Aquella nota me alteró mucho. Un solo error inconsciente y la fiesta terminó, chico. Un solo paso en falso y quedas aplastado en el polvo. Volví al coche y me eché de nuevo encima del volante y dejé correr las lágrimas. No gimoteaba, o al menos no tenía esa sensación. Lloraba de puro dolor.
Uno puede sentir un dolor infinito, pero no se puede llorar siempre, de modo que al cabo de un rato me sequé las lágrimas, doblé la notita y me la guardé en la guantera con la carta de Harriet, y volví de nuevo a la carretera, subiendo la velocidad hasta que la aguja se puso a temblar entre los dos ceros del 100. Esto me habría resultado terrorífico, si me hubiese parado a pensarlo: la mente más lenta del oeste a esa velocidad, derecho hacia la gloria, maldita sea, sin importar que tuviera que pararme a llorar a cada trocito de papel que se me cruzara en el camino, cada niñito que fuera apartado del colegio, cada salpicadura de sangre en la carretera.
Al cabo de veinte millas ya estaba abrumado por una sensación inefable de paz, sin duda una combinación del cansancio más absoluto y el desahogo emocional, pero no quise pensar en ello. Me di cuenta, para mi deleite y mi asombro, de que había llegado a un equilibrio inestable y precario, un frágil aplomo entre el agua y la luna, e iba navegando con la decisión de una ola.
Fue un trayecto corto, de una hora y media entre las últimas lágrimas y el Posthole de Joe, y me sentó tan bien que bajé la velocidad para irlo saboreando. Al pasar por Oklahoma City faltaba todavía una hora para la puesta de sol, pero bajo un cielo que se había ido poniendo tan plomizo por la tarde que ya casi estaba totalmente oscuro, y sólo una luz rosada, como un fantasma del color de mi llamativo sombrero, se mantenía todavía en el horizonte.
Mi paz se hizo mucho más honda cuando dejé el coche en el aparcamiento del Posthole de Joe. El restaurante, largo y con el tejado plano, tenía el mismo color blanco sucio ribeteado de rojo; la luz del interior la suavizaba hasta un resplandor suave e invitador el cristal de los ventanales, sucio por los tubos de escape. Dos Kenworth y un White Freightliner estaban también en el aparcamiento. Era idéntico al recuerdo que yo tenía, familiar y seguro, una referencia retenida sólidamente, y me alegró ver que algo había permanecido entre tanto cambio. Mientras entraba por la puerta mi sensación de paz y felicidad empezó a expandirse hasta sentir una auténtica euforia que no podía ni comprender ni contener, sino sólo disfrutar. Cuando me introduje entre los cálidos y ricos olores del interior y vi a Kacy de pie justo a mi izquierda: alta, con el pelo rubio y suelto, más adorable de lo que recordaba incluso, con el vestido blanco de rayón y el delantal marrón que siempre habían llevado las camareras del Posthole, allí, de pie, surgida de la nada, tomando nota de las peticiones de dos conductores que estaban sentados a una mesa junto a la pared… mi euforia se transformó en júbilo, grité su nombre y la cogí entre mis brazos.
Los recuerdos más profundos son los de la carne, y en cuanto mis brazos la apretaron contra mi cuerpo supe que había cometido un error. No era Kacy, pero aquella información se quedó atrapada en los circuitos sobrecargados de mi cerebro, llegando justo un instante antes de que la rodilla de la chica aterrizara en mis testículos.
—Lo siento —jadeé, de camino hacia el suelo—. De verdad. Equivocado…
Conseguí susurrar «equivocado» antes de acurrucarme en el suelo de linóleo beige y abandonar las disculpas en favor del dolor agónico. No podía hablar, pero no sé por qué, lo oía todo con asombrosa claridad.
—¡Vale, mierda! —me gritó la doble de Kacy.
—Uno tiene que mirar bien antes de lanzarse así —dijo uno de los tipos sentados a la mesa, como un juicio o verdad general. Su compañero se rió.
La camarera se arrodilló y me tocó el hombro.
—¿Se encuentra bien?
Desde aquel nuevo punto de vista resultaba obvio que no era una doble de Kacy, ni siquiera una hermana, pero el parecido bastaba para engañar a un desesperado o a un esperanzado. Sin embargo, yo no podía responder a su pregunta.
Ella me apretó el hombro suavemente.
—Lo siento. Me ha asustado de muerte agarrándome de esa manera. ¿Quiere echarse en un asiento o algo?
Yo meneé la cabeza.
—Culpa… mía…
Ella increpó a los dos tíos sentados a la mesa.
—Vosotros, en vez de reíros tanto podríais echarle una mano. Joder, no sé qué es lo que hay que hacer en estos casos.
El filósofo dijo:
—Con el viaje que le has dado, Ellie, no es una mano lo que necesita este buen hombre, sino un equipo de búsqueda… para que vayan a ver dónde están sus huevos. Creo que donde primero habrá que mirar es en el cuello. —Su compañero lo encontró mucho más divertido que antes, incluso.
Yo busqué la mano de ella, que descansaba en mi hombro izquierdo, y le di unas palmaditas.
—¿Ya va mejor? —dijo ella, tiernamente.
Asentí una vez, le volví a dar un golpecito en la mano para expresar mis gracias y luego me apoyé sobre las rodillas y los antebrazos, levantando el culo, y empecé a gatear hacia la puerta principal. Había perdido el apetito y la alegría.
—¡Tommy! ¡Wes! —chilló ella—. ¡Maldita sea, ayudadle a levantarse!
Ambos empezaron a deslizarse para salir de sus asientos, y el más listo gruñó:
—No te metas ahora con nosotros. No te hemos tocado. Ese hombre ha recibido lo que se merecía.
Yo me detuve y me apoyé en una cadera, levantando una mano para detenerles. Al cabo de unos momentos más había cogido el aire suficiente para formar las palabras, como graznidos medio ahogados.
—Lo que uno recibe… pues se lo queda… es suyo. —Asentí vigorosamente para indicar el énfasis que mi voz no podía aportar, y luego añadí—: Ya voy bien.
Avancé un metro más hacia la puerta, me puse de rodillas y luego, apoyándome en el picaporte, acabé por ponerme de pie. No estaba bien erguido todavía, pero al menos me apoyaba en los pies. Me toqué la cabeza para comprobar que no había perdido el sombrero. La camarera y los camioneros me miraban, un tío en el mostrador a quien no había visto antes se volvió también para mirarme, un par de cabezas se asomaban desde otros reservados, y un cocinero a quien no reconocí se asomaba desde la cocina.
—Lo siento —les dije—. Siento las molestias. Buenas noches.
Me llevé la mano al sombrero color flamenco cortésmente, pensando que su color era mucho menos encendido de lo que sentían en aquel momento mis huevos, y luego salí. El Caddy resplandecía en el aparcamiento y me dirigí hacia él a pasitos menudos y precavidos, con calma.
No me di cuenta hasta que abrí la portezuela del Caddy y empecé a pensar cómo meterme en el asiento sin añadir más dolor al que ya sentía de que la camarera me había seguido afuera y estaba de pie ante el restaurante, con los brazos cruzados para protegerse del frío. Ella quería asegurarse de que me iba bien, o al menos eso pensé. Por un momento deseé que los brazos de la chica me rodeasen a mí, pero en mi estado aquello habría sido muy cruel para ambos, de modo que simplemente la saludé con la mano. Ella me devolvió el saludo y se volvió a meter en el interior.
Con la portezuela del coche y el volante como apoyo, me fui metiendo en el asiento, con mis quejidos y gruñidos amplificados en el amplio interior del Caddy. Para mantener la pelvis elevada apoyé los hombros contra el respaldo del asiento y los pies contra el suelo. Pero no se puede conducir estirado de esa manera, de modo que contuve el aliento y asumí la posición normal; el dolor no era peor, y al menos podía conducir. Volví a la carretera, cambiando las marchas lo más rápido que pude para no tener que pensar en mover las piernas de nuevo.
No podía evitar pensar en Kacy, sin embargo. El momento erróneo en los brazos de la camarera era un cruel recordatorio de lo mucho que la echaba de menos, de lo mucho que deseaba tenerla entre mis brazos de verdad, ya mismo. Aquel sentimiento desencadenó una oleada de recuerdos, cada uno de ellos con algo de dulzura y tristeza por la pérdida. Si tenía un ápice de sentido común, pensé, debía coger un desvío hacia Sudamérica e ir a buscarla. Si el regalo era el amor, ¿por qué no entregaba el mío propio, cara a cara, vientre con vientre, corazón a corazón? Pero el buen sentido tropezó con la convicción más arraigada aún de que no podía acosar a Kacy con mi amor. Ella debía apreciar el gesto, pero sin presión. Perseguirla era perderla. Yo podía meter mis doloridas pelotas en la nevera con hielo para calmar el dolor, o acercarme al hospital más cercano e ir a urgencias, o meterme en la farmacia más cercana en busca de los narcóticos que tuvieran, pero no podía hacer nada para aliviar el dolor de desear a Kacy, nada excepto olvidarla, y su recuerdo era lo único que tenía de ella.
Afortunadamente, un estado de trance y conmoción acompaña a todos los traumas, cierra el cerebro hasta dejarlo sólo con las funciones más básicas y te aleja lo suficiente para resistir el dolor.
Y mejor aún: te vuelve completamente incapaz de pensamientos metafísicos retorcidos y prolongados autoanálisis, eliminando el insulto en favor de la herida y posponiendo de forma muy adecuada la angustia de la indagación ante la agonía inmediata de la carne. Cuando la presa se rompe, no hace falta ponerse a examinar sus grietas o discutir las complejidades de la ingeniería hidráulica: es mejor echarse a correr hacia un terreno seguro. El cuerpo sabe muy bien lo que hace.
A medida que la conmoción iba cediendo, mis pelotas se iban instalando en un dolor palpitante y más soportable, y mi mente añadió una consideración primitiva a la simple percepción: estaba completamente exhausto. Dado ese cansancio, agravado de manera acuciante por mi reciente trauma testicular, me preguntaba si detenerme en Wichita para comer algo y descansar aquella noche o sacar las cuatro anfetas que pensaba tomarme para postre y seguir hacia Kansas City y Des Moines. Me pregunté brevemente si el problema lo tenía con mis planes o con los planes en general, y por qué parecía ir cayendo en trampas que ni siquiera sabía que había puesto, pero encontrándome carente de esa añagaza emocional, acabé por caer en la emboscada del compromiso: me tomé las cuatro anfetas de inmediato y una hora después, cuando paré en Wichita para poner gasolina, después de examinarme en el lavabo de hombres para evaluar los daños y encontrarme los huevos algo sensibles, pero sin necesidad obvia de atención médica, crucé la calle con mucho cuidado hacia Licores y Deli Grissom, donde me compré un buen bocadillo de jamón hecho con pan Wonder y un envase de cuarto de ensalada de col algo mustia.
