En el momento en que inicié el camino en aquel Eldorado robado yo no estaba contemplando las insondables y exquisitas definiciones metafísicas de la libertad, ya me comprendes, simplemente «sentía» aquella salvaje y loca alegría de soltar amarras y largarme, sin más. Parpadeando a la luz del amanecer que perfilaba el puente, la bahía, las colinas que se encontraban detrás, yo me sentía como si acabase de derribar un muro y salir a través de él con toda limpieza. No tenía ni idea de lo que me esperaba ni de cómo podía acabar aquello, pero era libre para averiguarlo.
Mientras cruzaba el puente de la bahía y giraba a la derecha para dirigirme a Oakland y al conector de la 5 80, corría en alas del romance, del gesto teatral de entregar aquel regalo no porque fuese esencial o necesario para la existencia (¿hay algo que lo sea realmente?) sino de hecho porque «no» lo era, precisamente. No había motivo alguno para arriesgarse a aquellos azares, excepto los motivos que eran propiamente míos.
Por Dios Bendito y por el Buda Sonriente, me sentía «bien». Lleno de firmes propósitos y bienaventuranza. Por el buen camino. Solté un pequeño grito cuando pasé el peaje y pisé a fondo y los tres cilindros chuparon el combustible, los pistones lo comprimieron y lo hicieron densamente volátil, y la chispa desató la fuerza y empezó a mover las ruedas. El Caddy se manejaba como una ballena enferma, pero con la inercia de toda aquella masa y tres metros de distancia entre ejes, se podía ir chupando carretera con toda comodidad, volar, verdaderamente, con la mente libre para vagar por donde quisiera, descansar o cagarse en todos desde el primero hasta el último. Aquel coche no estaba hecho para hacer carreras, estaba hecho para viajar, y yo lo llevaba a cien fijas sin que se oyera un sonido ni se notara un temblor.
En mi defensa diré que, aunque sumido en aquel arrebato de libertad y dejándome llevar por la rectitud moral de mi viaje, no me había descuidado por completo. Veía el coche patrulla de la carretera por el espejo retrovisor, a un cuarto de milla por detrás. Sólo por la forma que tenía de acercarse supe que yo era el objetivo, y ya estaba reduciendo la marcha antes de que encendieran siquiera sus lucecitas de colores.
Con el corazón dando brincos, examiné el suelo y los asientos en busca de mi habitual colección delictiva: frascos abiertos, por ejemplo, anfetas desparramadas debajo del asiento, y me sentí muy aliviado al ver que no había nada a la vista. Contemplaba en mi retrovisor al agente que abría la puerta detrás de mí, y me dije que debía mantener la calma y aceptar las consecuencias que surgieran. Al menos sabría ya desde el principio si el Mugre o Bingham habían cantado, y si los documentos eran buenos. Entonces recé a todos los dioses que me estuvieran escuchando para que el policía no fuera un idiota nazi que acabara de pelearse a muerte con su costilla antes de salir de casa.
Alabado fuese el poder de la oración desesperada y sincera: no lo era.
—Buenos días —me saludó, con bastante cordialidad, pensé, dadas las circunstancias.
—Buenos días, oficial —repliqué, dejando que asomara mi sonrisa más inocente.
—Le he detenido por exceder el límite de velocidad permitido de sesenta y cinco millas por hora. Le hemos retratado a ciento veinte. —Muy preciso, un poco helado, su tono. Quizá le gustaba la exactitud.
—Correcto, señor —dije.
—¿Podría ver su permiso de conducir y sus documentos, por favor?
—Por supuesto —repliqué, y ahí empezó el baile.
No hubo problemas con mi carnet de conducir, completamente legal. Examinó los documentos del coche tanto tiempo que me anticipé a su preocupación y saqué la carpeta que llevaba en la guantera, y noté que el adorable aroma de Shalimar se había mezclado preocupantemente con el de tinta fresca. Siguiendo el consejo de mi viejo amigo Mott Stoker de que cuando te encuentras en una situación apurada lo único que puedes hacer es mantener la boca cerrada o moverla sin cesar, yo la moví todo el rato, explicando que iba a entregar el coche a Texas para una especie de homenaje… en realidad no sabía mucho de aquel acto… me había contratado un agente en nombre del propietario, y los abogados me habían preparado aquel montón de papeles, declaraciones juradas, certificados y demás. Le entregué la carpeta entera. Él la abrió y empezó a hojear.
—No me he leído todos los documentos legales —le dije—. Evidentemente, había un lío entre los dos propietarios o algo así. Lo único que he comprobado muy bien para asegurarme de que estaba en regla es el seguro. No quiero ir por ahí con un coche sin seguro.
Él gruñó.
—No le culpo, a la velocidad a la que iba.
—Oficial —dije, dejando asomar un ligero atisbo de sinceridad—, he sido conductor profesional durante doce años. He llevado camiones articulados, coches de carreras, grúas, taxis, autobuses, casi todo lo que gira y va sobre ruedas… y no me han puesto ninguna multa desde el 53, y nunca me he acercado a un accidente ni de lejos. El agente que me contrató dijo que este coche llevaba seis años en un almacén donde lo había colocado el propietario. Sólo estaba comprobando —señalé el cuentarrevoluciones— las setenta millas. Ya conoce los coches: guardas uno seis años y las gomas se resecan, las juntas se agrietan, el aceite forma una bola en el cárter. Yo sólo quería saber en seguida si iba bien o no, porque es muchísimo más fácil arreglarlo aquí que en el desierto de Mojave a las dos de la tarde —asentí, como para dar énfasis a mi aseveración, y luego señalé vagamente hacia la carretera—. Y esto de ahora, un tráfico ligero, una carretera buena de tres carriles, me pareció el momento y lugar más seguro para comprobarlo. Sé que he infringido la ley, no lo discuto. Pero no lo he hecho desconsideradamente, ni de forma maliciosa. Ni tampoco he sido imprudente ni alocado, ya que soy conductor profesional.
No parecía impresionado.
—El coche está registrado a nombre del señor Cory Bingham, ¿es correcto eso?
—Sí, señor. Aunque quizá acabe transferido a Richardson… era el Big Bopper, ¿le recuerda? Se suponía que este coche era un regalo para él. Pero ambas partes murieron. Todo esto fue en el 59. Y la propiedad se estableció hace solamente seis meses. O eso es lo que me han dicho.
—Un minuto, por favor. —Se llevó el documento de propiedad al coche patrulla. Yo miraba por el retrovisor y le vi introducirlo dentro del coche y buscar la radio. Sonaron chisporroteos estáticos; unos números ahogados. Miré la carretera que tenía ante mí, esperando poder usarla.
Cinco minutos después (obviamente, protegido por los buenos propósitos de mi viaje) estaba de nuevo felizmente en camino, con una multa en la guantera y el bote de anfetas metido entre los muslos. Abrí la tapa y me comí tres de golpe, para celebrarlo.
Manteniéndome a 75 discretas millas por hora, pasé por el sur de San Leandro y cogí la 580 hacia el valle. Me pareció mejor tomar la 99 hacia Bakersfield, evitando el atasco de Los Ángeles y cogiendo la 58 a Barstow, y después la 247 al valle de Yuca, un corto trayecto por la 62 hasta la intersección con la Interestatal 10 y luego un paseíto por Texas. Habría sido quizá más rápido por Los Ángeles, pero prefería correr que arrastrarme.
De repente me di cuenta de que, aunque sabía que me dirigía a la tumba del Big Bopper, en realidad no sabía dónde se encontraba. Uno de los principales problemas que me dan las anfetaminas es que me entra la furia del orden, el anhelo de las voluptuosas circunvoluciones de rutas, programas y planes, y al mismo tiempo, me conectan tanto con las líneas blancas que no quiero pararme nunca, ni para poner gasolina. John me había sugerido que entrase en una biblioteca a investigar lo del Bopper, un consejo muy sensato para alguien que parecía que tenía tiempo para detenerse, pero yo creía que podía pararme en Texas y buscar allí. Aunque quizá no estuviera enterrado en Texas. O quizá no estuviera enterrado en ningún sitio, llegué a pensar. Quizá lo hubiesen quemado. Después de cincuenta millas ya estaba casi obsesivamente enmarañado en la complejidad de las infinitas posibilidades, y necesité otras cincuenta más para decidir que debía saber cómo estaban las cosas y dónde estaba exactamente la tumba. De otro modo, era probable que siguiera corriendo y corriendo hasta que se me acabara el speed, y con mil pastillas a mi disposición, eso podía costar un rato largo. Era, esencialmente, una cuestión estética. Yo quería hacer bien aquel viaje, de una manera limpia, con elegancia, eficiencia y gracia. No quería acabar corriendo como un loco de costa a costa y hablando solo. Quería entregar el regalo y desaparecer, no quedar atrapado en la mierda.
Reafirmado por esa constatación directa y sencilla de mis verdaderos deseos, decidí que el conocimiento y el control eran esenciales. Me detendría en la siguiente ciudad, iría a la biblioteca y buscaría la información que necesitaba, sabría adónde tenía que ir, e iría.
El otro imperativo era tirar todo el speed, echarlo en el asfalto. O quizá tirar todas las pastillas menos cincuenta y racionarlas con mi voluntad de hierro, y usarlas yo, y no que me usaran ellas a mí. Si las drogas se apoderaban de mí no tendría la sensación de que lo había hecho yo, y eso me supondría una tristeza que duraría el resto de mi vida.
Aparqué un par de millas después de pasar Modesto y saqué el bote de debajo del asiento. Apreté el botón de la ventanilla y mientras ésta bajaba, desenrosqué la tapa, suspiré, cerré los ojos y eché el contenido fuera. Sacudí bien el bote boca abajo, para asegurarme.
Luego salí y las recogí todas de nuevo. Muy rápido. Había muchísimo tráfico, y algunas de las anfetas volaron con la corriente. Lo último que necesitaba era que algún patrullero de la carretera viera a un frenético conductor recogiendo pastillitas blancas del asfalto negro en la 99 y se detuviera a echarme una mano.
El caso es que mientras estaba expulsando la última pastillita del bote me di cuenta, en uno de esos fulminantes cambios del pensamiento racional, que aquello era engañarme a mí mismo. Tirar el speed no era un acto de resolución, o, en todo caso, muy débil. En realidad era un acto de cobardía. En lugar de enfrentarme a la tentación, simplemente la eliminaba. La virtud es algo vacío sin tentación. Nunca había tenido ningún problema en resistirme a las drogas cuando no tenía; sólo cuando las tenía en la mano empezaban los problemas. Acabé por recoger todas las anfetas, quizá faltaran unas cien o así, y volví a enroscar la tapa con fuerza. Las metí de nuevo debajo del asiento y me prometí a mí mismo que no las volvería a tocar hasta que estuviese hecha la entrega. Las guardaba para celebrarlo, así debía ser.
La siguiente parada en mi itinerario fue una biblioteca. Supuse que una ciudad más grande era mejor que un pueblo para encontrar la información que yo buscaba, de modo que esperé hasta llegar a Fresno. Me detuve en una gasolinera de la Union para poner gasolina y pedir la dirección de la biblioteca a un chaval que trabajaba en los surtidores.
—¿Quiere leer un poco? —sonrió.
—En realidad —le devolví la sonrisa—, he oído decir que Fresno tiene el único ejemplar que existe de los Secretos Tántricos Sexuales. Eso de la respiración adecuada y las posturas misteriosas que te permiten mantener la cosa durante «semanas». Para vosotros los chicos no es ningún problema, pero cuando llegues a mi edad y estés ya hecho polvo, necesitarás toda la ayuda que puedas.
Cuando arranqué, seguía repitiendo el título para sí. Me sentí muy contento por haber contribuido a la investigación erudita, mientras seguía sus indicaciones hacia la ciudad.
El interior de la biblioteca estaba fresco y tranquilo. Busqué en el catálogo en la B de Big y de Bopper, y luego en la R de Richardson, y en J. P. Nada. Como tenía abierta la R, busqué en rock-and-roll. Un verdadero filón. Me apunté los números de referencia de todo aquello que me pareció útil, y luego busqué en las estanterías. Nada. Cero. Ni uno. Debía de ser un tema popular, pero me parecía extraño que hubiese desaparecido «todo». Fui a preguntar al mostrador de referencias. Según la alta y huesuda bibliotecaria, se los habían llevado todos… para siempre.
—Los chicos los roban en cuanto los ponemos en los estantes —me explicó.
—¿Que los roban? ¿Por qué?
Ella bajó la voz para enseñarme de forma práctica cuál era el volumen adecuado.
—Por las fotos, supongo.
—¿Qué fotos? —siseé, intentando que fuera un susurro.
—Pues de las estrellas, imagino. Tuvimos una reunión con la policía ayer y decidimos que todos los libros de rock a partir de ahora estarían en las estanterías cerradas.
Me sentía deshinchado, frustrado, así que me arriesgué a plantear mi pregunta.
—¿Sabe dónde está enterrado el Big Bopper?
—¿Perdón? —exclamó ella, inclinando la cabeza como si no me hubiese oído, con un nervioso aleteo de pestañas.
—El Big Bopper. Tengo que saber dónde está enterrado.
—Lo siento, pero ¿quién es… o mejor dicho, quién era el Big Bopper?
—Una estrella del rock. Murió en un accidente de avión en 1959. El 3 de febrero.
Ella pasó media hora buscando información, pero no encontró nada que yo no supiera ya. Su nombre auténtico era Jiles Perry Richardson. Murió a la edad de veintisiete años. Nacido en Sabine Pass, trabajó como disc-jockey. Tuvo un éxito con «Chantilly Lace». Nada en ninguno de los periódicos que indicase dónde fue el entierro.
Di las gracias a la bibliotecaria por su ayuda y salí. Brillaba radiante la luz otoñal. El supercoche de las aletas aerodinámicas esperaba junto a la acera, como un accesorio abandonado de una película de Flash Gordon. Por un momento me cuestioné el gusto automovilístico de Harriet, pero luego meneé la cabeza. ¿Quién puede saber qué tipo de ruedas vuelven loco a un rockero de Texas? Y quizá Harriet tuviese sentido del humor…
De Fresno a Bakersfield había una carretera recta de dos carriles. Mantuve la aguja fija en las noventa, sonriendo al saber que cada vez que giraban las ruedas yo me alejaba de la garras del Mugre y me acercaba a mi destino, por muy vago que éste fuera. Aunque acabara con las manos vacías, aquella parada en la biblioteca había servido para cumplir mis obligaciones académicas. Ya podía disfrutar de la carretera, rugir con el speed bien instalado en mi cerebro, y me imaginaba que mi itinerario se iría perfilando a lo largo de la ruta. Cuando uno se siente bien, no hay prisa… ¿y qué es un peregrino sin fe?
