motor T-Bird. Todo trucado y sin ningún sitio adonde ir. O ningún sitio mejor. La verdad es que se estaba muy tranquilo allí sencillamente, sentado, observando cómo movía la brisa los tallos de maíz. Así que me pasaba por ahí bastante a menudo; no está lejos, y hay un tramo recto largo en el que puedes circular a toda leche, ir y venir. Pero después de cargarme la transmisión, fui cada vez menos. La última vez fue el 3 de febrero del 62. El aniversario. Aunque no sé por qué. Nunca lo pensé. Lo hice, sin más.

Antes de que pudiera hacerle otra pregunta, se volvió y se fue a la parte de atrás del Caddy. Para cuando lo alcancé estaba llenando el tanque.

—No me gusta molestar a la gente mientras trabaja, pero me pregunto si conoces al propietario de la tierra donde se estrelló el avión. Me imagino que tendría que pedir permiso antes de meterme en el campo de maíz de alguien.

—El maíz ya está cosechado —señaló Tommy, apartando la boquilla y cerrando el surtidor.

—Menos cobertura para mi culo, pues.

Tommy sonrió.

—Antes era de Bert Julhal, pero dicen que Gladys Nogardam se lo compró hace un par de años. No estoy seguro de ello, no pondría la mano en el fuego totalmente, pero creo que lo compró la vieja Gladys. Ahora debe de tener cien años, y la gente dice que sigue controlándolo del todo.

—¿Y qué sabes de ella?

La información es munición, y tenía el presentimiento de que más me valía cargarme hasta arriba. Una mujer tan vieja y todavía lúcida tendría sin duda las ideas muy claras, y eso significaba que resultaría mucho más difícil hacerle cambiar de opinión en caso de que no se tragara mi gesto romántico. No había estado con muchas mujeres viejas últimamente, y las pocas que había conocido no parecían dispuestas a sufrir lo que les resultaba desagradable.

Tommy meneaba la cabeza.

—No la conozco, pero he oído contar muchas cosas de ella. Vivió en Clear Lake durante más de veinte años, casada con Duster Nogardam. Duster era un dentista sueco grandote, pero era famoso por el tiro al plato. Estuvo en el equipo olímpico del 34, llegó quinto o noveno o algo así. En cualquier caso, un tiempo después, no recuerdo cuándo exactamente, se fue a cazar faisanes a Lindstrom y desapareció. Dejó el coche aparcado junto a la carretera. Ya no se lo volvió a ver ni oír nunca más. Ella acabó heredando la casa de él. Se volvió un poco rara, me parece: se paseaba por las noches y cosas así. Compró el terreno de Julhal porque dijo que era demasiado vieja para la vida urbana y necesitaba un poco de aire fresco. Eso fue lo que le contó a Lottie Williams, vamos. Me lo dijo mi madre. Ya sabe cómo son los pueblos pequeños: siempre estamos unos encima de los otros. La vieja señora Nogardam no trabaja el campo, claro. Se lo arrienda a los hermanos Potts, eso es lo que he oído.

—Un momento. Volvamos a lo de antes. ¿Su marido desapareció sin más? ¿Puf? ¿Sin rastro?

No sé por qué aquello no me gustaba nada.

Y mucho menos me gustó cuando Tommy dijo:

—Y lo mismo les ocurrió a sus dos primeros maridos. Eso es lo raro.

—¿Tres maridos y los tres desaparecidos?

—Ajá.

—¿Y quién lo dice? ¿Es un rumor, un hecho, o qué?

—Mi viejo es ayudante del sheriff, ¿vale? Leyó los informes policiales.

—¿Y ella cómo lo justificó? Debieron de interrogarla hasta dejarla seca. Tres maridos desaparecidos es casi imposible, joder. Dos ya es rarísimo…

—Según mi padre, ella dijo que no tenía ninguna explicación. Que eran ellos quienes tenían que explicarlo, que ése era su trabajo.

—Y no pudieron, ¿verdad?

—Como dijo mi padre, «la coincidencia no es ninguna evidencia».

—Supongo que todos sus maridos tenían mucho dinero. O un seguro importante.

—Pues no, señor —Tommy meneó la cabeza—, ahí está lo raro. Duster tenía poco dinero, y el segundo, que creo que tenía un rancho en Arizona, apenas llegaba a fin de mes, pero el primero estaba pillado hasta las orejas. Era distribuidor de linóleo en Chicago. Sólo llevaban un par de años casados. Duster y ella llevaban veinte años juntos, o algo así; creo que estuvo diez con el tío de Arizona.

—¿Y tenía coartadas y todo eso?

—A prueba de bomba, acorazadas, ni un resquicio. En todos los casos, no sólo con Duster. O eso es lo que decía mi padre.

—No lo comprendo —dije, agitando los brazos para entrar en calor.

—No parece obra del Llanero Solitario.

—¿Y tú qué crees? ¿Fue ella quien lo preparó, simplemente les llamó el Creador, se fueron a dar una vuelta, bajaron unas naves espaciales y se los llevaron o qué?

—Naves espaciales —repuso Tommy.

No sabía si bromeaba o no, y de repente no me importaba. Estaba congelado y de muy mal humor. Vale, naves espaciales… era tan lógico como cualquier otra cosa, joder. Saqué la cartera.

—¿Cuánto te debo?

Echó un vistazo al surtidor.

—Seis con ochenta y cinco, es suficiente.

—¿Tienes queroseno?

—Latas de cinco litros. Suelto no.

—En lata va bien. Tengo un hornillo pequeño Coleman en el maletero para hacer café. Me meto un poco de anticongelante en el organismo.

—Puedes intentarlo también con una chaqueta —observó Tommy.

—¡No jodas! —Me reí, dándole veinte pavos—. Le regalé la mía a un pobre diablo que recogí haciendo autoestop anoche. Sólo llevaba una camiseta de tirantes.

—Te has encontrado con algunos chalados, desde luego —dijo Tommy mientras cogía el billete. Se dirigió a la oficina, gritando por encima del hombro—. Te traeré el mapa y el queroseno con el cambio. Lo del mapa puede tardar unos minutos.

—No importa —le respondí—. Y quédate el cambio. La información buena vale más que la gasolina. Y respecto a ese mapa: te lo agradecería mucho si lo hicieras lo más preciso posible… ya sabes, con una X señalando el lugar.

Tommy se detuvo para protestar por la propina, pero yo le hice señas de que se la quedara.

—La revista paga. Gasto legal. Oye, te daría cien si se lo tragaran.

Esperé en el Caddy, dejándolo al ralentí con la calefacción a tope. Tomé nota mental de comprar una chaqueta gruesa antes de salir de la ciudad, mientras me reñía a mí mismo por habérsela dado a Lewis Kerr al recordar el terrón con el LSD envuelto en papel de aluminio que todavía seguía en el bolsillo. Esto añadía otras muchas posibilidades a las transacciones de la noche anterior. Esperaba que de algún modo el ácido lograra meterse en su torrente sanguíneo. No sé si el mundo estaba preparado para un Lewis Kerr alucinado, pero la idea me satisfizo enormemente.

No me gustaba mucho lo de la abuela Nogardam y sus maridos perdidos, así que pasé unos minutos preocupado por ese asunto y maldiciendo mi suerte. ¿Por qué las cosas nunca eran fáciles? ¿Por qué no podía ser el propietario un granjero con malas cosechas y que estuviese encantado de dejarme hacer cualquier estupidez que quisiera por veinte pavos y seis latas de cerveza, incluyendo el viaje de vuelta a la ciudad? Pero qué coño, igual ella también quería. No había manera de saberlo hasta que le preguntara. Y lo haría muy pronto. Entonces sentí un pequeño y voluptuoso temblor de anticipación, un ligero estremecimiento premonitorio al estar a punto de terminar, y me emocioné. Cerré los ojos para saborear aquella sensación y vi el Caddy aparcado en mitad de un desierto de color marfil, blanco brillante sobre blanco. Ningún sonido. Ningún movimiento. De repente oí un ¡BOM! ahogado al encenderse el queroseno, y luego un estruendo tremendo al explotar el depósito. Sí, sí. Firmado con amor; sellado con un beso. El regalo entregado. Estaba soñando justo antes de que ocurriera. Sentía la inevitabilidad en los huesos. Tenía que ocurrir. Tenía que ser así. Sin duda.

Cuando Tommy se acercó rápidamente cruzando la plataforma de cemento, unos minutos más tarde, con el mapa y el queroseno, yo estaba listo para dar el último paso y poner la última pieza en su sitio. Estaba consumido, pero sacaba fuerzas de la promesa de liberación inminente, a punto ya de soltar la carga.

El mapa, tal y como esperaba, era hábil y preciso. Tommy lo repasó conmigo rápidamente aunque en realidad no era necesario, pues la ruta era muy sencilla, puede que fueran diez millas de carretera recta y sólo había que recordar tres giros. En el campo detrás de la casa señalado como NOGARDAM había una X grande, cuidadosamente rodeada por un círculo. Agradecí su ayuda a Tommy e insistí en que se quedara el cambio. Mis escrúpulos no se vieron atormentados lo más mínimo por el hecho de haber solicitado su ayuda de manera fraudulenta.

Saliendo de la ciudad, recordé que debía comprarme una chaqueta de abrigo y arreglar mis asuntos… organizar las cosas por si la abuela Nogardam resultaba intratable y tenía que salir pitando. Estaba listo para lanzarme, pero tal y como Joshua y El Zumbado me habían advertido, eso no era justificación suficiente para olvidar totalmente el sentido común.

Como si fuera una recompensa por mostrar un criterio maduro, detecté inmediatamente un J. C. Penney y estaba a punto de girar a la izquierda cuando a mano derecha vi una señal escrita a mano apoyada en un caballete junto a una gasolinera Phillips.

LAVADO DE COCHES 1 $

A BENEFICIO DEL CORO METODISTA

Giré a la derecha impulsivamente, pensando que lo menos que podía hacer era llevar al Caddy a hacerle una limpieza ritual.

El personal del Túnel de Lavado del Coro Metodista parecía estar formado enteramente por vestales de dieciocho años, rubicundas, de ojos azules, todas las cuales, por desgracia, iban muy abrigadas para evitar el frío. Me pregunté quién tendría voz de bajo. Estaban limpiando un Chrysler del 63, seguido de una camioneta Jimmy. Cantaban «El señor es mi fortaleza» mientras trabajaban. La jovencita que se inclinó hacia mí para saludarme me dijo que tardarían quince o veinte minutos, si no me importaba esperar. Le dije que me parecía bien si me vigilaban el coche y me guardaban el sitio mientras yo iba al otro lado de la calle.

Volví a los quince minutos vestido con una chaqueta nueva de lana de cuadros rojos y verdes y llevando una bolsa con un par de calzoncillos largos y un par de orejeras de mohair rosa que casi combinaban con el sombrero. Las chicas seguían sacando mierda de cerdo de la camioneta Jimmy, así que entré en el servicio de la Phillips a ponerme los calzoncillos. Cuando me hube vestido adecuadamente para el tiempo, el coro ya se disponía a bautizar el Caddy. Antes de meterlo saqué la bolsa de lona del maletero, utilizando la presencia testimonial de las chicas para frenar cualquier tentación de acercarme a la nevera en busca de anfetas.

Mientras limpiaban tres mil millas de mugre de la carretera y cantaban «Rock of Ages», me senté en el Caddy ordenando mis bártulos y recogiendo las latas de cerveza y envoltorios de donuts del suelo. Dividí mis posesiones en tres categorías: cosas esenciales «salida de emergencia», sobre todo la ropa del asiento trasero y el saldo de mis fondos, que había mermado considerablemente; una segunda categoría que era «cubierta de paseo», es decir, la bolsa de lona y todo lo que pudiera meter en ella, y una tercera categoría o «toldilla», que incluía las otras dos y cualquier otra cosa que tuviera ganas de llevarme, en la que destacaba el equipo de sonido de Joshua y la colección de discos. Me pareció que la nevera no era indispensable, pero me llevaría el speed. Me lo merecía.

Acabé de ordenar mis cosas casi al mismo tiempo que el Coro Metodista sacaba las gamuzas de pulir. Bajé la ventanilla para pagar y me dijeron que el precio incluía un aspirado por dentro, y por 50 centavos más harían los cristales interiores. Me parecía un chollo, así que salí y me dirigí a una cabina de teléfonos mientras cuatro de ellas se metían dentro, se ponían a rociar con limpiacristales y enchufaban la aspiradora.

Para divertirme decidí darle un telefonazo al Mugre y decirle que estaba a punto de cerrar el trato: había llegado el momento de relajarse. Marqué el último número que me había dado. Tras dejarlo sonar tres veces una voz grabada me informó de que aquel número ya no estaba operativo.

Las chicas seguían trabajando, así que, deseando oír una voz amiga, probé el número de John Seasons. No había nadie en casa. Esperaba que no estuviera fuera bebiendo, pero luego recordé el comentario sobre el médico que primero tiene que curarse a sí mismo.

Pensé en llamar a Gladys Nogardam. Pero decidí que no. Mejor que los dos nos sorprendiéramos.

El Caddy tenía tan buen aspecto que les di una propina de cinco pavos a las chicas del coro, que se entusiasmaron. Querían preguntarme por California y el coche y el extraño tocadiscos del asiento trasero, pero les dije que llegaba tarde a un oficio religioso y me marché tocándome cortésmente el sombrero.

Iba despacio, tranquilo. Me dirigí hacia el cruce señalado en el mapa de Tommy y giré a la izquierda. Pensando que sería un toque apropiado, puse algo de música en el tocadiscos, primero «Chantilly Lace» del Bopper, y luego «Donna» de Ritchie Valens. Giré a la derecha en Elbert Road, y dos millas más adelante giré a la izquierda. Iba serio, seguro de mí mismo, formal, incluso ceremonial, y puse «Not Fade Away» de Buddy Holly, tamborileando con los dedos en el volante mientras comparaba los buzones con el mapa: Altman, Potts, Peligro, y ahí estaba… Nogardam.

Era una casa blanca con molduras de color verde oscuro, recién pintada, apartada de la carretera y con un campo de rastrojos de maíz vallado delante. Junto a la casa había un garaje o una especie de almacén, pero no se veía ningún coche ni señal alguna de que estuviera ocupado. Recorrí el camino de grava mientras Buddy cantaba la última frase: «Love that’s love not fade away». Lo paré en la última nota y detuve el Caddy. «Wop, doo-wop, doo-wop-bop». Clavado, justo a tiempo; ya estaba allí, listo, ya había llegado. Respiré hondo y salí para pedirle permiso a la señora Nogardam. No es que fuera a necesitarlo, pero haría que las cosas fueran más fáciles. Mientras me dirigía al porche vallado me dediqué a repetir su nombre como un encantamiento: Nogardam; No-gar-dam; No-guar-dián. La verdad es que eso es lo que esperaba.

Me pilló muy desprevenido. El porche estaba muy oscuro y ya había dado dos golpes fuertes y decididos a la pesada puerta mosquitera de la entrada antes de darme cuenta de que la puerta de entrada estaba abierta detrás de la mosquitera y ella ya estaba allí.

—Ah —dije, en un arrebato de ingenio—. No la había visto.

—Obviamente. —Tenía la voz áspera, pero muy potente.

Apenas podía verla entre las sombras interiores de la casa oscurecida, más negra aún por la mosquitera. Pero había luz suficiente para ver que no se la podía considerar una vieja bruja marchita; de hecho, aunque se había encorvado por la edad, sólo era un poco más baja que yo, por lo que debía de medir más de dos metros cuando era joven. Llevaba un vestido gris oscuro de una tela basta, y los hombros envueltos en un chal negro. El pelo, echado totalmente hacia atrás y muy tirante, era del color plateado de las cenizas filtradas. Tenía el rostro muy arrugado, y las arrugas se orientaban hacia dentro, hacia sus ojos, unos ojos del color de la cerveza negra levantados hacia la luz, de un tono dorado claro y oscuro al mismo tiempo, unos ojos que me miraban sin pestañear, expectantes.

—¿Señora Nogardam? —pregunté, tratando de recuperar la compostura.

—Sí.

Me toqué el sombrero, esperando que produjera un efecto de encanto juvenil.

—Qué sombrero más ridículo —declaró. Su voz parecía una lima que tropieza con un clavo.

—Sí, señora —dije en tono apacible, haciendo tiempo mientras me planteaba frenéticamente cómo abordarla. Estaba claro que no pensaba invitarme a entrar y tomarme un vaso de leche caliente y una bandeja de galletas, y tampoco parecía de las que se ablandan ante los balbuceos y las buenas intenciones y el encanto juvenil y patoso. Su mirada inmutable me decidió. Volví a tocarme el ala del sombrero, un gesto que esperaba que pareciera distraídamente dolido, y dije:

—Claro que es ridículo, pero es totalmente apropiado para el extraño viaje que me ha traído hasta su puerta. Digo que es «extraño», pero también ha ido resultando cada vez más urgente e importante, lo bastante importante como para considerarlo «esencial», al menos para mí, y es un viaje que no puedo completar sin su amable permiso, señora Nogardam.

—Pajarracas —replicó ella.

—No, señora —le aseguré—, es más: le voy a decir toda la verdad.

Aquello captó su atención. Inclinó la cabeza ligeramente y cruzó los brazos encima del pecho. Animado por su atención, se lo solté todo, toda la verdad y nada más que la verdad, la versión condensada, unos diez minutos seguidos y mientras ella escuchaba sin comentar nada, sin moverse ni cambiar de expresión, y sin indicar tampoco lo que pensaba. Le expliqué cómo llegó a mis manos aquel coche, cité la carta de Harriet, le hablé de Eddie, Kacy, Big Red, John, el Mugre, el Big Bopper, Buddy Holly y Ritchie Valens y su música; mencioné a Joshua, el Zumbado, Donna y el resto. Se lo conté tan directa y convincentemente como pude, considerando que me sentía obligado a ello, y lo hice de puta madre; resulté casi elocuente, joder. Acabé contándole exactamente lo que quería hacer: dejar que ardiera todo como ofrenda a los fantasmas, los espíritus vivos, las posibilidades duraderas de amistad, comunión y amor. Concluí con una floritura:

—Todo esto es muy presuntuoso y romántico, sí, es ridículo, claro; seguro que resulta melodramático, tiene fallos, sin duda; es totalmente sospechoso… pero me resulta tan real como el hambre y la sed, tan crucial como la comida y el agua. Tengo que contarle mi verdad, tal y como es. He hecho todo lo que he tenido el ingenio y el valor de hacer. Éste es el final de mi viaje. Ahora depende todo de usted, señora Nogardam. Por favor, permítame completarlo.

Descruzó los brazos.

—Está loco —dijo sin más.

—Sí, lo estoy, creo que ya lo he aceptado.

—Tengo noventa y siete años.

No veía la relevancia de ese comentario, pero murmuré educadamente:

—La gente de la ciudad decía que tenía más de cien.

—La gente de la ciudad habla mucho para tener tan poco que decir. En eso son como usted, señor Gastin.

—En fin, señora Nogardam —dije, tratando de evitar ponerme desagradable—, ¿qué me dice?

—Ya lo he dicho: usted está loco. Y una de las pocas cosas buenas de mi edad es que no tengo que aguantar a los locos… ni de buen grado ni a la fuerza.

Me entraron ganas de rasgar la puerta mosquitera y estrangular a la vieja bruja, pero no lo hice, tomé aliento y me llené de aire los pulmones.

—Entonces no lo haga. Simplemente dígame sí o no.

—Por eso está loco —exclamó—. Quiere que se lo diga yo. Cree que se ha ganado ese derecho sencillamente porque tiene una idea y ha permitido que se infle hasta convertirse en una necesidad. Porque la confusión lo tiene paralizado. Porque ha conducido miles de millas lleno de drogas y buenas intenciones y una esperanza absurda. ¡Cuentos chinos! ¿Cree que por pensar que está enamorado es capaz de amar? ¿Se cree un cura simplemente porque está dispuesto a realizar un sacrificio? ¿Se ha ganado usted algún derecho a hacer esto? Señor Gastin, no puedo darle mi permiso, sólo puedo evitar la locura. Si quiere hacer ese gran sacrificio, ese homenaje que ha tramado como una especie de prueba secreta de su valor, ese testamento de una fe de la que es tan evidente que sospecha, no me endilgue a mí la responsabilidad de juzgarlo. No se trata de que yo diga sí o no.

—¿Quiere decir que depende de mí? —No la seguía en absoluto. Me parecía que ella sí que juzgaba, y mucho.

—Claro que depende de Usted, dado que no aceptará otra cosa que no sea esa seguridad. Pues muy bien: si es capaz de salir a ese campo y encontrar dónde se estrelló exactamente ese avión, se habrá ganado el derecho de entregar su regalo, como usted lo llama. Y no sólo tendrá mi permiso para prenderle fuego o cualquier otra locura que quiera hacer, sino que además con mucho gusto saldré afuera y bailaré alrededor del fuego con usted, y pagaré para que se lleven los restos. Pero si no puede descubrir el punto exacto del impacto, tiene que darme su palabra de que se marchará sin molestarme más.

—Con el debido respeto, señora Nogardam, he recorrido un camino muy largo, estoy muy cansado y no estoy de humor para demostrar mi valor, o el suyo.

—Entonces márchese.

—El hecho de que haya comprado la propiedad no le otorga los privilegios del corazón. La gente posee muchas cosas que no le pertenecen.

A la luz tenue vi sus dedos huesudos tocándose la garganta.

—Vaya, vaya, madre de Dios. Tengo que decir, señor Gastin, que resulta bastante arrogante que diga eso alguien cuya propiedad es robada, cuyo regalo es robado. Pero usted tiene razón, y estoy de acuerdo. Lo cierto es que me paseé por el campo y sentí exactamente dónde murieron esos jóvenes. Lo sentí. ¿Lo entiende? Soy capaz de hacerlo, o más bien se me permite. Y eso, y no la propiedad, es el privilegio que yo reivindico. Si usted puede hacer lo mismo, tendrá tanto derecho en este asunto como yo. Pero en cuanto intente hacer alguna travesura o alguna payasada, lo detendré.

—¿Me detendrá? —No la estaba desafiando, simplemente tenía curiosidad por saber cómo iba a hacerlo.

—Ciertamente, lo intentaré. Y si yo no puedo, están los vecinos o el sheriff.

Suavicé el tono y respondí a las amenazas que acababa de lanzarme.

—Le he dicho la verdad porque quiero hacerlo sin engaños por mi parte o por la suya. No tenía por qué decirle que el coche era robado; podría haber dicho que era mío, o de un amigo, o miles de mentiras más. Pero quería hacer las cosas bien. Por eso tengo que ser honrado y decirle que ya sé dónde se estrelló el avión. —Cogí el mapa de Tommy del bolsillo de mi chaqueta y lo desplegué, extendiéndolo apoyado contra la puerta para que ella le echara un vistazo—. Ahí está.

Su atención se concentró en el mapa. Tras escudriñarlo durante un minuto, señaló con un dedo torcido y preguntó:

—¿Aquí? ¿Dónde está la X?

—Sí, señora. El chico que me ha dibujado el mapa vio los restos antes de que se los llevaran, y volvió muchas veces después.

—Ese mapa está mal.

Ni me había planteado esa posibilidad, y durante un instante me sentí confundido.

—Bueno, déjeme ver —empecé con reticencia fingida—, usted dice que está mal. Él afirma que está bien. Él estuvo allí y usted no. Usted dice que lo sintió. Él lo vio. Parece muy relativo ponerse…

—No quiero discutir de filosofía —me cortó bruscamente—. Le sugiero que lo intente en la universidad. Han convertido en una institución lo de confundir el mapa con el viaje.

—No quiero ofenderla, señora Nogardam. Lo único que digo es que usted podría estar equivocada. Eso es todo. Que es posible que usted esté equivocada.

—Entonces vaya a verlo usted mismo. Tiene de tiempo hasta el anochecer. Sin trucos. —Y cerró la puerta de golpe.

La puerta era blanca, y al cerrarla producía el extraño efecto de hacer que el porche pareciera más luminoso. Me quedé mirándola. De repente estaba muy cabreado, jodido, a punto de explotar, por los suelos, hecho pedazos, hecho polvo, furioso y perdido. Volví al Caddy dando fuertes zancadas, aturdido, farfullando en voz alta:

—¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué tenía que haber una vieja majarona, lo más selecto de la sala geriátrica, una guardiana vestal de los rastrojos de maíz? Que la jodan, maldita sea… tú métete en el Caddy y ponte de anfetas hasta que te salgan por las orejas y dale un cabezazo a la puta valla y atraviesa hasta el campo y coge tu mierda y hazla estallar y sal corriendo cagando leches… —Y así fui farfullando y rezongando hasta que llegué junto al Caddy.