Me lo comí todo en el coche, distrayendo mi paladar con una somera reconsideración del hecho de si era mejor coger una habitación allí mismo para pasar la noche o seguir hasta Des Moines, a cuatrocientas millas de distancia. Eran las 19.13 horas según el reloj de Hire’s Root Beer de la gasolinera. Podía llegar a Des Moines a medianoche con toda facilidad, lo cual significaba que todavía podría meterme en un baño caliente durante una hora, dormir ocho horas de un tirón, desayunar tranquilamente y llegar a Mason City al mediodía. Aquello se parecía tanto a un plan que de inmediato lo abandoné. Ya lo pensaría todo sobre la marcha… de todos modos, siempre parecía acabar así. En el caso improbable de que no ocurriese ninguna de las miles y miles de complicaciones imprevistas que podían pasar, siempre podía volver al plan.
Me dirigí hacia Kansas City, pues, con una consoladora sensación de realismo (quizá que te den un golpe en los huevos te provoca ese efecto), y también, para mi sorpresa, lo bastante juguetón como para poner a Jerry Lee Lewis en el tocadiscos, llevando el compás con los dedos en el volante, porque resultó demasiado doloroso dar golpecitos con los pies:
You broke my will
What a thrill!
Goodness, gracious,
Great Balls o’ Fire!
Seleccioné esa canción como un reconocimiento arrogante y humilde a un tiempo de que podía permitirme una broma, acompañada por una silenciosa plegaria de que los dioses tuviesen sentido del humor.
Navegando por la Interestatal entre Wichita y Kansas City, de repente me encontré sumergido en el recuerdo etílico de una noche en North Beach, cuando alguien me gritaba, a través del tiempo: «¡Enséñame un solo lugar en la Biblia donde Dios Padre o Jesucristo Su Hijo se rían y me convertiré al cristianismo! Si no es así, que les jodan». ¿De quién era aquella voz? Parecía uno de los poetas budistas, quizá Welch o Snyder, pero quienquiera que la dijese se encontraba a varias mesas de distancia entre el parloteo distorsionado por el vino y el ruido del Vesubio, y yo me hallaba embelesado en la contemplación de una voluptuosa pelirroja llamada Irene que se estaba tomando un chupito de Jack Daniels al fondo del bar. Tenía su gracia ser un macho adolescente americano, porque todo lo que no me la ponía dura, tuviese coño o alcanzase las sesenta y cinco millas en segunda, no me preocupaba lo más mínimo. ¿A quién le importa el humor en el orden cósmico, cuando tienes diecinueve años y no te la han chupado nunca? ¿Cuando hay drogas que tomar y carreteras que seguir y música que te transporta? Aún no había pecado lo suficiente para necesitar salvación, y tampoco había perdido lo suficiente para reír de verdad.
But what a thrill!
Goood-ness, Graaacious;
Greaaat Balls o’ Fire!!!
Pues sí. Y si ni el Padre ni ese afortunado Hijo suyo tenían el requerido sentido del humor, quizá éste residiese en el Espíritu Santo, en el speed, la música y hacerte polvo los sesos, en vagar por las montañas y correr en medio de la noche, a pelo, en vivo y en directo. Sería divertido.
Era demasiado adecuado que mi pequeña ensoñación sobre las posibilidades del humor divino se viese arrasada por el relámpago parpadeante de una luz roja en mi retrovisor. Como iba a cerca de cien la luz no adelantaba demasiado, lo cual me dio tiempo para morir mil muertes antes de acelerar instintivamente y al instante cambiar de opinión. Bajé la velocidad y fui pasando despacio hacia el carril de la derecha, esperando con todo mi corazón que no fuese la policía y que, si lo era, tuvieran en mente a alguna otra persona, y no a mí.
Era un coche de bomberos, un coche de bomberos rojo. Me salí al arcén y me detuve para verlo pasar. Estaba a punto de volver a meter el pie en el pedal cuando otra luz roja pasó a toda marcha, y luego otra: un coche patrulla seguido por una ambulancia. Un accidente allá delante, seguramente, de los malos. Me dije que si veía otro niño de cinco años atropellado me tragaría el bote de speed entero, metería a toda marcha el Cadillac del Bopper a través de las puertas celestiales y cogería a Dios por el cuello y le exigiría una justificación, una explicación, y una satisfacción también. Un niño muerto no tiene ninguna gracia.
Era dos millas más allá, en la carretera, y yo fui el cuarto o quinto coche que llegó al lugar. La policía había bloqueado los dos carriles hacia el norte a doscientos metros del accidente. No veía mucho con el resplandor de las llamas y los intermitentes que parpadeaban, pero no parecía que fuesen necesarios los bomberos. Estaban allí de pie, charlando, mientras las llamas se iban apagando. El chasis carbonizado de un coche vuelto boca abajo se encontraba atravesado en diagonal en el carril derecho, con el morro tocando justo en el arcén y la parte posterior sobresaliendo en la carretera. El aire apestaba a goma quemada y a gasolina socarrada. Tenía muy mal aspecto, tan malo que no quise mirarlo de nuevo. En diez años de conducir y remolcar coches, no había visto muchos accidentes tan graves.
Bajé la ventanilla y le grité a un policía que estaba cerca si necesitaban alguna ayuda.
—No, no, gracias —dijo él—. No es tan malo como parece. Lo ha perdido una grúa que lo remolcaba… se ha soltado la horquilla. No había nadie dentro. Tendremos un carril abierto en diez minutos.
Qué buena noticia. Tuve que estirarme para ver la grúa a otros cien metros de distancia, con los intermitentes apenas visibles en la neblina de gasolina. Probablemente necesitarían a un escuadrón de policías para redactar todas las multas para el conductor. Yo nunca perdí un coche, pero hay muchos conductores buenos a los que les ha pasado. El policía no mencionó la cadena de seguridad, pero esperé, fraternalmente, que no se la hubiera olvidado y que hubiese sido un accidente.
Abrieron el carril izquierdo al cabo de unos quince minutos. Por entonces el tráfico se había acumulado casi un cuarto de milla, pero yo estaba delante de todos. Anticipaba con deleite la carretera abierta para poder correr mientras medio turno de noche de la policía de Oklahoma estaba ocupado allí, de modo que casi había pasado el chasis humeante cuando me di cuenta de que era un Cadillac del 59. Imposible decir cuál era el modelo, pero aun aplastado, quemado y boca abajo se reconocía el estilo de nave espacial.
No sabía si aquel accidente en mi camino tenía gracia o no. No me reí, pero sí sonreí, aunque con algo de tristeza, lo admito, porque si me lo tomaba como algo más aparte de la coincidencia absurda o la conexión azarosa, entonces tenía que pensar que era una señal o un presagio, y decidir si éste traía buenos o malos augurios: buenos, si lo que anunciaba era el cumplimiento y el regalo envuelto en llamas, entregado y sin nadie en su interior ni herido; malo, si lo que presagiaba era un lamentable fracaso, un enganche demasiado débil que se rompía, una oportunidad desaprovechada por ignorancia, negligencia, falsas ilusiones… si el regalo se perdía, en lugar de ser entregado. No estaba seguro de lo que significaba, más o menos como siempre, pero no me gustaba.
Sin embargo, me gustaba mucho la carretera abierta y dejarlo todo atrás al momento, incluyendo las especulaciones inacabables acerca de oscuros presagios. Parecía el momento ideal para emitir de nuevo por la KRZY, y como las ciento diez millas por hora requieren gran parte de tu atención, cogí un puñado de discos al azar y los apilé en el eje, anunciando a la noche: «Ésta es la KRZY que se acerca en la oscuridad, George el Acelerado muerto de cansancio y susurrándote al oído. Lo que vas a oír es lo que tenemos, y parece que ahora tenemos a Jerry Lee y “A Whole Lot of Shaking Going On”. Yo mismo no me voy a menear demasiado, ya lo comprenderéis, porque he recibido un mal golpe en los cataplines esta misma tarde, pero vosotros, chicos, aprovechad y menead el esqueleto».
Cuando llevaba menos de la mitad de la pila, el programa se vio interrumpido por el mejor vendedor ambulante del mundo entero. Vestido sólo con un pantalón oscuro y una camiseta blanca, caminando descalzo junto a la carretera con menos de dos grados, yo habría jurado que era el tipo más loco en mil millas a la redonda, o el mejor Palo Saltarín Humano al oeste del Mississippi, pero no pasó por mi imaginación que pudiera ser el mejor vendedor ambulante del mundo hasta que estuvo dentro del Caddy, me estrechó la mano y se presentó como Phillip Lewis Kerr, «por favor, llámame Lew», y me tendió una tarjetita plateada con las letras grabadas en azul oscuro que decían:
PHILLIP LEWIS KERR
El mejor vendedor ambulante de todo el mundo
(212) 698-7000
Era un hombre viejo, que tendría ya sesenta años, con el vientre caído por encima del cinturón, pero no descuidado. De hecho su aspecto general, la barba gris bien recortada y el bigote cuidado, los ojos azules pequeños y alerta y ligeramente divertidos, la franqueza de sus modales y su habla, todo se combinaba para otorgarle la tranquila dignidad de un hombre que sabe lo que hace, aunque esté haciendo autoestop medio desnudo en una noche helada.
Me presenté mientras él guardaba un maletín de cuero debajo del asiento delantero. Tenía los pies anchos, con los dedos nudosos, y morados de frío. No sé si yo tiritaba por simpatía o por la ráfaga helada que entró cuando abrió la portezuela. De repente, estaba helado.
—Hola, Lew —susurré, con la mandíbula apretada para no tiritar—. A menos que tenga más equipaje, ¿por qué no tapa ese agujero rapidito con la puerta?
Él me miró, perplejo.
—¡Ah! Sí, lo siento. —Cerró la portezuela y se apagó la luz interior. En la oscuridad su voz sonaba descarnada—. Ha sido muy desconsiderado por mi parte, George, inexcusable. Se agradece tanto el calorcillo que no pensaba que usted pudiera sentir frío. Y realmente fuera hace frío, se lo aseguro. —Notaba temblar el asiento cuando él tiritaba a mi lado.