El Caddy necesitaba gasolina otra vez, de modo que me paré en una gasolinera de Bakersfield, una Texaco que estaba en la esquina de un centro comercial. Mientras el cohete engullía gasolina súper yo fui al lavabo y me lavé la cara con agua fría. Ya me notaba enganchado a la carretera, lleno de energía, y con la habitual sequedad de boca de las anfetaminas, de modo que cuando el Caddy estuvo bien relleno me dirigí al supermercado del centro comercial y compré una nevera portátil, un par de bolsas de cubitos de hielo y una caja de Bud frías. Me bebí dos al momento, abrí una tercera para su uso inmediato y metí una docena más entre hielo en la nevera, que guardé en el portaequipajes. Al principio había pensado en el asiento delantero, pero prevaleció el sentido común. Si las metía en el portaequipajes, eso significaba que tendría que detenerme cada vez que me acuciara la sed, pero sería menos probable que acabase haciendo equilibrios estúpidos ante los agentes de la ley.
Entre Barkersfield y Barstow hacía calor y viento. Por una de esas extrañas asociaciones de la vida, recordé haberle contado a Natalie y a su novio que yo era Jack Kerouac y que iba a escalar el monte Shasta para susurrar una palabra al viento, y empecé a sentirme mal por aquellas mentiras. Desde luego, me estaba cubriendo las espaldas, pero al momento me vinieron al pensamiento otras posibles evasivas menos sórdidas. Por muy desvergonzado que fuese, la verdad es que a pesar de mi euforia, me había molestado su inocencia y su asombro, su ansiedad por creerme. La fría realidad era que les había engañado de una forma miserable y cruel. La postal que me había dado Natalie seguía en mi bolsillo, y decidí mandarle una disculpa que se merecía de verdad. De camino hacia Barstow, mi cerebro empapado en speed se entretuvo componiendo y revisando una petición de perdón que resultase adecuada.
Ya había anochecido cuando entré en el Gas-N-Go de Barstow y rellené el depósito del Caddy por ocho dólares, que en aquellos tiempos era una cantidad importante en gasolina. El empleado, un chaval regordete y pelirrojo que tenía que contar con los dedos para devolver el cambio, se mostró absolutamente «fascinado» por el Caddy, babeante… Me lavó todas las ventanillas y me pulió el cromo sólo para poder tocarlo. Tendiéndome el cambio, me sonrió con timidez y me dijo:
—Mi padre dice que un hombre que puede permitirse un Cadillac seguramente no se tendrá que preocupar por pagar la gasolina. Supongo que es cierto, ¿no?
—Pues no lo sé —le dije—. Yo no puedo permitírmelo. Sólo tengo que entregárselo al Big Bopper.
—¿Y ése quién es?
—Un antiguo rockero. Un cantante.
—¿Aquí en Barstow? —Parecía escéptico.
—No. Adonde voy es a Texas.
—¿Y él le paga para que le lleve este coche? Vaya, a mí sí que me gustaría un trabajo como ése.
—No hay dinero de por medio. Lo estoy haciendo como un favor.
—Ah, claro, joder —dijo él—. Yo también lo haría. De buena gana.
Tuve el impulso de invitarle a acompañarme, pero me lo pensé mejor. Estaba demasiado enamorado de aquella máquina. Pero cuando vino arrastrando los pies detrás de mí, al dirigirme yo de vuelta al coche, y viendo que sus ojos acariciaban las líneas de Eldorado, le invité a dar una pequeña vuelta por el pueblo con el coche.
—Míster, joder, no sabe lo mucho que me gustaría, de verdad, pero no puedo. Estoy solo aquí hasta que venga Bobby a medianoche, y el señor Hoffer, que es el propietario, me despediría seguro si me fuera. Casi me despidió la semana pasada cuando vinieron aquellos dos tipos de Los Ángeles y me hicieron un truco con el cambio y al final faltaron treinta y siete pavos en la caja. El señor Hoffer dijo que la próxima vez que la cagara me echaba. Ya me echaron de dos trabajos este verano, y mi padre ha dicho que si me echan otra vez me dará una patada tan fuerte que me tendré que quitar la mierda del sombrero. No puedo hacerlo, aunque me gustaría mucho.
—Bueno —me ofrecí—, ¿y una vuelta a la manzana?
Él sacudió la cabeza, obstinado.
—No, no, mejor que no.
—Bueno, pues lo haremos así: yo vigilaré la gasolinera (también puse mucha gasolina en mis tiempos) y tú irás a dar una vueltecita. —Estaba absolutamente decidido—. Cierra la caja, si quieres. Ya daré el cambio de mi bolsillo.
Mientras lo pensaba, notaba que le apetecía muchísimo hacer aquello, pero al final dijo:
—No, no me puedo arriesgar… si me despide el señor Hoffer, mi padre me mata. Pero muchas gracias por la oferta. De verdad.
—Pues te diré lo que vamos a hacer —insistí, ya paranoico—. ¿Por qué no me llevas en el coche hasta el lavabo? Nunca me ha llevado un chófer a mear, y al menos tendrás la sensación de lo que es esta fina pieza de automoción.
—Sí. —Sonrió—. Eso sí que puedo hacerlo. Claro. ¡Genial!
Estaba tan feliz que me dieron ganas de regalarle el maldito trasto y coger un autobús Greyhound para volver a casa. Nunca había visto a nadie tan encantado por un paseo en coche de quince metros en mi vida. Tardé mucho rato en mear, y cuando salí, él seguía sentado detrás del volante, subiendo y bajando las ventanillas. Casi tuve que usar una palanca para sacarlo de allí.
Yo no tenía hambre (a las anfetas las llaman pastillas de dieta, por algo será), pero sabía por mis días de speed a toda máquina que si corres demasiado tiempo con el estómago vacío éste acaba comiéndose a sí mismo, así que me paré en un restaurante de carretera y me zampé una buena hamburguesa deluxe de treinta centavos y una ración de patatas fritas que sabían a cartón empapado en grasa.
Mientras comía, pensaba sin cesar en el bote de benzedrinas que tenía debajo del asiento. Cuando conducía en largas tiradas, tenía la costumbre de recompensarme por haber comido tragándome un puñado de speed como postre, y el viejo centro del placer nunca olvida una pauta así. Quería unas pocas, y me dije a mí mismo que no. A cambio abrí otra cerveza y me felicité por mi resistencia ante la tentación, mientras iba bajando como podía la grasa y pensaba un poco más en la chica de North Beach.
Cuando hurgué en el bolsillo de mi chaqueta en busca de su postal, mis dedos rozaron la bolita arrugada de papel de plata que había olvidado completamente: su tierno regalo, el LSD. En el interior había tres terrones de azúcar con los bordes algo deshechos. Recordé su consejo de tomar solo uno cada vez, en un lugar bonito. El Burger de Bradley en Barstow no parecía un lugar bonito precisamente, y todavía le debía a Natalie Hurley del 322 de Bryant Street una merecida disculpa. Con el salpicadero como pupitre, escribí con letras pequeñas y firmes:
Querida Natalie:
Os mentí a tu amigo y a ti. No soy Jack Kerouac. Mis motivos para semejante engaño son complicados: alegría, temor, modestia y autoprotección. Lamento mi falta de consideración y de respeto por vosotros dos y espero que aceptéis mis más sinceras disculpas.
Atentamente,
EL BIG BOPPER
Negué con la cabeza ante tal perversidad y, diligente, convertí el nombre del Bopper en un rectángulo de tinta negra. Debajo conseguí meter, apretado: «Con cariño, George».
La noche era clara, sin luna, la temperatura agradable, pero refrescando rápidamente. El calor que se elevaba del desierto formaba espejismos que hacían que el horizonte pareciera encontrarse bajo el agua. La carretera era tan recta como podía ser la distancia más corta entre dos puntos, y tan plana como la visión del cielo de un nivelador de pendientes. Bajé todas las ventanillas, puse la aguja a cien y me dirigí hacia el sur.
Una hora más tarde llegué a la unión entre la 62 en torno al valle de Yuca y me desvié hacia la Interestatal 10, deteniéndome en Indio para poner gasolina. Desde Barstow mi cerebro había ido viajando como en trance, pero el área de servicio de Indio rompió el hechizo. De vuelta en la carretera, los parloteos, chirridos y ruiditos del bajón del speed pronto se me hicieron insoportables. Un cansancio salobre alteraba ahora mi atención, notaba los ojos como un budín reseco y cada vez me sentía más trastornado, inquieto y aburrido aburrido aburrido. Llevaba fuera un par de días, uno de ellos con ayuda química, y me estaba pasando factura.
Resistir la tentación cuando uno ya la ha eliminado siempre resulta fácil, pero resistirla cuando la tienes a tu alcance, justo debajo de tu asiento, es difícil… sobre todo cuando ya has pasado los suaves flirteos del deseo y has descendido a la cruda necesidad y oyes a esas pequeñas pastillitas que te chillan: «¡Cómeme, cómeme!». Difícil, sí, pero no imposible, no si eres fuerte. Resistí los magnéticos cantos de sirena de la benzedrina hurgando en el paquetito de papel de aluminio de mi bolsillo y dejando que uno de los terroncitos de azúcar se me disolviese en la lengua…, un dulce y empalagoso cosquilleo que se deslizó por mi garganta.
No ocurrió nada. Tenía que haberlo imaginado. No se puede esperar que los chavales te proporcionen drogas buenas. Pero tuve cuidado. No sabía nada del LSD excepto lo que había oído contar, y casi todo lo que había oído procedía de gente como Alien Pound, un tipo que llevaba el depósito de chatarra de Cravetti. Él había tomado algunas con un psiquiatra en Berkeley, decía, y la verdad es que no le habían servido para sentirse más liberado. Una estantería con libros le parecía una pared de ladrillo. Cuando apoyaba la frente en una ventana, la mitad de su cabeza pasaba a través de ella sin alterar el cristal. Notaba el aire frío del exterior que le hería los ojos mientras detrás, en la habitación, las orejas le ardían. Siempre curioso, yo me introduje en la conversación y le pregunté si el LSD era como el peyote. Él sonrió con una de esas sonrisas frías y superiores que afligen a los que están muy en la onda y replicó:
—¿Acaso una Harley es como una Cushman?
De modo que aunque sospechaba que Alien Pound era un estúpido engreído, tuve cuidado. Esperé casi setenta millas con los nervios destrozados antes de comerme el segundo terrón. O bien éste tenía algo de verdad o bien las estrellas, como volcanes diminutos, empezaban a hacer erupción solas, escupiendo zarcillos fundidos de color hasta que el cielo de la noche se convirtió en una enmarañada red de joyas.
Nada resulta más tedioso que las experiencias ajenas de los tripis, de modo que les ahorraré las visiones cósmicas… excepto el rollo más obvio, algo así como «todos somos uno» (más o menos), compuestos totalmente por partes sagradas, la suma de las cuales no es mayor ni menor que los dones individuales de la posibilidad, todo ello bien envuelto y atado con la bonita cinta del pasado y el futuro, la cinta de la autopista iluminada por la luna, las cintas espirales de los aminoácidos hermanados de los vivos y los muertos, la cinta de los sonidos desplegando su infinita música a través de la respiración y el claxon, la bailarina de plata con cintas en el pelo. Sí, tío, yo iba zumbando hacia Peoria, a eones de distancia, colocadísimo.
Hice dos cosas inteligentes, ambas tan repletas de sentido común como obviamente carentes de gracia. La primera fue salirme de la carretera. Sencillamente, di un volantazo hacia la derecha y me interné en el desierto, patinando entre los cactus hasta que desaparecieron las luces del tráfico que se cruzaba conmigo, como ojos de Godzilla que estallaban. Luego, una vez se detuvo el Caddy, abrí la portezuela y me metí los dedos en la boca. Quizá no fuera demasiado tarde para echar el segundo tripi. Por supuesto, quizá no me hubiese tomado una dosis doble y quizá el primero fuese de pega. Pero también era posible que aquella mierda hiciese efecto despacio. No me importaba; lo único que yo quería era sacar la mayor cantidad posible de mi organismo antes de que mi cerebro se convirtiese en puré de cebolla para untar en un cóctel sin barra libre. Conseguí vomitar los agrios restos de la hamburguesa grasienta y las patatas de cartón entre una marea de cerveza. Mi mente era vómito en la arena alcalina, iluminada por la luz de las estrellas con la misma indiferencia que cualquier otra cosa.
Me eché de espaldas y miré las estrellas que vibraban hasta que recuperé el aliento. Las veía en erupción, girar y disolverse como otros tantos terrones de azúcar en el vientre del universo, para volver a precipitarse luego, brillando. Notaba lo que noto siempre cuando miro de verdad a las estrellas y recuerdo que son enormes hornos de fuego y luz, cuando miro más lejos aún e imagino que existen miles de millones más allá de nuestra visión porque su luz todavía no nos ha llegado, o porque están ocultas detrás de la curva del espacio, sólo que entonces sentía con una insoportable claridad la imposible magnitud de todo ello, mi propio ser como una simple motita de existencia, un grano de azúcar disolviéndose en los intestinos, combustible para el horno, comida para nosotros, los tontos. Hice un esfuerzo y dejé de mirar (de otro modo habría muerto) y me acurruqué, temblando, en la cálida arena del desierto. Con los ojos apretados y cerrados, me quedé sentado en la orilla y vi arder el río. Noté que mi cuerpo vacío se levantaba en una ola, se elevaba con el viento, era arrojado a la oscuridad y volvía a alzarse de nuevo.
No tengo ni idea de cuántas eternidades hicieron falta para que me recuperase y abriese los ojos de nuevo. Las estrellas eran estrellas otra vez, pero posiblemente no seguirían siéndolo de la misma forma si las miraba, de modo que sólo echaba alguna ojeada precavida de soslayo por la llanura sembrada de cactus. No sé qué tipo de cactus eran aquéllos, pero se parecían vagamente al dibujo de un hombre hecho con cuatro palotes, con las piernas juntas en una sola línea y los brazos curvados hacia arriba, a cada lado, en un gesto ambiguo de júbilo o de rendición. Parecían centinelas… no guardianes, sin embargo, sino más bien observadores pasivos, testigos de una consciencia incomprensible. Pero yo intentaba comprenderla cuando uno de los brazos se movió. Al momento me dirigí a gatas hacia el blanco resplandor del Eldorado. Me incorporé para coger la manivela y mi mano derecha pasó a través de un espejismo de metal iluminado por las estrellas. Lleno de pánico miré por encima de mi hombro y vi moverse más miembros de los cactus, pero, al atreverme a mirar un rato más seguido, vi que se quedaban en su sitio y no avanzaban, y entonces mi miedo empezó a desvanecerse y se convirtió en una precavida curiosidad. Me costó unos momentos de asombro comprender que los cactus bailaban al son de una música que yo no podía ni oír ni imaginar. Sabía que si quería conocer su música tendría que unirme a su baile y notarla en el movimiento de mi carne mortal, más allá del tiempo y del espacio, fuera.