El aire parecía haberse enrarecido. Eché un vistazo hacia el campo, en dirección a la zona donde estaba la X del mapa de Tommy.

—«Ve a buscarlo tú mismo». ¿Y qué coño se cree que he estado haciendo?

Abrí la puerta del Caddy, me metí dentro y di un portazo al cerrarla.

Cuando el sonido del portazo atravesó el campo cultivado, como si se hubieran precipitado por el alboroto sonoro, empezaron a caer grandes copos de nieve. Justo lo que necesitaba. ¿Aquello estaba planeado para cubrir las pistas que se suponía que tenía que buscar, o para encubrir mi huida? ¿O era una mortaja para cubrir convenientemente el cuerpo de esa vieja bruja si seguía el irrefrenable impulso que sentía de golpearla hasta matarla con un martillo de bola? ¿Significaba alguna otra cosa distinta de lo que era, en realidad? El caso es que estaba nevando.

Ya estaba casi a punto de empezar a padecer otro ataque de balbuceos metafísicos. La nieve se iba arremolinando formando una capa gruesa, silenciosa, pacífica. Me incliné hacia adelante, con la barbilla apoyada sobre las manos en el volante, y me fui relajando mientras la nieve envolvía el campo y formaba montículos en los postes, se asentaba y luego se fundía en el capó del Caddy, todavía caliente por el motor. Se pegó al parabrisas durante un segundo, y los intrincados cristales se disolvieron en seguida en lentas gotitas que se deslizaban hacia abajo. Al cabo de quince minutos, que fue más o menos lo que tardaron los copos de nieve en adherirse al parabrisas frío y obstaculizarme la vista, me sobrevino la calma y el agotamiento. Decidí intentarlo primero a su manera. Puede que descubriera algo. Me subí la cremallera de la chaqueta hasta arriba y me encajé las orejeras nuevas.

Debí de pasarme un par de horas en aquel campo buscando pruebas físicas que a lo mejor se iban borrando mientras las buscaba, y buscando algún tipo de prueba metafísica que no estaba seguro de poder reconocer, aunque fuera capaz de sentirla. La nieve caía con fuerza, densa, incesante, reduciendo la visibilidad a menos de una zancada. Decidí enfrentarme a la tarea metódicamente, cruzando a un lado y otro entre las vallas en dirección este-oeste, intentando seguir líneas más o menos paralelas, pero cuando los rastros del último sitio por donde has pasado quedan enterrados antes de que puedas dar la vuelta, cuando no ves las vallas hasta que chocas con ellas, cuando básicamente lo único que sigues es tu propia cara congelada, es que ese método está condenado al fracaso. No tenía ni idea de si estaba siguiendo una cuadrícula nítida y proporcionada o simplemente iba tambaleándome arriba y abajo por el mismo sitio. Pero sabía que estaba perdiendo rápidamente la sensibilidad en mis extremidades, de manera directamente proporcional a la sensación de inutilidad inmensa que crecía en mi corazón. Cuando conseguí volver al Caddy ya no sentía ni frío, sólo un deseo inmenso de echarme en el asiento delantero y dormir. Puede que incluso me muriera. Todo me daba igual.

Pero primero tenía que entrar en el coche, y tuve que darle una fuerte sacudida para abrir la portezuela, y luego otra para soltar la mano desnuda de la manivela helada. Hacía casi el mismo frío dentro que en el campo abandonado. Después de trastear bruscamente con la llave durante bastante rato, el Caddy empezó a vibrar como si estuviera aletargado y luego se puso en marcha. Con el codo subí la calefacción y puse mis manos a asar extendidas delante del conducto de ventilación.

Tenía los dedos como piruletas de arándanos hechas por un confitero loco. Mientras se derretían y empezaba a sentir un cosquilleo, pensé en la energía y sus maravillosas, múltiples e interrelacionadas formas: térmica, cinética, moral, hidráulica, metabólica, todas. La energía necesaria para calentarte, conservarte, conmoverte. Los ergios, unidades básicas con nombre de eructo, en ondas, calorías, corriente: x ergios necesarios para cada paso del viaje, cada giro de las ruedas, cada oración pronunciada, respondida, satisfecha. La energía capturada, transformada, liberada. La energía necesaria sólo para dirigir el galimatías de las transacciones. Se trataba de una reflexión melancólica, porque mientras el mundo vibraba lleno de energía, estaba claro que personalmente se me estaba acabando casi, la carne tenía un descubierto tremendo y el alma estaba a punto de ejecutar su deuda. Lo que me quedaba como posible energía, la potencia que necesitaba para lidiar con la intratable señora Nogardam y contestar a su cuestionario psicológico sorpresa era una reserva que yo, con una actitud triste y realista, asumía como falsa: dinero, anfetaminas y locura. Pero había dicho que haría todo lo que fuera necesario.

Cuando mis dedos volvieron a funcionar más o menos, aunque las puntas me ardían de dolor, saqué mi fajo de billetes y conté 2.000 pavos en cien billetes de 20. Lo doblé y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta, flexioné los dedos varias veces y me dirigí otra vez a la guarida de la señora Nogardam para hablar de negocios. Dejé el Caddy en marcha por si las negociaciones se alargaban; no quería volver a un hogar frío. Además, tenía un montón de gasolina y ningún sitio adonde ir.

Me había visto venir y tenía la puerta abierta. Sus ojos dorados me perforaban a través de la puerta mosquitera, sólo que esta vez yo también la vi, y no llamé. Aquella vez la mano que levanté contenía 2.000 pavos. Mostrando los billetes como una baraja de cartas, los apreté contra la puerta mosquitera para que los comprobara.

—Lo que ve, señora, es lo que hay. Son dos de los grandes, una cantidad considerable de mis fondos en efectivo, pero me deja suficiente para media docena de sándwiches de queso calientes y un billete a casa en la Greyhound. Y es todo para usted, ahora mismo, si me deja honrar a los muertos.

Golpeé con el dinero suavemente la puerta mosquitera.

—Así que… ¿qué me dice si nos dejamos de tonterías y nos hacemos felices los dos?

—No puede comprarlo —dijo ella, con el tono de voz tan plano como Iowa. La puerta se cerró.

Golpeé la parte inferior de la puerta mosquitera, con marco de aluminio, gritando frustrado:

—¡Sea razonable, vieja puta!

La puerta se abrió de golpe.

—Cuidado con las palabrotas, señor Gastin, o se le acabará el tiempo ahora mismo. ¿Lo entiende?

El fuego que había en sus ojos producía el efecto paradójico de formar hielo en mi escroto. Sacudí ligeramente el dinero, y luego metí la mano en el bolsillo de la chaqueta mientras con la cabeza señalaba dócilmente que lo entendía.

Ella continuó:

—He dejado claras las condiciones. Son casi las tres. A las cinco será de noche.

—Pero señora —le supliqué—, hay una tormenta de nieve ahí fuera.

No dejaba de mirarme un momento.

—Así es.

La puerta se cerró.

Volví arrastrándome hasta el Caddy con la nieve hasta media pantorrilla, aunque parecía que había amainado un poco. Antes de volver a mi cohete terrestre cubierto de nieve aparté la capa de nieve del parabrisas con la manga de la chaqueta. Ablandada por el calor interior, la nieve cayó fácilmente.

Sentado ante el volante, me incliné hacia atrás. Ahora tenía una vista despejada a través del parabrisas, y veía la nieve que caía como confeti frío en mi convoy atascado. Me sentía totalmente deprimido. Lo de intentar comprarla había sido una estupidez. Cerré los ojos e intenté concentrarme en las opciones que tenía, pero o mi concentración era muy escasa o no había muchas opciones. Podía marcharme, intentar encontrar a Tommy y traerlo otra vez allí, aunque probablemente habría terminado su turno a las seis y se habría marchado. Además, tendría que convencerlo para que discutiera con la abuelita o incluso se peleara con ella, y no había ninguna garantía de que la vieja arpía reconociera que Tommy recordaba bien el accidente. No, decidí, era mucho mejor satisfacerla o atropellarla, y yo no tenía energía para ninguna de las dos cosas.

Bueno, no la llevaba encima. Pero el maletero estaba cerca. Después de todo, me habían ayudado a llegar hasta allí, y estaba seguro de que no llegaría a ningún sitio sin ayuda. Me tomaría tres (no más), para refrescarme. Me prometí a mí mismo que si me las tomaba, lo intentaría a su manera una vez más antes de recurrir a la mía. Bajé la mano y apagué el motor y estaba sacando la llave cuando me di cuenta de que en el transcurso de mi breve ensoñación había dejado de nevar. El cielo seguía estando plomizo, pero la escena aparecía ante mis ojos silenciosa, prístina, despejada. Parecía una señal.

Cuando abrí la nevera del maletero y agarré la botella de speed como un águila que caza un pescado me di cuenta de un pequeño problema. En vez de un bote de tabletas blancas, pequeñas y con sus crucecitas blancas tenía un bote lleno hasta la cuarta parte de un líquido blanco pálido: no había enroscado bien la tapa y había entrado agua de la nevera, y las tabletas se habían disuelto formando un compuesto líquido. Bueno, considerando que sólo se había alterado la forma y no la sustancia, sólo debía tener cuidado al calcular la dosis adecuada. Recordando de la química del instituto que el alcohol rebaja el punto de congelación, saqué seis latas de cerveza de la nevera ya que estaba, y luego cerré el maletero.

Acabé teniendo un despertar estupendo en el asiento delantero: tres tragos de speed, cuatro cervezas, y una hora entera de clásicos de oro a un volumen tan alto que hicieron que saltara la nieve del Caddy y desprendieron la que recubría la casa de la abuela Nogardam. Escuché todo lo que tenía del Bopper, Buddy y Ritchie, esperando que el sonido de su música animara a sus persistentes espíritus a ayudarme.

A love for real not fade away!!!

—¡No! —grité—. ¡No, no! —Esperaba que la abuela estuviera escuchando.

Salí a trompicones del Caddy y me dirigí al campo en el anochecer de largas sombras. No me quedaba demasiado tiempo. Mientras me acercaba a la valla gritaba:

—¡Bopper, tío! ¡Buddy Holly! ¡Ritchie! Habladme. Decidme dónde entregar la carga de este regalo. Tengo amor y oraciones para vosotros. Me las ha mandado Harriet. Me las ha mandado Donna, Ritchie, te manda sus mejores recuerdos. Está un poco jodida ahora mismo en Arizona, pero lo está intentando, tío. Todo el mundo lo está intentando, ¿me oís? El Zumbado, Joshua, Kacy, John. Todos os mandan recuerdos. De esos que no se desvanecen. Así que, aunque ahora no os importe, no les importe una mierda a vuestros espíritus desaparecidos, a mí me importa, a nosotros nos importa. Así que habladme. Guiadme. Decidme dónde queréis que arda este monumento al amor y a la música, dónde queréis que se encienda la oscuridad.

La nieve empezó a caer otra vez, ligeramente, unos pocos copos que se iban amontonando. Ninguna voz contestó, ni dentro ni fuera, pero sentí que algo me atraía en una dirección y me puse a caminar, empezando alrededor de la línea de la valla y luego yendo en espiral hacia dentro, y cerrando la vuelta mientras la nieve caía con mayor velocidad, más gruesa, hasta que apenas podía ver mis propios pies, sentí como si me desvaneciera, y entonces mi pie izquierdo tocó algo sólido. Me arrodillé y busqué con ambas manos en la nieve hasta que lo toqué, frío y resbaladizo, y lo levanté y me lo acerqué a la cara para echarle un vistazo. Contuve un grito cuando me di cuenta de que era un hueso, luego me reí, lleno de alivio, al ver que era un asta, una cuerna de ciervo, una parte gruesa que se bifurcaba en dos puntas largas, desgastada y con una fina capa de musgo verde, marcada aquí y allá con muescas y ranuras dobles en los lugares donde la habían mordisqueado los roedores por sus minerales. No podía dejar de reírme.

—Genial. Justo lo que necesitaba. Un puto cuerno de ciervo. ¿Tíos, no entendéis que ya tengo suficientes piezas para el rompecabezas? Probablemente debo de tener más putas piezas de las que tiene el propio rompecabezas. Vamos, venga: ayudadme, no me lieis.

Blandí el cuerno para poner más énfasis en lo que decía. Se me resbaló de la mano entumecida y quedó clavado boca arriba en la nieve, con las puntas erguidas y separadas como las bifurcaciones de un río que se unía y se sumergía directo en la tierra. Y ahí estaba, por pura casualidad, delante de mí: una varita de zahorí, un palo ahorquillado de bruja, una varita mágica para buscar el lugar donde sus fantasmas se liberaron de sus cuerpos rotos. La llave para abrir esa puerta o al menos la herramienta para forzarla.

Con la nieve que se amontonaba en mi sombrero rosa flamenco, apilándose en los hombros de mi chaqueta de cuadros, manos y pies, y la cara tan helada que ya no la sentía, crucé el campo con la varita de hueso bien sujeta frente a mí. Todo mi ser se concentraba hacia la punta receptiva, esperando que se hundiera. Di vueltas en espiral lentamente desde el centro del campo, pendiente del mínimo movimiento, la sensación más débil que notara, una pulsación, un temblor, cualquier cosa. Y no sentí ni el más mínimo estremecimiento: nada, cero patatero. Era totalmente de noche cuando me rendí.

La luz del porche era la única señal de vida de la casa. Esperaba que estuviera esperando detrás de la puerta mosquitera, pero la puerta estaba cerrada. Llamé. Mientras volvía derrotado del campo, había intentado ingeniarme una nueva súplica, pero ya no parecía importar. Cuando ella abrió la puerta ni siquiera levanté la vista.

—¿Y? —me preguntó, tan encantadora como siempre.

Sentí que me iba a echar a llorar, y temiendo que se me quebrara la voz, meneé la cabeza sin hablar.

—Será mejor que se marche ahora —dijo, y por primera vez, noté cierta amabilidad en su voz.

No mucha, pero me animó a intentarlo.

—Diría que está en alguna parte cerca del centro del campo. Es el único lugar en el que he notado algo. He encontrado una cornamenta de ciervo allí, cerca de donde está la X del mapa. Pero usted ya me ha dicho que estaba mal.

—Así es.

—¿No podría equivocarse?

—Es poco probable.

—¿Me diría dónde está el lugar?

—No. Usted ha aceptado las condiciones. No ha cumplido con ellas. Ahora tenga la bondad de marcharse.

—Quiero volver mañana y volverlo a intentar.

Ella no contestó ni dio indicación alguna de haberlo oído.

Lo había intentado todo excepto suplicar, así que pensé en probarlo.

—Por favor, señora Nogardam. Por favor…

—Ya le he dicho que no, señor Gastin. Ahora quiero que se marche.

Apoyé el puño contra el marco de la puerta, forzándola para que siguiera abierta antes de que el muelle la cerrara de golpe otra vez.

—¡Joder, tiene el corazón de piedra! —gimoteé—. ¿Cómo puede juzgar así lo que estoy haciendo, lo que significa para mí, cuánto…?

Pero me detuve porque ella ni siquiera había pestañeado, ni un parpadeo, un sobresalto, un paso atrás, nada. Sólo me observaba con sus ojos de un tono dorado oscuro.

Me limpié las lágrimas con la manga, y un poco de nieve del ala corta del sombrero hizo plaf al caer en el porche.

—¿Por qué no puedo hacerle ver lo mucho que me importa? Y no sólo a mí. También a Donna, Joshua, el Zumbado, a mis amigos en San Francisco… ¿qué les digo?

—Dígales que fracasó. Dígales que la compasión es una forma educada de odio. Dígales que no le compadecí.

—¿Con qué puto derecho…? —Empecé a cabrearme, pero de repente ella levantó un brazo y señaló hacia la oscuridad, detrás de mí. Me detuve en seco.

—Señor Gastin, si quiere quemar su rabia y su confusión hay una pala para la nieve apoyada en la parte trasera del porche. La necesitará para despejar el camino para salir. Buenas noches.

Y cerró la puerta.

Cogí la pala al volver al Eldorado. Encendí el motor del coche para que empezara a calentarse, tomé un traguito de speed para lubricar los músculos y empecé a cavar. Había unos sesenta metros de camino hacia la carretera y me puse a cavar ahí mismo, sin otro pensamiento en mi mente alocada que no fuera quitar la nieve, y sin pensar no había confusión, sólo el roce de la pala raspando el camino de grava, el resoplido al levantarla, bajarla y quitar un poco más. Terminé al cabo de unos veinte minutos, volví a recorrer el camino ya despejado y coloqué la pala donde la había encontrado, pensando que al menos yo constituía un magnífico quitanieves humano.

Volviendo del montón de nieve, usé el antebrazo para quitar la nieve de la esquina del parabrisas, y luego utilicé el mismo antebrazo para limpiarme la cara sudada. De hecho estaba tan caliente cuando me deslicé detrás del volante que tuve que bajar la calefacción. Me tomé otro enérgico trago de speed para recuperar fluidos perdidos, enchufé el limpiaparabrisas para limpiar la nieve derretida, puse las luces largas, di marcha atrás y solté el embrague. Las ruedas motrices giraron un segundo, y a continuación agarraron. Mirando entre las luces traseras en forma de bala y acelerando de manera suave y uniforme, salí a la carretera.

Cuando noté que las ruedas traseras tocaban el pavimento me detuve, cambié la marcha y gritando «¡Oh, baby, tú sabes lo que me gusta!» aceleré a tope. El coche tembló un segundo antes de que la goma transmitiera la potencia al pavimento y al momento me deslizaba por el camino como una bala de plata, en tromba hacia la valla, esperando haber cogido la velocidad suficiente para atravesarla hasta el campo.

Nunca supe si lo habría hecho o no. Justo cuando metía la segunda y sentía que el Caddy saltaba hacia adelante entre la grava y la nieve, una llamarada explotó cerca del porche y el neumático delantero derecho del Caddy se hundió, y con el impulso, la parte trasera del coche dio un coletazo tan fuerte que me pareció que quería saltar por los aires, pero lo sorteé lo mejor que pude y giré en redondo, 360 grados, provocando un remolino de nieve. Entonces apagué las luces y el motor y salí del vehículo, sin saber todavía qué había ocurrido.

La señora Nogardam estaba frente a mí con una parka blanca, con la capucha tapándole bien la cabeza, y la escopeta que llevaba en las manos dirigida a mi garganta.

—Le he pedido que se marchara —dijo, mostrando una paciencia malvada e inalterable.

—Señora, eso es lo que estoy haciendo. —No conseguía disimular en la voz la aceleración de mis latidos.

—No, sólo estaba haciendo el imbécil.

—Reconozco mi error —dije, empezando a relajarme. No iba a disparar—. Y parece que voy a seguir aquí reconociéndolo un rato más, porque creo que al disparar ha frenado mi marcha. ¿Adónde quería disparar?

—A donde le he dado: al neumático delantero de la derecha. —Bajó ligeramente el arma—. Si tiene otro, cámbielo. Si no, parece que tendrá que utilizar parte de ese dinero en una grúa.

La posibilidad de aquella ironía me volvió temerario.

—Señora —pregunté con delicadeza—, ¿es posible que eso sea una Remington del calibre veinte?

—Así es.

—Tenía una igual de niño. Me crié en Florida. La utilicé para cazar una codorniz. ¿Ha usado la suya con sus maridos?

Temerario, pero la pillé: le brillaron los ojos y volvió a encañonar mi garganta. Su voz indicaba tensión.

—Me resulta difícil creer que ya es mayor, señor Gastin. Tengo tantas pruebas de su madurez como las que encontró la policía de mi implicación en las desapariciones de mis maridos. Ninguna. Porque no hubo ninguna.

—Se da cuenta —dije en voz baja— de que tendrá que matarme. No voy a rendirme. Tengo que hacer esto.

—No, no tiene que hacerlo —dijo ella—. Pero probablemente lo hará. Aunque eso no significa que vaya a hacerlo aquí. Estaba llamando al sheriff mientras usted devolvía la pala a su sitio. Le he dicho que me parecía que había un merodeador. No creo que se dé prisa, no soy muy popular entre los agentes de la ley de la zona, pero tardará unos veinte minutos, y entonces puede discutir lo que está bien y lo que está mal con él. O puede darse prisa y cambiar el neumático. No le mataré. Aunque no me crea, nunca he matado a nadie. Pero puede que viva el resto de su vida sin rodilla, o sin poder reproducirse.

—Estaba equivocado —le dije—. No disparó a sus maridos: los congeló hasta que murieron. O los puteó tanto que les encantó desaparecer.

Aunque no contestó, parecieron hundírsele los hombros. Creo que podía haberla convencido en media hora, pero no tenía tiempo. Si lo del sheriff era un farol, estaba jugando su mejor baza.

—Tengo una rueda de recambio en el maletero —le dije, confiando en necesitar solamente una rueda nueva.

Me siguió apuntando con la escopeta mientras yo buscaba la rueda de recambio y las herramientas en el maletero, y la mantuvo así hasta que me eché al suelo y me puse a cavar un agujero para el gato. Aunque normalmente puedo cambiar una rueda en cinco minutos en suelo seco, no sabía cuánto tardaría con la nieve, así que la ignoré para concentrarme en mi trabajo. No había motivo para retrasar las cosas con más conversaciones desagradables. Ya habíamos terminado de hablar. Ya volvería. Alguna vez tenía que dormir esa mujer.

Fijé el gato bajo el eje y luego me arrastré para desenroscar las tuercas. Miré en dirección a ella para ver si me vigilaba de cerca, y durante un solitario y extraño instante pensé que había desaparecido. Pero no, ahí estaba, cómo no, sentada con las piernas cruzadas en la nieve, con la escopeta en el regazo y apoyada en el brazo izquierdo, y la cabeza inclinada hacia la nevada. Unos pocos copos se desprendían del final del temporal, un puñado de estrellas brillaban en el cielo ya despejado. Y cualquiera habría dicho que ella era un viejo cazador de búfalos agachado esperando a que cambiara el tiempo.

Me puse otra vez con la faena. El neumático estaba destrozado. Había marcas de perdigones en el tapacubos y unas cuantas abolladuras cóncavas en el guardabarros. El acero desnudo brillaba a través de la pintura blanca desconchada y la imprimación. Introduje la llave en la primera tuerca y empujé, apoyándome en el mango. La tuerca se aflojó con un leve chirrido. La desenrosqué y la eché en el tapacubos, donde repiqueteó.

El sonido apenas había cesado cuando ella empezó a hablar. Me sorprendió cómo había cambiado su voz. El tono duro se había convertido en un lamento delicado.

—Los quise a todos, ¿sabe? Kenneth fue el primero. Éramos jóvenes, estuvimos casados dos años. Tenía muchas deudas, dudaba mucho de sí mismo, y tuvimos algunos problemas, pero cuando las cosas funcionaban entre nosotros, funcionaba de verdad. Pensaba que se le pasaría, sin más. Que reaccionaría y luego seguiría adelante. Los hombres pueden hacer esas cosas. No intenté buscarle. Estaba embarazada de seis meses y de algún modo pensaba que el bebé haría que volviera. El bebé nació muerto. El cura y yo fuimos los únicos que asistimos al funeral, y el cura estaba allí porque le pagaban. Solía visitar la tumba cada día, esperando encontrarme a Kenneth allí. Pero no apareció.

«Joe, mi segundo marido, desapareció reuniendo unas reses perdidas en la frontera de Arizona y México. El sheriff pensó que lo podían haber matado unos traficantes de drogas. Que se tropezó con ellos por error y trató de detenerlos. Joe lo habría hecho: era grande y rudo, no era nada sentimental, pero era tan decente que resultaba casi frágil. Yo sabía que no habría seguido conduciendo sin más».

«Recuerdo que estuve paseando arriba y abajo por el rancho mientras se hacía cada vez más tarde. Me arrodillé en el suelo de piedra y recé para que volviera sano y salvo. Lo golpeé con los puños.