Volví a poner el Caddy en el asfalto y fui cambiando las marchas, todavía preocupado por la sensibilidad de mi entrepierna. Al pensar en mi incomodidad recordé la de Lew y le pregunté si quería que pusiera la calefacción.
—Ah, no, no, en absoluto. Es mejor irse descongelando poco a poco. A mi edad, las paredes celulares no toleran los cambios bruscos y se rompen.
—No lo había pensado —dije, con toda sinceridad. Todo lo que decía el hombre parecía sincero y directo al llegar a mis oídos, pero en mi cerebro daba unos extraños saltos oblicuos. No conectábamos. Yo estaba dispuesto a aceptar que el problema estaba en el receptor. Sin embargo, no quería que siguiera hablando de sus paredes celulares como hacen a veces los viejos, explicando sus achaques con escabrosos detalles fisiológicos de cómo va decayendo la carne (yo mismo tenía un par de dolorosos ejemplos) de modo que cambié de tema preguntándole si se dirigía a Kansas City.
—Sí, voy allí. ¿Y usted?
—A Des Moines… y llego tarde. Puedo dejarle en el próximo lugar caliente que encuentre junto a una salida de la carretera.
—Bien —empezó él, haciendo una pausa tan larga que pensé que había terminado—. Debe de haber salido terriblemente tarde, porque a esta velocidad, habría tenido que llegar temprano. —Sonrió tímidamente.
Yo le sonreí también.
—Lew, ¿le importa si le pregunto si viste siempre así con este tiempo tan frío?
—¡Dios mío, claro que no! —dijo—. Le vendí la chaqueta, la camisa, corbata, calcetines y zapatos a un joven que trabaja en los pozos de petróleo. Tenía una cita con una joven esta noche, pero se había parado a tomar algo con sus amigos después del trabajo y no tenía tiempo de ir a una tienda de ropa.
Una vez más, aquello no me sonaba bien.
—¿Y no quería también los pantalones? Habrá quedado muy raro con unos viejos vaqueros sucios y con chaqueta y corbata.
—Ah, sí, también me pidió los pantalones, pero no podía arriesgarme a la posibilidad de que me encarcelasen por exhibicionista.
—Era preferible morir por exposición a los elementos —respondí, con ligereza.
—Me imaginé que pronto pasaría alguien. Y además, los pantalones le iban pequeños.
—Me alegro de que me explique las cosas, porque yo me preguntaba cómo es que el mejor vendedor del mundo no puede permitirse poner un poco de tela entre su carne y esta noche tan fea. ¿Es lo que vende normalmente, ropa de hombre?
—Vendo de todo, cualquier cosa. He averiguado que, a largo plazo, la diversidad significa estabilidad.
—Pues parece que lo ha vendido todo.
—Sí, es verdad. Ha sido un viaje muy interesante.
Entonces le dije lo que me preocupaba.
—¿Sabe, Lew? Quiero hacerle una pregunta desde que me ha dado su tarjeta de visita, pero no veo la forma de hacerla sin que parezca ofensiva, como si no me acabase de creer sus credenciales, y no quiero que dé esa sensación.
—George —me respondió él—, soy vendedor. Empecé con un puestecito de limonada en Sweetwater, Indiana, cuando tenía cinco años. Aprendí muy pronto que ofenderse resulta muy caro. Te desvía de tus objetivos.
Yo quería preguntarle cuál era su objetivo, ¿los beneficios? ¿La transacción en sí misma? ¿El apaciguamiento de los propios demonios y sueños? Pero no quería olvidar mi pregunta original.
—Está bien, ya que dice que no se va a ofender, me preguntaba por lo que dice en su tarjeta, eso de que es el mejor vendedor del mundo.
Me interrumpió suavemente.
—En realidad dice el mejor vendedor «ambulante» del mundo.
—Bien. Pero es eso de «el mejor» lo que me ha llamado la atención. Quiero decir que, ¿cómo sabe que es el mejor del mundo, ya sea ambulante o estático? ¿Existe alguna medida, una escala objetiva, un comité de jueces, un consenso general, o simplemente usted se ha apropiado del título sin más?
—George, es usted un hombre muy curioso, el único entre mil cuya primera reacción no es la preocupación por las hijas de los granjeros. —Notando mi asombro añadió, amablemente—: Ya sabe, lo del vendedor ambulante y la hija del granjero… es un chiste típico. Estoy seguro de que ha oído algunos.
—Bueno, sí, pero no recuerdo ninguno en este momento. —De hecho estaba intentando con todas mis fuerzas acordarme de alguno, un acto, considerando mi estado mental, similar a intentar pescar en un aparcamiento, cuando me di cuenta de que él había esquivado mi pregunta con un pequeño rodeo adulador, para distraerme. Pero estaba demasiado cansado y demasiado drogado para jueguecitos, de modo que insistí con toda franqueza… no de forma impertinente, porque comprendía que había algo en juego, sino con una cautela imprudentemente cercana a la más olímpica despreocupación—. Lew, le he hecho la pregunta porque quiero que me responda.
—Señor Gastin —me dijo, con una voz tan suave como una bolita de algodón en rama—, pensaba que le había perdido hace un minuto o así. Quizá debería usted dejar a un lado sus prisas y descansar en Kansas City. Y aunque obviamente estoy menos capacitado que usted, estoy dispuesto a conducir.
Se sabe que el abuso de las anfetaminas produce paranoias, y yo noté una súbita y fuerte punzada: el viejo Lew era un matón contratado por el Mugre para matarme y estrellar el coche. Tenía que mantenerme sereno, dejar que el tema de la locura se insinuase en el aire, seguir llevando el control… Dudaba de que él hiciera movimiento alguno si yo tenía el volante en mis manos, especialmente a cien.
—Aprecio su preocupación, Lew. —Solté una risita—. Admito que mi salud mental no es tal y como debería ser. En absoluto. Últimamente he tenido repetidas pérdidas de coherencia, y francamente, estoy alarmado por su frecuencia creciente. La única cosa que parece detenerlas temporalmente es un rodillazo fuerte en las pelotas. Pero una vez más, creo que ha esquivado mi pregunta. Es una pregunta normal y corriente. ¿Por qué no me la responde?
—Si insiste —dijo él, sin alterarse—, aunque no tiene sentido.
—Para mí no es así.
—Pero George, no tiene absolutamente ninguna forma de saber si yo le estoy mintiendo o no.
—Eso es exactamente lo que me preocupa —dije, y sin tener ni la menor idea de qué era lo que me preocupaba, salté—: Ya ve, no importa si puedo conocer o no la verdad de lo que me diga; el asunto es si confío en que me va a decir la verdad, igual que usted confía en que yo me la crea. Y si la verdad es aburrida o molesta, entonces cuénteme una mentira interesante. Debemos tener fe los unos en los otros. Me pongo algo incoherente cuando he llegado tan lejos, especialmente considerando que ya de entraba estaba un poco jodido, de modo que lo diré de la forma más sencilla que pueda: o me contesta o se va.
Él dijo muy tranquilo, como si fuera para sí mismo:
—No.
Entonces comprendí que no era un matón, pero yo ya había llegado demasiado lejos. Iba a apartar el pie del acelerador y dirigirme hacia el arcén cuando él dijo, sólo un poquito más alto:
—No, señor Gastin, no hablaré bajo coacción, y ciertamente, si la confianza es lo que le preocupa, la coacción la traiciona. Si retira su desconsiderada amenaza, responderé de buen grado a la pregunta, tal y como pensaba hacer. Después de todo, fui yo quien la provocó. Y es una cuestión de justicia.
Es obvio que la coacción niega la confianza. Yo me sentía debidamente aleccionado, tanto por mi obvia carencia de lógica como por mi delirio paranoico.
—Puede quedarse, tanto si contesta como si no —dije.
—Gracias. —No había rastro alguno de triunfo ni de burla en su voz.
Yo estaba a punto de estallar en lágrimas de nuevo, me notaba la garganta tensa y los ojos me ardían. Me volví y chillé:
—¡Que le den por culo! Va por ahí andando medio desnudo y entra aquí tan tranquilo y tímido, ¿a qué cojones está jugando? ¿Cómo sé yo qué… qué…? —Pero me había perdido, y lleno de rabia y frustración di un palmetazo contra el salpicadero con tanta rabia que sonó como un disparo.
Lewis Kerr se encogió y se retiró hacia la portezuela. Pero habló con el mismo tono de imperturbable simpatía.
—George, si me permite una observación sincera, está usted muy mal.
—¡No me joda! —grité yo, sarcástico—. ¿Vendería su alma? —le grité entonces, más como una exigencia que como pregunta, y sin referencia inmediata, excepto que yo estaba mal.
Él se quedó confuso por un momento y luego dijo:
—No sea tonto.
—¿Tiene alma que vender o qué?
—Sí, supongo que sí.
Yo quería atrapar a aquel tipo tan resbaladizo.
—¿Por qué —le pregunté, con la garganta muy tensa— es tan asquerosamente precavido?
—Porque usted no lo es —me respondió, con algo de acaloramiento en la voz por primera vez.
—¿Y por qué iba a serlo?
—Porque está aterrorizado, y el terror inspira una estupidez desastrosa, y la estupidez es esclavitud. Y usted, George, usted no es un esclavo.
Si alguna vez han estado en el interior de un matadero y han visto a un enorme buey derrumbarse y despatarrarse bajo el golpe del mazo, es una sensación bastante aproximada a lo que yo sentí… tanto por parte del buey como del observador. Estaba flotando fuera de mí mismo. No podía pensar con palabras. No podía asegurar si respiraba o no, si tenía la lengua aún en la boca, si era el coche o la carretera lo que se movía, o si la noche se movía a través de ambos. Mi campo de conciencia, normalmente estrecho, se había constreñido repentinamente y no abarcaba más que una simple sensación de terror. No el miedo a la muerte profundo e instalado en las células, o el del movimiento estelar y los mecanismos de piedra que rechinan y marcan el tiempo, ni el temor gangrenoso a estar entre los elegidos al azar para ser destruidos al azar, en cualquier momento, sin advertencia alguna. No, era un terror vergonzoso, como si me hubiera perdido en mi propia casa.
Aunque el silencio había sido largo, Lew continuó, como si hubiésemos hecho una simple pausa.
—Pues bien; asumo que no es un esclavo, de la misma forma que asumo que yo tengo alma.