Sé que bailé, pero ni recuerdo los movimientos ni la música. Ni nada más, hasta que volví en mí en el asiento delantero del Cadillac notando que el sudor se me metía en los ojos. El sol estaba ya muy alto y pegaba fuerte. Comprobé en el reloj del salpicadero que eran las nueve y media. Me sentía como gelatina abrasada. «Necesito dormir», relampagueaba mi cerebro, y no habría intentado siquiera incorporarme, de tan exhausto que estaba. Pero el Caddy proporcionaba la única sombra que había por los alrededores, y aun con todas las ventanillas bajadas era un horno. Tenía que irme. Me incorporé en el asiento y puse la llave en el contacto, tan hecho polvo que el dolor tardó unos diez segundos en llegar a mi cerebro. Chillé y me llevé las manos al pecho. Las examiné, descorazonado. Estaban completamente erizadas de espinas de cactus. Cegado por el sudor y a punto de gritar, me arranqué las espinas con los dientes y las escupí por la ventanilla, pensando de forma distante para mí que si alguien me veía, probablemente se diría: «Vaya, ese tío está fatal: tiene el dinero suficiente para permitirse un coche de lujo, pero luego aparca en el desierto y se come sus propias manos para desayunar».
Aunque me había quitado las espinas, tenía las manos insoportablemente doloridas. Me las examiné con detenimiento para asegurarme de que había quitado todos los pinchos, y luego con precaución busqué debajo del asiento delantero en busca del bote de anfetas. No sentía ninguna tentación. ¿Se puede decir que un hombre que se está ahogando se siente «tentado» ante un salvavidas? La tentación se veía aplastada por la necesidad. Además, todo es lo mismo, cambiamos sin cesar para mantener el equilibrio dinámico que se mantiene a través del cambio. Y ese equilibrio dinámico requiere el esfuerzo humano. Cada uno debe hacer lo que pueda. Me tomé siete.
Y la verdad es que me sentó muy bien: al momento, ya tenía esas sinapsis jodidas por el ácido en pleno funcionamiento de nuevo. Por ejemplo, me acordé de las cervezas que llevaba en el portaequipajes. El hielo estaba fundido, pero el agua todavía seguía fresca. Me bebí dos rápidamente, disfruté de las dos siguientes y saboreé otra mientras iba sacando de nuevo el Caddy a la carretera.
Las sesenta millas siguientes estuvieron dedicadas a un severo autoexamen de dar vueltas y vueltas sobre lo mismo. Pensando en lo que había hecho, había sido un idiota ya de entrada al tomarme el primer ácido, y luego al tomarme otro más. Por otra parte, como dice el dicho, cuando estás metido entre caimanes hasta el cuello resulta difícil recordar que lo único que querías era drenar el pantano. Y, ¿qué es una aventura sin riesgo, peligro y osadía? La emoción lo era todo, en cierta manera. ¿O acaso tenía miedo de aceptar la responsabilidad de entregar aquel regalo, que en lo más hondo de mi ser sabía que era un gesto insignificante, un acceso de fingida afirmación en un universo indiferente? No tenía ni una maldita pista.
Y debido a aquel análisis tautológico estimulado por el speed y sólo vagamente atemperado por la cerveza, a partir de un mar de confusiones creé un remolino de dudas. A pesar del empuje energético de la confianza anfetamínica, me notaba de pronto absorbido hacia la depresión. No hay droga más fuerte que la realidad, me dijo una vez John Seasons, porque la realidad, a pesar de nuestra insistencia arrogante, aterrorizada y esperanzada, no requiere de nuestras percepciones, sino simplemente de nuestra presencia indefensa. Debatí la verdad de todo aquello de camino hacia la frontera de Arizona. Finalmente aparqué y me golpeé la cabeza contra el volante para obligarme a dejar de pensar.
Empecé con unos golpecitos suaves y rítmicos, pero eso no hacía más que aumentar los gritos en mi cerebro y lo hice cada vez con más fuerza, tan fuerte que hacía daño. Luego me eché atrás en el asiento, jadeando, con los ojos cerrados, e inmediatamente tuve una visión: un hombrecito diminuto color naranja, quizá de unos siete centímetros de alto, desnudo, llevaba lo que parecía un trozo de contrachapado pintado de negro brillante tan grande como él por una línea fina y negra suspendida en el espacio. Iba caminando ansiosamente adelante y atrás por la línea, mirando hacia abajo con aprensión. El contrachapado estaba cortado de una forma irregular, como la paleta de un artista, pero sin agujero para meter el pulgar. La forma me recordaba enormemente a algo personal, pero oscurecida por un velo de asociaciones. Al final me vino a la mente: la varicela, cuando tenía siete años, una imagen de Hopalong Cassidy a horcajadas en su caballo. Eso era, un rompecabezas, una pieza de la camisa negra de Hoppy.
El hombrecillo naranja diminuto, del color de una mandarina de neón, todavía iba caminando sin objetivo arriba y abajo por la línea, con los ojos clavados en ella y en el contrachapado, alternativamente. Hasta que se volvió y se apartó de mí un momento no me di cuenta de que la línea negra era en realidad el borde de una superficie, y mirando más de cerca vi que era una fina placa de cristal suspendida en el aire. Estaba exactamente al nivel de mis ojos, y sin la línea negra en su borde superior, no la habría visto. Intenté estirarme para ver por encima de su borde, obtener una visión mejor de la superficie hacia la que miraba el hombrecillo naranja, pero no podía romper el ángulo de visión.
Lo contemplé fascinado y él fue vagando adelante y atrás, mirando a su alrededor. De vez en cuando dejaba la pieza de contrachapado y la desplazaba con los dedos del pie, y luego la recogía y continuaba lo que, evidentemente, era una búsqueda. Me esforcé de nuevo por ver la superficie, pero mi mirada estaba sujeta al nivel del borde de cristal y la línea negra paralela por encima de éste, una sombra laminada hasta quedar translúcida. Al final me di cuenta de lo obvio: el hombrecillo naranja estaba trabajando en un absurdo y loco rompecabezas.
Por la forma que tenía de moverse, llevando a cuestas la pieza del rompecabezas tan grande como él, estaba claro que no sabía dónde colocarla, y a juzgar por su mandíbula tensa, se estaba frustrando cada vez más. Intenté desesperadamente examinar el rompecabezas, ver lo que había hecho hasta el momento y qué imagen parecía que iba a emerger, pero a pesar de un último esfuerzo de intensa concentración no podía ver más allá del borde, una barrera que no era capaz de romper. Quería ofrecer mi ayuda al hombrecillo naranja, añadir mi visión a la suya, pero no podía hacer gran cosa. Decidí, sin embargo, que al menos podía animarle, y acababa de abrir la boca para hablar cuando se desencadenó el infierno.
Supongo que debería decir que se desencadenó «el cielo», porque el cielo entero se abrió y empezó a llover a cántaros, oleadas, cataratas de lluvia, un verdadero diluvio. El hombrecillo se puso la pieza de rompecabezas encima de la cabeza aprovechando el escaso cobijo que podía ofrecerle. Yo estaba seguro de que la lluvia le arrastraría. Pero tan repentinamente como había comenzado la lluvia cesó, e inmediatamente volvió a su trabajo, con más dedicación que antes si cabe, como si el aguacero torrencial hubiese limpiado la imagen. Y entonces empezó a caer granizo, unas bolas de hielo del tamaño de pelotas de tenis. De nuevo el hombrecillo naranja se tapó levantando la pieza de rompecabezas encima de la cabeza, tambaleándose bajo la fuerza martilleante de los impactos, haciendo muecas al oír el estruendo ensordecedor, con el diminuto pene golpeándole el muslo mientras luchaba por permanecer erguido. En el momento en que empezó a caer la tormenta de granizo se levantó un viento fuerte, con ráfagas que le enviaron trastabillando casi hasta el borde antes de que pudiera agacharse bajo su pieza de rompecabezas, que la fuerza del viento doblaba sobre su cuerpo como si fuese una cáscara. En cuanto el viento empezó a amainar, un rayo fracturó el cielo y unos enormes relámpagos de un blanco azulado chisporrotearon por encima de su cabeza. El hombrecillo levantó la pieza de rompecabezas para desviar la fuerza de los relámpagos, girando entre los estruendos ensordecedores de los truenos que siguieron al instante, y yo casi me reía cuando empezaron a caer tomates y a continuación empezó a llover mierda literalmente, una lluvia compacta de aguas fecales, y luego pegotes de gusanos, enormes escupitajos y fruta podrida. Cuando acabó el chaparrón de tartas de crema, yo estaba ya totalmente cegado por las lágrimas y jadeando en busca de aire, y doblado en dos en el asiento delantero del Caddy. Juro por lo más sagrado que me reía con él, y no de él. Me reía lleno de simpatía por encontrarnos los dos, pequeños, desnudos y casi indefensos, atrapados en aquel torbellino de fuerzas que no éramos capaces de controlar. Era la risa de la compasión sincera, de la auténtica celebración de la espléndida y absurda tenacidad que nos mantiene en pie, a pesar de los golpes.
Cuando finalmente conseguí mirar de nuevo, el hombrecillo naranja seguía allí de pie, sujetando con resolución la maltratada pieza del rompecabezas encima de su cabeza aunque el cielo ya estaba despejado. Me miraba directamente, eso estaba claro. Sus labios se movían pero no emitían sonido alguno. Parecía un pececillo dorado apretado contra el cristal del acuario, introduciendo el agua a través de sus branquias. A su voz le costó un par de segundos llegar al interior del Caddy, y resonar con un estallido ensordecedor que sacudió el coche en su suspensión y me aplastó los pulmones. El hombrecillo se desvaneció con el estallido de sonido, pero cuando recuperé el oído unos momentos después, sus palabras me esperaban, ni estridentes ni furiosas ni amargas ni siquiera pronunciadas en voz demasiado alta, pero absolutamente corrosivas por el desdén que encerraban:
—Muy bien, idiota… ríete.
—¡Jódete! —chillé, rabioso por la injusticia del evidente malentendido—. ¡Tú no sabes una mierda! —No hubo respuesta.
Furioso, puse en marcha el Eldorado y me dirigí hacia la carretera, todavía chillando:
—Pero ¿cómo me puedes decir eso? Me estaba riendo contigo. Es absolutamente cierto.
Pero aunque me sentía lleno de justa indignación, percibí una nota de falsedad en aquel «absolutamente». Sí, me estaba riendo «con» él en un ochenta por ciento, y en un diez por ciento de alivio por no ser yo, y en otro diez por ciento porque era divertido. Así que aunque mi aseveración no fuese cierta «absolutamente», sí era bastante cierta, y no merecía su desprecio.
—¡Pequeño enano naranja de mierda! —grité—. ¡Monstruo! ¿Quién eres tú para juzgar mi risa? Sabes que te habría ayudado, si hubiese podido. Esa pieza negra en forma de paleta… era una parte de la camisa de Hopalong Cassidy. Yo hice el rompecabezas cuando tenía siete años, gilipollas.
Por entonces ya estaba bajando el tono hasta refunfuñar solamente, y el sordo latido de mi cráneo me recordaba que me había estado golpeando la cabeza contra el volante, así que retorcí un poco el retrovisor para comprobar los daños. El miedo me golpeó como un mercancías hacia el infierno. No fue el pequeño chichón, ni la sangre lo que me sobresaltó. Fueron mis ojos. En ellos vi la locura.
Paré el coche de inmediato. A ese paso no llegaría a Texas ni por Navidad… si es que llegaba algún día. Era una locura. Algo insensato. ¿Por qué me engañaba? Me había golpeado la cabeza con el volante, había visto un hombrecito naranja corriendo por ahí y haciendo un rompecabezas. Y peor aún: había hablado con él. La noche anterior había muerto en medio de un remolino de estrellas y había bailado con un cactus una música que no podía recordar. La noche anterior a la anterior, había robado un coche y me había enfrentado a un hombre que en aquel preciso momento probablemente estaba reuniendo un grupo de matones bien pagados para que me persiguieran, y a los que complacería muchísimo convertirme en un montoncito de carne socarrada y astillitas de hueso metidos en una bolsa de la compra. Según todos los haremos objetivos de cordura, yo no estaba cuerdo. Ni de lejos ni de cerca, si me enfrentaba a los hechos sin permitirme ningún tipo de gilipollez. Pero aun concediendo que yo estuviera totalmente majara, quizá fuese sólo un estado transitorio, como resultado de las drogas, el cansancio, el estrés, el desplazamiento y una constitución psíquica débil. Quizá yo no supiera de verdad lo que era estar loco, de la manera más profundamente retorcida y con la fuerza más oscura. Quizá yo quisiera estar loco para no tener que pasar por todas las racionalizaciones normales y las autojustificaciones de la indulgencia sin restricciones. Y así, mi mente acelerada por el speed fue balbuciendo hasta que finalmente se rindió y volví a la carretera. Si me ponía mal, muy mal, siempre podía golpearme la cabeza otra vez con el volante y tener otra visión. El hecho de haber visto al hombrecillo naranja me animaba secretamente. La visión pertenecía al peregrinaje, y a pesar de todas mis ideas románticas, en el fondo soy un clásico. Sin embargo, estaba bastante desilusionado por la «calidad» de la visión: no era nada celestial ni beatífico, sino más bien del orden de la comedieta grotesca. Quizá tenía que haberme dado los golpes con algo más pesado. Me preguntaba qué tipo de visión se obtendría con un golpe bien dado con un martillo potente, o qué visión cósmica inimaginable acompañaría a un golpe dado con una bola de derribos. Me preguntaba también cuánto costaría alquilar una grúa de derribos durante treinta segundos. Me preguntaba si el hombrecillo naranja habría sido una auténtica visión de peregrinaje o sólo un resto del festín de ácido de la noche anterior, la engañosa proyección de mi hambre espiritual. Me preguntaba qué espíritu sería. Me preguntaba qué quería yo sacar realmente de todo aquello. Quería ir allí, dondequiera que fuese ese «allí». Quería entregar el regalo. Quería echarme desnudo junto a Kacy y que ella se volviera medio dormida y se acurrucara mientras yo le pasaba la mano por el suave y cálido costado. Me preguntaba dónde estaría ella, y qué estaría pensando, y luego me pregunté también por qué entregar el regalo de Harriet al Big Bopper si los dos estaban muertos, desaparecidos e idos para siempre. ¿Sería porque yo no era capaz de entregar mi propio regalo a los vivos? Y dale con el bla bla bla hasta Arizona. Cuando miré el espejo retrovisor de nuevo, mis ojos ya no tenían un aspecto tan loco, y sólo parecía cansado y confuso. Necesitaba un descanso.