«Busqué a Joe. Meses después de que la partida se hubiera rendido yo seguía saliendo todos los días. La gente decía que estaba loca, histérica, que buscaba fantasmas. Busqué en todos los barrancos, arroyos, surcos, cañones, detrás de cada árbol y roca en treinta millas. Nunca encontré ni rastro. Pero tras pasar un tiempo ahí fuera, sola en las montañas, buscando con tanta intensidad y tanta devoción, sentí que podía atravesar un barranco y notar la presencia de la muerte: zarcillos, olores sutiles, una quietud particular. Y después de tres años de búsqueda podía sentir la muerte aunque sólo quedara un pelo, o una salpicadura de sangre seca, y pronto empecé a sentirla cuando no había nada en absoluto. Me ha dicho que soy una mujer dura; bueno, es que ese conocimiento es duro».

—Señora… —empecé a defenderme, pero me cortó directamente, otra vez con el tono de voz despiadado:

—Escúcheme mientras cambia la rueda. Si quiere hablar, hable con el sheriff.

Me callé. Desenrosqué otra tuerca mientras ella continuaba:

—Igual habría seguido recorriendo esa frontera si no hubiera aparecido Duster. Su mujer había muerto de cáncer seis meses atrás y estaba viajando por ahí cazando y pescando, intentando olvidarla. Paró en el rancho para pedir permiso para cazar palomas junto al estanque. Hablamos un poco, y al día siguiente vino otra vez a cazar y me propuso que fuéramos a cenar. Le advertí que mis maridos desaparecían, pero él se lo tomó de la misma manera que me arrebató el corazón, con una seriedad alocada y despreocupada. Duster era un hombre poco común. Sabía muy bien quién era, así que te amaba por lo que tú eras, y no por lo que deseaba que fueras.

«Veintiún años estuvimos juntos Duster y yo, la mayoría de ellos por aquí. Y un día se fue a cazar faisanes adonde los Lindstrom y desapareció. No sabría explicarle lo duro que resultó. La policía estuvo encima de mí durante meses, no los culpo. Pero ¿qué podía decirles? No sabía ni qué decirme a mí misma. Pero decidí que encontraría a Duster, y cuando dejó de haber jaleo empecé a buscar. Busqué cada noche durante siete años. Todas y cada una de las noches.

«Verá, señor Gastin, así fue como aprendí a notar a los muertos, a sentir cómo revela la tierra los espíritus de los que se ha apoderado, a notar la presencia, a interpretar las señales. Lo aprendí buscando a las personas queridas que había perdido».

Tenía la rueda de repuesto en el eje y estaba terminando con las tuercas.

—¿Lo encontró? —le pregunté.

—Señor Gastin, siento tener que ser tan dura con usted. Usted es un imbécil, pero admiro sus agallas.

—Entonces deme otra oportunidad cuando no nieve. Usted lleva años practicando.

—No —dijo ella—. Aquí no.

—Entonces ¿dónde? —pregunté, ajustando la última tuerca.

—No lo sé. Siempre puede intentar volver al principio, pero estoy segura de que entiende lo difícil que es, lo peligroso que es. Lléveselo al lugar donde lo encontró. Ése es mi consejo.

—No estoy seguro de entenderla —le dije educadamente—, pero eso no es nuevo, en realidad.

Saqué el gato y me puse en pie. El cañón de la escopeta apuntaba a la nieve, pero me vigilaba atentamente mientras yo volvía a poner el neumático reventado y las herramientas en el maletero, y luego me metía de nuevo en el coche. Cerré la portezuela. Ella dio la vuelta y se acercó al lado del conductor. Cuando las marchas entraron, de pronto entendí con toda sencillez qué era lo que estaba vigilando ella en el campo. Bajé la ventanilla.

—Puede que no me haya ganado el derecho de entregar el regalo —dije—, pero creo que me he ganado el derecho de preguntarle lo que está protegiendo aquí. No me puedo creer que sean simplemente los fantasmas de tres músicos de rock.

—Estoy protegiendo mi ignorancia —me dijo.

No era lo que esperaba oír.

—Pensé que la ignorancia era el mal que me aquejaba a mí.

—Pues no es el único.

—¿Qué es lo que no entiende?

Volvió ligeramente la cabeza para mirar en dirección al campo.

—Le he dicho que busqué en el lugar donde desapareció Duster, busqué durante siete años, y aquí es donde lo encontré. Estaba segura de ello. En el centro, cerca de donde ha encontrado la cornamenta. Claro que entonces la cornamenta no estaba allí. Este lugar queda a unas nueve millas del terreno de los Lindstrom, en dirección opuesta respecto a donde vivíamos en aquella época, pero tuve una sensación potente y clara. Pensé que quizá lo habían asesinado y su cuerpo estaba enterrado aquí. —Cerró los ojos, pero los abrió de inmediato—. Lo cierto es que esperaba que lo hubiesen matado… quería un motivo…

—Ya veo —dije—. Pensé que protegía a su marido. Ahora lo entiendo.

—No esté tan seguro —dijo ella con tristeza—. Cuando cavé aquella noche, efectivamente, ahí estaba, un cráneo humano. Pero era el cráneo de un bebé, señor Gastin, un bebé de menos de un año, y llevaba allí desde mucho antes de que mi marido o sus músicos murieran. No había más huesos. Sólo el cráneo. Casi cabía en la palma de la mano. Así que, ¿entiende ahora por qué no podía dejarle llevar este coche ahí y prenderle fuego? Aquí hay fuerzas que superan mi comprensión, así que tenía que insistir en que usted demostrara la suya.

Me sentía como si mi cráneo brillase a la luz de la luna. Al final conseguí decir:

—No estoy seguro de que quisiera saber eso.

La señora Nogardam inclinó la cabeza encapuchada hacia la ventanilla abierta y esbozó una sonrisa rápida y seca.

—Yo tampoco. Lo único que consiguió es confundirme aún más. Pero si no queremos saber, ¿para qué buscamos? —Volvió a sonreír, casi como una muchacha, y luego se apartó del coche. Puso la escopeta a la altura de la rejilla para recordarme que actuara inteligentemente.

Salí dando marcha atrás hacia la carretera asfaltada, giré a la izquierda y me metí por ella tan rápido como me lo permitía la nieve. Aunque no tenía adónde ir parecía que tenía una prisa loca por llegar adonde fuera, aunque pensándolo bien había un lugar al que me moría de ganas de ir, y era muy lejos de toda aquella locura, del vendedor fantasma y la guardiana fantasma y los cráneos de niños iluminados por la luna y un regalo que al parecer se resistía a ser entregado, pero sobre todo quería apartarme de mi incapacidad permanente para encontrar el sentido a cualquiera de esas cosas, y el miedo enfermizo que me invadía de que no se le pudiera encontrar ninguno.

Cuando di con el coche del sheriff en el primer cruce (¿había llamado de verdad o sería una patrulla rutinaria?) estuve a punto de entregarme. Ahogué un impulso muy poderoso de cerrarle el paso y saltar de mi coche farfullando:

—Oficial, este Caddy está tan caliente que la pintura gotea y la botella de líquido blanco del asiento delantero es heroína pura de Hong Kong que vendo a niños, y los papeles de la guantera todavía tienen la tinta húmeda y al cadáver del bebé en el maletero le falta la cabeza y ¡vaya por Dios! no será un recipiente abierto con bebida alcohólica lo que tengo en la mano, chupapollas nazi abusaniños… Por favor, se lo ruego, ¡enciérreme! ¡Sí! Necesito que me detengan.

Pero no lo hice. Nos cruzamos tranquilamente en la carretera resbaladiza por la nieve. Observé sus luces traseras por el espejo retrovisor y vi cómo desaparecían hacia el lugar donde yo había estado, el lugar del que me estaba pirando. ¿Adónde ir a continuación, y por qué? «Sigue conduciendo», me dije a mí mismo, «por el amor de Dios averigua adónde vas». Pero ni siquiera eso podía hacerlo: debido a la nieve, las carreteras se habían vuelto tan peligrosas que tenía que limitarme a tararear, cuando lo que quería era dar un verdadero recital. No pude ni siquiera acelerar a más velocidad de la que indicaban las señales hasta que llegué a la I-3 5, de la que acaban de quitar la nieve y estaba limpia y pulida. Me fui en dirección sur, de vuelta hacia Des Moines, sobre todo porque había más estrellas en aquella dirección.

No quiero que dé la impresión de que se me estaba yendo la pelota. De hecho, me encontraba bastante estable, paralizado por la tríada que formaban la confusión absoluta, el terror y la depresión. Las cosas estaban tal y como las había planteado Gladys Nogardam con su absoluta frialdad: había fracasado. Me dije que si me quedaba algo de sensatez debía echarme la bolsa de lona al hombro y alejarme de todo aquel lío de mierda. Dejarlo mientras todavía estuviera detrás. Me encontraba ya en ese estado de ánimo en el que la huida se ve espoleada por la débil creencia y la patética esperanza de que lo que te persigue es peor que lo que te espera. Pero si no era lo bastante listo como para minimizar mis pérdidas, al menos sí lo era lo suficiente para detenerme y tomar aliento.

Después de conocer a Joshua Springfield, ¿cómo podría haberme resistido al motel El Refugio del Cuervo en el extremo norte de Des Moines? La recepción apestaba a la fritura de hígado con cebolla del apartamento adjunto del gerente. En una mesita enfrente del mostrador había un cuervo disecado con las plumas raídas colocado encima de una calabaza ahuecada e iluminada. El gerente no dejaba de mirarme nervioso mientras me registraba, y a continuación examinó la ficha detalladamente mientras yo rebuscaba el dinero en el bolsillo.

—Ah, y con respecto a su trabajo, doctor Gass… ¿qué clase de pruebas farmacéuticas hace?

—Por mi cuenta —expliqué—. Pero ahora mismo estoy trabajando para los federales. Algunos de esos malditos beatniks están metiendo marihuana triturada en la aspirina para bebés Saint Joseph. Esta mañana he encontrado un lote en Fargo. La compañía dice que fue un envío dividido entre Fargo y Des Moines, así que he venido a comprobarlo. Trataré de liquidarlo por la mañana. Llevo dos días sin dormir, y por eso agradecería mucho que no me molestaran. Me altero con facilidad. Y haga lo que haga, no se lo diga a nadie… no hace falta que empiece a cundir el pánico. Puede que ni siquiera estén en las estanterías todavía. Pero entre usted y yo, no dé a sus hijos Saint Joseph.

—Pensaba que la marihuana era verde. Debería ser fácil detectarla.

—Es verde, amigo, en su estado natural, y me gusta ver a un ciudadano alerta, pero la tiñen con tritripinato de mescalina.

—Alguien debería pegar un tiro a esos malditos cabrones —dijo indignado.

—Se me ocurre una idea: si la cosa se precipita, yo le daré los nombres de esos hijos de puta en cuanto los sepa. Puede que intenten tramar algo con los federales para ganar tiempo. ¿Sabe lo que quiero decir? Usted mismo podría cerrar el caso antes de que los cabrones tuviesen la oportunidad de llamar a sus abogados elegantes de Nueva York. ¿Tiene una tarjeta con un teléfono en el que pueda localizarle rápidamente? Debería estar listo para actuar en seguida.

Me dio una tarjeta junto con la llave de la habitación, aunque no parecía especialmente dispuesto a darme ninguna de las dos.

—Implicación ciudadana —le dije mientras me dirigía hacia la puerta—, eso es lo que separa a las ovejas de las cabras. —Me volví al llegar a la puerta—. Otra cosa: ¿bebe agua del grifo?

—Sí —dijo con aire vacilante.

—Un consejo: cómprese botellas. Algún babuino retrasado podría echar productos químicos al suministro de agua en cuanto se le ocurriese. Ácido lisérgico, extracto de hachís, cristales de opio… medio kilo de cualquiera de esas mierdas en el suministro del agua podría destruir Des Moines en una semana. Una mañana se toma una taza de café y diez minutos más tarde está en el tejado intentando meter la polla en la señal de neón. No piense que bromeo.

—Agua embotellada —repitió.

—Lo ha pillado. Ahora, en esta época, no hay seguridad. De hecho, nunca se puede estar seguro del todo.

Agarré mi bolsa de lona, seis latas de cerveza y el bote de speed del maletero y empecé a buscar la habitación 14. Me preguntaba por qué experimentaba un placer tan perverso engañando a todos los Harvey, Bubba y Walter Mitty del mundo. Cebándome en los indefensos no mostraba mucha personalidad, ni mucho corazón. No era de extrañar que fracasara o jodiera cada oportunidad que se me presentaba.

Pero la autoflagelación, destinada a levantar los verdugones de la autocompasión, se detuvo en cuanto entré en mi habitación. No es que fuera increíblemente espaciosa o estuviera decorada con gusto. Era una habitación corriente, con el papel pintado floreado amarillento por el humo, una alfombra de saldo verde y peluda, de Sears, un televisor en blanco y negro Magnavox de quince pulgadas atornillado al escritorio, y una cama doble llena de bultos que probablemente había vivido más placer y desesperación sexual en un mes que yo en veinte años, pero la número 14 ofrecía un grato refugio de momentánea neutralidad, un espacio sin exigencias.

Cerré y eché el cerrojo a la puerta, puse mi bolsa en la mesita para equipajes, abrí una cerveza y me fui hacia el lavabo esperando encontrar una bañera espaciosa. La bañera no era lujosa, pero sí adecuada. Apreté con fuerza el tapón y abrí a tope el grifo del agua caliente. Mientras se formaba el vapor, me quité la ropa mugrienta y rebusqué en la bolsa algo que no hubiera llevado hacía poco. Tomé nota mentalmente de que debía lavar la ropa por la mañana, y sonreí ante la confianza que mostraba. Pero así era, ahí estaba el truco: continuar como si todo fuera normal. Necesitaba descansar, sobre todo de pensar, pero tenía que decidir lo que iba a hacer, ahora que había fracasado en la entrega y me había perdido.

En lo que tardé en cerrar el agua caliente, decidí que creía a Gladys Nogardam o que me daba tanto miedo que me cagaba encima. Cualquiera de las dos opciones era motivo suficiente para no intentar acercarme a medianoche al lugar del accidente, una idea que no me había percatado de que seguía contemplando en serio. No, la señora Nogardam me superaba. Pero lo que había comentado sobre volver al principio tenía cada vez más sentido. Con la exageración espiritual de ampliar el gesto, instigada por la paranoia infundada inspirada por El Zumbado de que los sicarios del Mugre podían estar esperándome, me había desviado de mi objetivo original y por tanto de mi camino, del objetivo sencillo y sin complicaciones de entregar el coche en la tumba del Bopper y desaparecer tranquilamente.

Según la información que había encontrado en la Biblioteca Pública de Houston, el Bopper, tal y como yo pensaba, estaba enterrado en Beaumont. El paso evidente que tenía que dar era conducir hasta allí y hacer entrega del regalo, y eso fue lo que decidí que haría tras dormir bien aquella noche. Aunque equivalía a un desvío de dos mil millas, podía apuntármelo como una experiencia educativa. La idea era la siguiente: levantarme temprano y volver a la carretera, descansado, relajado y más sabio. Y nada de recoger autoestopistas por el camino o hablar con alguien que pudiera desviarme de aquella tarea sencilla. Era demasiado sugestionable, demasiado vulnerable a mis propias dudas. Y tomé otra decisión más: si aquella vez no lo conseguía, me olvidaría de aquello y me iría. Abandonaría el viaje considerándolo un buen intento fracasado, víctima de mis propias meteduras de pata y del destino. Sería triste, pero no algo de lo que avergonzarse.

Entré a comprobar el agua de la bañera y saqué la mano en seguida: quería remojarme, no cocer langostas. Iba a darle al grifo del agua fría cuando pensé que no sabía qué cementerio de Beaumont contenía los huesos del Bopper. Eran las ocho más o menos, y estaba bastante seguro de que Texas y Iowa compartían la misma zona horaria. Con un poco de suerte la Biblioteca de Beaumont seguiría abierta.

Si el agua hubiera estado seis grados más fría no habría llamado a la biblioteca antes de que cerrara y mi historia podría haber terminado en un lugar totalmente distinto. La temperatura del agua. Qué cosa tan tonta. Todo íntima y esencialmente ligado, millones de enrevesadas contingencias, ninguna carente de sentido, todas fundamentales en potencia, y las posibilidades mismas sujetas a infinitas intersecciones de tiempo, espacio y suerte… Es obvio que con una mente no basta.

Me senté con el culo desnudo en la silla del escritorio, dejé la cerveza cerca y marqué el número de información a través de la recepción del motel. El número de Beaumont estaba ocupado, así que pedí a la operadora que probara en Houston. La llamada fue bien. Una mujer contestó al segundo timbrazo:

—Biblioteca Pública de Houston, ¿en qué puedo ayudarle?

—¿Podría pasarme con información, por favor?

—Esto es información.

Procuré endulzar la voz.

—Muy bien, señora. Tengo una petición inusual, pero según lo que he descubierto en mi investigación hasta la fecha el mundo se volvería requeteignorante muy rápido si no fuera por la paciencia y la dedicación de ustedes las bibliotecarias, así que voy a arriesgarme y confiar en usted para solucionarlo. Estoy haciendo una investigación sobre músicos de los inicios del rock-and-roll y me falta una información sobre un músico de Beaumont conocido como el Big Bopper. Ése era su nombre artístico; su nombre real era Richardson, J. P.; Jiles Perry. Lo que quiero…

—Apuesto a que quiere saber dónde está enterrado.

Aquella respuesta captó mi atención.

—Vaya, ¿cómo lo ha sabido? ¿Las bibliotecarias son telepáticas?

—No, señor, es que es la tercera persona que ha llamado hoy preguntando dónde está enterrado este Bopper, y un hombre pidió ayer la misma información. Está claro que ese Bopper es muy popular por aquí estos días.

—Yo estoy escribiendo un artículo para la revista Life. No sé si estos otros tipos son reporteros, investigadores, o sólo ciudadanos interesados.

—Yo tampoco lo sé. No me lo han dicho. Pero puedo decirle sin ir a buscar los recortes de prensa que el señor Richardson murió en un accidente de avión el 3 de febrero de 1959, en los alrededores de Mason City (eso está en Iowa), y que está enterrado en Beaumont, en Forest Lawn. ¿Era eso lo que quería?

Al inclinarme hacia adelante en la silla, el culo desnudo chasqueó en el vinilo como si protestara. Compartía el mismo sentimiento.

—El lugar donde está enterrado, señora, eso es lo que quería. No me interesa el lugar del accidente. ¿Sobre eso están escribiendo los otros investigadores, sobre el lugar del accidente?

—Para serle franca —bajó la voz en tono confidencial—, los dos hombres que han venido hoy parecían más interesados en el hombre que estuvo aquí ayer que en el señor Richardson. No es que vinieran directamente y me lo dijeran, pero entiendo que el otro tipo les había robado unas notas de su investigación, ¿no? Le preguntaron a Helen (ella trabaja en el otro turno) qué aspecto tenía, qué clase de coche conducía, qué quería, esas cosas. También hablaron con Peebles, el guardia de la mañana.

—Me suena a la típica rivalidad de investigación. No se creería cómo las gastan algunos de esos investigadores.

—Lee (el conserje, Leland Peebles) no pensaba lo mismo.

—¿No?

—No, señor. Me ha dicho que habló con el joven del sombrero estrafalario ayer cuando vino. Llevaba un sombrero rosa chillón, pero no lo vi. No entro hasta el mediodía. El caso es que Peebles me ha dicho que el joven o estaba loco o drogado, y cree que los otros dos lo están buscando por robarles el coche o algo de dinero.

—No veo qué tiene que ver todo esto con el Big Bopper.

—Yo tampoco, pero debe de tener algo que ver. Todos preguntan por el señor Richardson.

—Bueno, muchas gracias por ayudarme. Se lo agradezco mucho, créame. Y la verdad es que ha despertado mi curiosidad sobre los otros dos tipos; espero que no hablemos los tres de lo mismo.

—Me alegro de haberle ayudado. Bueno, buenas noches.

«¡No!», me grité a mí mismo mientras volvía a marcar frenéticamente el teléfono de información de Houston para pedir el número de Leland Peebles. «Ayudadme. Soy el bueno».

El señor Peebles reconoció mi voz antes de que pronunciara siete palabras de mi torpe estratagema.

—Señor, no me quiero meter en esta mierda, de ninguna manera, ni de lejos. No quiero nada, gracias igualmente. No le conozco y no les conozco, pero le voy a decir una cosa, y es que los hombres que le buscan son exactamente de esos que uno no quiere que le encuentren. De esos grandes y malos, ¿entiende? Ya tengo mis propias preocupaciones, no necesito las suyas ni las de ellos tampoco. Así que adiós.

Y colgó.

—¡Espere! —grité. Cuando la única respuesta fue el zumbido vacío, me derrumbé. La paranoia empezó a jugar con mi cerebro como si fuera una máquina del millón, y ya había acumulado siete juegos extra cuando colgué. Las luces y los contadores se iluminaban y saltaban, los destellos explotaban en la oscuridad, eran amarillos lívidos y rojos chillones. Vi a los dos matones en la recepción del motel, en aquel mismo instante, mostrando mi fotografía a nuestro atento gerente.

—Sí, claro, el tipo de la 14, ése es. El que trabaja para los federales.

Me vi a mí mismo atado a la silla en la que estaba sentado, y un tipo como el doble de grande que Bubba amordazándome con una pelota de ping-pong y un trozo de cinta adhesiva ancha mientras el pequeño sacaba sus herramientas de un maletín negro como de médico.

Con un zapato en la mano y un brazo metido en una pernera del pantalón, iba buscando la ropa. Tiré la cerveza de la mesa al ponerme a cuatro patas a buscar el otro zapato. La cerveza fría empezó a chorrear por el borde del escritorio, por mi espalda y la raja del culo. Mi cerebro gritaba ¡HEMORRAGIA! cuando una voz cortante me habló, no con indignación ni odio, sino tranquila y divertida:

—George, no sólo con la mente no basta, sino que, evidentemente, es demasiado.

Y aquella voz atajó mi pánico, lo cortó. Era yo, claro está, a no ser que hubiera encerrado a alguien en la habitación conmigo, pero la voz parecía proceder de fuera de la persona huidiza que tendía a considerarme yo mismo. Me toqué por detrás y palpé sin atreverme apenas la humedad que me corría por el culo, y luego me examiné los dedos. Cerveza. Me sentí terriblemente humillado: me había derrumbado por la presión como una transmisión barata que se desmonta en marcha. Me preguntaba abyectamente en qué clase de charco tembloroso de mierda me convertiría si los especialistas del Mugre llegaban a pillarme algún día.

Revestido de una especie de dignidad fatal me fui al baño, alegrándome de que el espejo estuviera tan empañado de vapor que fuera imposible verme la cara. Recogí la cerveza con la toalla de la percha, y a continuación reuní la ropa más limpia que pude encontrar y la coloqué con cuidado en la cama. Así que los tipos malos me seguían la pista. ¿Se derrumbaría el Zorro? Claro que no, joder. ¿Hopalong Cassidy? Será una broma… ¿Davy Crockett, John Dillinger, Zapata, Errol Flynn? ¿Estarían estos tipos rebuscando en el suelo de la habitación de un motel, demasiado asustados por la simple idea de que llegara la hora de la verdad y vinieran a buscarles? Está claro que es una broma. Volví a entrar al baño y escurrí la toalla en el lavabo. Luego me miré y limpié el espejo. No había ningún Zorro valiente ahí, ningún Dillinger de mirada fría; ni capa ni espada. Sólo yo, con la mirada anfetamínica, los labios temblorosos, barba de varios días, sudoroso y con la polla arrugada. Me dirigí a la bañera, me metí dentro y me hundí en ella.

Traté de no pensar, pero era como intentar no respirar. Mi primer pensamiento, por extraño que parezca, fue que tenía que llamar a Gladys Nogardam y advertirle que quizá debía esperar malas compañías. Mi segundo pensamiento fue llamar a la Biblioteca de Houston y dejar una advertencia para los matones, por si pensaban ir a casa de ella. Aquello me animó. Si una mujer de noventa y siete años podía mantenerse firme, yo también sería capaz. Si Joshua Springfield podía llevar su Expreso Celestial a una ciudad aletargada y enfrentarse a la versión preponderante de la realidad, carente de todo sueño, sin pestañear siquiera cuando empezó el tiroteo, desde luego, yo podía seguir soñando. A fin de cuentas, Gladys admiraba mis agallas, o eso había dicho, y me dispararían al igual que a Joshua. Y Donna intentó quitar el mal olor de la leche agria de aquel sofocante tráiler y alimentar a los niños: si ella podía continuar, ¿qué era lo que me detenía? Además del miedo, la duda y no saber adónde ir.