Yo no decía nada. A una persona que conduce a ciento diez millas por hora por una carretera cuya existencia se está cuestionando no debería pedírsele que piense, ni se le debería permitir tampoco.
—Pero —continuó Lew— ya basta de suposiciones; me acusará de eludir la pregunta, cuando en realidad lo que hacía era preparar una respuesta.
Hizo una pausa mientras cambiaba de peso en el asiento, y luego continuó:
—Soy un hombre orgulloso. Es un orgullo basado en mis logros, no en arrogantes suposiciones… o eso me gusta creer. El orgullo es una fuerza poderosa, y al mismo tiempo una peligrosa debilidad. Intento atemperarlo con una humildad sincera. No fanfarroneo. No me regodeo. No aireo mis logros. Simplemente, vendo. En los cincuenta y nueve años transcurridos desde que vendí mi primer vaso de limonada en las bochornosas calles de Sweetwater, he dedicado todo mi ser al dominio de las artes de la venta. He vendido por un valor de más de cuatro mil millones de dólares en productos. He originado millones en ganancias y comisiones. Cuando tenía diecinueve años vendí ciento sesenta y ocho coches usados en Akron, Ohio, durante un periodo de veinticuatro horas… eso supone siete coches por hora, uno cada ocho minutos y medio… aunque, por supuesto, yo no me encargaba del papeleo. Vendí un camión lleno de aspiradoras en Santa Rosa, California, en dos días. Antes de los treinta años me fui a Labrador y vendí neveras a los esquimales. No tenían electricidad y sí mucho hielo, pero tuve la habilidad de ver posibles aplicaciones al producto, cuando otros sólo veían lo absurdo de la empresa: los refrigeradores, al estar aislados, eran como una especie de termo, y les permitían guardar el pescado y evitar que se congelase en aquel clima tan frío, mientras no estuviesen enchufados. Además, si se perforaba y se ventilaba adecuadamente, el refrigerador podía convertirse en un armario muy bueno para ahumar, preservando el calor en una estructura destinada a preservar el frío. Vendí los motores aparte a las Fuerzas Aéreas y usé el dinero para comprar calefactores eléctricos, que vendí a los indios de la cuenca del Amazonas. Ellos comprendieron perfectamente la belleza intrínseca de las resistencias y sus posibilidades decorativas. Usaban los enchufes también de adorno y para atar cosas. Las placas de metal desmontadas resultaron tener mil y una aplicaciones, como por ejemplo la fabricación de puntas de flecha.
«Cumplí los treinta y los cuarenta y fui viajando por todo el mundo vendiendo todos los artículos que se puedan imaginar, incluyendo canela en Ceilán y té en China, mejorando mis habilidades sin parar, y destilando los principios del oficio. Y esos principios, según descubrí, eran muy sencillos: escuchar bien y decir la verdad.
Abruptamente se inclinó hacia adelante y cogió su maletín. Lo puso en el asiento entre nosotros dos y lo abrió para que yo lo inspeccionara. Estaba repleto de fajos de billetes bien apilados, y los de veinte eran los más pequeños.
—Es mucho dinero —dije, esperando impresionarle con mi capacidad de captar lo obvio.
—Ni siquiera lo cuento ya. Mi contable lleva todo eso. No tengo esposa, ni hijos, ni gustos caros. He averiguado que es mucho más inteligente tener gustos sencillos, y en mi caso, hasta los placeres más sencillos se ven arruinados por la indulgencia. Disfruto el anonimato constante de las habitaciones de motel, la neutralidad de estar siempre de paso. Me regodeo con los estímulos del viaje y del contacto. Todavía me siento atraído por las posibilidades de mi trabajo. Cada vez que llamo a una puerta, la cara que aparece cuando ésta se abre… Pero aparte de mi trabajo necesito muy poco y quiero menos aún. De modo que para mí, el dinero carece relativamente de sentido, ni siquiera como medida. En lugar de tomar decisiones atroces e imposibles sobre a quién beneficiarían más mis excedentes, todo lo invierto en comprar tierra para que se mantenga intacta y sin edificar en diversos fondos de inversiones a perpetuidad.
—Es un vendedor romántico —dije. Aunque creía en el dinero que llevaba en el maletín, no estaba seguro de creer en sus explicaciones.
—¿Romántico? —exclamó él—. Bueno, creo que existe una conexión entre la capacidad y la posibilidad.
—Quizá tenga un corazón romántico y una mente clásica. Yo soy justo lo contrario, creo. Lo llevo fatal. ¿Le molesta mucho?
—Creo que ya he mencionado —dijo él secamente— que mis placeres no pueden soportar la indulgencia.
—Los míos parecen estimularla.
Lew se encogió de hombros.
—Es joven. La cotización aumenta.
—¿Sabe? —le dije—, probablemente es el vendedor ambulante mejor del mundo. Tengo la sensación de que es cierto, ¿sabe lo que quiero decir? Le creo.
—Ah, bueno, quizá… pero ciertamente, no es algo que yo reivindicaría para mí.
No lo comprendía.
—Pero está en su tarjeta de visita, ¿no?
Lew dijo, con muchos remilgos:
—Quizá no lo reivindique, pero es un título que acepto.
—¿Así que existe de verdad un cuerpo de jueces, o un comité, o algo parecido?
—Sí, algo parecido.
Estaba muy complacido, habiendo averiguado ya lo suficiente para notarme recuperado funcionalmente.
—Entonces ¿quién dice que es el mejor vendedor del mundo?
—Los dioses.
No, pensé, ¿por qué no aprendes nunca? Lo que conseguí decir fue:
—¿Dioses, en plural?
—Sí. En plural.
—¿Y cómo le dijeron que era el mejor del mundo? ¿Mediante revelación divina? ¿Con una placa?
—Llamaron a mi servicio de llamadas en Nueva York.
—Lew, está intentando quedarse conmigo. Tenga cuidado: mi mente está extremadamente frágil estos días.
—Ya me he dado cuenta. Por eso he tenido tanto cuidado. Pero es la verdad, sin embargo. Los dioses dejaron un mensaje en mi servicio de llamadas… un número, sin nombre. Devolví la llamada. Respondió una mujer, supuse que sería una secretaria por sus modales, y me dijo que esperase un momento. Se oyó un chasquido en la línea, y de repente una voz de hombre muy agresiva me preguntó: «¿Le vendería usted un culo de rata a un ciego diciéndole que es un anillo de diamantes?». No tenía tiempo para pensar, por supuesto, así que respondí guiándome por mis principios: «Sólo si se lo vendiese al precio justo de mercado de rectos de rata, y estuviese plenamente convencido de que el ciego tenía la imaginación suficiente para apreciar el brillo de la piedra».
«Excelente, Lew», replicó la voz. «Volveremos a llamarle». Y se cortó la conexión. De inmediato volví a marcar el número, pero sólo salió una grabación diciéndome que aquel número estaba desconectado.
«Tres días después, de nuevo a través de mi servicio de llamadas, devolví otra llamada a un número sin nombre. Esta vez fue una voz de hombre muy profunda la que me respondió. “¿Sí?”, dijo. Le di mi nombre y le conté que estaba devolviendo una llamada».
—¿Kerr? ¿Kerr? —murmuró, y oí roce de papeles—. Ah, sí, aquí lo tenemos. Señor Kerr, somos los dioses. Le consideramos el mejor vendedor ambulante del mundo, y nos gustaría emplear sus talentos.
«Yo pensé que era una broma, por supuesto, así que dije»:
—¿Y si no estoy disponible?
—Entonces, nosotros tampoco —dijo, y lo que más me impresionó fue la amenaza implícita que había en su tono cuando lo dijo… una afirmación indiferente y tajante.
«De modo que le pregunté»:
—¿Y qué es lo que vendería?
«Al cabo de una pausa, respondió»:
—Bueno, en realidad no vendería nada. Devolvería objetos perdidos y recogería los gastos de entrega.
—Pero ¿qué tipo de objetos perdidos?
—Fantasmas —me dijo, con toda la naturalidad el mundo, como si estuviésemos hablando de bombillas o de pañuelos de papel.
«Naturalmente, yo me mostré incrédulo, pero también estaba intrigado por las posibilidades del asunto, de modo que le pregunté:
—¿Y la gente sabrá que le han devuelto sus fantasmas, o que se les habían perdido ya de entrada?
—No —dijo él—, no a menos que se lo diga.
«Y esa información me resultó muy intrigante… Esencialmente, vender un producto invisible a una persona que ni siquiera está segura de haberlo comprado. Tenía más preguntas».
—¿Y si esas personas se niegan a pagar los gastos de entrega?
—Entonces es que no es usted tan buen vendedor. Pero —añadió, justo después de una pausa para dejar que el desafío me fuera interesando— no habríamos solicitado sus talentos si no confiáramos en nuestra elección.
Yo no pude aguantar más y dije:
—¿Y se lo tragó, Lew? Mierda, no es usted el mejor vendedor del mundo… es él. O ellos, mejor dicho. Dígame, ¿adónde envía el dinero?
—Ésa fue exactamente la siguiente pregunta que le hice.
—Bueno —le pinché—, ¿adónde lo manda?
—Eso es lo que me confundió de verdad. Dijo: «Quédese el dinero. A nosotros no nos sirve de nada el dinero. Somos dioses».
—No. Está de broma.
—Sí. Y no estoy de broma. Qué provocativo, ¿verdad? O bien son los dioses, o bien es el producto de una mente humana inusualmente elevada. O mentes, quizá. ¿Puede comprender el esfuerzo y los gastos requeridos para perpetrar una estafa de tal magnitud sin obtener ningún beneficio a cambio de la inversión, excepto tu propia diversión?
La verdad es que tenía razón: era demasiado elaborado para ser una simple broma. Pero me pareció que no habían quedado claros determinados puntos importantes.
—¿De dónde recogía esos supuestos fantasmas perdidos que se suponía que iba a devolver?
—Pues no los recogía —dijo Lew, con benevolencia—, evidentemente, ellos me recogían a mí.
Joder, espero que no se refiera a mí. La idea penetró en mi cerebro descarriado; a mi corazón le habían crecido piernas y se me había subido a la garganta.