Estaba en un tramo largo de carretera vacía a unas cinco millas de Quartzsite, Arizona, cuando vi una figura que caminaba hacia el este por el arcén de la carretera, de espaldas a mí. Cierto, estaba cansado de oírme hablar a mí mismo y sentía un súbito deseo de compañía, pero había algo en su forma de andar, en la caída de sus hombros, en la sensación de peso, su penosa marcha, su aislamiento contra el paisaje, algo indefinible pero claramente erróneo que me hizo soltar el acelerador. Cuando estaba a unos cincuenta metros de distancia, bajando la marcha, vi que era una mujer. No hacía autoestop. Ni siquiera me miró cuando pasé.
Siempre es delicado encontrarse a una mujer sola en un lugar solitario cuando uno es un hombre; por muy nobles que sean tus intenciones, te tienen que ver como una amenaza… sencillamente, hay demasiadas pruebas feas de que en el fondo lo eres. Paré a unos setenta metros por delante de ella y salí. Ella se acercó y luego se detuvo. Era bajita, rechoncha, de treinta y pocos años, me pareció, con el pelo rojizo y oscuro corto, llevaba unos vaqueros desteñidos y una blusa arrugada que se pegaba en los lugares donde se había mojado de sudor. A aquella distancia no podía verle los ojos, pero la cara parecía pálida e hinchada. No había nada raro en ella, que yo notase, pero sí le faltaba algo: el bolso. A cinco millas de la ciudad más cercana, sin coche estropeado alguno en el arcén, y sin bolso. Tuve la desagradable seguridad de que la habían violado o atracado. No se me ocurría qué decir, de modo que la saludé con la mano, sonreí y me apoyé en la aleta trasera izquierda del Caddy, esperando que ella hiciera alguna señal, pero se detuvo y se quedó quieta, contemplándome. No parecía sentir miedo ni tampoco desconfianza; sólo fatiga.
—¿Se encuentra bien? —Intenté imprimir a mi voz la sinceridad de mi preocupación, pero me pareció torpe incluso a mí.
Ella levantó la barbilla un poquito.
—No lo sé —dijo. Parecía sincera.
De modo que yo también le dije la verdad.
—Bueno, yo también me preguntaba lo mismo hace unas cuarenta millas, en la carretera, y todavía no sé si me encuentro bien del todo. Pero me dirijo a Texas, y me encantaría llevarla a algún sitio antes de Sabine Pass, sin malos rollos ni tonterías. Si lo prefiere, puedo llamarle a un taxi en la próxima ciudad para que la recoja, e incluso pagárselo, si no tiene dinero, o llamar a algún amigo para que venga a recogerla. Pero si prefiere seguir andando sin más, dígalo y me voy. O si puedo ayudarla de alguna otra manera, ya veré lo que puedo hacer. —Al final había resultado todo un discurso, pero me costaba mucho decir las cosas con sencillez.
Ella avanzó cinco pasos hacia mí.
—Pues le agradecería que me llevase a la ciudad, gracias —dijo, con triste formalidad, como si los modales fuesen la única dignidad que le quedase ya.
Yo di la vuelta hacia el asiento del pasajero.
—¿Quiere sentarse delante con los tontos o prefiere ir detrás y que la lleve como un chófer a una princesa que va al casino a pasar la tarde entre bacarat y jóvenes guapísimos?
Ella sonrió un poquito, como para demostrar que apreciaba mi broma. Tenía unos ojos muy bonitos, de un marrón oscuro y lustroso como el chocolate sin leche. No era ningún experto, pero estaba seguro de que había estado llorando.
—Delante me parece bien —dijo—, con los tontos.
La acompañé hasta el asiento delantero y dije:
—Sé adónde va, pero ¿de dónde viene?
—Del mismo sitio. Quartzsite. Ahí es donde vivo.
—Bueno —le pregunté, sin poder reprimirme—: ¿y dónde ha estado?
—Cambiando de opinión —respondió ella, con la voz ronca.
—Ah, sí, ya sé lo que quiere decir. Cuando yo no cambio de opinión, es ella la que me cambia a mí. Tendremos que discutir la importancia del cambio a la hora de mantener el equilibrio, así como su relación con la oportunidad, el conocimiento, el espíritu y el sentido de la vida. Y qué tienen que ver el amor y la música con el sentido de la existencia. Cuando hayamos solucionado todo eso, podemos ponernos con los temas difíciles.
Ella me miró con un punto de irritación y un atisbo de desdén.
—Tengo dos hijos pequeños. Chicos. Allard tiene siete años, y Danny casi seis.
Se llamaba Donna Walsh. Además de los dos chicos tenía un marido, Warren, que había perdido el trabajo en los campos de petróleo de Oklahoma y finalmente se había alistado en las Fuerzas Aéreas por pura desesperación. Estaba aprendiendo mecánica de aviación, para tener un oficio cuando saliera. Estaba en el extranjero, en Alemania, y ella y los chicos vivían en una caravana del tío de ella en Quartzsite.
Ella se había enamorado de Warren el último año de instituto, y se había acostado con él la noche después del baile de graduación porque estaba harta de pararle los pies cuando en realidad no quería hacerlo. Se quedó embarazada, y en Oklahoma si te quedas embarazada, te casas.
Warren se había ido a Alemania hacía seis meses, en abril. Era una misión de un año solamente, y luego cumpliría otro año de servicio en Estados Unidos y después de su licencia podría conseguir un trabajo en una compañía aérea, como mecánico de aviones. A Warren se le daban muy bien todas las máquinas, aseguraba ella, especialmente los motores. Le habría gustado que estuviera en casa para arreglar la camioneta Ford del 55, que perdía tanto aceite que le ardía el motor. Las reparaciones costarían 200 dólares, pero Johnny Palmer de la Texaco decía que no valía la pena arreglarla. Pero no importaba, realmente, porque Warren sólo podía mandar 150 dólares al mes, y con eso ella tenía que cubrirlo todo. Los sargentos técnicos no ganan mucho, pero como decía Warren, aprender mecánica de aviones era una inversión para el futuro.
Warren era una buena persona, en general, decía Donna, pero sentía muchísima responsabilidad y presión por haberse casado tan joven, y con dos niños ya en seguida. Y cuando le despidieron en el campo petrolífero empezó a beber demasiado, y sólo le pegaba cuando estaba borracho. Tampoco le pegaba demasiado… ella no quería dar esa impresión. Sólo habían sido tres o cuatro veces como máximo, y una vez ella misma se lo había buscado por darle la lata con lo de encontrar un trabajo, cuando él realmente lo había intentado de verdad.
Otra vez fue una de esas cosas que pasan: ella estaba haciendo la cena y el pequeño Danny tenía tres años y no dejaba de llorar, y aquella noche hacía mucho calor, treinta y siete grados o así, seguramente, y Danny no paraba y no paraba y Warren había bebido demasiada cerveza y empezó a chillarle al niño que se callara, y sólo consiguió que Allard se echara a llorar también, y Warren le dio una bofetada a Danny tan fuerte que le mandó volando contra la mesita de la cocina, y cuando hizo eso, Donna ni siquiera se lo pensó, simplemente le atizó con lo que tenía en la mano, que resultó ser un paquete de maíz Bel-Air congelado, y le abrió la ceja izquierda a Warren a lo largo (todavía tenía la cicatriz), pero él no dijo ni pío, con la sangre corriéndole por toda la cara y todo, simplemente se puso de pie, muy, muy despacio, la empujó contra la nevera y empezó a pegarle en el cuerpo con los puños, muy duro, en el estómago y en las costillas y en los pechos hasta que ella se desmayó.
Él no volvió a casa hasta al cabo de una semana después de aquello, una semana en la cual a veces a ella le dolía tanto respirar que tenía que contener el aliento hasta que se mareaba, una semana en la que lo único que podía hacer era preparar bocadillos de mantequilla de cacahuete y de gelatina para los niños. Ella llamó a todos los familiares y amigos de Warren pero nadie le había visto. Cuando volvió, él estaba pálido y llevaba los dos ojos morados; le habían tenido que dar nueve puntos para coserle la herida. Estaba sobrio cuando volvió, y lo sentía muchísimo. Fue la única vez que ella le vio llorar. Ella le hizo prometer que nunca jamás en la vida volvería a pegar de aquella manera a los niños.
Ésa fue la última vez que le pegó hasta justo antes de abandonar la busca de empleo y alistarse. Ella estaba dormida cuando le oyó chocar contra la mesa y luego acercarse tambaleándose hacia el sofá plegable que compartían en la habitación de delante. Él se inclinó encima de ella. Ella estaba echada de espaldas, mirándole, pero entraba la luz suficiente desde el porche a través de la ventana sin cortinas detrás de él para que la cara del hombre quedase completamente en sombras. Ella olió el aliento de whisky.
—Todo es culpa tuya —dijo él entonces, bajito.
Donna vio el golpe acercándose, pero no pudo moverse. La golpeó en el vientre, doblándola en dos. Ella no podía respirar, ni chillar, ni patalear. Paralizada, aterrorizada, vio subir el puño de él de nuevo apretado, más apretado aún, hasta que pensó que los nudillos le iban a reventar la piel. Ella creía que iba a morir. Oyó cómo suena un grito cuando uno no tiene aliento para gritar. Pero él no le volvió a pegar. Se golpeó a sí mismo en el estómago, justo en el mismo sitio donde le había dado a ella, y empezó a golpearse la cara metódicamente. Jadeando, ella fue avanzando por la cama hasta que pudo sacar un brazo y tocarle. Él se detuvo cuando ella le tocó. Su puño se abrió y bajó la mano y le tocó el pelo, con suavidad, y luego le acarició la base del cuello, haciéndole un suave masaje mientras ella se ahogaba, luchando por respirar. Frotándole todavía el cuello, él bajó la sábana lentamente y se echó junto a ella y la estrechó entre sus brazos. Ella estaba desnuda; él iba totalmente vestido. Se quedaron uno en brazos del otro, en silencio, durante mucho tiempo. Donna decía que aquél era el momento de más intimidad que había tenido nunca con él, y que se sentía excitada, aunque lloraba. Apretó los muslos contra las piernas de él y se fue moviendo para acercarse, pero él se había quedado dormido o desmayado.
Warren siempre enviaba el dinero, cada mes, con la misma carta breve. «Hola. ¿Qué tal estás? Yo trabajando en los B-52. Muy ocupado. Chicos, obedeced a mamá». La llamó el 4 de julio. Sobre todo habló con los niños, que estaban tan emocionados que sólo podían tartamudear. Cuando ella recuperó el teléfono no se le ocurrió qué decir, de modo que se limitó a decir que le echaban de menos. Ella quería confesarle que le echaba muchísimo de menos y cómo, pero los chicos ya chillaban y la empujaban y él estaba demasiado lejos. Ella le había escrito cada semana hasta aquella llamada de teléfono. Ahora hacía dos semanas. Era muy duro decir lo que sentías cuando no podías mirar a la otra persona.
Ella me contó todo esto mientras estábamos sentados a un lado de la carretera y luego, al cabo de un rato, recorrimos las cinco millas hasta la ciudad. Hablaba con un tono ronco y monótono, mirando hacia la carretera como si estuviera intentando describir una foto que había visto de niña. Necesitaba hablar. Si no puedes creer que se abriera a un completo desconocido, y además un hombre, bueno, la verdad es que a mí también me sorprendió. Me sorprendió. Estaba allí sentado con el speed corriendo por mi sangre y no dije ni una sola palabra, sólo escuchaba. A veces es más fácil ser sincero con un desconocido, alguien a quien sabes que no volverás a ver jamás. Más seguro. No hay ninguna obligación, sólo la ciega confianza que se abre en el momento.
Mientras llegábamos a Quartzsite le dije que tenía hambre y le ofrecí pagarle un almuerzo tardío, si no tenía prisa. Ella dijo que tenía que estar en la caravana a las cuatro y media, cuando los niños volvieran del colegio. Normalmente estaban en casa a las tres de la tarde, pero aquel día los niños más pequeños estaban preparando la decoración de Halloween.
Nos paramos en el Joe’s Burger Palace y comimos en el mismo coche. Mordisqueamos nuestras hamburguesas en silencio durante unos minutos, en un silencio cómodo, y luego hablamos sobre minucias de la vida en Quartzsite. Pero aquella charla insustancial parecía rebajar lo que había pasado antes entre nosotros, y al cabo de unas cuantas frases sin sentido ella se volvió en el asiento, me miró y me dijo, sin previo aviso, lo que había ocurrido aquella mañana. Mientras hablaba su voz iba cogiendo fuerza, pero nunca superaba el deje de cansancio de su tono.
—Me he levantado a las seis, como siempre, después he despertado a los chicos y los he ayudado a vestirse. Danny no encontraba sus calcetines azules. Son sus favoritos. No se acordaba de dónde los había dejado. Le he dicho que no le haría ningún daño llevar los marrones por un día, y se ha echado a llorar. Los niños son tan raros con la ropa, como si fueran pequeñas piezas de su propia vida. De modo que he ido a buscar los calcetines y al final los he encontrado debajo de su almohada. Debajo de la almohada, ¿qué te parece? Estaban tan asquerosos que podría haberlos localizado por el olor. Eso me ha recordado que toda la ropa estaba sucia y que tenía que hacer la colada.
«Así que le he llevado los calcetines a Danny y luego les he preparado las tortitas de avena y les he servido la leche. Allard le estaba hablando a Danny de esqueletos y fantasmas y que los fantasmas pueden aparecer así, ¡pum!, como salidos de la nada, y cuando estaba diciendo “¡pum!” ha movido la mano para demostrar lo que quería decir y ha tirado la leche. Yo he limpiado la mesa y estaba a punto de mirar si había goteado algo al suelo cuando he notado un olor de algo que se quemaba: había puesto la sartén para las tortitas en el fogón, pero no lo había apagado, como pensaba. Las tortitas estaban quemadas y pegadas a la sartén. He llenado la sartén de agua y un poquito de levadura para que se empapase, pero el olor de avena quemada había llenado toda la caravana. A esas horas los niños ya llegaban tarde al colegio, de modo que les he hecho salir a toda prisa y he pensado que ya lo arreglaría todo cuando volviese».
«He llevado a los niños andando al colegio, que está a ocho manzanas de distancia, pero cuando he vuelto a la caravana, no podía abrir la puerta. No quiero decir que estuviera atrancada, o que me hubiese dejado la llave dentro… sencillamente, no podía abrirla y volver a enfrentarme al olor a avena quemada y a leche derramada y a ropa sucia. No podía, físicamente no podía. Así que me he dado la vuelta y me he echado a andar».