Qué hacer, adónde ir; la misma mierda aburrida de siempre. Vete a dormir. Vete cagando leches a Beaumont hasta ponerte delante de sus mismísimas narices y quémalo en la tumba del Bopper. O llama por teléfono, pide un taxi para el aeropuerto, reserva un asiento al siguiente vuelo para México. Que se joda el regalo y vete volando.

Pensar, pensar, parando sólo para añadir más agua caliente o meterme otra cerveza. A las dos de la madrugada se me había acabado la cerveza, tenía la cara en carne viva por el vapor, y el cuerpo estaba empezando a arrugarse y empequeñecerse bastante, así que me levanté, chorreando y arrugado, y observé el agua que bajaba en espiral por el desagüe, un círculo succionado por sí mismo, desapareciendo hacia donde fuera… las tuberías, la alcantarilla, la cloaca, de nuevo evaporándose en el aire, cayendo otra vez en forma de lluvia para las raíces, y recordé luego que Gladys Nogardam había dicho: «Siempre puede intentar volver al principio».

Me pasé la hora siguiente dando vueltas por la habitación desnudo, intentado imaginar algún tipo de principio al cual volver, y pensé que debía de estar desesperadamente perdido si intentaba encontrar un comienzo sólo para comenzar otra vez, suponiendo que fuera capaz de distinguir los principios de los finales, suponiendo que no fueran sólo ilusiones.

Así estaba en la habitación 14 del motel El Refugio del Cuervo en Des Moines, Iowa, a las tres de la mañana. Me sentía totalmente fracasado, aterrorizado, atenazado por la duda, la cerveza y el speed. Andaba y andaba sin parar. Creo que fue el ritmo monótono del andar y no la monotonía de mis pensamientos lo que me trajo a la memoria el eco del principio que buscaba. Big Red Loco que se subía al estrado para tocar «Mercury cayendo», y adaptaba su aliento al silencio que habíamos escuchado juntos mientras el coche saltaba por el borde y caía, caía sin parar, y desaparecía, y luego estallaba en el fragor de las olas que rompían en las rocas. La misma noche que el pequeño Beechcraft cayó como una bola de fuego en un campo de maíz de Iowa. La primera noche que tuve a Kacy desnuda entre mis brazos. Ése era el principio que yo deseaba que volviera. No quería recuperar el pasado, sino abrir el presente. No quería un renacimiento, ¿comprendes?, sino este nacimiento. Esta vida. Mi amor desorientado, mi música desgraciada, mi fe tambaleante. Y que, aun así, eran un amor con esperanza, una música con la que todavía podía bailar, y una fe que repentinamente se afirmaba con el sentimiento de que al fin había acertado, de que sabía adónde iba: que describía un círculo completo y volvía a aquella curva por encima de Jenner. Un plan que me resultaba familiar, que incluso puede que fuese el original, y que me hizo reír. Mi risa sonó un poco turbadora, extrañamente salvaje.

Me vestí, guardé mis cosas, dejé diez pavos en la mesilla por las llamadas telefónicas que probablemente me habían salvado el pellejo y salí y puse en marcha el Caddy. Mientras se encendía pacientemente y aumentaba de temperatura respecto al frío helador de antes de amanecer, guardé la bolsa de lona y celebré el nuevo comienzo del final con un sorbo de speed mezclado con cerveza, la primera de las seis latas que quedaban en la nevera. O yo me había concentrado demasiado o él no había aparecido todavía, el caso es que no me fijé en mi fantasma hasta que quité el freno de mano. Estaba sentado en el asiento delantero del pasajero, observando. Nuestras miradas se encontraron.

—Estás loco, ¿sabes? —me dijo.

—Lo sé.

—Bueno, haz lo que te dé la gana.

—Déjame en paz si no vas a ayudarme —le increpé, pero ya había desaparecido.

Hice girar el cohete blanco por el aparcamiento, me metí por la calle vacía y ocho manzanas más tarde encontré el acceso a la autopista que quería. Estaba un poco resbaladiza y había nieve de la tormenta del día anterior apilada en los arcenes. La cogí con facilidad, notando la carretera. Cuando llegué al cruce de la I-80 paré a poner gasolina. Me quedé sentado mirando el dinosaurio del logo de Sinclair mientras el aburrido empleado llenaba el depósito. Cogí la I-80 en dirección oeste y me dirigí hacia la costa de California. Un Kenworth grandote pasó zumbando por mi lado al meterme en la autopista otra vez, y yo toqué el claxon y le hice señas. Él me pitó como respuesta. La carretera estaba cubierta de nieve medio derretida en algunos sitios, pero en general estaba bien. Una señal verde indicaba OMAHA 130. Puse Bill Haley y los Comets en el tocadiscos, «Rock Around the Clock», y luego le metí más caña al pedal. Si alguien me estaba persiguiendo, iba a quedar muy atrás. Todavía me quedaban mil ochocientas millas, pero me estaba acercando rápido.

Llegué a Omaha antes de las seis, hora Central. La luz empezaba a teñir el cielo. Soplaba un fuerte viento de costado procedente del norte, pero la carretera estaba despejada. Era como si navegara directamente a la costa. Esperaba llegar a Jenner antes del siguiente amanecer y pensé que si me ahorraba dos horas en el cambio de hora y lograba hacer ochenta millas por hora de promedio, podía hacer varias paradas y aún tendría el tiempo de mi parte. Las cosas pintaban bien.

No obstante, un par de asuntos me preocupaban. Uno era el neumático con restos de perdigones en el maletero, que ya no servía de nada. La goma de la parte de delante estaba nueva, pero nunca me ha gustado ir sin rueda de recambio: no puedo soportar lo idiota que te sientes cuando tienes un pinchazo. Y aunque no tengo pruebas estadísticas, la experiencia personal me ha convencido que tienes un cincuenta por ciento de probabilidades más de sufrir un pinchazo si no llevas ruedas de recambio.

Y luego estaba mi fantasma. No que hubiera vuelto para vigilarme o cualquier otra cosa alarmante, sino el mero hecho de que hubiera aparecido. Me imaginé que era una alucinación fruto de la angustia mental y el agotamiento físico, y las alucinaciones no eran algo nuevo para mí. Me parecía que era el día anterior cuando había bailado con un cactus bajo las estrellas fundidas en el desierto, y cuando había visto a Kacy en una camarera de Oklahoma y se me habían ablandado las gónadas. Reconocía una alucinación cuando la sufría, y había conducido el camión el tiempo suficiente para saber lo que podía hacer la vista cansada y excitada ante un espejismo provocado por el calor, juegos de luces y sombras, semejanzas sugeridas por formas borrosas o distantes, imágenes fantasmales bailando en los nervios ópticos cuando un conductor que se acercaba se olvidaba de bajar las luces largas y te dejaba medio ciego y te hacía pestañear a su paso, todo tipo de locuras horribles que sucedían en la oscuridad. Pero nunca antes había visto a mi fantasma.

Claro que hay una primera vez para todo, pero me preocupaba, como he dicho, especialmente dado que se suponía que Lewis Kerr me había devuelto mi fantasma perdido la noche anterior. No quería plantearme la posibilidad de que fuera mi fantasma de verdad, ya que tal y como yo lo entendía, los fantasmas eran espíritus incorpóreos de los muertos, y yo no estaba muerto, de eso estaba seguro. Aunque, como un disco del embrague que perdiera aceite, aquella certeza estaba empezando a patinar. Si los fantasmas eran espíritus de los muertos y yo no estaba muerto, puede que fuera un anticipo de lo que iba a pasar, una advertencia para que tuviera cuidado. O quizá, y aquella idea me pareció tan ridícula que inmediatamente acepté que era posible, estuviese hechizado por mi propio fantasma.

Era mío. Estaba convencido de ello, aunque recordando su visita tenía que admitir que más que verlo lo había sentido, o quizá lo había visto porque lo había sentido claramente. Pero tanto si era un fantasma como una alucinación, un espejismo o una psicoproyección, era parte de mí.

Y aun así no estaba asustado. Porque no pensaba que fuera real, al menos no real en el sentido en que eran reales la sangre del pequeño Eddie, la música de Red o la calidez envolvente de Kacy. Y tanto si era real como si no, mi fantasma no parecía amenazador. En cualquier caso, parecía tener ganas de ayudar: me había señalado que estaba loco más como recordatorio que como juicio de valor o advertencia. Puede que ahora estuviera lo bastante loco como para haberme dividido en dos, lo cual ya me iba bien; me sería muy útil una mente de recambio.

En Lincoln paré en otra estación de Sinclair para que me llenaran el depósito. Estaba empezando a pensar que aquel dinosaurio verde era un amuleto personal que me daba buena suerte. Quería que su zumo exprimido me aportara energía para llegar a la costa. Le dije al empleado del surtidor que llenara hasta arriba el depósito con vino de la gravedad. Él me miró perplejo, señalé en dirección al dinosaurio que daba vueltas por encima de nosotros, encima de la marquesina, y le expliqué:

—Un poco de zumo de dinosaurio de primera calidad de ocho octanos de la cosecha del mesozoico. Gasolina.

Pareció encantado de apartarse de nuestra conversación y ponerse a llenarlo. Al abrir el maletero para sacar el neumático destrozado, me advertí a mí mismo que Lincoln, Nebraska, a las 6.30 de la mañana, no era un buen lugar para sucumbir a un ataque de verborrea alocada.

El neumático estaba destrozado, tal y como recordaba, pero la llanta tenía buen aspecto. Lo levanté para que el empleado lo examinara.

—¿Tiene de este tamaño?

—Creo que sí, señor —dijo, mirando la goma reventada—. Por el amor de Dios, ¿qué le ha pasado?

—Infravaloré la determinación de una anciana.

Meneó la cabeza.

—Pues sí, creo que sí.

Aunque tenía uno en reserva, no pudo (o no quiso) montarlo hasta que viniera un segundo empleado a las ocho para ocuparse de los surtidores. Pareció asustarse cuando me ofrecí a montarlo yo mismo, o a vigilar los surtidores mientras lo hacía, y murmuró algo sobre problemas con el seguro. Pensé: Que le den por culo. La rueda delantera tenía suficiente buena pinta para llegar a Grand Island; de hecho la goma estaba tan bien que podía llevarme hasta Alaska si me arriesgaba.

Nebraska es un estado llano. Las carreteras son tan rectas que tienen que poner bandas sonoras para evitar que te duermas al volante, pero es un terreno estupendo para ir rápido, y me mantuve a noventa y tantas todo el camino. El tráfico era ligero, y el viento fuerte de costado dejó de soplar poco después de Lincoln.

Empezaba a parecer el clásico día de otoño, fresco y lleno de color, cuando llegué a Grand Island ciento cincuenta millas y noventa minutos después. Acababa de entrar a la ciudad cuando vi un letrero donde decía NEUMÁTICOS Y PUESTA A PUNTO AL HAY LOCK, y va y en el letrero aparecía nada menos que la imagen de un árbol del caucho. Sí, señor, ése es el tipo de anuncio que atrae a un hombre que busca el comienzo, la materia prima, la fuente sin refinar. El mecánico dijo que tardaría unos diez minutos en montar la rueda, y yo le pedí que cambiara el aceite y el filtro, ya puestos, y que le diera un repaso general también. Fui al aseo a evacuar un poco de cerveza, y luego a buscar un donut para echárselo a mi estómago que no dejaba de gruñir.

Había un comedero barato dos manzanas al oeste, me dijo el mecánico, así que me dirigí hacia allí. Dar un largo paseo bajo el sol matutino me iría bien después de estar sentado detrás del volante durante horas. Comprobaba el tráfico mientras cruzaba una calle lateral cuando un letrero enorme, de color amarillo verdoso, en la azotea de un edificio del tamaño de un tranvía grande captó mi atención: ELMER, LA CASA DE LAS MIL RISAS. Todas las «aes» del letrero estaban inclinadas como cabezas echadas hacia atrás al reírse, y de hecho tenían pintadas cara, ojos cerrados y grandes bocas abiertas de las cuales surgían, en un texto de color rosa pálido, rebuznos, risitas, carcajadas, bufidos, gritos, vítores variados y otras expresiones de diversión y deleite.

Me atrajo lo extraño que era el lugar, pero me dije que no debía distraerme en aquel momento en que las cosas me estaban saliendo bastante bien. Además, la tienda parecía cerrada. Pero justo cuando decidí irme, alguien empezó a ondear una bandera blanca en el escaparate como si quisiera captar mi atención o indicar su derrota, o quizá propiciar una reunión en terreno neutral.

Al acercarme, vi que la bandera ondeante no era tal sino un cartelito improvisado con papel de envolver que una mujer estaba pegando dentro del escaparate, ESPECIAL HALLOWEEN, CONSIGA AQUÍ SUS TRUQUITOS. ¿Quién podía resistirse? Sobre todo cuando me di cuenta de que la mujer detrás del cristal tenía la cara más adusta que había visto jamás. Parecía que para desayunar había tomado un cuenco de alumbre y una taza de asco sin gracia.

En la puerta, escrito con letra pequeña y clara, había otro letrero: «Gastar una broma es ganar una risa». Encima se veía uno de esos rectángulos de plástico con dos esferas de reloj que suelen usarse para indicar las horas de apertura, pero habían quitado las manecillas. En una de las esferas las letras descoloridas por el sol decían: «El tiempo es oro». En la otra: «¡Plata no es!».

Me lo estaba replanteando en serio, pero al final empujé la puerta y entré. Me detuve inmediatamente en seco cuando oí una voz masculina y ronca que susurraba nerviosa:

—Edna, ¿has oído eso? Dios mío, creo que es tu marido.

—Es una de las bromas de Elmer —me informó una cansada voz femenina—. Una grabación. Al tocar el circuito en la puerta se activa. Le he dicho a Elmer que es malo para el negocio pero no me hace caso.

La que hablaba era la mujer con cara adusta que había visto en el escaparate. No parecía más feliz bajo la lúgubre iluminación de las dos bombillas de cuarenta vatios que iluminaban la tienda. Tenía cincuenta y tantos años, medía poco más de metro y medio y todo indicaba que estaba encogiendo rápidamente. Iba vestida de arriba abajo de negro aburrido exceptuando un broche grande y redondo en el pecho, una calabaza sonriente de color naranja chillón con la leyenda QUEREMOS QUE LOS NIÑOS SE DIVIERTAN. Mirando su cara estrecha y sus labios apretados, la frase me pareció más un reconocimiento personal de su pérdida que un llamamiento a salvaguardar la inocencia: sus ojos castaños y sin brillo habían abandonado la diversión hacía mucho tiempo.

—No importa. —Le sonreí para demostrarle que sabía encajar una broma. Mi instinto me llamaba a animarla.

—No nos queda mucho material —me dijo—, pero vaya y eche un vistazo. Si necesita ayuda estaré detrás del mostrador.

Era una tienda de artículos de broma: muelles que dan calambres para ponérselos en la mano, cojines que emiten largas flatulencias cuando te sientas encima, estilográficas diseñadas para gotear y manchar a la persona desprevenida, flores de solapa de plástico con resortes escondidos llenos de agua para mojar a las personas que las huelen, caleidoscopios que dejan a quien mira a través de ellos con un ojo negro… esa clase de cosas, y más estanterías vacías que mercancía.

La sección de plásticos captó mi atención. Una caca de perro que parecía tan real que casi se olía. Debajo de ella, extremidades cortadas: yemas de los dedos para poner en la cerveza de alguien, dedos enteros para colocar como cuña en las puertas, la mano entera para debajo de la almohada o en el borde de la taza del baño, no digamos ya las serpientes, arañas, murciélagos, escorpiones y moscas de plástico, y ratas de alcantarilla horriblemente hinchadas que al momento me imaginé flotando panza arriba en la piscina de alguna urbanización. Junto a los animales había charcos de plástico de vómito con trozos realistas de patata y carne a medio digerir. Ninguna de estas cosas me hizo reír, pero tengo que admitir que sonreí.

En la siguiente sección había carteritas de cerillas que no se encendían, papel de fumar saturado con sustancias químicas invisibles que provocaban náuseas al fumador, cargas explosivas para cigarrillos y cigarros, y cajas de velas de cumpleaños que parecían normales pero no se podían apagar. Esto último me pareció muy cruel. Si no logras apagar las velas de cumpleaños, tu deseo no se hace realidad, aunque tampoco es que vaya a hacerse realidad de todos modos, lo cual supone un tipo de crueldad distinto. Pero si no logras apagar las velas, ¿el cumpleaños se hace eterno, el deseo sigue vivo sin un futuro que lo garantice, que lo niegue, que lo traicione? Las velas no me hicieron reír, pero como me ofrecían muchas posibilidades decidí comprar una caja.

La siguiente sección estaba dedicada al humor de tipo químico. Un jabón espléndidamente envuelto que prometía que la piel de la persona se volvería de un verde gangrenoso media hora después de aplicarlo. Una cosa llamada Uro-Stim que resultaba invisible cuando se disolvía en líquido y que garantizaba que generaba en cualquier persona que se lo bebiera la necesidad frenética de mear. Inmediatamente pensé en un par de poetas pesadísimos de North Beach a los que les irían bien unos chorritos en el vino que tomaban antes de sus recitales. También estaba el Rainbow P, un paquetito de seis cápsulas incoloras que teñían la orina de colores diversos. Se me ocurrió que el Uro-Stim y el Rainbow P formarían una combinación demoledora: hacer que la víctima fuese dando saltos de puntillas y haciendo muecas al meadero y que soltase un chorro de orina color granate… y que mirando hacia abajo, perplejo, pensara: «¡No me puede pasar esto a mí! Por Dios, ¿a quién me estuve follando anoche?». Me eché a reír. Estaba claro que empezaba a entonarme.

Me salté la sección de cartas de baraja, algunas de ellas recortadas o marcadas para hacer trampas, otras hechas obviamente para contemplarlas («52 Bellezas Distintas. Ninguna Pose Repetida») y rebusqué en una sección variopinta con esposas chinas, globos llamados Revienta Pulmones porque no podías inflarlos con nada inferior a un compresor de aire, y una sartén que parecía barata, supuestamente forrada con un componente antiadherente revolucionario, aunque el texto que la acompañaba aseguraba que el revestimiento milagroso se fundiría y formaría una sustancia epoxídica para uso industrial a los dos minutos de calentarla, de manera que los huevos se quedarían soldados al fondo.

«¿Qué clase de mente piensa en semejantes cosas?», me preguntaba mientras revisaba la cera para el bigote que se caramelizaba quince minutos después de aplicarla, una caja polvorienta de sorpresas de chocolate (la sorpresa era o bien un relleno de regaliz pegajoso o una cápsula escondida de extracto de jalapeño crudo), un muestrario de utensilios de cocina de goma y solo, al final de una estantería vacía, un bote grande color magenta con tapón de rosca que parecía un envase de piezas de construcción de juguete, pero con unas letras doradas que lo identificaban como «Dulces S. D. Rollo, Los Mejores Dulces a Este Lado del Cielo». No decía qué eran. Desenrosqué la tapa para echar un vistazo y ¡joder!, saltó una serpiente gigante enroscada que ocupaba media tienda. Tenía la piel de franela de un amarillo cegador con lunares azul cielo y rosa chicle chillón, sólo un poco más discretos que mi sombrero, y los ojos negros de botón brillantes como el pecado y la lengua de terciopelo rojo rígido dispuesta a mentir por puro placer. El susto de la serpiente saltarina hizo que se me cayera la caja de Uro-Stim, y que la pisara mientras me apartaba para retirar la serpiente de encima de los cojines pedorros. Me puse más rojo que la lengua escarlata de la serpiente e intenté farfullar una disculpa ante la amargada empleada, que ni siquiera había levantado la vista de lo que estaba haciendo. Me encontraba sumido en la confusión cuando una voz familiar gritó:

—Oye, George. —Y al darme la vuelta vi a mi fantasma señalando hacia una pila de cajas blancas pequeñas—. Pásame un par de ésas, ¿quieres?

—¿Qué son? —pregunté, pero entonces ya había desaparecido.

—¿Disculpe? —gritó la mujer detrás del mostrador.

Al intentar darme la vuelta tropecé con la maldita serpiente y me di contra la estantería de cojines pedorros, agarrando uno instintivamente para frenar la caída. Lo logré, pero con el largo acompañamiento de lo que los jóvenes de Jacksonville solíamos llamar un «chillido de culo prieto», sólo que éste terminaba más bien como una sirena que se hunde en un fango burbujeante.

—¡Dios mío! ¿Está usted bien? —La mujer me miraba y parecía aún más cansada que antes.

—Bien, no pasa nada —dije entre dientes, levantándome del suelo con el cojín pedorro bajo un brazo y cogiendo la serpiente por el cuello con la otra mano.

—Le he dicho a Elmer que debería poner una advertencia en la maldita serpiente, pero él cree que ya hay demasiadas bromas explicadas. Cree que la gente no puede desarrollar su sentido del humor si no experimentan la broma por sí mismos. Venga, deje que le ayude a meter otra vez la serpiente dentro.

—No, no hace falta, la tengo. —Disfruté volviéndola a meter en el bote—. Y no se preocupe por las cosas que he pisado, iba a comprarlas de todas formas. —Enrosqué la tapa de los Dulces S. D. Rollo entusiasmado—. ¿Cuánto cuesta esta serpiente horrible?

—Diecinueve con noventa y cinco —dijo. Su voz sonaba consternada.

—Eso es mucho. —Me imaginaba que costaría un par de pavos.

—La empresa que la fabricaba, Artículos de Broma Fallaho, cerró hace un par de años. Ya no las hacen de franela, ahora las hacen fuera, de plástico, pero el plástico no resiste. Tres o cuatro saltos y el plástico se rompe. Y el muelle es de una aleación nueva, no de acero. Elmer quería conservarla como objeto de coleccionista, pero ya tenía ocho o nueve así que insistí en que debía ir a la estantería… Elmer puso un precio muy alto diciendo que uno tendría que estar loco para comprarla.

—Elmer y usted son socios en la tienda, ¿verdad? —De repente me interesó el viejo Elmer.

—Soy su esposa.

—Señora, si me dice que Elmer tiene cáncer o ha desaparecido misteriosamente, voy a atravesar su escaparate y salir corriendo como un gamo hacia el océano Pacífico.

Abrió la boca sorprendida.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—Porque estoy lo bastante loco como para comprar esta maldita serpiente —le dije, dejando la lata con la serpiente en el mostrador—, y el cojín pedorro éste, y el Uro-Stim y un poco de Rainbow P, y estas velas de cumpleaños que no se pueden apagar, y un par de cajas de esa cosa de allí, lo que sea… mi fantasma las quiere. ¿Qué son?

—Rabi-Tabs. Son tabletas pequeñas que se ponen bajo la lengua y se convierten en espuma. Hace que sueltes espuma por la boca. Como si tuvieras la rabia.

—Me llevaré dos. —Me fui hasta allí y las cogí de la estantería—. ¿Quieres alguna cosa más, Fantasma? —dije en voz alta. No contestó. Recogí la caja aplastada de Uro-Stim de vuelta al mostrador.

—¿Habla con él? ¿Con un fantasma? —La consternación y el agotamiento sumaron fuerzas en su voz.

—Ajá. Eso creo.

—A Elmer le gustaría usted.

—Señora —pregunté con delicadeza, pensándomelo mejor—, ¿dónde está Elmer? ¿Dónde anda?

—Está en el hospital. En Omaha —respondió, como si le sorprendiera que no lo supiera.

Me sentí culpable por haberle obligado a contarme algo tan doloroso.

—Lo siento. Espero que no sea nada grave.

Levantó la vista para mirarme y dijo en un tono monótono:

—Pensé que todo el mundo lo sabía. Fue hace diez meses, en la última Nochebuena. Fue a la misa del gallo y metió un nuevo tinte dental en el vino de la comunión. A todos se les pusieron los dientes de color morado intenso. La gente estaba furiosa. Era Navidad. Sabían quién lo había hecho, claro, y arremetieron contra él. Salió corriendo de la iglesia, me dijeron que riéndose como un loco, y resbaló en los escalones helados y se abrió la cabeza. Ha estado en coma desde entonces, en la Sala de Veteranos. Los médicos dicen que no saben qué es lo que lo mantiene vivo.