Lew debió de notar mi miedo, porque inmediatamente explicó:
—No quiero decir que me recogieran en un coche. Los fantasmas no conducen, al menos que yo sepa. Los fantasmas se encuentran conmigo, supongo, por el camino. Se unen a mí de forma invisible. Ni siquiera sé que están conmigo hasta que oigo decir su nombre, que es el mismo que el de la persona que los ha perdido. Suena algo embrollado. Intentaré ser algo más preciso. Yo devuelvo las llamadas que me hacen a mi servicio telefónico. Normalmente es una voz de mujer, y ella me da una lista de nombres que suelen ser de siete a nueve. Yo transcribo los nombres en mi libretita y luego sigo con mis viajes normales. Sin búsqueda ni intención alguna por mi parte, invariablemente, acabo encontrándome con aquellas personas cuyos nombres están en la lista. A veces me cuesta dos o tres meses acabar la lista; la más breve fue de cinco días para siete nombres. ¿Comprende ahora? Nadie puede soportar los gastos o el egocentrismo necesario para sostener esa ilusión de los dioses. Tendrían que someterme a una vigilancia constante, y ya he contratado a los mejores detectives privados que he encontrado, quienes me han asegurado que no me siguen, ni llevo micrófonos ni ningún tipo de dispositivos de monitorización. Ya ve, quienquiera que sea tendría que contratar a gente para que se tropiece conmigo, gente cuyos nombres estén en la lista que me dan, y eso significa que tendrían que conocer mis movimientos por adelantado… y le aseguro que últimamente he procurado actuar al azar. Mi única conclusión, George, es que se trata de los dioses, quienquiera que sean. Y déjeme que le enseñe una cosa. —Rebuscó un momento y finalmente sacó una libreta pequeña encuadernada en piel, más delgada que una billetera. Buscó en ella rápidamente y entonces se detuvo y volvió la hoja. Luego me la ofreció para que la examinara. Yo bajé un poco la velocidad y eché un vistazo. Señalaba una página con una lista de siete nombres—. ¿Ve? —dijo—. Aquí. El número cuatro. George Gastin.
Durante mucho rato deseé que se me ocurriera algo ingenioso que decir, como por ejemplo: «Lew, quizá esos “dioses” suyos sean simplemente ángeles trastornados», pero últimamente he llegado a creer que mi respuesta tuvo una cierta elocuencia. Miré mi nombre allí en la lista y exclamé:
—¡Aaaaarggggh!
—Eso es lo que siento yo, exactamente —asintió Lew, mirándome fijamente—. Pero lo que me gustaría saber, George, la pregunta que puede responderme con toda sinceridad y confianza es: si no son los dioses, ¿quién le ha pagado para que me haga esto? ¿Y quién es ese, o esa, o esos que se toman tantísimas molestias para volverme loco?
Anzuelo, hilo, plomo y caña, y carrete también. Era muy bueno. Suspiré.
—¿Cuánto son los gastos de entrega? —¿Por qué resistirse cuando uno ya está atrapado?
—¿Así que niega cualquier conocimiento de lo que está ocurriendo?
—Lew —levanté la mano derecha—, juro que lo que voy a decir es la más total y absoluta y honrada verdad que jamás he pronunciado en toda mi vida: no tengo ni la más mínima idea de qué va todo esto. En absoluto. Ni pizca.
—Bien, George, eso hace que nosotros dos estemos en virtual unanimidad ante esta coyuntura particular de tiempo y espacio.
—No lo creo —discrepé afablemente—. Uno de nosotros es un excelente vendedor; el otro, una especie de alma perdida. El gran vendedor no sólo es grande, sino que es el mejor del mundo, tan extraordinario que él solo es capaz de inventarse desafíos para sí mismo, porque sabe que si deja de explorar y extender sus talentos, de pulir su brillo, no tendrá nada que justifique su orgullo. Pero ése es su problema. El problema de las almas perdidas es la confusión total, y no ayuda nada que busquen de forma romántica la verdad, la belleza, el amor, la esperanza, la confianza, el honor, la fe, la justicia y todas esas grandes abstracciones brillantes que su espíritu malogra constantemente… o al menos eso creen secretamente. Además, el alma en cuestión sufre de agotamiento, dolor en el sexo y abuso de drogas. El vendedor, como es un observador agudo, nota todo esto, pero como no tiene artículo alguno que vender en una situación de enorme potencial de venta, se las ingenia con gran brillantez para vender eso precisamente: nada. Cosa que procede a hacer, de una manera impecable, después de un ejercicio de prestidigitación en la oscuridad. Tanto la concepción como la ejecución son, de hecho, tan impecables que el alma perdida ve con toda claridad que no tiene otra elección que comprar su fantasma, al que ni ve ni siente, porque aunque está convencido de que es una patraña, él, al estar perdido y ser romántico y estar normalmente muy hecho polvo, no puede arriesgar ni la menor posibilidad de que sea verdad. Y si es verdad, si los dioses creen que es importante devolver los fantasmas perdidos, aunque él no recuerda haber tenido uno ni haberlo perdido, sería un idiota por no aceptar la entrega y pagar los gastos. Así que: bravo, señor Kerr. Es usted, verdaderamente, el mejor vendedor ambulante del mundo. ¿Cuánto le debo?
—Es bonito, ¿verdad, George? Y por eso estoy empezando a creer que realmente son los dioses: hay tantas posibilidades de incredulidad, tantas cosas que no se pueden probar. Es perfecto.
—¿Y el precio de esa perfección? —le recordé agriamente.
—George —sonaba apenado—, si los dioses no cobran una tasa por devolverle su fantasma, ¿cómo podría yo pedir cantidad alguna aparte del privilegio de entregárselo? —Dio unos golpecitos al maletín de cuero—. Ciertamente, no necesito el dinero.
—Puede permitirse hacerlo por diversión.
—Podría creerme, George, aunque no estoy seguro de creerlo yo mismo. La confianza, ¿recuerda? Sigue sin entenderlo, de modo que no me extraña que esté confundido.
—¿Me está diciendo que no me cuesta nada? ¿Que me devuelve mi fantasma perdido por nada?
—No exactamente por nada. Los dioses no necesitan dinero, y yo personalmente no cobro comisión, pero sí que hay una tasa por la transacción, una especie de tasa simbólica por el intercambio térmico… yo lo llamo un donativo para cubrir los gastos de la entrega cósmica. Es un dólar y noventa y ocho. Simbólico, como ya he dicho, pero los dioses insisten.
—¿Y qué ocurre si yo sencillamente me niego a pagar sin más ni más? ¿Se vuelve a llevar mi fantasma?
—No lo sé. Nadie se ha negado nunca.
—¿Y quién recoge el dinero?
—Lo he incluido en mis compras de tierras. Por ahora he recogido ciento cincuenta dólares y cuarenta y ocho céntimos. Los dioses dicen que no les importa lo que haga con eso, mientras lo recoja. Esta cifra obviamente es caprichosa, los dioses no lo han dicho, pero supongo que es como un recordatorio simbólico de que hay cosas que están más allá de las consideraciones normales de precio y valor.
—¿Y aceptarían un pago simbólico?
Lew inclinó la cabeza.
—No lo sé. Nunca ha surgido el tema. Pero hablando como ignorante agente suyo que soy, no veo por qué no.
Sin bajar la velocidad busqué en el asiento trasero y cogí mi chaqueta de segunda mano del Ejército de Salvación. Se la arrojé.
—Un pago simbólico para mantenerle caliente en un universo cada vez más frío. Voy a dejarle aquí porque mi cerebro está a punto de estallar y quiero morir en paz.
—Lo comprendo —dijo Lew, mientras se ponía la chaqueta—. Es interesante, ¿sabe? Invariablemente, cuando devuelvo un fantasma, la persona de repente quiere estar sola.
—O con su fantasma. Una especie de segunda luna de miel.
Lew me miró muy serio.
—Yo desconfiaría muchísimo de la ironía, George. Acaba por destruir lo que es incapaz de transformar.
—¿Cómo va a preocuparme la ironía, si ni siquiera sabía que había perdido mi fantasma?
—Eso es verdad —dijo Lew, abrochándose la chaqueta.
—No sabrá dónde perdí mi fantasma, ¿verdad? ¿O cuándo? ¿O cómo? ¿O por qué?
Lew recogió su maletín.
—Pues no, no lo sé.
—¿Y qué dicen los dioses de esos fantasmas perdidos?
—Nada.
—¿Les ha sonsacado?
—Claro. Yo también soy un hombre curioso.
Incliné la cabeza.
—Bueno, y ¿qué dijeron cuando insistió?
—Me dijeron que no me preocupara por eso. Los dioses no parecen muy dispuestos a la charla intrascendente. Simplemente, me dan una lista de nombres. Es todo muy frío, muy distante.
—¿Y está seguro de que son dioses, en plural?
—Positivo. No cometería un error en algo así.
—El último tipo al que llevé en el coche era el pastor de la Iglesia Luminosa del Rock y el Gospel de la Sagrada Liberación. El Señor le hablaba. Un solo dios. Monoteísmo, ¿vale? Y usted me habla de los dioses. Al menos, más de uno. Voces que salen de la nada, y en un torbellino, y por teléfono… evidentemente, los espíritus andan por ahí parloteando. No es que yo los haya oído personalmente. A mí no me han dicho una mierda. Bueno, quizá un susurro o dos, pero nada de lo que pueda estar seguro.
—¿Sabe lo que me da más miedo? —dijo Lew—. Me da miedo hablar con los dioses por teléfono un día de estos y escribir nombres de fantasmas perdidos para devolver y que mi nombre esté en la lista.
—Pues ponga uno noventa y ocho en el bote, como todo el mundo.
—Supongo que sí —dijo, intranquilo—, pero no creo que para mí fuese tan sencillo. Dicen que la única marca que no se puede borrar es la que nos queda dentro. Probablemente yo intentaría vendérselo de nuevo a ellos.
—Y probablemente se lo comprarían. —Aminoré la marcha para que saliera—. Siento mucho dejarle así. No sé lo que está pasando, pero supongo que debería darle gracias por su ayuda para que esto siga adelante.
—Ha sido un placer —dijo Lew—. Ya sé que no me hará caso, pero, George, no debería seguir mucho tiempo sin descansar un poco. No está bien.
—Tres horas más y estaré metido en un baño caliente. —Me detuve en el arcén—. Estoy tentado de secuestrarle para tener compañía y consejo, pero tengo que estar solo para pensar un rato, para decidir cosas.
—Tome buenas decisiones —me aconsejó el mejor vendedor ambulante del mundo mientras me saludaba con la mano como despedida.
Volví al asfalto y le vi a lo lejos por el retrovisor, cruzando a la carrera hacia los carriles del sur de la autopista y sacando el dedo para que le devolvieran al lugar de donde había venido. Algo más en lo que pensar.