«Al principio pensaba ir al supermercado Curry, a un par de calles abajo, pero he pasado por delante sin entrar… lógico, ya que tenía el bolso dentro de la caravana. Luego he pensado ir a la antigua iglesia baptista, pero cuando la he visto, con esas vidrieras de colores y las puertas pesadas, no he querido entrar. Así que he pasado de largo de la iglesia y he seguido andando, ¿sabes lo que quiero decir? Sin pensar en nada en particular, excepto que era muy agradable ir moviéndose por el aire despejado. Andando, sin más. Cuando he llegado a la carretera y he visto las líneas ininterrumpidas y blancas que se perdían tan lejos en la distancia que parecían unirse, me he sentido feliz. He seguido andando. Dos o tres coches se han parado, pero yo meneaba la cabeza. Quería seguir andando».
«Ya sé que me sobra un poco de peso, pero a medida que iba andando me iba sintiendo ligera, cada vez más y más ligera, como si el viento pudiera levantarme y llevarme volando, como me sentía cuando era una niña pequeña. Entonces de repente todo se ha venido abajo y me he echado a llorar».
Donna parpadeó rápidamente al recordar aquel momento. Le temblaba la barbilla, pero no había lágrimas en sus ojos. Meneó la cabeza.
—Pero ya sabes cómo ha acabado todo. Aquí estoy. Pero he ido andando mucho rato por la carretera pensando que todas las promesas se rompen un día u otro, que todas las esperanzas que tienes se hacen esperar tanto, tanto tiempo, que es casi como si rezaras, como si creyeras en «algo», pero que nunca sale bien. Te diré por qué lloraba. Es que «sabía» que iba a volver, que iba a dar la vuelta en esa maldita carretera y volver. «Sabía» que no podía irme. Me avergüenza admitirlo, pero hace unas pocas noches que siento que lo mejor que podría hacer es coger el cuchillo de la cocina y apuñalar a los niños mientras duermen, matarlos, antes de que averigüen lo que les pasa a los sueños. ¿Estoy enferma? Pero no se puede hacer eso, igual que no se les puede dejar volver a una casa vacía con papá en Alemania y mamá que se ha vuelto loca y se ha largado. Son demasiado reales para hacerles daño de esa forma, demasiado reales para huir. De modo que vuelvo porque en realidad no tengo elección. No lo entendía, pero yo elegí con Allard y Danny. Voy a volver atrás y a abrir esa maldita puerta de esa maldita caravana y entrar allí a pesar del olor a avena quemada y leche agria y calcetines sucios. Aunque sea un desastre.
—Admiro tu valor —le dije.
Donna meneó la cabeza.
—Si pudiera salir de allí y ser feliz, me iría. Pero con algo tan malo royéndome el corazón, no podría ser feliz nunca. Tampoco soy feliz ahora, sin descansar nunca con los niños y con las paredes que se me caen encima y un marido que no sé dónde está, pero así, hay una oportunidad de que las cosas mejoren. Quizá no sea así, pero tengo que hacer lo que creo que es correcto, y espero que lo sea.
—Yo también lo espero —dije—, y creo que lo es. Pero si Warren vuelve a pegarte alguna vez, yo me largaría rápidamente. Sin pensarlo. Simplemente, me iría.
—Sí —aseguró ella—, eso ya lo he pensado.
—Prométemelo.
—¿Y tú? —preguntó Donna—. ¿Vas o vienes? —Así ella desviaba la tensión de la pregunta, sin dar excusas, y ya había soportado bastante tensión por un día. De modo que allí sentado en el Caddy, con nuestras hamburguesas a medio comer ya frías desde hacía un rato, le conté a Donna adónde me dirigía, mis propios líos y aquel viaje. No mencioné la muerte de Eddie (no lo vi necesario) ni tampoco que el coche era robado. Le conté lo de bailar con un cactus, y el hombrecillo naranja y el parloteo que oía en el cerebro. En el curso de mi explicación me asaltó la fuerte intuición de que a ella le gustaría mucho la carta de Harriet, así que le pregunté si quería verla. Ella pensó un momento y dijo que sí. La saqué de la guantera y se la tendí.
Donna olisqueó el sobre.
—Uaaa… —soltó una risita—. La señorita Harriet iba en serio.
Leyó la carta despacio, asintiendo, moviendo la cabeza, sonriendo. Cuando acabó, la dobló con cuidado y la volvió a meter en el sobre, y se echó a llorar. «Bien por mis intuiciones profundas», me dije a mí mismo, pero entonces ella se acercó a mí desde el asiento de al lado y nos abrazamos.
Resultó, sin embargo, que mi intuición era mejor de lo que parecía a primera vista. No fue la letra lo que más le llegó, según me dijo, sino recordar que Ritchie Valens había muerto en el mismo accidente de avión. Resulta que Ritchie Valens fue uno de los motivos por los cuales ella se había acostado con Warren aquella primera anoche, la noche que se quedó embarazada de Allard. No Ritchie Valens en persona, claro, sino una canción suya llamada «Donna», Donna la rompecorazones, un lamento por su amor perdido. El instituto al que asistía ella en Oklahoma era demasiado pequeño para permitirse un grupo que tocase en el baile de graduación, de modo que pusieron discos. Y cuando Ritchie Valens cantó esa canción con su nombre, aquella noche, a la débil luz del gimnasio, Donna, con su bonito traje y el pelo recogido y una orquídea en la muñeca, deslizando los pies enfundados en sus medias por el suelo encerado mientras bailaba lento, muy cerca de Warren, quiso crecer y convertirse en la mujer que sentía dentro de sí.
Admití que no recordaba aquella canción, y Donna me miró con suspicacia, como un guardia fronterizo enfrentado a unas credenciales dudosas, y luego meneó la cabeza, sonriendo, y dijo:
—Bueno, sin la canción, no tiene mucho sentido.
Y con una voz clara y alta, con un toque de whisky y una potencia y una claridad que me dejaron sin aliento, cantó:
I had a girl
Dooonna was her name
And thought I loved her
She left me just the same
Oooh Donnaaa
Oooh Donnaaa…
Y yo pensaba que me iba a romper el corazón cuando de repente ella se detuvo y dijo:
—Y por eso lloraba al leer la carta. Y porque es muy triste que ellos dos nunca tuvieran la oportunidad de conocerse. Y porque es realmente maravilloso lo que estás haciendo… un poco loco, pero muy tierno.
—Entonces déjame que entregue este regalo también en tu nombre… como tributo a Ritchie Valens, el músico, y a las posibilidades de la amistad, la comunión y el amor.
Ella inclinó la cabeza a un lado y me dirigió una sonrisa que contrastaba de forma extraña pero feliz con las lágrimas de sus mejillas.
—Eso sería muy bonito —dijo.
—Bueno, yo soy un chico muy majo, y éste es un viaje muy romántico… algunos dirían que es una estupidez, algo inútil, incluso. ¿No sabrás dónde está enterrado el Big Bopper por casualidad, no?
—No —contestó ella—, pero se me ha ocurrido un buen regalo para ti. —Parecía emocionada—. Está en una caja grande debajo de la cama, traída desde Oklahoma: un tocadiscos a pilas y una colección de discos de cuarenta y cinco de cuando era joven, para escucharlos en el tocadiscos.
—Estás de broma. ¿Vinilos antiguos de cuarenta y cinco? ¿Son de los 50?
—Yo tenía diecisiete, en el 59. El tocadiscos lo tenía allí, en Braxton, Oklahoma.
—¿Y son de rock-and-roll?
—¿De qué iban a ser si no?
—Bueno, escucha, eso es lo que se supone que iba a hacer cuando volviese de entregar el Caddy: buscar colecciones de discos de los cincuenta. Tengo un amigo en Frisco que se llama Johnson el Mugre, un vendedor de coches usados, y colecciona rock de los cincuenta, igual que otras personas coleccionan cromos de béisbol. Es como una afición que tiene, pero está loco con ella. Cuando supo que iba a hacer este viaje, me dio mil dólares para que comprara discos, y con eso puedo cubrirme los gastos de vuelta a casa. Le dije que no sabía ni media palabra de música, pero él decía que no era un problema grave… que, en caso de duda, lo comprara todo. El tipo los compra, los vende, comercia con ellos, lee esas revistas raras de pequeños coleccionistas que sólo sacan media docena de números… bueno, ya sabes, es un chiflado de este asunto. O sea que si tú tienes los discos y yo tengo el dinero y los dos estamos en el mismo sitio, podría comprarte algunos.
—No, quiero que sea un regalo —dijo Donna, con firmeza.
Ya estaba preparado para ello.
—Si insistes, me sentiré muy honrado de aceptar el tocadiscos como regalo. El Mugre no colecciona tocadiscos. Los discos en cambio te los pagaré. Eso son negocios. Por supuesto, tienen que estar en perfecto estado. Sin rayaduras, ni torcidos, con las fundas intactas, ese tipo de cosas.
Ella me miró con la duda reflejada en su cara, y no sé si es que estaba sopesando el intrínseco valor de mi oferta o su torpeza. Francamente, yo pensaba que había actuado de una forma bastante hábil. Finalmente, dijo:
—Bueno, de acuerdo, pero el tocadiscos es un regalo… eso quiero que quede bien claro.
—Comprendido y aceptado de buena gana. —Hice una reverencia en lo posible, dado que seguía en el asiento delantero—. Me gustaría echar un vistazo a los discos, pero no estoy seguro de cuál es tu situación. Me gustaría mucho llevarte de vuelta a tu caravana, si crees que tus vecinos no lo interpretarán mal. Pero tampoco me importaría llamarte a un taxi y esperarte en algún otro sitio a que me trajeras los discos… y el tocadiscos. ¿Qué te parece?
Ella me miró con aquellos brillantes ojos castaños y sonrió.
—Creo que eres un hombre muy considerado. Y a pesar de tu supuesta locura, muy respetuoso. Podemos ir a la caravana. A ninguno de los vecinos le importa lo que yo haga o deje de hacer, que yo sepa. La única persona con la que hablo es el tío de Warren cuando viene a principio de mes a cobrar el alquiler y a intentar tocarme el culo. —Arrugó la nariz, con desagrado—. Los niños llegarán a casa dentro de un par de horas. Puedo arreglar el desastre de esta mañana mientras tú miras los discos.
La caravana, cerrada todo el día y con aquel calor, apestaba a avena quemada, leche agria y calcetines sucios, tal y como había dicho Donna. Ella se detuvo en la puerta, tomó aliento con intensidad y soltó el aire poco a poco con un suspiro.
—Ah, hogar dulce hogar. Bienvenido a mi casa. Mira si encuentras un sitio para sentarte. —Dejó la puerta exterior abierta y entró en una habitación diminuta que había en la parte posterior de la caravana. No tenía que ir demasiado lejos: al parecer la caravana sólo tenía unos dos metros de largo. Yo no había pasado mucho tiempo con niños a mi alrededor, pero aunque se mantuvieran quietos como estatuas, aquel espacio parecería agobiante.
Donna había vuelto al cabo de unos minutos con dos grandes cajas de plástico, cada una de la mitad de tamaño de una máquina de escribir, más o menos. Una era de color turquesa con topos amarillos, y la otra verde claro. La última contenía el tocadiscos. Estaba un poco polvoriento y las pilas se habían gastado hacía mucho tiempo, pero el plato giraba con suavidad y la aguja parecía afilada.
Preocupada, Donna dijo que funcionaba bien la última vez que lo puso. Yo le aseguré que confiaba plenamente en que con unas pilas nuevas bastaría, y, si no era así, yo era un estupendo mecánico, pero ella insistió en buscar la linterna de cuatro pilas para comprobar con ellas si el aparato funcionaba. No encontraba la linterna y se iba angustiando cada vez más.
—Los niños la usaron anoche para jugar. ¿Cómo es posible que pierdan todo lo que tocan? Quiero decir que… —Extendió los brazos—. ¿Cómo se puede perder algo en un sitio de este tamaño? La maldita linterna es más grande que la mesa…
Todavía buscaba la linterna cuando yo abrí un pequeño compartimento que había a un lado del tocadiscos y encontré un enchufe para una conexión de 12 voltios. Se podía enchufar al encendedor del coche. Lo levanté.
—Olvídate de la linterna. Mira los milagros de la tecnología moderna… puede enchufarse directamente a la batería del coche.
La caja turquesa estaba llena de discos. Había tres filas, muy apretados, todos excepto una docena o así en sus fundas de papel.
—Has guardado la colección de discos en perfecto estado. Casi no tienen ni una mota de polvo. No hay motivo alguno para que no les puedas sacar un buen dinero.
—Mirando por aquí nunca se diría que antes era una chica muy ordenada, ¿verdad?
—Supongo que dos niños traviesos realmente ponen a prueba nuestro sentido del orden.
—Eso digo yo —contestó ella, compungida—. Mira, voy a lavar los platos. Ve mirando tranquilamente los discos. Y coge los que quieras; todos están en venta.
Miré los discos rápidamente. Una colección muy completa, según mi limitado conocimiento. Encontré «Chantilly Lace» del Big Bopper, desde luego, un puñado de Elvis, Jerry Lee Lewis, Fats Domino, Bill Haley & the Comets, Chuck Berry, Buddy Holly a montones, cinco o seis de Little Richard, los Everly Brothers, algo de folk y calypso y un montón de grupos y gente de la que jamás había oído hablar. «La Bamba» y «Donna» de Ritchie Valens estaban casi al final de la primera fila. Dejé a un lado «Donna».
Ella estaba detrás de mí, en el fregadero, lavando los platos. Le dije que había apartado «Donna» y le pregunté si tenía algún otro favorito.
Ella se dio la vuelta, casi encima de mí.
—Llévate «Donna» —dijo rotundamente—, ése precisamente no lo quiero.
—¿No hay favoritismos sentimentales?
—No, ya no. —Se volvió hacia el fregadero.
Conté los discos y luego mi dinero. No llevaba demasiado en el bolsillo y tuve que ir al Caddy a buscar el rollo que llevaba en la bolsa de lona. Cuando volví, conté el dinero encima de la caja turquesa.
—Bueno —dije—, vayamos a los negocios. Me llevo doscientos siete discos, a dos pavos cada uno, y eso son cuatrocientos catorce, así que te doy cuatrocientos quince si me das también la caja.
Donna estaba impresionada.
—¿Me compras «todos» los discos a dos dólares cada uno?
—Ya sé que parece poco, pero el Mugre dice que es el precio normal para los que están en buen estado o excelente. No sé cómo estará el mercado por aquí ahora, pero ni siquiera en Frisco puede sacar tres dólares por cada uno. Y yo te los compro todos, recuerda, sin elegir sólo los de mejor calidad.
Donna señaló hacia la caja turquesa.
—¿Me vas a dar cuatrocientos dólares por esos discos, eso es lo que me estás diciendo?
—Cuatrocientos quince —la corregí—. Lo siento, pero realmente no puedo darte más. —Intenté que pareciera que lo sentía.