«Voy a verlo cada semana. Aunque no me reconoce. Tiene una sonrisa feliz, enorme. Nunca cambia, o al menos ninguno ha visto que cambiara. Una vez intenté bajarle las comisuras de los labios, para que pareciera más digno, ¿sabe?, pero se le volvieron a subir. Pero nunca abre los ojos, no me mira, nunca dice nada. No sé si está contento o paralizado o casi muerto. Voy a vender todo lo que hay en la tienda. Supongo que estoy esperando a que se muera, y ni siquiera sé por qué espero a que ocurra eso».

—Creo que está contento —le dije—. Y creo que este fin de semana va a abrir los ojos y mirarla y decirle: «Cariño, huyamos a Brasil y empecemos otra vez». Pero si no lo hace, si se muere, espero que pueda sentarse en su lápida y reírse, reírse de verdad, desde lo más hondo, por él y por usted.

—No tiene gracia —repuso ella.

—Alguna debe de tener. ¿Por qué perdérsela?

—Usted tampoco le ve la gracia —dijo amargamente, y empezó a marcar mis compras.

—Debe deshacerse de su marido —dijo mi fantasma. Apareció durante un instante por encima del hombro de ella antes de desvanecerse.

—¿Ha oído eso? —pregunté a la mujer, aunque no había dado ninguna señal de haberlo oído.

—No —levantó la vista—, ¿el qué?

—Mi fantasma ha dicho: «Debe desvivirse por su marido».

—Usted es igual que Elmer. Le encantaba Halloween.

—Mi fantasma es como Elmer. En realidad yo soy como usted. Sólo que no espero. ¿Sabe por qué? Porque el tiempo es oro.

—Lo sé, lo sé —hizo un gesto con una mano—, plata no es. —Me entregó la bolsa con mi compra—. Que su fantasma y usted tengan un feliz Halloween. —Ojalá hubiera sonreído cuando lo dijo.

Me fui directamente a la tienda de neumáticos. El Caddy estaba listo, esperándome, brillante bajo la luz del sol. Puse la bolsa de artículos de broma en el suelo delante del asiento del pasajero, exceptuando el cojín pedorro, que coloqué cuidadosamente en el asiento. Si mi fantasma aparecía otra vez durante el trayecto, quería averiguar si lo haría sonar. Aquélla debía de ser la primera trampa de pedos diseñada jamás para detectar la presencia física de un fantasma. Nunca está uno demasiado loco para realizar experimentos físicos, en realidad.

Pagué el neumático y la puesta a punto, y a continuación di varias vueltas a la manzana con el coche para asegurarme de que rodaba bien. No podía haber ido mejor. Me dirigí hacia la I-80, parando en el camino para obtener energía de dinosaurio en Sinclair, y luego en el Allied Superette a comprar una docena de latas de Bud para rellenar la nevera. El reloj del salpicadero señalaba las nueve y veinte. Tomé un sorbito del speed líquido para seguir circulando, y unos pocos minutos después iba a toda mecha por la Interestatal, en dirección a California.

Utilizando mi cerebro sobreestimulado, calculé que el Caddy llegaría al Pacífico en unas veinte horas, unos mil doscientos minutos. Tenía prácticamente doscientos discos en el asiento de atrás, de dos caras cada uno, digamos que tres minutos por cara, seis por disco… ¿qué te parece? Sacando la calculadora celestial, aquello suponía unos mil doscientos minutos de música si se escuchaba toda, y eso era exactamente lo que me proponía hacer. Sentía que empezaba a alcanzar ese punto en el que uno ha tomado demasiado speed y no ha dormido suficiente, y la música amansa a las fieras. Dejé a un lado todo lo que fuera del Bopper, Buddy Holly y Ritchie Valens; parecía apropiado reservarlos para el último tramo salvaje junto al mar.

Entre mirar a la carretera y revolver discos tardé diez minutos en prepararme. El eje del plato de Joshua podía abarcar hasta diez apilados, lo cual significaba que lo único que tenía que hacer era darles la vuelta cada media hora y cambiar la pila cada hora. La primera canción, «Now or Never» de Elvis, me pareció adecuada. Me recliné en el asiento y conduje mientras lo oía cantar suavemente.

De Grand Island pasando por North Platte y hasta la frontera del estado, Nebraska se vuelve aún más llana, si es que eso es posible. No hacía falta ni conducir; bastaba con poner el coche en automático y no salirse de las líneas. Es aburrido, y supongo que el aburrimiento fue lo que me inspiró la idea de lanzar los discos por la ventana una vez puesta la pila entera. Cuando se me ocurrió esto ya tenía un arsenal de veinte discos, así que si me limitaba a volverme una vez cada dos canciones, hacía un poco de ejercicio cada seis minutos. El resto del tiempo lo tenía bien ocupado bebiendo cerveza, escuchando la música a un volumen que podría desgarrar los tímpanos, eligiendo objetivos adecuados, y, lo mejor de todo, combinando títulos con sus destinos. «I’m Sorry» de Brenda Lee, por ejemplo, lo dejé caer en el carril lento para que lo atropellaran. Lancé «Bird Dog» de los Everly Brothers a un campo de maíz para cazar faisanes. Me guardé «Teen Angel» hasta que la carretera siguió en paralelo con las vías del tren, pero lo tiré mal y cayó en una cuneta llena de hierbajos. Como tenía bastantes, me guardé unos pocos títulos para lugares más apropiados: estaba claro que «Mr. Custer» pertenecía a Wyoming, mientras que «Save the Last Dance for Me» de Drifters estaba pensado claramente para lanzarlo a última hora de la noche.

Aquellos títulos que no sugerían objetivos se convirtieron en munición general en mi guerra al control, y volaron alegremente hacia vallas publicitarias y señales de tráfico, y especialmente hacia señales que indicaban el límite de velocidad. Arrojar un disco desde un coche que se mueve a 95 millas por hora y darle a cualquier cosa que no fuera el suelo suponía todo un desafío, y un 98 por ciento de las veces debí de fallar. Pero te digo que tienes una sensación magnífica cuando aciertas. Casi estuve a punto de estallar de alegría cuando arrojé «The Duke of Earl» en dirección a una valla publicitaria del Banco de América. Y respecto a la pregunta musical «Who Put the Bomp in the Bomp-Da-Bomp?» no estoy seguro, pero sé que el disco en sí hizo bomp en una señal de 65 millas por hora. Dobló a la jodida casi en dos, lo cual me alegró mucho. Celebré esta diana tan poco común dándole al claxon y estrujando con fuerza el cojín pedorro, feliz como un niño de siete años con un tirachinas en una fábrica de cristal. Mierda, incluso los fallos resultaban divertidos… volaban elegantemente por encima de los campos para caer como naves espaciales en miniatura procedentes de Plutón.

Me estaba divirtiendo tanto que mi fantasma no pudo resistirlo. Acababa de fallar a una valla de Burger Hut por muy poco con «Theme from a Summer Place» cuando apareció en el asiento del pasajero.

—¡Ajá! —salté—. No eres real, no ha sonado el cojín pedorro.

Ignoró mi excitación.

—Salvas —me instó—, descargas cerradas, ametralladoras, bombas de dispersión. ¡Ensalada de tiros con esos cabrones! Al diablo con ese rollo pacato de uno en uno.

Y desapareció.

Yo me resistía pero me sobraban unos cuantos, así que cogí cinco juntos, esperé hasta que apareció un cartel grande y verde en la carretera donde decía «CHEYENNE 37», recorrí cien metros y, cogiendo un poco de impulso, los arrojé del revés por la ventanilla del pasajero. Pero algo no funcionó bien, el peso, la manera de arrojarlos, la aerodinámica, porque uno cayó hacia abajo y los otros cuatro dieron unas cuantas vueltas y murieron a poca distancia del objetivo. Me pareció un mal consejo y dije a mi fantasma que lo olvidara. No oí ninguna queja.

Si arrojar música de esa manera te parece sacrílego… bueno, quizá lo fuera. Pero ya había decidido que los discos y el equipo de música se hundieran con el barco; pertenecían al Caddy, formaban parte del regalo, pero en vez de hacerlo todo de golpe iba entregando piezas por el camino. Los discos del Bopper, de Buddy, de Ritchie… todavía tenía pensado mandarlos por el precipicio con el Caddy en llamas, puede que incluso clavados en el eje del tocadiscos a modo de colofón. Me parecía que podía arrojar el resto como semillas por el paisaje, esparcirlos como cenizas. Si resultaba que chocaban con vallas, señales de tráfico y otros emblemas opresivos e innecesariamente controladores, mucho mejor: parecía algo congruente con el espíritu de la música, y doblemente adecuado considerando que también era divertidísimo.

Metí gasolina en la estación Sinclair de Cheyenne, saludé con mi sombrero color flamenco al dinosaurio, y luego continué hacia Laramie. Empezaba a subir la ladera este de las Rocosas, donde había que poner un poco más de atención al volante, pero aún existían múltiples oportunidades de arrojar la música por todas partes.

—¿Qué es esto, señor Charles? ¿«Hit the road, Jack»? Ningún problema. —Lo acerqué a la ventanilla y lo lancé directamente hacia abajo; es difícil fallar cuando estás encima de algo. No hizo falta que me dijera que no volviese nunca más, nunca más, nunca más.

Cuando Frankie Avalon planteó la pregunta musical «Why?», le dije que sólo era para ver a qué distancia podía volar antes de caer en la artemisa, aquél era el motivo. Y lo arrojé allá fuera, tan lejos como pude.

—Y Tom Dooley —dije en voz alta para mí mismo y para mí fantasma, por si estaba escuchando—, Dios mío, chico, llevas inclinando la cabeza desde la guerra civil, pobre muchacho. Déjame que te quite cierto peso de encima. —Y con un fuerte revés lo liberé.

Al salir de Rawlins, a punto de subir por las Montañas Rocosas, me cansé del juego y decidí aprovechar el aire despejado para arrojarlos lejos, pero iba tan rápido que no veía los objetivos más alejados. Cuando llegué a la cima paré, saqué el montón de reservas que me quedaba y, tras mear cerveza en ambas cuencas, arrojé discos alternativamente hacia el este y hacia el oeste, viendo cómo flotaban majestuosamente y describían una curva al caer. Algunos desaparecieron antes de que viera dónde habían dado, y apuesto a que otros continuaron volando durante varias millas.

Volví al Caddy renovado, aunque al interrumpir el movimiento rápido me di cuenta de que probablemente había tomado demasiado speed. Tomé nota mentalmente de que debía dejarlo durante un rato o a medianoche me estaría comiendo el volante. No obstante me encontraba bastante bien, en general. Estaba en el lado del Pacífico del país, a mitad de camino del borde y ya cuesta abajo, de buen humor y pasándolo bien.

No duró mucho. Acababa de sonar «Hound Dog» y, o bien las anfetas me habían acelerado o Elvis cantaba más despacio, algo iba descoordinado. El siguiente disco fue «Louie, Louie» de los Kingsmen. Si quieres escuchar música para el apocalipsis, prueba a poner un «Louie, Louie» de 45 a 33 y que va disminuyendo progresivamente hasta 13:

Loooouuuuuuuuuiiiiieeeeeee,

Looooooouuuiiiiiiieee,

Oooooooooooooh yeeeeeeaaaaaaaaah

Weeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee

Goooooooooooooooootaaaaaaaah

Gooooooooooo

Nnnnnnnooooooowwwwwwwwuwww

A la caja mágica de Joshua se le estaba acabando la batería.

—¡Aaaaaaaaaaaah, jodeeeeeeeeeer! —grité, intentando conservar el sentido del humor mientras me volvía y lo apagaba.

—¡Música! —exigió mi fantasma, que de repente se encontraba a mi lado en el asiento del pasajero—. ¡Sonidos! ¡Dame ritmo!

—Si no te gusta, vete —gruñí, y fui aminorando.

Se puso a lloriquear como un niño de cinco años.

—¡Pero sin música es aburrido! —Y desapareció.

—Relájate. —Me preguntaba si todavía podría oírme—. Tu hombre está en ello.

Paré y salí. Podría haber intercambiado las baterías, pero sonaba tan bajo que probablemente habría tenido que poner en marcha el coche soltándolo cuesta abajo, y odio ir con la batería baja. Parecía más inteligente sacar el aparato de Donna y conectarlo al enchufe del mechero; aguantaría hasta llegar a Rock Springs, donde podría comprar combustible nuevo para el equipo de Joshua. En teoría parecía una buena idea, pero cuando saqué el tocadiscos de Donna del maletero me fijé en que el brazo del tocadiscos estaba caído contra el plato, y la aguja se había roto. En algún punto del camino, probablemente en el camino de entrada a la casa de Gladys Nogardam, la nevera debía de haberle caído encima. O quizá yo le había echado encima el neumático lleno de perdigones. Llegados a ese punto ya no importaba una mierda: estaba inservible. Me planteé cambiar la aguja de sentido, pero me imaginé que para cuando descubriera que no eran intercambiables podía estar saliendo de Rock Springs con una batería nueva. Hasta entonces tendríamos que arreglárnoslas sin música.

Dos minutos después de permanecer en silencio por la autopista, mi fantasma reapareció a mi lado, hablando con la voz nasal y altanera que a los niños de cinco años les resulta tan mordaz:

—Y bien, hombre mío, ¿dónde está la música?

Le ignoré. No había motivos para alentar las alucinaciones.

—¡Necesito ritmo! —chilló—. ¡El sonido de la puta música!

—Cantaré para ti —propuse sarcásticamente.

—¿Por qué no pones la radio esa? —señaló—. Es un invento increíble. Mágico. Le das a la ruedecilla y a veces sale música.

Y desapareció.

Me sentía avergonzado. Como he comentado, no suelo llevar radio en mi vehículo de trabajo. La música está bien, pero la cháchara del pinchadiscos y los anuncios afectan la atención. Pero la verdad es que ni siquiera había pensado en la radio.

Pero me alegraba de que mi fantasma sí. Cogimos la KROM al salir de Boulder, era casi todo música y gran parte de ella la había estado escuchando un par de meses antes encerrado en mi apartamento, cuando intentaba mantenerme cuerdo. Después de alimentarme exclusivamente de la colección de Donna, suponía un agradable salto hacia adelante escuchar lo que estaba floreciendo a partir de aquellas raíces. Mi fantasma también debía de estar disfrutándolo; durante cincuenta millas no se asomó.

Cuando volvió a aparecer no era para quejarse de la música, sino para aportar una observación.

—Caray, George, puede que esté paranoico, pero a la velocidad a la que viajamos cuesta, creer que el coche negro que tenemos detrás nos esté alcanzando; bueno, no es que nos esté alcanzando, pero parece que está ahí muy fijo, tú ya me entiendes.

Dos cabrones en un Olds. Miro siempre los retrovisores de forma refleja, y estaba seguro de que lo había comprobado hacía medio minuto, así que, a no ser que se me hubiese escapado o se me estuviese yendo mucho la pelota, no llevaban mucho tiempo allí. Considerando el impacto negativo que tuvieron en mis pulsaciones por minuto, no vi ningún motivo para dejarlos allí más tiempo del necesario. En aquel momento me deslizaba suavemente a 90, bajando por un tramo largo cuesta abajo, y aún podía darle mucho más fuerte al acelerador. Empecé a apretar con fuerza cuando vi otro coche que se acercaba rápidamente y, a menos que la luz del atardecer me jugase una mala pasada, éste tenía una máquina de chicle pegada al techo y en general daba la sensación de tratarse de un coche patrulla. Así que en vez de meterle más caña, dejé que el muelle del acelerador volviera a levantar mi pie a la velocidad más sensata de 65 millas por hora.

Al reducir de manera tan repentina, el Olds, si quería continuar siguiéndome, habría tenido que frenar, haciendo así evidentes sus intenciones o al menos ofreciendo una base racional para la paranoia que aporreaba mi corazón como un timbal. Si el Olds pasaba, y ése era el movimiento que esperaba obligarles a hacer, al menos podría verlos bien, y con un poco de suerte el agente se pondría a seguirlos. Mataría dos pájaros de un tiro. Llámame Listo. Por desgracia el Olds debió de ver también al coche de patrulla y no aceleró nada.

El Caddy, el Olds y el agente de patrulla pasaron a formar una majestuosa procesión, una procesión extremadamente inquietante desde mi posición de vanguardia, marcada por una gran cantidad de deseos, esperanzas y disimulo indiferente de cualquier delito visible, y contaminada por una cierta ironía malvada mientras Bob Dylan preguntaba a través de la magia de la radio KROM:

How does it feeeeell

To be on your ooooownnn

—Para serte franco, Bob, ahora mismo no estoy nada bien, estoy como pillado entre unos matones y el calor de las verdes llanuras alcalinas de Wyoming, cagado de miedo y con mi fantasma escondido debajo del asiento delantero, pero creo que eso es lo que convierte la existencia en esta aventura maravillosa.

Continuamos moviéndonos en estricta formación, yo delante, mis preocupaciones justo detrás a intervalos de cien metros. Dylan terminó su cáustico lamento y el pinchadiscos de la KROM anunció un número de matrícula para un concurso promocional: si era la tuya y llamabas en diez minutos ganabas dos entradas para ir a escuchar a Moon Cap and the Car Thieves en el primer Festival Anual de Terror y Rock-and-Roll KROM, en el Salón de Veteranos. Habría preferido estar allí en lugar de donde estaba y, peor aún, tenía que tomar una decisión: ¿debía coger la próxima salida a Rock Springs o no? Decidí que no: no conocía el terreno, lo cual suponía una desventaja importante si tenía que salir por patas.

Sin embargo, el Olds negro sí que cogió la salida, y me pregunté durante un minuto si no serían, sencillamente, un par de tipos grandotes que habían salido a dar un paseo. Sólo quedábamos el coche patrulla y yo. Yo trataba por todos los medios de irradiar inocencia y esperaba por Dios que el patrullero la estuviera recibiendo. Desgraciadamente, un vistazo discreto por el retrovisor me reveló que en realidad era él quien estaba transmitiendo, ya que tenía el micrófono de la radio pegado a la boca. Sólo un pequeño control a un Cadillac Eldorado del 59, con matrícula de California número B de burro, O de ohmierda, y P de prisión, 3 que es la raíz cuadrada de 9,3 de trinidad, 3 como los Reyes Magos. Momentos como ése me habían llevado a creer firmemente que conducir por las carreteras de nuestro país sería muchísimo más divertido sin matrícula.

Mantuve la velocidad a 65 millas por hora los cinco minutos siguientes, y a continuación contuve el aliento al verlo acercarse rápidamente por detrás. Pero pasó de largo, mirándome detenidamente al pasar.

Vio una sonrisa. Mucho mejor para un paranoico tenerlos delante y no detrás. A no ser que estuviera jugando a algo, que es lo que parecía, porque a menos de una milla empezó a aminorar. ¿Y ahora qué?, chillé para mis adentros, pero aaah, clic-clic, cogió la salida de Green River.

Continué conduciendo como si el otro siguiera detrás de mí, pero tras recorrer unas cuantas millas sin verlo, volví a meter caña. Por la radio, los Rolling Stones estaban reivindicando su nube, una opinión que yo compartía, aunque para entonces estaba bastante oscuro y ya no se veían nubes.

Habían pasado sólo tres minutos, y yo apuntaba mentalmente que tenía que rellenar el depósito en la siguiente estación de servicio que encontrara y comprar la batería cuando pasó por mi lado otro coche patrulla por el carril que iba en dirección este. Las luces de freno proyectaron un brillo apocalíptico en mi retrovisor mientras aminoraba para cruzar la línea que separa los carriles. Lo perdí de vista un instante, ya que la carretera dio un giro abrupto al acercarnos al puente de Green River.

Apagué las luces y empecé a buscar otro lugar adonde ir. Casi siempre hay una carretera que sigue el curso de los ríos, y esperaba ver una con la luz que estaba desapareciendo rápidamente. Y ahí estaba, justo al otro lado del puente; no hacía falta poner el intermitente ni aminorar mucho. A continuación empecé a buscar dónde guarecerme, un campamento o un ramal de la carretera o cualquier cosa. Pero apagué el motor: iba demasiado rápido para ver, y parecía más inteligente aminorar que encender las luces. Finalmente detecté un camino abrupto a mano derecha que descendía hasta las tierras que se inundaban cuando crecía el río. Parecía que los camiones de grava lo habían utilizado durante el verano. Bajé en picado con los dientes castañeteando, a todo trapo. Di la vuelta al Caddy para quedar mirando hacia la carretera, paré cerca de unos sauces, apagué el motor y empecé a recopilar las latas de cerveza y otras pruebas incriminatorias.

Necesitaba algo para meter los envases vacíos, así que volqué lo que había comprado en la tienda de artículos de broma en el asiento delantero y cogí la bolsa. Lo primero que oí cuando abrí la portezuela fue el río. Sonaba verde. Me preguntaba si se llamaba así por ese motivo, pero dudaba que fuera por algo tan atractivo. Probablemente se llamaba así por el color del agua, aunque lo único que veía en la penumbra cerrada era un amplio reflejo de luz.

Escondí las latas de cerveza y la benzedrina detrás de un grupo de sauces y a continuación bajé caminando hasta el río, vigilando atentamente el tráfico de la carretera a mi derecha. Lejos, río abajo, divisaba las luces de los coches que cruzaban el puente de la I-80.

Hacía frío en la orilla del río. Mientras estaba allí observando cómo se desvanecía la luz, tres figuras oscuras sobrevolaron por encima de mí. Una de ellas chillaba: «¡Arc! ¡Arc! ¡Arc!».

Cuervos.

—Arc —respondí débilmente, pero desaparecieron río abajo.

Mi fantasma apareció delante de mí, sobre una roca a unos tres metros, en el río.

—Estás loco —comentó—. Gritar al cielo…

—Eran cuervos —me defendí—. Buscando el arca. El arca de Noé, ¿recuerdas? Los animales de dos en dos. ¿Sabes?, siempre me he preguntado cómo pudieron reproducirse los cuervos si Noé despachó a uno que no volvió jamás. Y quedó uno solamente, ¿no? Entonces ¿cómo…?

—Por favor —me detuvo mi fantasma—. Escuchemos el susurro del agua que corre. Resulta mucho más relajante que los desvaríos de tu pobre mente.

—Oye, tú eres mi fantasma. También tienes que estar loco.

—No tengo que estar nada —replicó, desvaneciéndose.

Me incliné y cogí un poco de agua con la mano y me la eché por la cara. Me eché a temblar al correrme por el cuello. Estaba fría. Cuando abrí los ojos, con las pestañas goteando agua, me pareció ver una luz parpadeante río arriba. Me froté los ojos y volví a mirar. Seguía ahí. No sabía si la luz en sí estaba parpadeando o si es que tenía algo delante que la tapaba. Caminé río arriba hasta que logré verla con mayor claridad. Por lo que podía ver, estaba detrás de una cortina de sauces. Decidí que era una fogata. Puede que el oso Smokey estuviera haciendo una barbacoa de salchichas para sus amigos del bosque. Volví a echarme agua por la cara para despejarme y centrarme. Ajá, estaba seguro de haber visto la sombra de Bambi, y luego la de Tambor. Pero ¿de quién era aquella sombra de mujer alta y desnuda desplegando las alas? Me dirigí hacia el coche.

—Y ahora ¿adónde vas? —me preguntó mi fantasma. No podía verlo, pero lo oía claramente—. ¿No crees que estaría bien esperar unos minutos antes de seguir con esta misión de locos? Me gusta estar aquí junto al río.

—Voy a nadar —le dije.

—El río está por este lado.

—Primero voy al coche. A buscar un regalo.

—George —empezó mi fantasma, a punto de agotársele la paciencia—, ¿no se te ha ocurrido nunca que tú eres uno de esos guerreros que, cada vez que se disponen a atarse los machos para dar otro salto a lo desconocido, se pillan la pilila con la cremallera?

—Siempre hay una primera vez —afirmé sin aflojar la marcha.

—Y una última —me recordó él.

Al volver del coche con la lata de Dulces S. D. Rollo en la mano, me dije una y otra vez: «No esperes que sea Kacy; ni te lo plantees». Incluso en aquel momento me di cuenta de que era una idea descabellada. Elegí el agua más tranquila que pude encontrar, un remanso situado río abajo respecto a la luz parpadeante de la fogata. Noté como un ligero olor a humo.