Pero no recuerdo haber pensado en eso ni en ninguna otra cosa en el camino hasta Des Moines. Ni siquiera recuerdo el trayecto. La única prueba real que tengo de haberlo hecho es que me desperté en un motel de Des Moines a la mañana siguiente. Entre el momento en que dejé a Lewis Kerr y el del despertar había un agujero. Han quedado unos pocos fragmentos adheridos, y si ésos fueron los puntos más importantes, entiendo que todo lo demás haya quedado olvidado. Quizá mi recuerdo más intenso sea una sensación de rabia y de frustración por haber sido expulsado del Paraíso. Recuerdo una enorme figura verde que parecía hacerme señas. Recuerdo haber dado dinero a un joven cetrino con una nuez prominente que parecía un aprendiz de embalsamador, pero llevaba una americana cruzada de un color verde intenso. Había una brizna de placer, el inmenso alivio que sentí al meterme en un baño humeante, pero el siguiente recuerdo que tengo es de despertarme chillando en un agua helada y grasienta, aterrorizado por si había ahogado a mi fantasma. Recuerdo haber salido de la bañera agarrándome como podía y salpicando por todas partes, el linóleo helado, y, con mucha mayor intensidad, la amargor explosiva en la boca mientras me acercaba a cuatro patas al lavabo a vomitar. Recuerdo haber pasado junto al radiador de la pared, mientras me arrastraba hacia la cama, y pararme a subir la temperatura al máximo para no morir de frío. Todavía chorreando, me subí a la cama como pude y me metí debajo de las mantas. El último jirón de recuerdo de esa noche es tan débil que seguramente fue un sueño: unos temblores incontrolables que me provocaban convulsiones; rezar para que cesaran antes de que mi esqueleto se rompiera en mil pedazos, suplicar misericordia a todos los dioses que podía recordar, desde Alá a Zeus. Y después, nada.
Los recuerdos no volvieron con suavidad. Me desperté a la mañana siguiente con una conmoción de infarto, como si me pincharan con un aguijón para reses trucado. ¡El teléfono!, chillaba mi cerebro. Mesilla de noche. A la derecha. Lo vi. Un teléfono de plástico verde y amarillo que parecía una mazorca de maíz.
—¡No, por favor! —farfullé, mientras volvía a sonar. Me acerqué a cogerlo y se calló cuando se me encendió una luz de alarma en el cerebro: ¿quién sabe que estás aquí?, ¿quién sabe que estás aquí?, y el chorro de adrenalina despertó de golpe mi mente. Funcionaba aún de manera desigual, pero funcionaba. El teléfono volvió a sonar. «Nadie sabe que estoy aquí, esté donde esté». El teléfono volvió a sonar. Quizá fueran los dioses, que me devolvían la llamada. Volvió a sonar. Quien inventó el timbre del teléfono se merecía que le perforasen el cerebro con un taladro embotado hasta que sólo quedase una telaraña de hueso. Cogí el receptor, me lo llevé al oído, pero no dije nada.
—¡Buenos días! —dijo alegremente una grabación muy rayada de una pizpireta voz femenina—. Ésta es su llamada despertador, tal y como usted la pidió. —No recordaba haberla pedido, pero no recordaba gran cosa, en general. Me relajé mientras la voz continuaba—: Gracias por alojarse en el motel Alegre Gigante Verde. Si tiene hambre, le sugerimos el Paraíso de las Tortitas, situado junto al motel. Y por favor, tenga usted en cuenta que irregularidades frecuentes en los intestinos o la presencia de sangre en las heces son signos de advertencia de cáncer rectal, y que debe acudir de inmediato al médico. Estamos encantados de servirle. Esperamos que disfrute su estancia. Si va a viajar hoy, que tenga un viaje muy seguro, y vuelva a vernos si viene de nuevo por aquí.
¿Cáncer rectal? ¿Sangre? ¿Heces? Mi cerebro negaba todo aquello. Seguía con el teléfono pegado al oído.
—¡Buenos días! —empezó ella de nuevo, y yo escuché atentamente hasta que dijo «signos de cáncer rectal», y colgué con decisión. La habitación estaba invadida por una humedad rancia. Yo sudaba y temblaba. Parecía que había estado retozando con un montón de sirenas en aquella cama toda la noche. Me sentía simultáneamente embotado y crispado por un nerviosismo desenfocado. Los músculos de mi cuerpo temblaban al azar. No me encontraba bien. De hecho, objetivamente, me encontraba fatal. Subjetivamente, sin embargo, lo único que necesitaba era una docena de pastillas de speed. Si no, iba a convertirme en un coágulo de algas.
El speed estaba… ¿dónde? El bote. El bote de speed. Ahora recordaba algo. Debajo del asiento del coche, claro. ¿El coche? ¿Y dónde estaba el coche? ¿Dónde estaría aparcado? ¿Las llaves? ¿Los pantalones? Pensar y estar ansioso al mismo tiempo es algo extremadamente difícil, sobre todo cuando uno se ve entorpecido por una pérdida de la memoria reciente.
Si crees que salí con el culo al aire de la habitación, con las llaves en la mano sudorosa, y eché a correr hacia el parking en busca de algo grande y blanco con unas aletas muy finas, con las luces traseras en forma de bala y un botecito de anfetaminas debajo del asiento, es que te habrás olvidado, como yo había olvidado hasta aquel momento, mi propósito al sujetarme a mí mismo al cansancio, la amnesia, la ausencia de drogas, los peligros de la carretera y el cáncer rectal en las llamadas despertador. Era el día de la entrega, la llegada, el punto de finalización, y casi me olvido, maldita sea.
—Eres una mierda patética —dije en voz alta—. Debería ser algo importante, un asunto muy serio de amor, música y espíritu. Pero primero debes conseguir ese speed. No te quedes aquí haciéndote una paja con toda esa mierda del regalo de amor y no sé qué más. O vas a por el speed o te pones serio.
Y me puse serio. No era por los sentimientos que me provocaba, porque me sentía como un cascarrabias y un gruñón, pero cuando san Jorge venía al galope con su etéreo caballo blanco, yo me rendía a lo que quería ser, en lugar de a lo que era.
Siguiendo las órdenes de san Jorge, me dirigí hacia el cuarto de baño. El agua que todavía llenaba la bañera estaba resbalosa y llena de grasa grisácea y congelada, pero era como un lago de ensueño lleno de nenúfares comparada con el lavabo, porque yo, de forma comprensible aunque desgraciada, no había abierto el grifo después de vomitar.
—Mírate bien en el espejo —me ordenó san Jorge. Yo obedecí. No era tan malo como el lavabo, pero si la sangre que tenía en los ojos la hubiese visto en mis heces, ya estaría buscando en las Páginas Amarillas en la M de Médicos.
—A esto has llegado —dijo con desdén san Jorge—. Pero no tienes que vivir así toda la vida. No tienes por qué morir con manchas de meado en la ropa interior en un motel roñoso apestando a desinfectante, y llevar en brazos tus sueños rotos como un amante fantasmal que no conseguiste acariciar. Este baño es la mismísima imagen de tu alma. Límpialo.
Limpié el baño hasta que quedó resplandeciente, y luego empecé conmigo mismo. Primero una ducha caliente, luego una fría, seguida por un afeitado y luego un cambio de ropas. Que la bolsa con la ropa y mi equipo de afeitado estuvieran en la habitación era prueba de que al menos conservaba algunas funciones mentales la noche anterior.
Aunque intentaba disimular y tomármelo a broma, me sentía muy perturbado por el tiempo que me faltaba. Mi último recuerdo coherente era de Lew Kerr vendiéndome mi fantasma, y eso apenas resultaba un consuelo. Esperaba que mi fantasma no fuera tan hijo de puta como yo.
—Tienes que apañártelas con lo que hay —me reprochó san Jorge, con su formidable caballo blanco impaciente por entrar en combate—. Ve a comer, y luego ya veremos.
Cuando te estás fustigando a ti mismo sin parar, existe una cierta tendencia a ampliar más el dolor. Me empeñé en devolver la llave a la recepción en lugar de dejarla en la habitación, esperando que el joven cetrino estuviese de servicio; unos cuantos azotes harían que mi sangre circulase mejor. Me sentí desilusionado al ver a una joven con la cara pecosa de veintitantos años en la recepción, y ése era un síntoma de mi estado de ánimo sombrío. Ella era muy agradable y regordeta, con la nariz muy graciosa y los ojos de color avellana y brillantes, y llevaba más maquillaje del necesario: era como la lechosa hija del granjero de los sueños más húmedos de un vendedor ambulante. Me sentí desconcertado por el resplandor de su salud, pero cualquier inclinación a ahorrarme el fustigamiento desapareció cuando me saludó alegremente.
—Buenos días, doctor Gass. —Era la misma vocecilla pizpireta que había oído en la grabación del teléfono.
—No, gran error. —Dejé con fuerza la llave en el mostrador—. Habría sido un día mucho más soportable si no lo hubiera mancillado el ano maligno de su llamada despertador.
El peso de su sonrisa al derrumbarse casi le hizo inclinar la cabeza. Me sentía como si le hubiera dado una patada a un cachorro.
—Me gustan las palabras —le dije—. Leo el diccionario a la hora de desayunar. Me enorgullezco secretamente de mi habilidad para expresarme en todo tipo de situaciones, y en compañías que abarcan desde granujas a poetas. Quizá sea porque he pasado la gripe esta semana, pero no puedo ni siquiera empezar a expresar mi disgusto por la increíble falta de gusto de incluir las señales de advertencia del cáncer rectal en una llamada despertador.
Ella levantó el rostro con las lágrimas a punto de caer de sus ojos.
—Pruebe «repugnante». O «asqueroso». «Un grosero y desconsiderado insulto a la sensibilidad humana y a la esperanza de un nuevo día». Ése ha sido el mejor hasta ahora. «Vomitivo» y «desagradable» son los más corrientes. —Hizo una pausa para secarse las lágrimas que desbordaban—. Tengo diez quejas cada mañana. —Sorbió por la nariz e intentó sonreír.
No me conmoví.
—Si tiene quejas cada mañana —dije, heladamente—, ¿por qué insiste en incluir eso? ¿Por qué no lo elimina?
—Yo quiero hacerlo —se quejó ella—. Pero el señor Hildebrand no me deja.
—¿Quién es el señor Hildebrand? —Iba a pagar doblemente, por mi dolor y por el de ella.