Donna meneaba la cabeza.
—Sabes que esos discos no valen eso. Simplemente estás buscando una forma de ofrecerme algo de caridad. Te lo agradezco mucho, George, pero no está bien.
La verdad es que yo no tenía la menor idea de lo que valían aquellos discos usados, pero dos dólares me parecía un precio bastante justo que me permitía aportar algo de honradez a mi mentira.
—Donna, si quieres te doy el número del Mugre. Llámale al trabajo y te dirá si te estoy engañando o no.
Ella decidió creerme.
—No, no hace falta. Dios mío, supongo que no… Ya me perdonarás, pero yo me imaginaba sacar unos céntimos por cada uno, y tú me estás ofreciendo dos dólares. ¡Cuatrocientos! Madre mía, si hubiera sabido que estaba sentada encima de una mina de oro, los habría vendido hace mucho tiempo…
—Me alegro de que no lo hicieras —sonreí—. Y sé que el Mugre se alegrará mucho también.
Donna insistió en salir al Caddy a decirme adiós…, además, quería asegurarse de que el tocadiscos funcionaba. Enchufé el adaptador al encendedor del coche, y encendí el aparato. El plato empezó a girar. Estuve tentado de poner «Donna» y pedirle a la de verdad que bailara conmigo una lenta allí mismo, delante de su caravana, ante Dios y ante los vecinos, apretándola fuerte antes de internarme de nuevo en la Interestatal. Pero pensando que a ella le dolería y no era necesario, elegí uno al azar de Buddy Holly. Cayó suavemente en el plato y el brazo se levantó y luego dejó caer la aguja en el surco:
I’m gonna tell you how it’s gonna be:
You’re gonna give-a your love to me.
I wanna love you night and day,
You now my love not fade away
Doo-wop; doo-wop; doo-wop-bop.
My love is bigger than a Cadillac,
I try to show it and you drive me back.
Your love for me has got to be real
For you to know just how I feel.
A love for real not fade away!
Llegué a la autopista a toda marcha y contento, con el beso de despedida de Donna todavía en la mejilla. Como aún estaba puesto el tocadiscos, supuse que podía escuchar también «Chantilly Lace» y dejarme mecer por la ola de las consecuencias producidas por la canción, en mi actual locura. Lo saqué de la caja. Se oía el timbre de un teléfono que sonaba y luego un susurro bajo y libidinoso:
Hello, bay-bee.
Yeah, this is the Big Bopper speaking.
[una risa lasciva]
Oh, you, sweet thing!
Do I what?
Will I what?
Oh bay-beee, you know what I like:
Y entonces empezaba a cantar:
Chantilly lace had a pretty face
and a ponytail hangin’ down,
a wiggle in her walk
and a giggle in her talk
Lord, makes the world go ‘round ‘round ‘round…
Escuchándole, estuve de acuerdo con el Bopper en que todos necesitamos un poco de contacto humano, un poquito de calor animal. Era triste, pero en la música había una alegría invencible que demostraba que la tristeza se puede compensar, si no derrotar, y durante un rato, oyendo rock de camino a Phoenix y con el tocadiscos de Donna a todo volumen, tan agotado que no podía ni parpadear, me mantuve sereno. Sobre todo era la música, el poder cautivador del ritmo; no tenía que pensar. No me extrañaba que a los jóvenes les encantase. La adolescencia ya es bastante espantosa sin tener que pensar en ella; es mejor llenarte la cabeza de esa energía que te limpia por dentro. Yo seguí acumulando energía, esperando que aquella sensación de serenidad durase para siempre, pero cuando empecé a cabecear encima del volante me di cuenta con claridad de que era hora o bien de tomar un speed o de dormir. Actuando con la sensatez que inspira la serenidad, aparqué junto al Motel Fat Cactus en las afueras de Phoenix, me registré semiinconsciente y Morfeo le echó un pulso a la habitación 17. Quedaron empatados.
Me desperté al mediodía del día siguiente, renacido. Me duché durante casi cuarenta y cinco minutos, quitándome el polvo de la carretera y la grasa del speed, y me puse ropa limpia. Me sentía fresco, en forma, dispuesto a comerme Texas. Después de llenar el Caddy con gasolina de alto octanaje, me detuve en la calle y acallé mi rugiente estómago con una buena pila de tortas en la Casa de las Tortitas.
He dicho que me encontraba bien y es verdad, pero siempre se puede encontrar uno «mejor». Mi sistema nervioso, después de la limpieza del sueño, estaba empezando a pedir con insistencia sus anfetaminas, apelando a una necesidad que se veía aguzada por el conocimiento de que los medios de satisfacerla estaban al alcance de mi mano. Invoqué mi recién recuperado sentido de la contención y me limité a tres. Un hombre agobiado por la debilidad general y con tendencia a la indulgencia necesita reforzar su resolución mediante semejantes actos de autocontrol. Por supuesto, no supone un consuelo tremendo decirse a uno mismo que sólo se toma tres cuando se podría tomar treinta, pero la Fortuna favorece a aquellos que, al menos, lo intentan.
A ocho millas de Phoenix la Fortuna, presta a pagar sus deudas, me recompensó con Joshua Springfield, para que hiciera con él lo que me apeteciera. Al principio fue difícil hacer nada, porque sólo era una silueta perfilada en medio de una luz cegadora, pero a medida que el ángulo de visión cambiaba y yo me acercaba vi lo que había que ver (al menos, aparentemente) y paré el coche como respuesta a su dedo levantado.
Aquel hombre era la prueba viviente de la imposibilidad de la descripción. Era grande y redondo, pesaría fácilmente cien kilos, con las piernas cortas, el torso grande y una cabeza enorme, aunque en conjunto daba una sensación de equilibrio en sus proporciones. Tenía el rostro redondo y tan suave que parecía carecer de rasgos, o quizá los rasgos se vieran desdibujados por la intensidad de sus ojos azules, un color que no pegaba nada con el pelo rojizo, corto y rizado que le cubría la coronilla como un hongo que hubiese atacado a un globo rosa. Llevaba un traje de gabardina de color verde lima que parecía hecho por un sastre que hubiese sufrido una grave discapacidad en sus facultades sensoriales y motoras. El color del traje se daba de bofetadas con la camisa roja, aunque hacía juego con las plumas de cotorra que llevaba pintadas ésta. Joshua se encontraba de pie encima de una caja plateada rectangular del tamaño de un baúl, y era el resplandor de la luz del sol al reflejarse en la caja plateada lo que le hacía parecer, a pesar de su considerable solidez, una aparición.
—Buenas tardes —me saludó, con una melodiosa voz de bajo—. Es muy amable por detenerse. Espero que no le importe cargar con esta caja tan pesada y bastante difícil de manejar.
En eso no mentía: ambos jadeábamos cuando conseguimos meterla en el asiento trasero. De nuevo en la carretera, todavía secándome el sudor, dije:
—Debe de llevar el oro de la familia ahí, para ir arrastrándolo por la carretera mientras hace autoestop.
—Ah, si fuera oro, le aseguro que no haría autoestop. Alquilaría un helicóptero. Pero como no es oro, y como no he aprendido a conducir un automóvil, tengo que confiar en la suerte de la carretera y la amabilidad de los amigos viajeros como usted.
—Encantado. ¿Le importa que le pregunte qué lleva en la caja? Siempre tengo curiosidad por aquello que me ha hecho sudar.
—En absoluto. No es nada espectacular, se lo aseguro. Sólo se trata de un equipo que uso en mi trabajo: amplificadores, altavoces, esas cosas.
—¿Es usted electricista?
—Bueno, hago chapuzas. Soy químico vocacional, pero supongo que sería exacto decir que la electricidad está dentro de mi campo de trabajo.
—Un químico —repetí. En mi cabeza bailoteaban visiones de lucecitas de Navidad—. ¿Y qué es exactamente lo que hace?
—Ah, lo normal. Disolver y coagular, agregar y separar; normalmente, remover la sopa elemental.
—Ah, bueno… ¿Y qué tipo de sustancias elabora?
—Durante los últimos veinte años sobre todo me he interesado en los medicamentos, pero he hecho todo tipo de cosas: pulimentos para metal, jabón, plásticos, papel, cosméticos, tintes y demás.
—¿Ha oído hablar alguna vez del ácido lisérgico? ¿LSD?
Escuché cuidadosamente a ver si notaba una nota de precaución en su tono, un rastro de reserva, pero fue bastante franco:
—Sí. Lo vi en el trabajo de Hoffman con mohos de cereal.
—¿Y lo ha hecho alguna vez?
—No.
—¿Lo ha tomado?
—No.
—¿No tiene curiosidad?
—Soy curioso por naturaleza y por disposición estética, pero he averiguado que las drogas psicotrópicas son como espejos deformantes… revelan mediante la distorsión.
—¿Y usted quiere una galería de espejos con espejos normales?
Joshua pensó un momento.
—En realidad, supongo que me interesa más una galería de espejos «sin» espejos.
—¿Y le parece que seguiría siendo divertido? —Reconozco que en mi tono había una nota insincera de superioridad.
—¿Por qué iba a interesarme, si no? —replicó abruptamente, levantando los brazos, exasperado. Una manga le llegaba a la mitad del antebrazo, la otra hasta los nudillos. Como no repliqué, continuó con un tono más suave, pero aún irritado—. No tiene por qué pincharme como si yo fuera un cangrejo en un agujero. Si quiere algo, dígalo; si tiene alguna pregunta, hágala.
Yo no quería nada, pero sí que tenía muchas preguntas, demasiadas en realidad, y las tres pastillitas de speed me estaban pegando de lo lindo, así que le conté toda mi historia tal y como te la estoy contando a ti, y la historia y la carretera fueron rodando juntas, de Phoenix a Tucson, por todo el camino. Joshua escuchaba con mucha atención y sin hacer comentario alguno, cosa que al principio me puso nervioso y luego hizo que me precipitara por temor a aburrirle. Pero cuando me di cuenta de que estaba absorto, y no aburrido, me relajé, y eso despertó mi honradez. Le dije que el coche era robado, que había tomado drogas y que quizá estuviera loco. Aquella información no pareció alarmarle; llevaba las manos cruzadas en el regazo y brevemente volvió las palmas hacia arriba, como para indicar que era algo natural e insignificante.
No acabé mi rollo hasta que pasábamos a la altura de Dos Cabezas. Joshua desplazó su atención de mí a las montañas, y luego sacó la cabeza por la ventanilla y estiró el cuello para mirar hacia el cielo. Cuando metió la cabeza y se acomodó de nuevo en el asiento, dijo:
—Existen muchas posibles respuestas si uno se pierde en un lugar agreste. Se puede quedar uno quieto y esperar a que le ayuden. Puede encender una fogata, hacer señales con espejos, construir señales enormes de S.O.S. con piedras o ramas secas… Se puede rezar. Se puede arrojar uno desde un acantilado. Se puede intentar encontrar el camino de vuelta, o seguir adelante. O ir a un lado. O dando vueltas en círculo. O al azar, de cualquier manera. No creo que suponga una diferencia excesiva el método que uno adopte, aunque sí será un reflejo del carácter propio, y ciertamente, una expresión de estilo. El romanticismo es un impulso peligroso, que se confunde fácilmente con el sentimentalismo más patético, y sin embargo es maravillosamente capaz de una magnificencia soportada e iluminada no sólo por la simple resistencia, sino por una alegría tan elemental que de buena gana se arriesga a la monumental estupidez de su probable fracaso.
—¿De modo que lo aprueba?
—No se requiere mi aprobación. Confieso que yo también soy proclive a ese tipo de gestos, aunque generalmente me ofenden sus excesos. Es como una gran salpicadura, cuando bastaría con un toquecito. La gelatina de los adjetivos, en lugar del pan del sustantivo. Ah, pero cuando se establece la conexión y se completa el arco, ¡qué belleza tan intensa! ¡Qué erupción tan maravillosa cuando se unen un millón de espíritus!
—Lo que está diciendo, básicamente, si lo comprendo bien, es que estoy con el culo al aire.
—Bueno, tal como lo dice es como matar una mosca a cañonazos, pero sí, esencialmente es eso.
—¿Y qué tal su culo, Joshua? —repliqué yo—. ¿También tiene el culo al aire?
Él me dirigió una enorme sonrisa de luna, como las que dibujamos de niños en las caras redondas de nuestra imaginación, en forma de U y con las comisuras de los labios casi tocando los ojos.
—Por supuesto que tengo el culo al aire. Parece que es la situación perpetua de los culos.
—No parece excesivamente preocupado —observé.
—Es que no lo estoy. No me importa si recibo o no. Quizá no me guste, por supuesto, pero no me importa. —Me dirigió un estupendo guiño, cordial y cómplice, y en ese momento, aunque no me daría cuenta hasta más tarde, nuestros caminos se unieron. Estoy seguro de que Joshua ya se había dado cuenta de ese hecho y no hacía más que constatarlo con aquel guiño… pero era químico, y a fin de cuentas todo es cuestión de química, de congruencia y de responsabilidad.
Cuando nos adentrábamos en Apache Pass, Joshua me explicó que él mismo también se hallaba embarcado en una especie de viaje. A medida que hablaba me fue quedando más claro que Joshua era una de esas personas eminentemente funcionales y que sin embargo están bastante locas, un equilibrio psíquico que pocos pueden sostener y que puede que constituya una forma extrema de cordura… o no.
—Estoy embarcado en un experimento de campo —me explicó—. Como químico, uno de mis deberes es remover la sopa. No necesariamente para condimentarla, sino para evitar que se pegue al fondo y, no por casualidad, ver si aquello se precipita o se disuelve. Quizá me engañe a mí mismo pensando que soy un agente de lo posible, pero todos sufrimos de nuestras vanidades propias. Como su hombrecillo naranja que se protegía con la pieza del rompecabezas. Es el clásico efecto catalizador con su carga, pero ¿por qué gimotear o consumirse ante esa carga, cuando los árboles soportan el viento con tal gracia, y las montañas el cielo? No importa si la mula está ciega, simplemente, sigue tirando de la carreta. En esa caja plateada que ocupa el asiento posterior se encuentra un sistema de amplificación completo desde el tocadiscos a dos potentes altavoces. También hay un micrófono conectado. Muy primitivo, en realidad: corriente continua, doce voltios, pilas de níquel-cadmio. La amplificación eléctrica es una nueva fuerza en el mundo y hay que evaluarla. ¿Se puede aclarar la claridad mediante la amplificación? ¿Está destinado el sonido a ser llevado mucho más allá del alcance natural de su fuente? ¿O vamos a empezar a adorar otra abrumadora distorsión tecnológica como si fuera una degradada y puritana forma de magia?