Me quedé en calzoncillos, manteniendo la caja de dulces en alto, me metí hasta medio muslo y luego me introduje suavemente en la corriente. El agua estaba tan fría que toda la sensibilidad corporal se suspendió con un respingo y siguió un entumecimiento general, y si no hubiera ido tan puesto dudo que hubiera vuelto a funcionar jamás. Tras pasar un par de minutos pasmado y realizando un esfuerzo mecánico logré cruzar y salí gateando por la otra orilla como una prueba viviente y azulada de la selección no precisamente natural.

Me puse a dar vueltas por la playa arenosa para calentar el cuerpo, y luego, tiritando mucho todavía, agarré la lata de dulces y fui tambaleándome río arriba hacia el fuego. Mientras que en la orilla del río que daba a la carretera había una llanura amplia, la otra orilla tenía unos riscos rocosos y empinados con una parte llana, estrecha y cubierta de sauces, entre el río y la roca.

Me abrí paso entre los sauces, farfullando y gruñendo para mis adentros hasta que me di cuenta de que debía de parecer un oso rabioso. Notaba que los circulitos de la diana se iban alineando hasta apuntar a mi corazón. No era necesario asustar a nadie y hacerle adoptar un comportamiento defensivo tan desconsiderado como el de dispararme, así que me detuve y chillé:

—¡Eh, hola! ¡Viene compañía con regalos y alegría!

—Por favor, márchese —respondió una voz de mujer joven cerca. Había un tono de súplica acentuado en su voz.

—No hay nada que temer —repliqué, acercándome unos pocos pasos y tropezando en un pequeño claro. Habían hecho fuego contra la base del risco, bajo un saliente que el agua había erosionado durante siglos. La mujer estaba de pie delante del fuego meneando la cabeza con vehemencia. No era alta, no tenía alas, y desde luego, no era Kacy. Medía poco más de metro y medio, y lo que desde el otro lado del río me habían parecido alas era un poncho hecho con una manta caqui del ejército.

—Por favor, escúcheme un minuto antes de despacharme —le pedí—. Puede que esté más loco que una cabra y sea rematadamente tonto, pero mis intenciones son honradas. Me ha atraído la luz, y he atravesado ese carámbano que llaman río porque quería traerle un regalo, sea quien sea.

Levanté la lata de dulces como si fuera la verdad irrefutable.

—Es usted muy amable —dijo ella sin alterarse, bajando la cabeza—, pero no quiero compañía. No estoy de humor para recibir invitados.

—No se preocupe —le aseguré. Como si uno pudiera fiarse de un loco de ojos desorbitados y rebozado de arena que sólo llevaba puestos los calzoncillos y que agitaba lo que parecía una lata grande de un juguete de construcción—. Deje que me presente. Por favor, sólo quiero hablar con otro ser humano.

—De acuerdo —concedió ella, reticente.

Se llamaba Mira Whitman, tenía veinte años, y escuchó mi relato de mezquinas aventuras y muchísimas estupideces sentada en un tronco delante del fuego, con los hombros inclinados hacia adelante y la cabeza hundida, mirándose fijamente los dedos cruzados en el regazo. Tenía la cabeza pequeña y más bien cuadrada, el pelo castaño y corto, y una nariz angulosa y estrecha que contrastaba con los pómulos anchos. Su rostro estaba muy bronceado.

Cuando acabé de contar mi historia, hablándole de todo lo que había ocurrido con mi misión hasta el presente y la entrega inminente en la costa, ella me dijo, mirándose todavía las manos:

—Me parece que estás loco. Pero, en fin, al menos es una locura auténtica; al menos tiene un objetivo. Y espero que lo logres, si eso es lo que quieres hacer. Cargarte el coche, quiero decir.

—Eso es lo que quiero hacer. Pero lo que no te he dicho es que últimamente veo a mi fantasma. Aparece sin más. Es igual que yo, sólo que no es de carne y hueso. Hablo con él. ¿Crees que debería alarmarme por eso, importará mucho?

—No tengo ni idea. Hablas con la persona equivocada. Quiero decir que ni siquiera entiendo bien lo que me has estado contando. ¿Es que no lo ves? No entiendo nada. Lo único que puedo hacer ahora es levantarme por la mañana y mirar el río. O una hoja. O una hormiga.

—¿Y por qué te pasa eso? —le pregunté con delicadeza, añadiendo rápidamente—: Pero no me digas que tiene algo que ver con un hombre, que te quiere o que no te quiere, que te pega, que te adora, que está muerto o se está muriendo. No quiero saberlo. Parece que todas las mujeres con las que he hablado en el último año tienen problemas con los hombres.

Ella me miró, y luego bajó la mirada hacia sus manos.

—Pensaba que hacías esto por el amor y por la música. —Pero afortunadamente, antes de que tuviera que defender lo indefendible, ella continuó—: Pero no, no se trata de un hombre. Eso sólo hace daño, o te pone furiosa. No, se trata de mí. O de mi no-yo. —Se mordió el labio y volvió a levantar la vista—. Me he perdido. —Esta vez no volvió a bajar la mirada—. ¿Te parece normal?

Suspiré.

—Por desgracia me resulta muy familiar.

—No. —Se mostró categórica—. En tu caso tiene significado. Quieres que signifique algo.

—¿Y en el tuyo?

Miró hacia el fuego, y luego otra vez hacia mí.

—Eres agradable, George. Y me gusta lo que estás intentando hacer. Pero es inútil que hable de ello. Las palabras te ayudan a soportarlo, te dan algo a lo que agarrarte, pero en mi caso me lo arrancan de las manos, o lo convierten en una ñoñería. —Empezó a añadir algo más, pero luego cambió de opinión. Volvió a mirar en dirección al fuego—. He disfrutado hablando contigo, George, pero lo mejor que podrías hacer es marcharte.

—No —le dije—. No lo haré. —Aquello la sorprendió. A mí también—. Quiero saber qué ha ocurrido y qué vas a hacer al respecto, o qué estás intentando hacer. Estás aquí sentada contándome que estás perdida e insinuando que sientes que no eres real, y yo veo la luz real de este fuego real bailando en tus bonitos ojos castaños y reales, y sé que estás equivocada, yo que no sé mucho de nada. Puede que lo que hayas perdido sea un sentimiento, puede que yo también lo haya perdido, o que los dos estemos intentando crearlo, o fingirlo, o arreglárnoslas de alguna manera para recomponer las cosas y superar otro día más.

—Qué necesitado estás… —me dijo ella, mirándome directamente.

Yo le devolví la mirada.

—Y tú, ¿no lo estás lo suficiente?

—Yo no soy como tú —se defendió—. ¿Es que no lo ves? Tú tienes a tu amante perdida y tu coche robado y aventuras salvajes por todo el país. Para ti… ah, mierda, esto no tiene sentido… para ti es como si no pudieras hinchar un globo lo bastante grande como para contenerlo todo, porque no existen globos tan grandes… y yo, es como si me hubiera dedicado a hinchar un globo pequeño cada día, y cada día el aire se escapara de ese globo más rápido de lo que yo podía llenarlo. Ya desde que tenía doce años, al principio de la secundaria, he ido menguando. Te ahorraré lo que es la adolescencia en un pueblecito de Colorado. No era guapa. No era popular. No era especialmente lista. No tenía amigos que fueran del modo que pensaba que tenían que ser los amigos, ni chicos ni chicas. Pero era soportable. En cuanto terminé la secundaria me marché y me trasladé a Boulder. ¡La gran ciudad! Tenía un apartamento pequeño y limpiaba las habitaciones de un motel por la mañana y trabajaba en el Burger Hut por la noche. Me gustaba estar sola, hacer lo que me apetecía cuando no tenía que trabajar, pero seguía encogiendo. Lo notaba cada mañana, como si me apartara de mí misma y huyera hacia el monte. Entonces hubo un respiro: una mujer que venía siempre al Burger Hut mencionó que quedaba un puesto libre en la emisora de radio que había en aquella misma manzana, en la KROM, no de pinchadiscos ni nada de eso, sino de recepcionista, para guardar los discos, ayudante general… y me lo dieron. Me pagaban dos dólares la hora, pero el trabajo me encantaba. La gente estaba loca y siempre había caos y era divertido participar en la música. La música llega a la gente, ya lo sabes, y yo formaba parte de aquello, y hacía mucho tiempo que no me sentía parte de nada.

«Luego, hace unos tres meses, empezaron una promoción de adhesivos para el parachoques. Ya sabes: pones una pegatina de la KROM en tu coche, y si dicen tu número de matrícula y llamas, ganas algún premio: discos, merchandising, entradas para un baile, un concierto o una película. A la persona que elige los números de matrícula la llaman “El Observador Misterioso”. Ésa era yo, La Observadora Misteriosa. Suena bastante importante, pero lo único que significa es que cuando iba en coche al trabajo, o a comer o cualquier parte, elegía cuatro o cinco coches con pegatinas de la KROM y apuntaba los números de las matrículas y se las entregaba al jefe. Y además era justa. Trataba de elegir al azar, y no importaba si se trataba de un coche nuevo o antiguo o quién lo conducía».

«Pero resultó que ninguno de los números que había recopilado llamaba, nunca. La idea de la promoción consiste en hacer que la gente escuche la emisora para ver si dicen su número de matrícula, además de la publicidad de las pegatinas en sí. Así que después de tres días sin ganadores, sin que nadie llamara, me puse muy nerviosa porque era como si nadie escuchara. Los pinchadiscos empezaron a burlarse y a decir que quizá La Observadora Misteriosa necesitaba gafas. Entonces el jefe de la emisora dijo: “Oye, trae diez números; no pararemos hasta que encontremos un ganador”. Pero seguían sin llamar. Así que el jefe pidió veinte números. Le dijo a Evans, el guardia de seguridad de la noche, que trajera diez y yo diez más. Ninguno de los míos llamó. Pero ocho de los de Evans sí».

«¿Entiendes lo que quiero decir? Es como si no estuviera conectada. Así que empecé a hacer trampa. Le decía a la gente que era La Observadora Misteriosa y que si escuchaba la radio a las ocho en punto o a no sé qué hora, dirían sus números y ganarían algo. Y decían: “¡Oye, genial! ¡Vale, de acuerdo!”. Pero nunca llamaban. Y era gente que ponía esas estúpidas pegatinas en los coches. Es como si para ellos yo no fuese real. ¿Y los números de Evans? Llamaban al menos el setenta por ciento del tiempo.

«Parece estúpido, pero me puso de los nervios. Una Observadora Misteriosa que no detectaba nada. Podía contarle a alguien que era La Observadora Misteriosa de la KROM y notaba que mi voz los traspasaba sin tocarlos, y me sonreían, pasando de mí, y volvía a mi apartamento y abría la puerta y entraba y me preguntaba quién vivía allí. Echaba un vistazo en su armario y le tocaba la ropa y mi mano la atravesaba como si fuera aire».

«No se puede vivir así, sin sustancia. Soñé que me cortaba las muñecas. Cogía una cuchilla y cortaba hondo, esperando que saliera sangre a chorros. Pero no había sangre. Cortaba más y más hondo hasta que se me caía la mano y podía mirar directamente dentro de la muñeca y allí no había nada: ni músculos, ni arterias, ni sangre. Creo que realmente habría intentado matarme si no me diera tanto miedo que no muriera nadie».

«Lo único que se me ocurrió fue marcharme. Cogí el saco de dormir, unas mantas, pedí prestada una caña de pescar, robé un cuchillo, y terminé aquí. Me gusta, pero cada vez hace más frío y no creo que me quede cuando lleguen las nieves. Pero puede que lo intente. Ahora me va un poco mejor, intento volverme real otra vez. Al principio era como un bebé (no intentando aprender los nombres, porque sólo servía para confundirme), sino tocando el agua, intentando sentir la luz en la piel, la textura y el color de esta piedra, esa piedra, las hojas y los árboles, sin que nada se me interpusiera. Volver a la nada y empezar de nuevo. Y me está yendo bien. Es lento. Todavía no estoy preparada para la gente, eso es todo».

—Mira —dije, resistiendo el impulso de cogerla entre mis brazos—, quiero que tú me observes.

Ella inclinó la cabeza.

—¿Qué?

—Tú eres una Observadora Misteriosa y yo tengo una necesidad desesperada de que me observen. Así que por favor, obsérvame. Nos necesitamos el uno al otro.

Ella meneó la cabeza.

—Puede que estés demasiado loco.

—¿Y tú no? ¿Vas por ahí arrastrándote, tocando cosas a las que te da miedo poner nombre, chupando rocas, haciendo unos esfuerzos terribles por comprender las cosas más evidentes del mundo, y dices que yo estoy loco? Oye, los locos tienen que ayudarse los unos a los otros; nadie más sabe cómo hacerlo. Mi número de matrícula es BOP tres-tres-tres. Diles que lo digan. Yo estaré escuchando.

Ella encogió los hombros bajo el poncho.

—No puedo. No hay teléfono. Y ya ni siquiera trabajo allí.

—Qué literal eres, Mira. Creo que en parte es ése tu problema. Y puede que sea también el mío. Pero no lo sé. —Cogí un trozo de leña pequeño y se lo pasé—. Aquí tienes un teléfono. O puedes usar esa roca de allí. Usa una de esas manos que no dejas de mirarte; servirán. O puedes hacerlo mentalmente, sin accesorios, incluso sin palabras, y desde luego sin motivo.

—Sólo serviría para empeorarlo.

Había algo abyecto y tajante en su tono de voz que alentó mi determinación, pero adopté una táctica distinta.

—¿Ves alguna vez cuervos por aquí?

—Claro —parecía desconcertada.

—¿Recuerdas el tipo del que te he hablado, el que ponía la grabación del tren, Joshua Springfield? Bueno, pues cuando Joshua era un crío oyó a un cuervo que volaba y chillaba «¡arc, arc!», y estaba seguro de que era el cuervo que Noé había enviado en el diluvio en busca de tierra, el que nunca volvió, y Joshua se imaginaba que seguía buscando el Arca. ¿Así que sabes lo que hizo Joshua? Se fue al patio trasero de su casa y construyó un arca para que el cuervo tuviera un lugar donde aterrizar. Joshua se negó a abandonar su arca, a abandonar la vigilancia. Finalmente sus padres lo internaron en un manicomio. ¿Eso hace que sea peor?

—Yo no soy Joshua —protestó ella, algo enfadada.

—No, tú no eres Joshua. Yo no soy Joshua. Hasta Joshua sabe que no es Joshua. Somos cuervos. Por eso construimos arcas.

—Creo que soy demasiado tonta para entenderlo. Para mí sólo son palabras, George.

Mi fantasma apareció a mi lado y bajó la vista como si quisiera reconfortarla.

—No te preocupes —le dijo a Mira—, él tampoco lo entiende.

—¿Has oído eso? —exclamé.

—No. —Mira estaba asustada—. ¿El qué?

—Mi fantasma. Está justo a tu lado. Ha dicho que yo tampoco lo entendía, así que no te preocupes.

—George —dijo mi fantasma mostrando irritación e indignación—, deja en paz a esta chica. Ella parece saber qué problema tiene, y qué hacer al respecto, y eso es más de lo que puede decirse de ti, y sin duda ella tiene mejores cosas que hacer que escuchar tus gilipolleces. Es prudente y ya te ha pedido que te marcharas un par de veces, así que ¿por qué no te largas? Si necesitas una conversión milagrosa para levantar el ánimo, suéltame tu locura a mí.

Repetí el discurso palabra por palabra, y Mira se limitó a asentir. No sé si aterrorizada o convencida. Mi fantasma había desaparecido muy enfadado mientras repetía sus palabras. Esperé un instante a ver qué opinaba Mira. Como no dijo nada continué.

—Parece que todo el mundo cree que este idiota debería marcharse, así que eso es lo que voy a hacer. De todos modos tengo que seguir con el trabajo nocturno. He disfrutado hablando contigo, Mira, y tu fe me ha inspirado. Perdóname por pontificar cuando tendría que haber estado escuchándote. Es uno de mis mayores defectos. Y por favor —sonreí afectuosamente—, acepta este pequeño regalo. Para entregártelo me he enfrentado al río. Espero que sea el primero de los dos que entregaré esta noche. —Saqué los dulces de donde los había escondido detrás de la roca y se los entregué haciendo una pequeña reverencia—. Son dulces, para una chica muy dulce.

Ella sonrió y lo cogió con ambas manos.

—Gracias.

Su sonrisa casi me hizo llorar.

—Tienes una sonrisa encantadora, Mira. En circunstancias diferentes me resultaría fácil quedarme y enamorarme. —Señalé el bote—. Espero que te gusten los dulces. Suponen un postre perfecto para la sopa de ramitas, la ensalada de musgo y las larvas con salsa de sauce.

La estaba avergonzando, y ella se puso a mirar la lata para tener algo que hacer.

—¿Sabes?, esto parece una de esas cosas que venden en las tiendas de artículos de broma, de las que sale disparado algo.

—«Gastar una broma es ganar una risa» —cité—. Y sin duda el humor es dulce y nutritivo, pero sería de muy mal gusto considerando la situación, ¿no te parece?

Antes de que pudiera contestar me despedí de ella, agradeciéndole su cálida hospitalidad en una noche fría.

—Buena suerte, George. Lo digo de verdad.

—Ah, no eres lo bastante real para decirlo en serio.

Ella volvió a sonreír.

—Puede que no, pero te mereces que haga el esfuerzo.

—Entonces esfuérzate un poco en observarme —le dije adiós con la mano y me metí entres los oscuros sauces. Me encantaba su sonrisa pero quería oírla reír.

Estaba a unos diez o doce metros del campamento cuando oí el ruido de la serpiente desenroscándose, y luego el chillido rápido y agudo. Se oyó un débil «¡pom!» sordo, seguido al momento por una llamarada de luz tan intensa que vi las venas de las hojas de sauce: era evidente que la serpiente había aterrizado en el fuego. Al desvanecerse la luz, empezó su risa: una risa cálida, plena y gustosa que rebotaba contra los riscos y reverberaba por el cañón del río.

Me di la vuelta y grité colocándome las manos en la boca:

—¡Muy bien, idiota: ríete!

—Joder, no tienes remedio, George —dijo mi fantasma a mis espaldas.

—¿Ah sí? Pues me siento rebosante de esperanzas. —Salí de los sauces en la orilla del río—. Así que no crees que yo soy uno de los cuervos, ¿eh? —No contestó. Aunque estaba oscuro para saberlo a ciencia cierta, di por hecho que se había desvanecido—. Pues fantasma mío, mírame: voy a atravesar volando este río de aquí sin mojarme ni un dedo.

Caminé río abajo hasta un sitio donde la orilla era más ancha. Me concentré intensamente, intentando que la risa de Mira me aligerara los huesos y me pusiera plumas en la carne, y a continuación eché a correr en dirección al río, cogí impulso para ganar altura y salté por el aire. Volé dos o tres metros antes de caer en plancha en el agua helada. Ya había recorrido la mitad del camino agitando los brazos antes de tomar aliento por primera vez. La corriente era más fuerte de lo que recordaba, pero nadar resultaba más fácil sin tener que llevar un regalo.

Cuando finalmente conseguí arrastrarme hasta la otra orilla, gateando, resollando y tiritando como un perro enfermo, mi fantasma me estaba esperando.

—Ha sido un vuelo espectacular. Unos setenta centímetros, más o menos —resumió.

Yo temblaba de la cabeza a los pies, me quité los calzoncillos llenos de agua a manotazos y se los arrojé a la cara. Pasaron a través de él. Jadeando, dije:

—No tienes ni idea. Un palmo ya es un buen comienzo. Como ver una hoja. Mira me ha inspirado.

Me volví, arrojé los calzoncillos al río y a continuación me puse a tantear en la oscuridad hasta que encontré mi ropa amontonada. Me la puse a toda prisa, completando el conjunto con el sombrero color flamenco. Me imaginaba que brillaba como un faro. Los dioses sabrían dónde encontrarme, si es que me estaban buscando. Al volver al coche busqué una pluma de cuervo para colocarla en la cinta. No encontré ninguna.

Puse en marcha el Caddy y enchufé la calefacción, y a continuación saqué mi bolsa del maletero y cinco o seis discos que ya había puesto. Me detuve y recuperé la botella de benzedrina líquida, volví a echarme la bolsa de lona al hombro y lo llevé todo al río.

Arrojé los discos a las estrellas. Fallé por un par de trillones de millas. Abrí la bolsa de lona, saqué mis billetes, añadí dos de los grandes que todavía llevaba en el bolsillo, separé 500 para gastos y tiré el resto hacia el río. El pesado fajo se desmembró en diversas hojas rectangulares, cayó silencioso en el agua y se fue describiendo un remolino. Metí varias piedras grandes en la bolsa de lona y cerré la cremallera. Cogí un asa, me preparé para realizar un esfuerzo olímpico, le di una dos, tres, vueltas, y la solté. Fue a parar en mitad del río salpicando escandalosamente, y se hundió. Desenrosqué el tapón del bote de speed y lo arrojé al agua sin levantar el brazo como si arrojara una piedra, levanté el bote como saludo al cielo nocturno, di un par de tragos de despedida y lo arrojé tan lejos como pude.

Volví trotando al calor del Eldorado, pasándome la lengua distraídamente por los dientes y las encías para limpiar el residuo amargo y calcáreo de la benzedrina. Sonreí al imaginarme a un pescador que pescaba una trucha repleta de speed. Que la caña casi se le escapaba de las manos y el sedal iba soltándose del carrete y tropezaba y caía río abajo gritando a su colega: «¡Joder, Ted!», cuando se acababa el sedal y su caña de bambú de 200 pavos se le hacía añicos en las manos. Y Ted que le contestaba: «Oye, que le den a la caña. Te compraré otra. Voy vadeando rodeado de billetes de veinte». Aunque no pasara aquello, la simple posibilidad de que ocurriera me hacía feliz.

Mi fantasma estaba sentado en el asiento del conductor cuando abrí la portezuela del Caddy.

—Será mejor que conduzca yo —dijo.

—Quita el culo de ahí.

Me miró; le miré.

—De acuerdo. ¿Por qué me preocupo si tú sigues sobrevalorando tus habilidades y despreciando las mías? Pero si tiene que ser así, pues muy bien, lo hacemos así, joder. No habrá ningún cuervo de mierda gritando «arc, arc, arc». ¡Que arda la maldita arca! Vamos a animarnos un poco, George. Vamos a gritar en la noche como águilas. Vamos a hacerlo bien.

Y se marchó.

A la mierda él y las águilas. Subí el terraplén de frente, muy suavemente, hasta la carretera que bordeaba el río, ya que no quería salir de culo. Últimamente había abusado del Caddy, que estaba hecho para pasear, no para correr como un todoterreno. Me aproximé a la I-80 con cuidado, y a continuación giré a la derecha. No había ni rastro de las fuerzas del orden o de Oldsmobiles negros. Necesitaba repostar en seguida, y una batería nueva para el cacharro con altavoces de Joshua. Encendí la radio, pero la KROM había desaparecido. Me imaginé que debían de interrumpir la señal de noche. O puede que se tratara de una anomalía topográfica, porque no era capaz de encontrar nada: sólo electricidad estática de un extremo de la frecuencia a otro. «O quizá sea una pequeña interferencia electrónica», pensé, «como un radar». Volví a recorrer el dial, y en el 1.400, clara y cristalina, oí la voz de un hombre:

—¡Muuuuy bien, hermanos y hermanas! Si estáis buscando cualquier cosa, seguid haciéndolo, pero si estáis buscando algo en el dial, deteneos aquí, porque tenéis la KRZE, un billón de megavatios de impacto puro taladrándoos el cerebro desde nuestro estudio aquí arriba, en lo alto de la cordillera de Wind River. Para disfrutar de la vida esta noche os tenemos preparados algunas sorpresas y regalos, algunas travesuras y un ritmo monstruoso, además de muchas cosas buenas, tantas que no os lo creeréis, así que iros preparando mientras yo susurro palabras de amor en vuestros oídos. Eso es, relajaos. Capitán Medianoche está al mando, si es que lo hay; quiero que disfrutéis el vuelo.

«Bien, ¿he dicho regalos? Vais a tener que pensar dónde encontrar una bolsa lo bastante grande para llevaros todas las cosas ricas de esta noche, una que sea lo bastante grande para llevar tooodo el cargamento a casa. Pero no hay problema, porque el señor James Brown y yo creemos que os puede prestar una bolsa que tiene, que es nueva».

—Oye, fantasma —le grité mientras empezaba a sonar James Brown—, ¿qué te parece esta emisora?

Pero el fantasma no respondió.