—Es el propietario.
—¿Está aquí?
Ella meneó la cabeza.
—Perdóneme un momento, señor. —Fue a una habitación adjunta, fuera de la vista. Oí que se sonaba la nariz.
Yo esperaba como una morena al acecho cuando ella volvió.
—¿Volverá pronto el señor Hildebrand?
—No hasta esta noche. —Su voz sonaba un poco tensa y jadeante, pero firme.
—¿Tiene el número de teléfono de su casa? No veo ningún sentido a quejarme a usted cuando lo hace sólo porque él insiste.
—Está en el hospital la mayor parte del día.
—Un hospital mental, supongo. —La letra con sangre entra. Demasiado ciego para ver.
—Ah, no, claro que no. Su esposa se está muriendo de cáncer. De cáncer rectal. ¿No lo ve? Es por eso. Harriet, su esposa, sabía que algo iba mal, pero le daba vergüenza ir al médico o incluso contárselo al señor Hildebrand, hasta que fue demasiado tarde. Es muy triste. Avergonzarse por una cosa como ésa. Llevaban casados veintinueve años.
—¿Y se aman el uno al otro? —Era una pregunta ridícula, pero mucho menos ridícula de lo que yo me sentía.
Ella pareció sentirse perpleja ante aquella pregunta.
—Supongo que sí. Veintinueve años son muchos años, y él pasa todo el tiempo que puede con ella en el hospital.
No se me ocurría nada que decir, fuera ridículo o no, de modo que afirmé con la cabeza, como si comprendiera.
Ella continuó.
—Durante un tiempo le comenté lo de las quejas, pero no quería ni oír hablar de ello. Decía que la gente tenía que enfrentarse a la realidad. Que había que reforzarles, o si no la ignoraban.
—Estoy de acuerdo. Pero ¿por qué hace que lo diga usted? ¿Por qué hacer que sea usted quien sufra las consecuencias?
—Bueno, a decir verdad —un asomo de sonrisa—, el señor Hildebrand tiene una voz muy chillona, y queda mucho peor en la cinta. Y todos los días, durante las seis últimas semanas, ha estado en el hospital, con su esposa… ya sufre demasiado sin atender las quejas. Así que trato de solucionarlo yo y no molestarle.
—¿Cómo se llama?
—Carol.
—Carol, tiene un corazón de oro.
—Es muy amable por su parte decir eso. —Sus ojos brillaban llenos de lágrimas. Ella encogió los hombros un poquito, se secó los ojos con un pañuelito arrugado que llevaba en la mano y luego esbozó una sonrisa tímida.
—¿Puede prestarme un lápiz y un papel? Quiero dejarle una nota al señor Hildebrand.
—Claro. —Ella se alegraba de poder hacer algo además de contener las lágrimas delante de un desconocido.
Le expliqué:
—Voy a sugerirle al señor Hildebrand que en lugar de meter a la fuerza la realidad en la llamada despertador, haga que todas las señales de advertencia del cáncer se impriman en un papel y los coloque en las habitaciones como señal para la Biblia… diagnóstico y consuelo al mismo tiempo. Que lo ponga justo en el Libro de Job.
Carol, indecisa, me pasó un bolígrafo y una hoja de papel de un verde claro en el mostrador. No comprendí sus dudas hasta que dijo:
—Pero, doctor Gass, nosotros no ponemos biblias en las habitaciones. El señor Hildebrand no lo permite. Dice que es impertinente… que no todo el mundo es cristiano.
—Pero no es impertinente despertar a los clientes, sean cuales sean sus preferencias religiosas, con descripciones gráficas de los síntomas del cáncer rectal, ¿no? —Sentía como si me estuviera desintegrando.
—Supongo que el señor Hildebrand no lo cree así. —Observé una frialdad nueva y evasiva en su tono. Se estaba cansando de discutir conmigo.
Cogí el bolígrafo y empecé rápidamente: «Querido señor Hildebrand»… pero no se me ocurrió qué decir. Llevaba la última hora intentando sobrellevar aquella combinación de odio a mí mismo y falso poder que acompaña al fervor de la renovación, la rectitud liberada por la convicción reciente, pero todo aquello se estaba desvaneciendo con rapidez. El bolígrafo me temblaba en la mano, y lo dejé.
—No sé qué demonios decir —le confesé a Carol—. No puedo ni pensar con esta maldita gripe. —De repente quería enterrar la cara en su pecho y llorar.
—Ralph, que es el encargado nocturno, decía que parecía que usted no se encontraba bien.
—Era un zombi.
—Bueno, espero que se encuentre mejor, doctor Gass. Y espero que no nos eche en cara lo de la llamada despertador. —Era una imitación razonable de su ser pizpireto, pero no el auténtico. Ella se había echado atrás.
Yo también.
—Gracias. Espero encontrarme mejor. Y ya comprendo cómo sabe mi nombre… el encargado nocturno se lo ha dicho.
—Ralph estaba preocupado. Decía que si se quedaba más tiempo de la hora de salida, que fuera a ver qué pasaba… suena mal, es como si fuera por el dinero, pero en realidad era para comprobar que se encontraba bien.
—¿Y qué le dijo? «¿Parece un tío con el que puedo practicar mis artes de embalsamador?».
Carol soltó una risita.
—No, sólo dijo que parecía enfermo y cansado. Y que llevaba un sombrero muy llamativo.
—¿Le gustó el sombrero? —Le di un toquecito al ala estrecha.
—Decía que usted le preguntó si «comprendía» su sombrero.
—Bueno, estaba muy enfermo anoche. La fiebre estaba en su punto álgido. Supongo que decía tonterías. A decir verdad, ni siquiera recuerdo haber hablado con él.
—Doctor Gass, ¿lleva usted realmente ese sombrero para que los dioses le puedan identificar con mayor facilidad?
—¿Yo dije eso?
—Eso es lo que dijo Ralph que usted le había contado. No creo que Ralph se diese cuenta de lo enfermo que estaba usted. Pensaba que podía ser un chiflado, quizá.
—Entiendo que lo pensara. —Me reí, nervioso—. Ir por ahí diciendo esas cosas. O quizá lo que pasa es que Ralph no cree personalmente que los dioses nos vigilan. Y posiblemente tenga razón.
—Oh —dijo Carol. Ahora ambos estábamos nerviosos—. ¿Le importa que le pregunte qué tipo de doctor es usted? Ralph no creía que fuese médico, pero decía que sí podía ser un profesor.
—No, los dos estaban equivocados… aunque andaban cerca. Soy doctor en Teología. Llevo a cabo un trabajo misionero para la Iglesia Luminosa del Rock y el Gospel de la Sagrada Liberación.
—Por aquí casi todo el mundo es metodista —dijo Carol.
—Es una iglesia nueva —expliqué—, con gran énfasis eclesiástico en el papel del Espíritu Santo manifestado en el amor y en la música. Cosa que me recuerda que debo seguir mi camino de predicación. Ha sido un placer conocerla, Carol. Espero que nuestros caminos vuelvan a cruzarse de nuevo. Buenos días. —Ya salía por la puerta, pensando que había manejado las explicaciones y mi salida con dignidad y aplomo.
Fuera, en el aparcamiento, la dignidad y el aplomo se desvanecieron rápidamente: no encontraba el Eldorado. Toqué las llaves en mi bolsillo. Lo único que me faltaba era el coche. Di la vuelta por detrás. No había ningún Caddy. Di la vuelta al motel entero, temblando de frío y a punto de sufrir un colapso. Nada. Tan desaparecido como mis recuerdos de dónde podía haberlo aparcado.
Intentando dominar el pánico, volví a la recepción. Carol pareció sobresaltada al verme.
—No localizo mi coche, al parecer —dije, y mi intento de sonrisa más bien parecía una mueca.
Ella se llevó la mano a la boca.
—Oh, lo siento. Tenía que recordárselo… Ralph me lo pidió… pero luego me he distraído hablando y… lo siento de verdad. Está aparcado delante del restaurante… el restaurante de tortitas que tenemos justo al lado. —Señaló hacia allí, esperanzada.
—No recuerdo haberlo aparcado allí —dije, penosamente consciente en cuanto las débiles palabras salieron de mi boca de que era obvio.
—Bueno, según Ralph, estaba usted muy preocupado.
—¿Dije por qué? —No estaba seguro de querer saberlo.
—Porque las letras de neón eran del mismo color que su sombrero —dijo Carol.
No tenía que haberlo preguntado.
—La fiebre. —Meneé la cabeza, tristemente—. Debía de estar delirando.
—No sé, pero Ralph dijo que casi llamó a la policía.
—¿Sí?
—Usted amenazaba con echar abajo la señal con las manos desnudas.
—¿Eso hice? Pero si me gusta ese color…
—Pero no era el Paraíso.
—¿El qué no era? —pregunté. Necesitaba speed para seguir aquella conversación.
Carol respingó al oír mi tono.
—Yo sólo sé lo que me dijo Ralph.
—¿Y qué fue? —insistí.
—Usted estaba preocupado porque la casa de tortitas no era el Paraíso. La señal decía que lo era, pero no lo era. Y si no lo era, usted decía que no debían usar un color honrado como el de su sombrero para un letrero falso.
—Parece que tiene una cierta lógica. Me habría gustado estar allí.
—Es muy raro. —Carol hizo una mueca, con una pizca de guasa en sus ojos color avellana—. Yo siempre había pensado que el Paraíso de las Tortitas era un nombre verdaderamente tonto. Es propiedad del antiguo socio del señor Hildebrand, el señor Granger. Compraron el hotel y el restaurante juntos, pero no se llevaban bien, sobre todo porque el señor Granger es un gilipollas… de modo que se separaron. El restaurante no va tan bien, ahora que lo lleva el señor Granger. Nunca está. Siempre viene por aquí y me pide que salga con él y que vaya con él a tomar algo, y está casado.
—¿Y hacen buenas tortitas allí?
—Uf. —Ella soltó una risita.
Me gustaba su risita.
—Bueno, si no es el Paraíso y sirven una comida uf uf y el señor Granger es un gilipollas adúltero, ¿por qué no vamos usted y yo allí y arrancamos el letrero ahora mismo? Demos un buen golpe por la verdad, la justicia, la belleza y la buena comida. Y luego, en cuanto yo me ocupe de un pequeño asuntillo, huyamos a Brasil.
Ella no se sentía ni impresionada ni ofendida. Se limitó a mirarme y meneó la cabeza.
—No puede decir que no.