«Mi experimento es rudimentario, pero no carece de ciertas posibilidades de elegante resonancia. Me propongo ir a San Picante, un pueblecito que contará quizá con diez mil almas. Está en Nuevo México, junto a Lordsburg y más arriba de Silver City, en los montes Mimbres. No ha pasado nunca ningún tren a menos de veintinueve millas de San Picante. Aproximadamente a las cuatro en punto de esta noche (o, para decirlo con mayor precisión, mañana por la mañana), yo colocaré allí mi equipo de amplificación y pondré un disco con el sonido de un tren aproximándose… a todo volumen. Ya lo he probado, por supuesto, y el efecto es impresionante, de verdad. Lo que planeo hacer ahora es probarlo en una zona residencial, y si se reúne una multitud, puedo conectar el micrófono y hacer unas cuantas observaciones».
—Si fuera usted me largaría en seguida —le dije—. A algunas personas igual les sienta mal que les den un susto de muerte y perder dos o tres horas de sueño antes de tener que levantarse para ir a trabajar.
Joshua inclinó su enorme cabezota unos milímetros, como dándome la razón.
—Estoy de acuerdo; es bastante probable. Pero sin esa probabilidad, ¿cómo podríamos captar la maravillosa excepción? Hablando como científico «de verdad», como contraposición a aquellos que se ponen en fila para lamerle el culo al Logos, si me perdona la justificada vulgaridad, mantengo una reluctante objetividad que estoy dispuesto a abandonar al mínimo atisbo de lo maravilloso. En mi primera clase de ciencias en la universidad, todos miramos una gotita de nuestra propia sangre bajo el microscopio. Yo vi un millón de mujeres desnudas que cantaban mientras ascendían por una montaña, bajo la lluvia. ¿Quién es capaz de decir lo que va a ocurrir, cuando puede ocurrir cualquier cosa, literalmente? Esa gente, esta noche, puede oír el tren y salir llenos de felicidad de sus casas, sacudidos por la realidad de su ser. Pero si sus reacciones confirman sus sombrías predicciones, usted es un buen conductor. Excelente, diría yo.
Observé que me había incluido en su «experimento» y lo tomé como una tímida invitación, más que una presuntuosa suposición. Estaba a punto de responder cuando Joshua señaló hacia la carretera.
—Mire ese precioso roble. Es un árbol extraordinario. Uno lo mira y al momento sabe que no podría estar en ningún otro sitio. Ese árbol no podría estar en la televisión. Es una buena señal, ¿no le parece?
No sabía qué pensar, así que sonreí y dije:
—Joshua, estás más loco que yo.
Él echó la cabeza atrás en el asiento y cerró los ojos como si se preparase para dormir, pero inmediatamente volvió a inclinarse hacia adelante y me miró.
—George, amigo mío, cuando yo tenía siete años y vivía con mi familia en Wyoming, un día estaba sentado en una montaña, junto a un prado, examinando las formas que el viento dibujaba en la hierba, cuando un cuervo voló por encima de mi cabeza y me preguntó, con una áspera sílaba: «¿Arc?». Como asistía con regularidad a la catequesis, me convencí de que era el auténtico cuervo que Noé había enviado, siglos antes, a buscar la tierra, el cuervo que precedió a la paloma, ¿recuerdas?, y que nunca volvió. Y que después de un viaje inimaginablemente misterioso y fatigoso, había encontrado tierra, pero había perdido el arca. Noté que su alegre mensaje moría en su garganta. De modo que me puse a construir un arca en nuestro patio trasero, usando maderas de desecho de una obra cercana. No era un arca demasiado buena, más bien era una balsa con forma puntiaguda, pero trabajé en ella con una concentración absoluta, y la completé al cabo de una semana. Entonces me subí a ella y esperé a que volviese el cuervo. Al cabo de tres semanas de absoluta intransigencia por mi parte, mis padres me internaron en un manicomio.
«Los médicos me dijeron que yo había entendido mal. Decían que todos los cuervos emitían un sonido áspero, que se podía confundir perfectamente con la palabra “arc”. Yo pensaba que eso era bastante obvio. Pero ellos no estuvieron en el prado conmigo; no lo oyeron. Yo comprendía sus dudas, pero no su categórica negativa a admitir ni la más remota posibilidad de que pudieran estar equivocados. Tampoco me podían ofrecer ninguna prueba textual en la Biblia de cuál fue el destino del cuervo, aunque decían que era imposible que aquel ave hubiese seguido volando desde los tiempos de Noé, porque tenía que haber muerto de vieja, etcétera, etcétera. A pesar de todo eso, aseguraban que creían en Dios. Y sin embargo, no eran capaces de ver, o se negaban a ver, que si Dios podía crear la tierra, y el cielo, y el agua, y las estrellas, seguramente también sería capaz de mantener en vuelo a un pobre cuervo perdido. La suya era una desagradable violación de la lógica, y un insulto a la investigación inteligente. Por eso es un alivio y un placer encontrar a gente como tú, gente que comprende…».
—Joshua —le interrumpí, sin querer que pensase que yo era duro de entendederas—, observo que pareces haberme incluido en tus planes para esta noche como conductor de fuga, y quiero dejar las cosas bien claras. Ésta es una de mis normas en este viaje: no andarme con rodeos.
—Bueno, has sido muy directo —dijo, parpadeando—. Pero yo te consideraba más bien acompañante y amigo, no un simple chófer.
—Acepto el honor de ser tu cómplice.
Él sonrió de una forma que nunca podré olvidar, y que todavía brilla en mi interior a veces como una bendición inesperada. Aquella sonrisa era lo que yo aceptaba.
—Y espero que aceptes mi ofrecimiento de seguir luego conmigo y hacer la entrega en la tumba del Big Bopper —añadí—. Me encantaría que me acompañaras.
Joshua suspiró.
—Hay lecciones que ni el consejo más sabio puede evitar que aprendamos nosotros mismos. Ni debe hacerlo, tampoco. Cada gota de lluvia es diferente en el río, pero riega de igual modo los árboles. Después de dos años de paredes verde claro y doctores apóstatas sabía que el cuervo no vendría a mí, así que fui a buscarlo yo. Lo encontré en los árboles, en el cielo, en el agua, en las llamas, y en mí mismo. He construido muchas arcas para muchos cuervos, he quemado muchos nidos vacíos. Tengo algo de experiencia en estos temas, George, créeme. Ya no soy profesor, igual que tú tampoco eres un estudiante. Pero es mejor para ambos si no te acompaño. El tuyo es el viaje de un hombre joven. Yo estoy ya cerca de los cincuenta. La ayuda que pudiera ofrecerte sólo serviría para obstaculizarte; mi compañía resultaría una distracción. Créeme si te digo que eres mucho más esencial tú para mí de lo que yo soy para ti. —Levantó la mano y me dio unas palmaditas en el hombro—. ¿Me comprendes?
—Pues no —dije, picado ante su negativa—. No comprendo nada estos días. Comprendo que tú no sabes conducir, y yo sí… cosa que, si he entendido bien, es lo que me hace necesario.
Con calma, pacientemente, Joshua dijo:
—Es un principio. —Y luego añadió, con una mordacidad que su paciencia no pudo contener—: Era sólo una invitación, George, y se puede declinar.
No estaba seguro de si se refería a la suya o a la mía, y decidí que no importaba.
—Pensaba que había dicho con claridad que me gustaría ayudarte.
Joshua se inclinó un poco más hacia mí.
—Bueno, entonces podemos conspirar —susurró.
En realidad no fue una conspiración. Llegaríamos a San Picante cuando ya hubiera anochecido, encontraríamos un barrio adecuado, Joshua instalaría su equipo, enviaríamos el tren atronando hacia los pacíficos sueños de los residentes, Joshua haría sus observaciones y nos largaríamos al momento… dispuestos para hacerlo a mucha mayor velocidad aún, si sufríamos una furiosa persecución. Yo tenía algunas objeciones, interrogantes y dudas. Temía que el Caddy fuese demasiado llamativo para aquel asunto, pero Joshua argumentó que, por el contrario, poseía «la perversa invisibilidad de las proporciones absurdas». Y en cuanto al hecho de ser robado, aseguraba que eso haría mucho más difícil localizarnos, y además, que el estatus legal de los automóviles era una preocupación que agobiaba innecesariamente a las mentes que estaban a punto de emprender un experimento científico. Estuvo de acuerdo en que yo manchase de barro las matrículas para «confundir la identificación», aunque personalmente creía que no teníamos nada que ocultar y que debíamos comportarnos como si así fuera.
Yo no tenía demasiada hambre, pero jugando al anfitrión considerado, le pregunté a Joshua si él tenía. Dijo que no le importaría tomar un batido, de modo que nos paramos en un Dairy-Freeze en Lordsburg y compramos cuatro batidos para llevar, uno de vainilla para mí y tres de frambuesa, caramelo y chocolate para Joshua. Yo me tragué cuatro pastillitas de speed con el mío, porque veía que tendría que permanecer despierto hasta tarde trabajando duramente. Joshua declinó mi ofrecimiento al abrir yo el bote de speed, diciendo que con los batidos ya bastaba. Bebió alternativamente de los tres vasos, consumiéndolos a un ritmo regular y con evidente placer.
Paré en el U-Save local en busca de hielo, patatas fritas y donuts Dolley Madison, luego llenamos el Caddy de gasolina hasta los topes. Cuando nos dirigíamos hacia las montañas, le pregunté a Joshua qué pensaba decir, suponiendo que hubiese tiempo para hacer un discurso. Dijo que no había pensado en nada en particular, quizá solamente en unos cuantos comentarios generales sobre la naturaleza de la realidad y el sentido de la vida… algo que le inspirase el momento. Me sonaba muchísimo a la mentira que dije a Natalie y su amigo acerca de lo que pensaba decir en el pico del monte Shasta.
Por unas carreteras que se estrechaban a medida que íbamos subiendo en la noche, hablamos de lo que nos podían ofrecer aquellos momentos. Estábamos a una hora de distancia de San Picante, como resultado, según Joshua, de que yo conducía más de prisa de lo que él había calculado, pero la ciudad ya estaba dormida hacía rato. Hasta el restaurante Dotie’s, Abierto Toda la Noche, estaba cerrado, un hecho que, no sé por qué, me irritó mucho y divirtió enormemente a Joshua. Fuimos circulando por las pequeñas zonas residenciales apartadas de la calle principal hasta que Joshua encontró exactamente lo que quería, «una calle típica de clase media, repleta de sueños atrofiados, bien dispuesta». Dijo que lo notaba perfectamente, y yo, más nervioso a cada minuto que pasaba, esperaba que supiera lo que estaba haciendo.
Aparqué en la oscuridad protectora de la sombra de un enorme árbol. Joshua tardó quince minutos expectantes, novecientos larguísimos segundos, en montar el sistema de sonido en el asiento trasero. Las pilas, el tocadiscos y el amplificador seguían metidos en la caja plateada; los altavoces, que tenían una especie de lengüetas ajustables de metal, quedaron colocados en las ventanillas traseras, abiertas. Joshua tarareaba la vivaz «Wabash Cannonball» mientras trabajaba. Por mi parte yo me preocupaba, examinando el mapa del condado que había comprado en Silver City mientras poníamos gasolina, y cuando Joshua tuvo instalados todos sus instrumentos, yo había memorizado todas las posibles vías de escape, desde las carreteras principales a los oscuros senderos. Buscaba unas rutas factibles a campo traviesa cuando Joshua colgó el micrófono en el asiento delantero y luego se subió él.
—¿Estás preparado para un viaje hacia lo irreal? —preguntó, animado.
—Supongo que sí —dije.
Joshua miró por la ventanilla.
—Me temo que este árbol podría causar cierta distorsión en la configuración sónica del altavoz derecho. ¿Podrías retroceder unos quince metros?
Para no discutir, dije adiós a nuestro refugio y retrocedí tal y como se me requería. En cuanto apagué el motor Joshua se volvió hacia el asiento posterior y puso en marcha el tocadiscos. Oí caer el disco y luego un susurro de estática cuando la aguja se puso en contacto con él.
Joshua me tocó el brazo en la oscuridad y susurró:
—¿No es un momento increíble? No tengo ni la menor idea de lo que ocurrirá. —Noté que se hinchaba a mi lado, lleno de felicidad.
Se podía oír al tren acercándose desde lejos por las vías, pitando más rápido y con más intensidad de lo que imaginaba. El ruido fue aumentando hasta que se oyó por todas partes y al momento se nos echó encima. El silbato le hacía saltar a uno la tapa de los sesos. Te aseguro que toda la calle temblaba. El Caddy empezó a dar coletazos como un pez arponeado, dando tales sacudidas que yo instintivamente apreté los frenos. Yo sabía que aquel tren era falso, que era sólo un engaño, pero aun así me asustó de muerte. Me estremecí al pensar el escándalo que se organizaría dentro de aquellas casas dormidas, casas que nunca jamás se habían visto sacudidas por el estruendo y el silbido del ferrocarril. Miré a Joshua. Tenía los ojos alegres, los labios entreabiertos, pero mientras el silencio se iba aposentando en la estela del estruendoso paso del tren fantasma, antes de que los ahogados gritos y maldiciones salieran de las casas y las luces empezaran a parpadear por la calle, una diminuta sonrisa se elevó hacia sus sienes mientras inclinaba la cabeza hacia el micrófono como un hombre que está a punto de rezar.
Desde el otro lado de la calle vi una cara que hacía muecas detrás de una cortina apartada, y luego oí más gritos y escándalo. Imaginé muchos dedos temblorosos marcando unos números que se encuentran en las tapas de todas las guías telefónicas bajo el epígrafe «En caso de emergencia». Esperaba que Joshua no esperaría literalmente que se congregara una multitud. Se abrieron las puertas de un par de casas y un hombre grueso con un pijama arrugado salió al césped delantero blandiendo un bate de béisbol. A mí no me parecía radiantemente transformado; por el contrario, parecía monstruosamente cabreado. Ya iba a poner en marcha el coche cuando la voz de Joshua, amplificada hasta surgir como un rugido atronador, resonó en la noche:
—¡LA REALIDAD ES INAPELABLE! —Hizo una pausa y añadió, más bajo—: Pero no está completa.
«¿Cómo iba a estar completa sin un Tren Misterioso entrando en vuestros sueños? ¿Cómo iba a estar completa si no imaginamos que juntos lo hemos soñado todo, para hacerlo real, para que en este momento, justo ahora, nuestras vidas enteras pudieran llegar a esto? Una situación bastante provocadora, ¿no os parece?»
«El tren con el que soñábamos era el Expreso Celestial. No sé nada de vosotros, pero mis brazos están cansados de intentar hacer señales para parar el Expreso Celestial. El tren con el que soñábamos era un antiguo tren de carga, cargado de neveras, periódicos, recambios de tractor, municiones, sal. El tren con el que soñábamos era el Céfiro de la Muerte del Amanecer, que quemaba como combustible aliento humano y sueños rotos. El tren con el que soñábamos era la simple posibilidad de cualquier tren real en el que queríamos subir».