Para ahorrar gasolina, y porque todavía seguía nervioso por lo de las patrullas, me mantuve a 65 millas. A continuación de «Papa’s Got a Brand New Bag» vinieron Bobby «Boris» Pickett y los Crypt Kickers cantando «Monster Mash», que a su vez saltó sin pausa al «Ghost Riders in the Sky» de Frankie Laine.

Luego volvió el Capitán Medianoche, que estaba excitadísimo:

—¿Habéis pillado el mensaje? Cowboys, más os vale cambiar de actitud u os pasaréis la eternidad rompiéndoos el culo, persiguiendo a los longhorns de mirada penetrante a través de las nubes. Aaaaaarre, eso sí que es duro. Y vosotras, pequeñas cowgirls, más vale que os portéis bien también, o no os dejarán montar en el Cielo, pequeñas montadoras, y ya sabéis que eso es lo peor que le puede pasar a una chica. Pero ya basta de moralidad cristiana barata, ¿no? Esta noche pertenece a las bestias y a los demonios, a los vampiros y a los muertos vivientes. Sí, es la Noche de Halloween, y algo oscuro invade la tierra y los rincones más profundos del cerebro humano, al que siempre le han encantado los rincones. Pero también la invade algo bueno, porque nuestro Observador Misterioso está ahí fuera buscando misterios a diestro y siniestro, así como unas cuantas matrículas bien escogidas, y puede que esta noche aparezca tu número. Muy bien, perrito caliente, puede que ya tengas tu salchicha. Así que permanece en sintonía y puede que consigas un par de entradas para el baile. Y mientras esperas, te garantizamos totalmente que tendremos otros números que sacaremos los dos, y nos divertiremos con ellos. ¿Qué le parece eso a tu culito feliz, idiota? Tienes al Capitán Medianoche pegado al oído, la KRZE, donde encuentras lo que tienes que encontrar, tan arriba, tan arriba, que estamos bajo tierra. Ahora, escucha esta monstruosidad.

Empezó a sonar «Purple People Eater», pero yo acababa de encontrar una estación de servicio Sinclair en una extraña trampa para turistas llamada América en Miniatura y ya estaba metiéndome entre los surtidores. El empleado, un viejo bajito vestido con un mono rojo, blanco y azul, tenía curiosidad por el coche y la caja grande plateada del asiento trasero, y no digamos por el idiota con cara de reventado y un sombrero de color rosa. Demasiada curiosidad. Alargó la cabeza para observarme a través de la ventana de atrás mientras rellenaba el depósito y yo ponía la batería nueva. No sé si fue su atención agobiante, el duro frío de Wyoming o que me estaba sentando mal el speed, pero me empezaron a temblar tanto las manos que casi no podía mantener las zarpas quietas.

La batería y la gasolina me costaron 34 dólares. Le di al viejo dos billetes de veinte y le dije que se quedara el cambio. Meneó la cabeza sin creérselo, y a continuación sonrió.

—Señor, si tuviera el dinero que tiene usted tiraría el mío por ahí.

—Tírelo de todos modos —le aconsejé—. Sienta bien.

Volví a meterme en la I-80 y me dirigí hacia Salt Lake City, manteniéndome a ochenta. Si me paraban siempre podría decir que había confundido el límite de velocidad con el número de la autopista. Me puse a escuchar la radio en vez de los discos del equipo revivido de Joshua, por si decían mi número de matrícula. Pero primero escuché un rollo del Capitán Medianoche:

—Habréis pensado que vuestro amado piloto, el Capitán Medianoche, sólo se estaba tirando un farol cuando ha dicho que iba a haber algunas sorpresazas y regalazos en el show especial de esta noche. Puede que os penséis que somos un equipo sin clase que se dedica a soltar chorradas, que no sabemos ponernos con el hexámetro dactílico, que somos tan tontos que pensamos que «Muesli Integral» es una enfermedad venérea. Pues bueno, ¿qué os parece si os damos un poquito de maldita errrudición?: tenemos al mayor experto de América en poesía, historia y cualquier otra cosa para explicarnos cuatro cositas del trasfondo histórico-emotivo de esto de los regalitos de Halloween. Oye, que este tipo tiene nada menos que quince diplomas de doctorado colgando de la pared (¡contadlos!). Hablo de palabras como «destacado intelectual», «análisis anagógicos de expresiones simbólicas de paralelismos metafóricos», y cuando hablas de esa clase de cosas, sólo hay un tipo que se lleva el pastel entero: ése es el poeta John Seasons. Trabaja en la guía «Baghdad» de la bahía de San Francisco, pero su espíritu está por todas partes. Oye, cuando quieres a los mejores vas a buscar lo mejor. Así que dejadme que os presente a John Seasons con la Primera Parte de una exclusiva de KRZE: «Una Demonología Social de la Calabacita Hueca».

Se hizo una breve pausa, y entonces, sin duda alguna, se oyó la voz de John, su falso tono de profesor resonando con el eco de cinco whiskies:

—Buenas noches, damas y caballeros. Me llamo Cristóbal Colón y tú eres un indio muerto.

Eso fue todo.

El Capitán Medianoche volvió a meter baza:

—¿No os he dicho que el hombre sabe lo que dice? Vamos a oír más cosas de él, esperad, pero primero un pequeño himno dedicado a él y a otro hombre que también querréis que os acompañe en esta noche de zombis errantes y hombres lobo rabiosos, ¿no es cierto, Jimmy Dean? ¿De quién estamos hablando? ¿Quién sino «Big Bad John»?

Sólo escuché la canción a medias. El John que conocía no era ni grande ni malo. Tenía la lengua afilada y era un poco severo, como la mayoría de los poetas, pero de corazón dulce. Si resultaba autodestructivo era porque prefería hacerse daño a sí mismo que a otra persona. Me desconcertaba que no me hubiera mencionado lo de la KRZE; el único orgullo profundo de John era ser historiador. Afirmaba ser un marxista metasexual, de una escuela de investigación histórica en la que, según él, uno llegaba a la verdad dialéctica besando lágrimas de los ojos de las víctimas. Puede que sus intervenciones en la KRZE hubieran empezado después de que me marchara, o se hubiera olvidado de decírmelo, en la locura que se produjo al marcharme. Pero si todo iba bien probablemente lo vería dentro de un día, y podría contarle que me había hecho compañía en una noche salvaje. Y tal vez pudiera pillar esta extraña emisora de radio al salir de la cordillera de Wind River.

—Y hablando del rey de Roma —continuó el Capitán Medianoche después de la canción—, aquí está con la Segunda Parte de nuestras sesiones de servicio público, «Una Demonología Social de la Vieja Calabacita Hueca». Esta vez vamos a oír hablar a un famoso líder religioso del siglo XVII, un predicador anticuado, ferviente y sureño.

Se oyó la voz de John.

—Reverendo Cotton Mather a su servicio. En 1691, uno de los miembros femeninos de mi congregación de la Iglesia del Norte vino a verme y me confesó con tristeza que no podía abrir la boca para rezar. Yo, por supuesto, hice todos los esfuerzos posibles por ayudarla. Probé la manipulación física, la oración, las admoniciones… todo sin éxito. Aunque, en un noble esfuerzo por salvar su alma, me negué a aceptar el fracaso. Unas pocas noches después tuve un sueño en el que se me aparecía un ángel y me instaba a besar a la desafortunada mujer y de ese modo abrir su boca para ofrecer sus oraciones a Dios para la redención de su alma. A un teólogo menos experimentado podrían haberlo engañado. Verá, en el pasado, los ángeles siempre me habían visitado en el estudio, nunca en mis habitaciones, y mientras estaba despierto, no en el estado vulnerable de los sueños. Era obvio que se trataba de una aparición falsa, el diablo disfrazado de ángel, y un diablo que se manifestaba claramente a través de la mujer que no podía abrir la boca para rezar. La acusé de ser una bruja. Tras someterla al juicio correspondiente, la quemaron en la estaca, y tan profundamente había habitado Satán en ella que incluso bajo el azote del fuego se negó a abrir la boca excepto para gritar.

—Caramba, caramba —volvió a interrumpir el Capitán Medianoche—, el reverendo Mather no parece demasiado bien dispuesto hacia las mujeres. Pero que eso no os desanime, queridas. Haced una llamadita al Capitán esta noche satánica. A él le encantaría jugar a médicos con vosotras, ¿sabéis lo que quiero decir? Mientras espero que se ilumine la centralita, vamos a escuchar a hombres más modernos y comprensivos: Sam Cooke, con «Bring It on Home to Me», y «Pretty Woman» de Roy Orbison.

Estaba claro que había sido John Seasons. El susurro altanero y moralista, la certeza engreída y fanática de las conclusiones. Había escuchado su imitación de Mather muchas noches en los bares de North Beach.

—Este John Seasons es un buen colega mío, ya lo sabes —le conté a mi fantasma. Era evidente que no le impresionaba.

Le di al claxon porque me dio la gana y le metí más caña al coche en plena noche. Era todo producto de mi imaginación, claro, pero podía oír claramente el océano Pacífico rompiendo en el extremo del continente.

Unos quince minutos más tarde, John volvió a hablar, manifestando una de esas congruencias inexplicables a las que llamamos coincidencias. En el mismo instante en el que vi la señal de la autopista hacia Fort Bridger, la voz de John empezó:

—Me llamo Jim Bridger. Ponía trampas a los castores en estas montañas de ahí hace un siglo. Cambiaba las pieles por provisiones y útiles, y en general casi siempre iba adonde me llevaba la corriente. Ahora lo que quiero saber, lo que me atormenta, es lo que habéis hecho vosotros, comemierdas, con el búfalo. Yo solía patearme todo este país y era lo más normal del mundo ver miles de bichos de esos juntos. Ahora no se les ve el pelo. ¿Los tenéis en reservas como a los pieles rojas o qué?

¡Muy bien, John! Puede que necesitaras trabajar un poco el acento del hombre de montaña, pero era agradable oír algo en defensa del mundo natural. No es que a John le preocupara mucho la naturaleza personalmente, por lo que yo recordaba. Una vez intenté convencerle para que viniera en plan mochilero conmigo y con Kacy, pero se negó diciendo que cada vez que veía una brizna de hierba quería subirse al tranvía más próximo. Pero en el fondo de su corazón sí que le importaba.

Yo estaba justo en las afueras de Evanston y seguía adelante cuando asestó su siguiente golpe: un negrata lúgubre, la parodia de una parodia.

—Me yamo John. John Henry. Soy el que coloca la vía del tren con el martiyo. Dale al asero. Dale al asero, Señó, Señó. Y ahora lo cabrone del Pasific tienen media Sierra Nevá.

No podía contenerme. Tenía que parar en Evanston y llamarle, decirle lo bueno que era escuchar su voz, hacerle saber que había gente escuchando en la noche. Me imaginé que el programa estaba grabado, así que le llamé a casa desde una gasolinera Standard. No hubo respuesta pero lo dejé sonar; puede que estuviera en el sótano imprimiendo.

Cuando sonó por decimocuarta vez más o menos alguien contestó, sin aliento o sin paciencia:

—¡Vale, vale, muy bien!, ¿quién es?

—Me llamo George Gastin —dije, pensando que era uno de sus novios y que quizá había interrumpido algo—. Llamo a John Seasons. Somos viejos amigos.

Hubo una pausa entrecortada en el otro extremo, y a continuación:

—Bueno, no me gusta dar malas noticias, pero John está en el hospital.

Me hundí.

—¿Está bien?

—Eso creen. Todos los análisis han salido bien. Pero se ha pasado tres días inconsciente, nada menos.

—¿Qué ha ocurrido?

—Bueno… no está claro.

—Oye, tío, corta el rollo. Te he dicho que era un viejo amigo. Le he llevado a urgencias más veces de las que puedo recordar.

—¡Bueno, pero no la tomes conmigo! No te conozco.

—Sí. Tienes razón. Lo siento. Pero yo tampoco te conozco, aunque has contestado el teléfono.

—Soy Steven.

—¿Steven? ¿Steven? —Me estrujé los sesos—. Trabajas en el edificio federal, ¿verdad?

—Sí, así es.

—No nos conocemos, Steven, pero sé que John te tiene en muy alta estima. ¿Estás cuidando su casa? ¿Los manuscritos y las prensas?

—Sí. Larry me lo pidió.

—Estoy seguro de que están en buenas manos. Ahora cuéntame lo que pasó. ¿Mezcló los percodanes con whisky?

—Bueno, eso es lo que dicen los médicos. O se emborrachó y se le olvidó cuántas pastillas se estaba tomando.

—¿Intentó matarse, Steven? —Fui tan directo como pude.

—Nadie lo sabe realmente. Larry lo encontró en el suelo de la cocina inconsciente. Podría haber sido un error.

—¿Y ninguna nota?

—No, nada de eso.

—Y esto fue hace tres días, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y está en coma?

—Sí. Pero como he dicho, todas las señales vitales son buenas. Las ondas cerebrales son absolutamente normales. El hígado no va de maravilla, pero con lo que bebe era de esperar. Los médicos dicen que en realidad no es un coma. Les pregunto si sigue en coma y me dicen: «No, lo único que pasa es que aún no ha recuperado la consciencia». Bueno, ya sabes lo técnicos que se ponen los médicos.

—¿En qué hospital está?

—En el General.

—Bueno, escucha. Estaré allí tan pronto como pueda. Ahora voy de camino, pero vengo de Wyoming y primero tengo que encargarme de un asunto.

—Me paso por el hospital cada mañana antes de ir a trabajar. Si está despierto le diré que espere tu visita.

—¿Sabías que está hablando por la radio esta noche en Wyoming? Un programa especial llamado «Una Demonología Social de la Calabacita Hueca».

—¿De verdad? Nunca me lo mencionó, y hablamos de su trabajo todo el tiempo. Creo que es un escritor fabuloso, pero sabes lo duro que es consigo mismo. Tiene que estar grabado, claro, pero no me puedo creer que no lo mencionara. ¿Estás seguro de que es John? Ese título suena… en fin… chabacano.

—Es su nombre, y parece su voz, y vive en San Francisco.

—Qué raro.

—Sí, y cada vez se pone más raro —accedí.

—Sí, es verdad. Tendrías que ver Haight Street estos días…

Quería evitar la conversación sociológica a cualquier precio.

—Escucha, Steve, se me acaba el tiempo. Gracias, y perdona por haberme metido contigo. Me ha parecido que tenía derecho a saberlo.

—Lo entiendo —concedió Steve—. Gracias por preocuparte.

Cuando salía de la estación de servicio estaba tan preocupado que durante seis manzanas no me percaté de que me dirigía hacia el centro de la ciudad en vez de a la salida de la I-80. Cogí un cambio de sentido y acababa de dar el giro completo cuando vi tres esqueletos pequeños bailando por la calle a una manzana de distancia. Los huesos brillaban con una luminiscencia verde pálido iluminados por mis faros. No me asustó su aspecto, era evidente que se trataba de niños vestidos con disfraces de Halloween de baratillo, pero me aterrorizó el deseo que sentí de acelerar y atropellarlos.

No lo hice. Ni siquiera me acerqué, en realidad. Por el contrario, frené e inmediatamente paré y apagué el motor, tirando del freno de mano tan fuerte como pude. Me quedé ahí sentado observando a los tres pequeños esqueletos continuar con su baile y dar saltitos al cruzar la calzada y luego desaparecer por una calle perpendicular, felizmente ignorantes de que un hombre que había sentido el impulso de asesinarlos estaba sentado observándolos desde un coche aparcado al final de la manzana.

Después de Eddie, ¿cómo había podido aparecer siquiera aquel impulso en mi mente? Sentí que mi agotamiento se desmoronaba por el centro, hueco y vacío, que mi idea y mi objetivo caían en un limbo de lamentaciones a las que no podía dar forma ni rescatar, en el limbo de un olvido que buscaba con retorcido afán, intentando destruir lo que no podía redimir, el regalo que no podía ni entregar ni aceptar.

Pero también era cierto que ni siquiera me había acercado; había reprimido el deseo en el instante en que se apoderó de mí. ¿Sería capaz de volverlo a hacer? Alcé los puños y los dejé caer aporreando el volante, esperando que éste se rompiera o se rompieran los huesos o ambas cosas: quería algún motivo para salir del Cadillac blanco y elegante y marcharme de allí. Pero al dar cada golpe lo único que sentí fue la certeza cada vez más firme de que lo único que podía hacer era seguir adelante y hacerlo rápido. Entendí demasiado tarde que era demasiado tarde para parar. Así que con el subidón de la libertad, que es como la maldita miel de la fatalidad derramándose en el corazón, me puse a ello.

Al meterme en la vía de acceso a la autopista apareció mi fantasma, esta vez en el asiento de atrás, se inclinó hacia adelante y suspiró:

—Ah, George, George, por poco la lías ahí detrás. Será mejor que me dejes conducir a mí. Ya no puedes fiarte de ti mismo.

—¿Por qué no te desvaneces para siempre? No me ayudas nada —le espeté.

Se rió.

—De acuerdo, George. Claro que sí. Por supuesto. —Y se marchó, dejando tras de sí un silencio incómodo.

Cinco minutos y diez millas más tarde, cuando pensé en volver a encender la radio, el Capitán Medianoche estaba repartiendo ánimos:

—Ajá, el Capitán ha vuelto del viaje por el camino del vudú, y, ¡oye!, ¿no lo hemos pasado bien? ¿Cómo estás en esta noche en la que los locos se sueltan de las cadenas de los muros y vagan por la noche jugando a los muertos y acosando a los inocentes? ¿Todavía vas hacia donde ibas? ¿Sigues dale que te pego? Eso espero, amigo, porque si la vida no es justa contigo, más te vale arreglarla tú. Haya lo que haya en esta noche llena de demonios carnívoros. Diles que el Capitán Medianoche, santo patrono pinchadiscos de los locos soñadores, reza cada noche por tu alma y dos veces en Halloween y Pascua. Lapidem esse aquam fontis vivi. Obscurum per obscurius, ignotum per ignotius. Sí. Y que los dioses estén contigo, hijo.

«Y ahora, como la KRZE se dedica a animaros en el camino, o a daros un camino para el ánimo, lo que necesitéis, aquí está otra vez John Seasons con más demonología inteligente».

—Me llamo Black Bart. Un montón de gente me preguntó por qué sólo robaba las diligencias de Wells Fargo… si tenía algo personal contra el señor Wells o contra el señor Fargo o contra ambos. Bueno, pues en realidad no. Es que pensé que habría que robar a alguien que tenía todo ese dinero.

—¡Ay! —gritó el Capitán Medianoche—, bueno, aquí tenemos una lámpara de calabaza con una mecha. Pero vuestro Capitán se ve obligado a reconocer que grandes cantidades de dinero son peligrosas, así que enviadme un poco si se os está acumulando y ahorraos el sufrimiento. Mientras lo juntáis, tengo que atender un par de recados personales. Podría meteros una pila de discos y esperar que no se atascaran, pero como es Halloween he pensado que podría ser un toque de clase dejaros con un poco de tiempo muerto. Pero para compensar, luego traeré cosas ricas que os harán babear. No sólo sonidos increíbles y la demonología exclusiva de John Seasons, sino cosas que ni siquiera os podéis imaginar. Pero venga, preguntaos qué es, mientras vuestro servidor visita al Rey Lagarto y arroja unas pocas bolas de nieve a la luna. Vuelvo dentro de un momento, Jack. Te compensaré, te lo prometo.

No se oyó nada. Habría apagado la radio y me habría puesto a escuchar la colección de Donna si no hubiera sido por los comentarios sociales de John. No quería perderme ninguno. Me conectaban a alguien real, y estaba convencido no sé por qué de que John viviría mientras yo siguiera escuchando. Me lo imaginaba en coma y me preguntaba si, como Elmer, estaría sonriendo.

Yo también estaba en coma de alguna manera. Tenía la mente borrosa mientras la noche también se emborronaba por el speed, las sombras se agitaban a mi alrededor como velas rotas, las olas rompían en mi mente, una mente de la que a lo mejor hacía tiempo que me había apartado, mucho tiempo, y sí, vaya, parecía que no había nadie en casa, pero yo me la llevaba a casa de todos modos. Bajé volando por la ladera este de las Rocosas hacia Salt Lake City sin darme cuenta. Las luces me sacaron del trance. Empecé a buscar a mi colega, el dinosaurio verde, y como no lo vi sentí como si hubiera perdido algo mágico. Me conformé con un Conoco cerca de un cruce. Estaba a punto de estallarme la vejiga, pero me quedé en el coche con las ventanas subidas, y abrí la mía sólo un par de centímetros para decirle al empleado del surtidor que lo llenara con súper. Sabía que si empezaba a hablar tal y como pensaba, me encontraría rodeado de coches patrulla más rápido de lo que se tarda en decir: «Contra la pared, hijoputa». No quería salir volando por los aires, cuando la única esperanza que me quedaba era correr, fijar bien el blanco en la costa del Pacífico y meterle caña a la vida. Le di al chico un billete de veinte y le dije que se quedara el cambio, tanto si rezaba por mi culo maldito como si no. Salí por la vía de acceso a la autopista a toda marcha.

Cuando tienes tantas ganas de mear que notas las amígdalas inundadas, resulta tan difícil volar como quedarse quieto, así que al principio del largo y desolador trayecto por las salinas entre Salt Lake y Wendover reducí la velocidad, paré y meé, y al hacerlo me di cuenta de que el placer, en gran medida, no es más que puro alivio. La noche era tan fría que salió vapor de la meada que caía en el salar iluminado por la luna. No hay nada como una buena meada, una meada sencilla, para despejar la mente, y por lo que meé tendría que haberme serenado, pero puede que sólo estuviera mareado, porque pregunté a mi fantasma como si estuviera presente: «¿Son las salinas los fantasmas de los antiguos océanos? ¿Parece la orilla del mar? ¿Podemos considerarlo el Pacífico si nos acercamos?».

No hubo fantasmas. No hubo respuestas. Pero en aquel momento lo sentí, lo sentí como si él estuviera esperando su momento, como si esperase con la enorme paciencia de una roca que sabe que algún día será arena para un reloj. Aquélla era su presencia, pero debajo sentía su esencia, y su esencia era viento. Me quedé ahí de pie con la polla en la mano, rememorando de repente cuando tenía diez años y apareció un huracán como salido de la nada y yo me quedé mirando, pasmado, mientras el viento arrancaba pétalos de la rosaleda y los arrojaba contra las ventanas. Sus colores chocaban contra el cristal tintineante. A la mañana siguiente, al mirar sus rosas arrancadas y destrozadas, fue la única vez que vi llorar a mi padre. Al recordarlo yo también me eché a llorar.

—Ayúdame, fantasma —pedí, sin tener muy claro si hablaba al de mi padre o al mío propio. Decidí que a ambos, dado que necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir. Si es que los fantasmas ayudan. Pero no hubo fantasmas. No hubo respuestas. Volví a meterme en el Cadillac y de nuevo me puse en marcha.

Lo mejor de las salinas es que son llanas: un recorrido directo y regular hacia el horizonte, el encuentro del cielo y la tierra, los límites de la mirada. Si vas lo bastante rápido, puedes ver el otro lado del abismo. La carretera estaba asfaltada y era de dos carriles, y yo me metí por en medio, a horcajadas por encima de la línea blanca, excepto en los momentos en que algún coche en el sentido contrario me devolvía a mi carril.

El silencio y la distancia me estaban devorando. Estaba a punto de quitar al Capitán Medianoche y poner unos discos propios cuando resonó una explosión de interferencias en la radio y mi Capitán dijo:

—Ah, ya estamos otra vez aquí, vivitos y coleando; hasta ahora a prueba de demonios, y nos ha ido muy bien. Pero: «En este revuelo de brujas y escobas / ¿quién distingue luces que danzan de sombras?». Los putos demonios son traicioneros. Por eso le pedimos al trovador John Seasons que nos ayude a orientarnos en la oscuridad. Vamos, John, da rienda suelta a tu trance chamánico, entra, por favor.

—Buenas noches —dijo John suavemente—. Por si no me conocéis, tengo que deciros que me llamo J. P. Morgan, y que estoy aquí esta noche para revelaros el secreto para tener éxito en los negocios en Estados Unidos. Creo que os sorprenderá lo fácil que es. Primero, tenéis que comprar una planta de laminación de acero. Segundo, comprar trabajadores. Comprarlos por el menor precio que podáis, pero pagadles lo bastante para que vayan tirando. Por último, comprad congresistas, y pagadles para que promulguen leyes arancelarias de modo que no entre el acero extranjero. A los políticos se los puede comprar baratos, así que compradlos en grandes cantidades. Veréis, el objetivo es la estabilidad, y nada desestabiliza tanto como la competencia. Así que recordad: precios altos, sueldos bajos, y el mercado cerrado. Porque cuando le quitas todo el sentimentalismo y la retórica, el valor es para los idiotas y la poesía para los tontos. El dinero es poder. Y, dicho llanamente, el poder manda.