—Doctor Gass, tengo que decir que no.
—No tiene por qué.
—Yo trabajo aquí. Vivo aquí. No le conozco.
Perdí el ímpetu ante aquella andanada triple de lógica.
—Tiene razón. Debe decir que no, supongo, y yo tengo que preguntarme por qué y preguntárselo. Y se lo digo respetuosamente, como un cumplido. Quizá en el futuro, bajo la influencia de circunstancias distintas, de signos diferentes… —Las salidas airosas se estaban convirtiendo en una especialidad mía.
—No lo haga —me advirtió Carol—. Llamarán a la policía esta vez, seguro, y le meterán en la cárcel.
—¿El letrero del Paraíso? —Agité la mano, desechando la idea—. Estoy demasiado débil para hacerlo sin ayuda. Pero no pretendía hacerlo, de todos modos. No soy tan tonto. O tan listo, quizá. Además, hoy ya estaré ocupado haciendo muchas tonterías, y aunque me resulta muy difícil apartarme de su cautivadora compañía, será mejor que me ponga en marcha. Dígale adiós a su rechazado pretendiente que va a adentrarse en el desierto.
Ella meneó la cabeza.
—Es verdad que es usted un chiflado…
Nada más poner un pie fuera de la oficina vi las luces traseras del Cadillac en forma de bala sobresaliendo entre dos camionetas. Decidí que la mejor táctica era caminar hacia allí despreocupadamente, subirme y salir corriendo. Todo con una rapidez absoluta. Podía haber mucha animosidad suelta por allí. Estaba a mitad de camino hacia el Caddy cuando oí la voz angelical de Carol como una campanilla que cortaba el aire frío:
—¡Que le vaya bien!
Me volví e hice bocina con ambas manos:
—¡Nunca dejaré de amarte!
Aquello hizo que se metiera a toda prisa de nuevo en la oficina. Había olvidado por un momento que ella trabajaba allí, vivía allí y tenía que decir que no. Y lo dijo.
El Cadillac, gracias a mi sistema nervioso autónomo, estaba bien cerrado. Abrí la portezuela del conductor y me introduje en el asiento, volviendo a cerrar de inmediato. Me pareció que había muchas caras mirando por las ventanas del Paraíso de las Tortitas. Me encogí en el helado asiento delantero; no es de extrañar que la crema para las hemorroides, las píldoras Doan para el dolor de espalda y las anfetaminas sean las mejores amigas del camionero. No tendría que haber pensado en anfetaminas, pero en lugar de palpar debajo del asiento delantero, me incliné hacia adelante y puse la llave en el contacto. El motor empezó a crepitar lentamente, sin la gasolina suficiente debido al frío, pero poco a poco ésta fue entrando, de forma entrecortada al principio, y luego se calentó y empezó a ronronear.
Estaba tan concentrado en los sonidos del motor que me costó un momento darme cuenta de que justo al lado de mi portezuela había dos hombres enormes vestidos de forma idéntica con unos pantalones de peto azules y camisetas blancas. Parecían gemelos, pero el que estaba detrás tenía una sonrisa atontada y distraída y una mirada distante en los ojos de un azul claro, mientras que el que daba unos golpecitos en mi ventanilla con unos nudillos del tamaño de nueces sin cascar miraba con mucha atención y no sonreía nada. Supuse que juntos podían arrancar la puerta del Caddy antes de que yo fuera capaz de meter la marcha atrás y salir corriendo, de modo que abrí la ventanilla un par de centímetros y dije, amablemente:
—Buenos días, caballeros.
El que me miraba fijamente y no sonreía no creía en cortesías ni bobadas por el estilo.
—¿Por qué estabas ahí en el aparcamiento gritando?
—Por amor —dije, cambiando a marcha atrás.
Él se enderezó un poco y sonrió ampliamente.
—Ajá —murmuró—. Eso del amor es un rollo, ¿no?
—Me alegro de ver que eres un hombre inteligente —le dije, alegrándome de verdad. Me encantaba verle sonreír.
Señaló su propio pecho macizo.
—Soy Harvey. —Señaló hacia el otro joven gigantón—. Ése es Bubba. Es mi hermano.
—Yo me llamo George —dije, saludando a Harvey, y luego alcé la voz para que me oyera su hermano—. Hola, Bubba. Soy George. Me alegro de conocerte.
Bubba desvió la cabeza ligeramente para mirarme, un movimiento que despertó en mí la intranquilizadora sensación de que alguien a quien no veía lo manejaba por control remoto. Su boca empezó a moverse en busca de palabras, un trabajo que no consiguió cambiar su expresión feliz y ausente.
—¿Qué ocurre, Bubba? —le animé.
—Bubba guta follar —anunció.
—A todos, es verdad. Pero el amor es un rollo, Bubba. Ya has oído a tu hermano Harvey.
—Buscamos una casa de putas —me confió Harvey—. Le prometí a Bubba que conseguiríamos unos chochitos cuando estuviera cogida la cosecha. La que visitamos el año pasado, y el anterior, está cerrada. ¿Sabe dónde hay una por aquí?
Les examiné cuidadosamente, y luego bajé la voz.
—Una casa de putas no, pero sé dónde podéis encontrar un par de fulanas estupendas que os harán gozar tanto que pediréis socorro.
—Dímelo despacio para poder acordarme —dijo Harvey.
Señalé hacia la puerta del Paraíso de las Tortitas.
—Ahí dentro.
Harvey sacudió la cabeza negativamente.
—Ya he estado ahí dentro. No he visto ninguna puta, sólo unas camareras.
—Pues claro, Harvey. Las putas no están ahí, pero su chulo sí que está. Se llama Granger. Granger. Es el dueño de ese sitio. Tenéis que hablar con él. Con el señor Granger. Fingirá que no sabe de qué le estáis hablando, y os dirá que os vayáis y se pondrá como loco (eso mismo me hizo a mí, al principio), pero entonces lo que tenéis que hacer es decirle que vais a salir aquí, al aparcamiento, y que tú y Bubba vais a arrancar la mierda de cartel este del Paraíso si no os lleva inmediatamente con Mandy y Ramona.
—Mandy y Ramona —repitió Harvey.
—Os las recomiendo. A lo mejor vosotros queréis unas chicas más grandotas para daros unos revolcones, pero fijaos, yo estuve la noche pasada con Mandy y Ramona y mirad cómo estoy.
Harvey se acercó al cristal y me echó una larga mirada.
—¡Uaaaaa! —aplaudió, sonriendo.
—Pues veréis: Mandy y Ramona miden sólo metro cincuenta y tantos, pero Mandy tiene un culo muy respingón, y Ramona puede hacer levantar hasta a un muerto. Y las dos tienen grandes grandes las cosas que importan, ¿me entiendes?
—Claro.
—Sí, Harvey, y además tienen el corazón más grande capaz del amor más desinteresado por los hombres afortunados que van con ellas. Si consigues a esas chicas, ganas seguro.
Harvey parecía sorprendido, pero encantado también.
Bubba se unió a la conversación.
—Bubba guta follar.
—Muy bien —dijo Harvey, sonriendo a su hermano mientras se incorporaba—, pues vamos a ver a ese señor Granger.
—Espera, espera —le avisé—. Es posible que el señor Granger no esté ahí. Si no está, que os den la dirección de su casa. Decidle a quien esté dentro que queréis venderle al señor Granger un poco de harina de alforfón. Pero tenéis que ser muy, muy educados con todo el mundo. Nadie sabe que el señor Granger lleva el negocio más bestia de fulanas de todo el condado. Y recordad: a él no le gusta tratar con extraños, de modo que probablemente tendréis que amenazarle con arrancar el letrero del Paraíso… mierda, yo tuve que empezar a menearlo de verdad hasta que conseguí que trajera a las chicas. Y tenéis que decirle también que si se le ocurre llamar a la policía, lo meteréis en la cosechadora y lo haréis pedacitos para forraje.
—Pero ¡eso sería asesinato! —Harvey estaba conmocionado.
—¡Por el amor de Dios, no, no tienes que hacerlo! Sólo amenazarlo. Pero el letrero, claro, sí que lo puedes arrancar. Es que a los chulos hay que enseñarles un poco los músculos, porque si no, no te hacen caso. A mí personalmente no me gusta nada hacer daño a la gente.
—A mí tampoco —dijo Harvey—. Voy a la iglesia todos los domingos. A Bubba no le gusta mucho la iglesia.
—Sí, pero le gusta follar, y eso está muy bien.
—Vamos, Harv —lloriqueó Bubba, tirando de la manga de su hermano.
—Y otra cosa —dije, mientras metía el embrague—, tenéis que alejaros del motel ese de ahí. Está repleto de policías camuflados. Os meterían en la cárcel antes de que os dierais cuenta. —El embrague agarró y empecé a moverme—. Chicos, que os lo paséis muy bien. Dadles recuerdos a Mandy y Ramona.
Los dos me saludaron muy agradecidos mientras salía.
Azuzar a Harvey y Bubba contra Granger y su falso Paraíso era una mala acción, peligrosa y estúpida, pero no carecía de ingenio, y existía también la interesante posibilidad de hacer justicia. Además, me sentía tan podrido que quería que se extendiese la podredumbre. La privación de la benzedrina no conduce precisamente a unos juicios morales exquisitos, sobre todo cuando uno tiene un bote muy cerca, a mano, en el suelo, con un montoncito de diminutos prisioneros blancos dentro con una cruz marcada, todos aporreando el cristal y chillando: «¡George, por favor, sálvame! ¡Trágame ahora mismo! ¡Socorro! ¡Por favor!».
No podía soportar sus lastimeros gemidos, de modo que aparqué justo antes de la salida Clear Lake / Mason City, cogí el bote de debajo del asiento y, conteniendo la respiración, salté fuera del coche y lo guardé en el portaequipajes, dentro de la nevera, sacando dos latas de cerveza para hacer sitio. Observé que el hielo apenas se había fundido. Unos días muy fríos, unas noches más frías aún. Pensé en tirar aquel hielo para aligerar mi carga, pero eso habría significado abrir el maletero y resistir la tentación del bote de nuevo, y con una tentación ya bastaba. Que el hielo se fundiese entre las llamas, silbase hasta volverse líquido, y luego se convirtiese en gas. Que la nevera se fundiese entera y la cerveza explotase. Sí, joder, que ardiese todo entre las rugientes llamas purificadoras. Preparado o no, ya iba de camino, era la última etapa. Aunque estuviese loco, la verdad es que ya no importaba.