El Capitán Medianoche entró justo a continuación:

—¡Has dado en el clavo, hermano John! Es hora de salir ahí afuera, al mundo real. Hay que tener siempre la última palabra. Machacar y repartir estopa. Ser tan malo como los propios demonios, y eso sólo para recuperar gastos, Jack, procurando no perder terreno. Hay que pasar por encima, o meterse por debajo, o deslizarse por en medio. Pensadlo si tenéis cerebro, y mientras tanto haré valer mi promesa de compensaros por el tiempo muerto. ¿Pensáis que no digo más que chorradas? Bueno, pues a tomar por culo y que os zurzan, porque sentado junto a mí, en directo, en el estudio, está el legendario profeta callejero y encarnación de los débiles, el único e irrepetible Cuarto Rey Mago. Probablemente habréis oído el mantra que recita a diario, todo el día, para que os instruyáis y quizá para que os salvéis: «El Cuarto Rey Mago entregó su regalo y desapareció». Esa frase, esa expresión de santidad, es lo único que le permiten sus votos religiosos. Pero lo que puede que no sepáis es que accede a contestar una pregunta cada víspera de Halloween, y esta noche tengo el privilegio, y también vosotros, de tenerlo aquí en el estudio con nosotros, y me ruborizo por el honor que supone haber sido escogido para hacerle la pregunta de este año. Bienvenido a KRZE, señor. Ahora está inclinando la cabeza y jugando con su yoyó.

—Pregúntale cuál era el regalo —le supliqué.

—Según tenemos entendido, señor —continuó el Capitán Medianoche—, sólo puede contestar una pregunta y sin ponerse a charlar de bobadas, así que iré directamente al grano. ¿Podría decirnos, por favor cuál fue el regalo del Cuarto Rey Mago?

Yo grité entusiasmado.

—Nadie lo sabe —contestó el Cuarto Rey Mago, y al oír su voz sabía que o era el Cuarto Rey Mago o un imitador excepcional—. Los eruditos suelen reconocer tres posibilidades, y en los tres casos las pruebas son casi iguales. Las posibilidades más creíbles para el regalo del Cuarto Rey Mago son una canción, una rosa blanca y una venia… quiero decir una reverencia, un gesto de reconocimiento y respeto. Pero la verdad es que nadie lo sabe.

—¿Y por cuál de los tres se inclina más? —preguntó educadamente el Capitán.

Se hizo el silencio. Oí a mi madre llorar en voz baja, y a mi padre, confundido, diciendo: «Oye, fue un sueño genial: mi cerebro se convertía en una rosa blanca». Vi el caleidoscopio de pétalos de rosa de colores desparramados por el cristal deformado mientras el viento extraía su esencia e instigaba la tormenta. Necesitaba los nombres de las rosas. Necesitaba su protección.

—Ruego me disculpe, señor —intervino el Capitán Medianoche—. Veo que las reglas son estrictas: sólo una pregunta. Gracias por estar con nosotros, viejo loco y quemado por el speed, y quédese si le apetece.

El Cuarto Rey Mago repitió:

—El Cuarto Rey Mago entregó su regalo y desapareció.

—Bueno, vete si quieres, pero más vale que los oyentes que pasáis zumbando por la oscuridad permanezcáis conectados al ritmo y estéis listos para moveros porque aquí está el número de matrícula afortunado elegido por nuestro Observador Misterioso entre el revoltijo aleatorio de las cosas, como una pepita de oro de la espuma cósmica, y si es tu número el que sale y llamas y te identificas en quince minutos, ganarás dos entradas para el baile. El baile, ¿pilláis lo que estoy diciendo?

Miré hacia la carretera, hacia la rosaleda de mis padres e intenté recordar los nombres de todas las rosas mientras el Capitán Medianoche hacía una pausa para introducir un atronador redoble de tambor y anunciaba:

—Vaya, vaya, tenemos una matrícula de California… lo cual demuestra que nuestro Observador Misterioso puede aparecer en cualquier lugar, y nunca sabrás cuándo puede fijarse en ti. Podría ser nunca. Podría ser en el próximo latido. Podría ser, aaaah, podría ser. Pero el número de matrícula de esta noche sólo puede ser éste: BOP tres-tres-tres. Es la B de Bestia, la O de Ojo al dato, y la P de Padre Nuestro; tres de trébol, tres como en el cuento de los tres cerditos, tres de tri: trilogía, tridente, trío de ases, triqui-traca. Así que BOP tres-tres-tres, californiano, quienquiera que seas, tú que andas por ahí despotricando en la oscuridad, tienes quince minutos para llamarme a Beechwood 4-5789. Pero oye, el Capitán Medianoche va a ser generoso: te voy a dar veinte minutos para llamar. No sólo porque soy un idiota, sino porque la siguiente canción que te voy a poner es tan rara y tan buena que no quiero interrumpirla con un burdo truco publicitario. Resulta que esta canción dura veinte minutos. Es la única grabación de esta canción que existe, y cuando termine la voy a quemar. Así es, lo has oído bien: la voy a echar a la hoguera en cuanto termine. Así que escuchad bien, porque la próxima vez que la escuchéis estaréis escuchando vuestro recuerdo. Y aunque el Capitán no es un tío que suela juzgar la sensibilidad musical de sus oyentes, si esto no conmueve vuestro pobre y patético corazón, más vale que llaméis al depósito de cadáveres y pidáis cita. Os diré el nombre del hombre que hizo esta música cuando haya terminado y esté ardiendo.

No tuve que esperar mucho para saberlo. El lamento desfalleciente del fragmento de apertura ya estaba grabado en mi memoria: Big Red tocaba mi canción de cumpleaños, «Mercury cayendo».

Me sentía como todo al mismo tiempo y nada, nunca. Me sentía triunfante porque habían dicho mi número de matrícula, dichoso de haber conectado con Mira, que estaba seguro que era quien me había señalado. Pero me quedé hecho polvo al darme cuenta de que no había ningún teléfono a menos de media hora en ninguna dirección, y me conmoví hasta el punto de echarme a llorar con los primeros compases del saxo de Big Red que llamaba a los fantasmas que había al otro lado, en el agua, mientras empujábamos el resplandeciente Merc y éste caía por el acantilado y nos quedábamos en el borde azotado por el viento esperando a que chocara. Estaba pasmado, confuso, poseído, perdido, encontrado, veía mi fe confirmada y me sentía extrañamente despojado. No te puedes conmover en tantos sentidos a la vez sin deshacerte.

Mi fantasma estaba allí a mi lado en el asiento de delante.

—Oye tú, capullo inútil, quiero bailar. ¿Crees que cuando ha mencionado el baile se refería a una fiesta cutre de instituto, en un gimnasio adornado con guirnaldas de papel y apestando a cincuenta mil clases de educación física? No, te has asegurado de que estemos en mitad de la puta nada, a mil años luz de un teléfono, para que no podamos conseguir las entradas. Que se jodan tus estúpidas victorias morales. Estoy harto de verme atrapado en tus empalagosas aventuras. Si llegamos al océano, probablemente querrás seguir corriendo por el agua, para no tener que terminar el viaje y admitir tu fracaso. Te has vuelto loco, George. Aquí estoy, pegado a un capullo completamente chiflado. Pero eso ya lo veremos…

—¡Cállate! —grité—. Quiero oír la música.

—Bueno, pues yo quiero bailar. ¿Eres demasiado orgulloso para bailar con tu fantasma? ¿Tienes miedo de que la gente te señale y se ría? ¿Qué crees que están haciendo ahora? Venga, George, si no vas a hacer otra cosa con tu cuerpo que no sea abusar de él, dámelo a mí. Me iría bien tener uno. Pero no incluyas tu mente en el trato, ¿vale?

—¡Que te calles, joder! —volví a gritar—. ¡Es mi canción de cumpleaños!

Subí el volumen a tope.

Pero no puedes ahogar a tu propio fantasma. Empezó a cantar, despiadadamente desafinado:

Happy birthday to you

Happy birthday to you,

Happy birthday, mad George,

Happy birthday tooo youuuu…

«Birthday Bow», recordé. Ése era el nombre de una de las rosas del jardín. Mi padre estaba llorando en el silencio que había creado Big Red. Notaba a Kacy que se movía conmigo como una onda. Un pequeño milagro rectangular de color azul apareció ante mis ojos, una señal en la carretera:

TELÉFONO DE EMERGENCIA

1 milla

Le metí al acelerador y le dije a mi fantasma:

—Ve a ponerte los zapatos de baile, gilipollas.

Se rió mientras se desvanecía.

La luz encima del teléfono estaba rota, así que utilicé una de las velas de cumpleaños que no se podían apagar para iluminarme mientras marcaba cuidadosamente BE4-5789.

Pip, pip, pip, pip, pip. El sonido era como un taladro que me perforaba la médula espinal. Comunicaba.

Colgué y volví a intentarlo. Seguía comunicando. Me pareció que me quedaba un minuto. Llamé a la operadora, esperando que creyera que era una emergencia y me pasara. No conseguí contactar con la operadora. No se oía nada. Ni siquiera una interferencia. Volví a probar el BE4-5789 y no conseguí nada de nada. La línea estaba cortada.

Mi fantasma estaba a mi lado.

—La ironía te está devorando, ¿verdad, George? Me temo que vas a quedar mutilado, como te advirtió ese viejo vendedor que te quería timar. Pero es problema tuyo, colega. Yo me voy a bailar.

—Vuelve temprano a casa —le gruñí mientras desaparecía.

De vuelta al Caddy y en la carretera pillé las últimas notas de «Mercury cayendo».

«Quémalo», insté al Capitán Medianoche, viendo los pétalos rojos brillantes en mi mente.

—Gypsy Fire —recordé en voz alta—. Borderflame. My Valentine.

El Capitán Medianoche suspiró:

—Vamos a dejar ir su fantasma. —Le oí encender una cerilla—. Creeec. —Se rió—. Recuerdo.

La habitación se volvía cada vez más oscura a medida que los pétalos se agolpaban en la ventana. La amarilla y naranja era Carnival Glass.

—Carnival Glass —dije en voz alta. La naranja y rosa era Puppy Love—. Puppy Love, amor de cachorro, Kacy, ¿no es un nombre maravilloso para una rosa?

—Polvo eres —entonó el Capitán Medianoche—, y en polvo te convertirás. La música gira y gira, aquí en la majestuosidad del florecimiento, en las voluptuosas euforias de la descomposición. Se agarra a las raíces, alimenta su carne verde, y nadie sabe dónde se detendrá. Pero no te preocupes. El conjunto es perfecto. Lo que pasa es que nunca es lo mismo. Por ejemplo, escucha a estos chicos nuevos de Inglaterra que cantan una canción vieja del bueno de Buddy Holly, de hace seis años… eso es, anímate y oye algo auténtico, pilla lo que puedas y apaláncate bien, porque aquí tienes a los Rolling Stones y «Not Fade Away».

Dime que no brotaban todavía la rosas. Me sumé en el segundo estribillo, cantando con una alegría consistente, ligera.

Love for real not fade away!

Y mi fantasma apareció de repente, sentado con las piernas cruzadas en el capó, apretó la cara contra el parabrisas y gritó:

Doo-wop, doo-wop, doo-wop-bop.

Sonrió dulcemente y luego arrancó los limpiaparabrisas como un bebé gigante que arrancase las alas a una mosca. Estaba tan estupefacto que tardé un segundo en darme cuenta de que no veía la carretera. Se había vuelto de carne y hueso. Mis manos se agarrotaron pegadas al volante mientras le daba suavemente a los frenos, asomando la cabeza para ver a un lado. El corazón me golpeaba contra las costillas.

—Será mejor que me dejes conducir ahora, George —dijo mi fantasma—. Estás tan jodido que ya no puedes ver a través de mí.

—¡Nova Red! —grité a su cara sonriente—. ¡Warwhoop! ¡Sun Maid! ¡Candleflame! ¡Trinket! ¡Seabreeze! —Iba a menos de cincuenta y seguía en la carretera. Yo me esforzaba por ver por los lados y él se movía a la vez que yo, pero pude ver por la derecha un arcén bajo y unas salinas abiertas más adelante. Con aquello bastaba. Giré las ruedas hacia la derecha, bajé por la zona despejada de drenaje y luego salí disparado sin problemas, metiéndole caña al acelerador.

Mi fantasma seguía ahí. Continuaba sentado tranquilamente con las piernas cruzadas en el capó, riéndose como un loco hasta el punto de que le salía espuma por la boca y salpicaba el parabrisas. Miré en el suelo del coche. Los dos paquetes de Rabi-Tabs habían desaparecido. Ya no importaba lo que era o no era posible.

Mi fantasma levantó la mano hacia su boca espumosa, se limpió un pegote viscoso y lo restregó por el parabrisas.

—La Hokey-Pokey —grité— es naranja con el centro amarillo. Te pones todo tú dentro y luego sales todo. La Bo Peep es de color rosa claro, blanca en comparación con mi sombrero. —Me quité rápidamente el sombrero y lo agité delante de su cara cubierta de espuma para cegarlo, y luego de repente giré la rueda hacia la derecha y di una vuelta de 360 grados con el Caddy, una vuelta clásica, y a continuación aceleré y me fui a la derecha.

Resultaba difícil ver algo a través de la película opaca de Rabi-Tab en el cristal, pero parecía que lo había expulsado. Me desanimé cuando oí su primera pisada discordante en el techo del coche, bailando mientras cantaba alegremente:

The kids in Bristol are as sharp as a pistol

When they do the Bristol Stomp.

POM. POM. La primera figura avanzaba y el techo se hundía.

It’s really sumpin’ when the joint is jumping

When they do the Bristol Stomp.

POM. POM. Pisadas en el techo.

Me dolían los tímpanos, di un coletazo con el coche y me detuve, puse la marcha atrás, metí caña y yo también empecé a pisotear con fuerza el freno. Nada conseguía echarle.

—¿Quién soy yo? —gritó—. ¿Quién soy yo? —Empezó a cantar otra vez, ahora la canción de «Popeye».

I’m Ahab the Sailor Man, toot! toot!

I stay as obsessed as I can, toot! toot!

When weirdness starts swarming

It’s too late for warming

Because things have got way out of hand…

—Y tú, George —murmuró—, eres el corazón inocente de la ballena.

El arpón atravesó el techo, la punta con sus púas se hundió en el asiento a unos centímetros de mi cabeza, tan cerca que perforó el ala de mi sombrero. Un arpón. ¿Cómo puedes pensar siquiera en algo así?

—Déjame conducir —exigió—. Estás agotado. Todo ha terminado.

Yo conducía. Embestí, aceleré, apreté el embrague. El morro del Caddy se levantó como si fuera un coche trucado, sobrealimentado y resoplando nitrógeno, despegándose de la línea de salida. Mi fantasma volvió a saltar en el capó y empezó a bailar claqué. De repente se detuvo y dijo:

—Déjame conducir. Sé lo que quieres; sé lo que estás buscando. —Y empezó a bailar otra vez tiqui-taca, tiqui-taca. Ni siquiera se tambaleó al darle otra vez y hacerlo girar.

Por encima del ruido del motor, de mi fantasma bailarín y de la sangre que me palpitaba en el cráneo, se oyó una voz clara desde la radio, una voz que sólo había oído una vez en la vida, cuatro palabras imitando a su madre:

—Vamos… que llegamos tarde.

Era Eddie. Pisé los frenos con tanta fuerza que me di con la cabeza en el volante.

Mi fantasma seguía sin alterarse en el capó, y hacía playback exagerando mucho mientras la voz de Eddie explicaba por la radio:

—Era mi dibujo favorito. Los caballos en realidad son ciervos que pueden captar señales de fantasmas con los cuernos como si fueran antenas de la tele o algo así. La flor grande y roja puede captar señales del sol y dirigirlas a los ciervos. Sólo es una flor grande y roja. No sé de qué tipo. El coche largo y verde es para ir a buscar la flor y los ciervos. Necesita unas ruedas grandes y duras porque es un trayecto largo y la flor está escondida y el ciervo puede correr como el viento. Y el sol está justo en el centro, ya saben, para que se vean las cosas. No quería perderlo.

Paré el Cadillac, saqué las rodillas de debajo del volante y las subí hasta el pecho, y le metí una patada salvaje con los dos pies a la radio. Una mujer gritó cuando se rompió el cristal.

—Ya está hecho, George —dijo mi fantasma en voz baja. Su voz venía de la radio. La golpeé otra vez, y otra, y a cada golpe se oía un grito de mujer a través del altavoz y mi fantasma me decía que había terminado, que lo dejara estar. Estaba sacando la batería de la caja de música de Joshua para golpear con ella la radio cuando detecté la lata de queroseno en el suelo del asiento de atrás. La agarré, la pasé por encima del respaldo del asiento y la estampé contra la radio. Se oyó un grito de mujer. Estaba inclinando la lata para dar otro golpe cuando comprendí que era Kacy. Nunca la había oído gritar antes, pero sabía que era ella. Dejé caer la lata en el asiento delantero. El golpe había causado una grieta en la lámina de metal. El queroseno goteaba formando gotitas erráticas y empapaba el siento. Me ardía la nariz por los gases, y las lágrimas me corrían por las mejillas. Me recliné contra el asiento. Mi fantasma sonrió, triunfante.

—Tú conduces —le dije.

Me sequé las lágrimas con la manga de la chaqueta y cuando volví a abrir los ojos un momento después estaba echado en el capó del Caddy, con la cara contra el parabrisas, mirando hacia los ojos vacíos de mi fantasma.

—George —dijo amablemente—, si quieres vivir tienes que arrojarte como un puñado de peniques en un pozo de los deseos y matarte.

Se dio la vuelta hacia atrás y se inclinó hacia el asiento. Estaba poniendo un disco en el tocadiscos. Pensaba que iba a burlarse de mí poniendo «Chantilly Lace», así que me sorprendió el sonido de un tren que se aproximaba, con su gemido distante perforando la oscuridad. Durante un instante me pareció que habíamos aparcado en las vías del tren y habría saltado si no hubiera estado aplastado contra el parabrisas mientras mi fantasma aceleraba y pasaba de primera a segunda al venirse encima el tren, y en mi cerebro estallaban rosas blancas. Grité sus nombres mientras él aceleraba a tope y el viento dispersaba los pétalos y los arrojaba a la oscuridad y la sal:

—¡Cinderella! ¡White King, White Madonna, White Feather, White Angel! ¡Misty Dawn! ¡Careless Moment!

—¿Instante despreocupado? —Mi fantasma se echó a reír a carcajadas. Le pareció tan divertido que apagó los faros. Yo iba a morir. Alimento para las rosas, carne para el sueño. «Es un sueño tan bonito», me decía mi madre mientras el jardín se quemaba y el chillido del tren me perforaba el cráneo, borrando todos los nombres que conocía. Miré hacia abajo, me miré el cuerpo, y sólo me quedaba el esqueleto. Entonces, movido por una serenidad inimaginable, me puse en pie tranquilamente en el capó del Caddy. Hice una reverencia a mi fantasma y a continuación salté delicadamente al techo. El viento cantaba a través de mis huesos. Notaba la presión exacta en cada hueso de mis manos mientras las colocaba alrededor del mango prominente del arpón y lo sacaba realizando un movimiento coordinado. Volví a saltar al capó y giré limpiamente mientras balanceaba el asta de madera y atravesaba con ella el parabrisas con todas mis fuerzas.

Mi fantasma me sonrió.

—Has tardado bastante, George. Pensé que tendría que hacerlo yo mismo.

Atravesé el parabrisas destrozado y fui a por su garganta.

Mi carne y mis manos ensangrentadas estaban atrapadas en el volante donde se encontraba antes él, a 130 millas por hora, todo recto, en la oscuridad brillante de sal. Podría haber continuado para siempre si el motor no hubiera explotado.

Cuando explotó perdí el control. Traté de corregirlo cuando empezó a hacer eses; un reflejo inútil. Estaba perdido, y lo único que podía hacer era aguantar, impotente y aterrorizado, mientras el Caddy patinaba por la salina y acababa por volcar, dando tres vueltas de campana, bang-bang-bang, y deslizándose a continuación con el lado del conductor hacia abajo. Tenía la mejilla aprisionada contra la ventanilla, y unos destellos verdosos pasaban a toda velocidad, como si me estuviera viendo arrojado hacia las estrellas. Entonces, violentamente, el Caddy volvió a dar una vuelta completa de campana y giró otra vez de lado describiendo un arco increíble, y al perder velocidad me sentí como si estuviera dentro de la botella de leche que habíamos utilizado en nuestro primer juego de dar vueltas a la botella, todos nerviosos. La primera vez que la hice girar se paró en Mary Ann Meyers. Sentí sus labios tocando los míos, un temblor como de gelatina en el paquete. Noté que los brazos de Kacy me rodeaban, desnuda, a la luz del sol. Las vueltas cesaron. Estaba completamente quieto.

Saqué la carta de Harriet de la guantera y di una patada a la portezuela destrozada. Al salir a través del marco torcido me llevé la mano a la cabeza instintivamente para protegerme el sombrero, y me sentí muy satisfecho al comprobar que seguía en su lugar.

El aire frío de la noche era muy agradable. Respiré hondo y miré a mi alrededor. No había nada, al menos nada que yo pudiera ver, sólo el Eldorado destrozado encima de la sal, blanco brillando sobre blanco. Pensé en lo que iba a decir al acercar una cerilla a la caja de velas que no se pueden apagar, y usé la llama para prender fuego a la carta de Harriet, que ardió con el perfume de Shalimar.

Se me habían agotado los grandes discursos. La cosa fue tan sencilla que ni siquiera lo dije en voz alta: «Al Big Bopper, Ritchie Valens, Buddy Holly y las posibilidades del amor y la música. Y al Espíritu Santo». Arrojé la carta de Harriet a través de la ventanilla rota. El queroseno que había vertido detonó, las llamas se inflaron a través del metal retorcido, la pintura blanca burbujeó al carbonizarse, y a continuación el depósito de la gasolina estalló y todo ardió. Me quedé mirando cómo ardía.

No tenía ni idea de dónde estaba la autopista, así que empecé a caminar con el viento. No había recorrido ni una milla cuando vi una mancha de sangre que se extendía por la sal. La madre de Eddie apareció ante mí, señalando hacia la mancha. La voz y el dedo le temblaban:

—Es que no es justo —dijo—. No es justo.

—Sí que lo es —repliqué. Y continué andando.

La mancha de sangre que se extendía empezó a contraerse, volviendo apresuradamente hacia su centro, y moviéndose en espiral hacia abajo y hacia sí misma. Al desaparecer, un gran torbellino surgió en su lugar. Cegado por la sal voladora, me arrodillé formando un ovillo cerrado y me tapé los ojos. Esperaba que me juzgaran. Pero no hubo palabras en el viento, ningún sonido que no fuera su propio aullido salvaje, nada que no fuera él mismo. Al cabo de unos minutos se había desvanecido.

Caminé otra milla sin percatarme de que mi sombrero había desaparecido. Esperaba que hubiera volado directamente hacia Houston y hubiera aterrizado en la cabeza de El Zumbado en un golpe de gloria evangélica.

A lo lejos vi unos faros en la I-80 y cogí el camino más corto hacia la autopista. Estaba todavía muy lejos cuando vi a Kacy esperando en una nube de luz. Corrí hacia ella y estaba lo bastante cerca como para tocarla cuando comprendí que era un fantasma.

—¡Ay, George! —exclamó. Se le quebraba la voz—. Estábamos en un camino sin asfaltar en las montañas, a las afuera de La Paz. Llovía a cántaros. Hubo un derrumbamiento terrible y se llevó la furgoneta. Yo estaba en la parte de atrás. Apenas tuve tiempo de gritar. Nadie lo sabe, George. Ocurrió a finales de septiembre y nadie sabe ni siquiera que estamos muertos.

—¡Kacy! —grité, tratando de tocarla—. ¡No es justo, es que no es justo!

Y durante un instante la tuve realmente entre mis brazos y luego desapareció.