«¡Todos a bordo! ¡A bordo del tren!»
«Pero, claro, ya estamos todos a bordo. Ésa es la gracia de la broma. Una broma que os aseguro que no estaba pensada para rebajaros como si fuerais tontos, ni para mataros de miedo, sino más bien para iluminar nuestro rostro en la lluvia y oír las mil canciones de vuestra sangre. Quizá para tocar el pecho de vuestra madre como lo hacíais cuando teníais sólo una semana de vida, en un mundo mágico… su limpia calidez mamífera era lo más mágico de todo. Renovar la magia. La auténtica magia de estrecharos los unos a los otros con vuestros brazos reales».
«Nos hacemos daño los unos a los otros. Nos ayudamos los unos a los otros. Nos matamos los unos a los otros, y nos amamos los unos a los otros, y entretanto parecemos sufrir el asesinato del fracaso y el aburrimiento. Nos tratamos unos a otros (personas, plantas, animales, tierra) con desdén, engaño, venalidad desatada, babeante codicia. La fe que tenemos a menudo se muestra cegada por la rectitud, o sólo es una tapa de cubo de basura que sirve para evitar que las moscas se conviertan en gusanos, los perros hurguen en la basura ante nuestra casa y nuestros pequeños secretos sucios y nuestra vergüenza descompuesta queden allí expuestos, donde todos puedan verlos. Y entonces un niñito pequeño corta una rama retorcida de cerezo para hacerse una espada, y coge la tapa del cubo de basura como escudo, y sale a derrotar a los dragones reales que guardan los griales reales, los griales vacíos que representan con piedras preciosas el matrimonio del sol y de la luna».
Joshua hizo una larga pausa, y el eco de sus últimas palabras fue extendiéndose por el valle, y luego continuó, atronador:
—No estoy hablando de religión. No os intento vender un billete del tren. Ni tampoco soy el propietario, ni el conductor; sólo soy un pasajero, como vosotros. Quizá algunos asientos del tren sean mejores que otros, pero todas las religiones son lo mismo, en esencia. Después de todo, las iglesias y los templos se llenan de contables, guerreros y engaños… y, francamente, yo preferiría llenarlos con ríos, cuervos y deseos reales.
«La realidad es inapelable, pero no está completa. Nos desvaneceremos en la lluvia, en el río, en los inquietos e infinitamente sugestivos deseos que salpican nuestros rostros. Aparecerá un cuervo, o no. Lo único que tenemos es lo real. Lo que podemos comprender, reabastecer, sostener, crear. Y si las posibilidades están más allá de nuestra comprensión, no están más allá de nuestra elección ni, por esa misma elección, de nuestra fe. El “es” es lo auténtico y real hacia lo cual todo tiende, os lo aseguro yo que sé lo real y verdaderamente destrozados que están los corazones, cómo cae sobre nosotros el peso de nuestra soledad, cómo filtran nuestras sales la duda y la ignorancia. No sabemos si somos sólidos, gaseosos o líquidos; luz o espacio, ángeles trastornados o idiotas del demonio, todo o nada o algo al mismo tiempo, o quién, qué, dónde, cómo o por qué, por qué el “es” es… excepto que hacemos que sea así, y así lo afirmamos, y lo vivimos como testigo nuestro».
«Pero aquí estamos. Aquí estamos esta noche, vivos. Vivimos por la vida. Y estamos obligados a ser, a ser vida, a hacer y aceptar nuestras elecciones como nuestras propias verdades y sin excusas arrancadas a la imposibilidad de elegir. Lo único que quiero decir verdaderamente es que sé que las elecciones no son fáciles, que hay un mundo inexplorado entre la intención y la consecuencia, que si nunca os habéis perdido, no tenéis forma de comprender lo afortunados que sois. Me dirijo a vosotros por pura conmiseración, no por instrucción, esperando recordaros que podemos hacernos daño unos a otros o ayudarnos unos a otros, pudrirnos o florecer, quedarnos inmóviles o saltar».
«Saltar».
Apenas había acabado de pronunciar la palabra cuando vi el relámpago del arma de fuego por el rabillo del ojo, y en el mismo instante, el altavoz izquierdo fue arrancado de la ventanilla y Joshua se echó hacia el cristal, llevándose la mano a la cabeza, y vi que la sangre se filtraba a través de sus dedos. Yo me abalancé hacia él de un salto y le aparté la mano. Esperando lo peor, me sentí aliviado al ver sólo una rascadura sin importancia, en lugar de lo que había temido: un agujero que le perforase el cerebro. Supuse que había sido un fragmento del altavoz o la propia bala. También decidí que la explicación de las peculiaridades de la herida podía esperar, y en ese mismo instante había que salir pitando de allí. Di otro salto, de nuevo detrás del volante, y estaba ya girando la llave en el contacto cuando una mano sujetó la mía. La de Joshua.
—No. —Lo decía convencido.
—Nos están disparando —dije yo, intentando razonar.
Él se encogió de hombros.
—No ha sido un discurso demasiado inspirado. —Se secó despreocupadamente el hilillo de sangre que corría por su ceja izquierda—. Uno tiene que aceptar las críticas.
—Estás sangrando.
—No es nada. Un fragmento de madera del altavoz, creo. —Cogió el micrófono y me lo tendió a mí.
Por entonces, gente en albornoz o a medio vestir salía a la calle y chillaba el nombre de Henry. Yo estaba allí sentado con el micrófono en la mano, y la mente, tan reciente e incesantemente poseída por el parloteo, en blanco. Esperé unos quince segundos la siguiente bala; luego, incapaz de aguantar el suspense, me llevé el micrófono a la boca y chillé:
—¡Tenéis tres minutos para matarnos! ¡Es todo lo que pueden soportar mis nervios! —Mi propia voz me sonaba extraña, fracturada, hueca—. Si no nos habéis matado en tres minutos, voy a responder al discurso de mi amigo. Seré breve. Luego nos iremos. —¿Por qué tres minutos?, me preguntaba a mí mismo. ¿Por qué, realmente? Aunque, ¿por qué no?
Joshua se deslizó hacia el asiento de atrás.
—Abandonándome en el momento de mayor necesidad, ¿eh?
—Por el contrario, George —gruñó, mientras se iba metiendo hacia atrás—. Estoy comprobando los daños sufridos por el altavoz. Existe una tremenda distorsión en alguna parte. Tu voz suena como una rana masticando pelotas de ping-pong.
—Es el miedo y la locura —expliqué.
—Tonterías. Han disparado a un altavoz. ¿Comprendes que disparaban al altavoz, y no a nosotros?
—Uf —dije, dejando que asomara el sarcasmo—, qué alivio. —Miré el reloj de pulsera y sufrí un momento de pánico cuando me di cuenta de que no había fijado el inicio de los tres minutos. Al menos había pasado ya un minuto, me parecía, o digamos dos, y me preguntaba si alguien realmente estaría midiendo el tiempo.
Fuera, una mujer aulló:
—¡Eddie, vuelve aquí!
Calle arriba, un hombre gritó:
—¡Maldita sea, Henry, ya basta de disparos! Estás más loco que ellos. No hay motivos para matarlos. —Esperaba que aquella opinión prevaleciese en el vecindario.
—Ajá —dijo Joshua, detrás de mí—. La bala ha dado en el borde del altavoz; un cable se ha soltado al caer. Justo lo que pensaba. —Empezó a tararear «Zippity-du-da» mientras empezaba a repararlo. Tenía una soltura considerable sometido a presión, o bien un problema mental grave.
En el tiempo de los relojes todos los segundos duran lo mismo, pero nuestra experiencia demuestra que eso, sencillamente, no es verdad. La duración entre el «tic» y el «tac» se estira, se comprime, y a juzgar por aquella ocasión, a veces se detiene. Miré el minutero hasta que estuve seguro de que se movía, imaginando que había perdido medio minuto como mínimo durante mi despiste con el reloj. Eso haría tres minutos, incluso más. Puse en marcha el micrófono.
—El tiempo se ha acabado —anuncié—. Gracias, amigos. No queríamos haceros ningún daño, y esperábamos que vosotros sintierais lo mismo. —Evidentemente, Joshua había vuelto a conectar el cable, porque mi voz sonaba fuerte y clara. Lo cual significaba un desperdicio de buen sistema de sonido y eficiencia en las reparaciones, porque yo no tenía nada más que decir, y aunque lo tuviera, de repente tenía la boca demasiado seca para hablar. Dejé el micrófono en el asiento delantero. Entonces, con una desesperación disfrazada de valentía, abrí la portezuela y salí lentamente del coche, con cuidado de mantener las manos a la vista todo el rato. Fui caminando en torno a la parte delantera del coche, luego me subí al capó, que estaba caliente, y luego al techo del coche. Allí me quedé de pie, respirando el aire claro de la montaña y mirando todas las caras que se veían, gente que permanecía de pie en grupitos, como para protegerse, con las caras pegadas a las ventanas; familias que se agolpaban en las puertas o medio escondidos en porches oscuros, y luego empecé a aplaudir, sonoramente, sinceramente, con gran dolor, porque todavía tenía las manos tiernas por el baile con los cactus.
—¡Sacad vuestros culos inútiles de aquí ahora mismo! —aulló una voz desde las sombras.
—Sí, antes de que os echemos a patadas —añadió el tío con el bate de béisbol.
Yo seguí aplaudiendo.
—Estáis locos y no deberíais andar sueltos por ahí. —Era la voz de una anciana, llena de juicio dictado por la experiencia, malhumorada por el escándalo causado por aquellos idiotas.
Yo seguí aplaudiendo como loco.
Los gritos se detuvieron y oí mi aplauso que hacía eco en toda la calle. No conozco el sonido de una sola mano aplaudiendo, pero te aseguro que sí sé cómo sonaban dos. Me dolían las manos, pero continué con mi ovación.
Al final, una persona a la que no veía (sólo una sombra en un porche, al final de la manzana, no sabía si hombre, mujer o niño) se unió a mi aplauso. Sólo una, cierto, pero ya bastaba. Además, nadie nos abucheó. Dejé de aplaudir.
—Gracias por su paciencia —dije, y salté al suelo, abrí la puerta ante el asentimiento silencioso de Joshua, arranqué el Caddy y salimos en medio de la noche. Una partida, según mi punto de vista, no carente de cierto garbo.
Al cabo de dos millas la dignidad de nuestra salida se vio enturbiada por una luz roja, y lo que había empezado como un desplazamiento frío y clandestino se convirtió en una huida con todas las de la ley, completa, corre que te cagas, perdiendo el culo, a toda leche, sin mirar atrás.
Cuando la luz roja vino detrás de nosotros, me volví hacia Joshua para pedirle instrucciones. Estaba sujetando el micrófono por el cable y haciéndolo oscilar como un péndulo siguiendo el ritmo de la luz roja, y con la otra mano se apretaba un pañuelo color verde amarillento contra la frente. Estaba absorto en sus pensamientos o conmocionado.
Yo le dije:
—Creo que un agente de la ley nos está haciendo señales de que paremos.
—Ni caso.
—No nos dejará.
—Es una simple conjetura por tu parte, George —replicó él, balanceando aún el micrófono. Se detuvo abruptamente cuando el sheriff puso en marcha la sirena—. Esa sirena es ciertamente detestable, ¿verdad?
—A menos que estés sordo —accedí.
—Ignórala si puedes —aconsejó Joshua.
Yo mantuve la marcha justo por encima del límite de velocidad, y el sheriff venía siguiéndonos pegado a nosotros como una lapa. Al cabo de una milla más o menos, cuando entrábamos en una larga recta, aceleró y se puso al mismo nivel que la ventanilla izquierda trasera. Decidí tratarle como a otro conductor cualquiera, haciéndole señales con las luces para indicarle que tenía el paso libre.
El sheriff apagó la sirena y se puso al mismo nivel que el Caddy. Usó el megáfono que llevaba instalado en el techo del coche para emitir una petición clara y profesional:
—¡Parad, soplapollas!
—Y encima tenemos que soportar injurias contra nuestra sexualidad —le dije a Joshua, que estaba rebuscando en el asiento de atrás.
—Sí —gruñó.
—A palabras necias oídos sordos, ¿eh?
—Dentro de lo razonable.
—¡QUE PARÉIS EL COCHE O DISPARO! —ordenó el sheriff.
—Y las balas qué —pregunté entonces a Joshua.
—Deberíamos mostrar compasión por esa mentalidad gruñona y envidiosa —replicó apaciblemente, volviéndose en el asiento y mirando de lleno hacia atrás, hacia la carretera, mientras trasteaba con el micrófono en la mano.
—¡AHORA, HIJOPUTAS! —atronó el megáfono.
Lo siguiente que oí fue la voz de Joshua, todavía plácida, pero a un nivel de decibelios que estaba muy por encima de la capacidad del insignificante megafonito del sheriff:
—Señor, no reconocemos su autoridad para detener a unos científicos en plena investigación ni a unos peregrinos en su camino.
Miré a un lado para ver cómo respondía el oficial a aquella modesta objeción justo a tiempo de verle levantar del suelo un arma del calibre 12 con el cañón feo y recortado. Se oyó un poco de ruido estático que chisporroteaba en el megáfono, seguido por un grito ahogado por la rabia:
—¡AHORA MISMO, CABRONES!
—¡UNA MIERDA! —aulló Joshua.
No sé quién se sobresaltó más, si el sheriff o yo. Como si se hubieran visto barridos por el vendaval sónico del sistema de sonido de Joshua, el Caddy y el Dodge se apartaron el uno del otro. Yo recuperé la dirección pero él no. Sin embargo, consiguió bajar la marcha lo suficiente para que, cuando se cayó en la cuneta y se llevó por delante treinta metros de alambre de espinos, éste no se le enrollara.
—Para —recomendó Joshua.
Yo detuve el coche y miré hacia atrás. La luz roja todavía parpadeaba, pero de una forma errática. La luz interior se encendió y vimos que el sheriff saltaba fuera e inmediatamente se ponía a chillar, enredado en el alambre de espinos.
—Está bien —dijo Joshua—. Sólo ha quedado inutilizado por su propia rabia y nuestra magia. Dejémosle aquí, preferiblemente a toda prisa. —Puso en marcha el botón del micrófono y murmuró, alegremente—: Buenas noches, oficial.
Yo volví a la carretera y metí el pie en el acelerador, subiendo a los tres dígitos en quince segundos.
Al cabo de un minuto Joshua me preguntó:
—¿A qué velocidad viajamos?
—A unas ciento diez.
—¿Es necesario?
Pensé un momento.
—Pues en realidad no. Pero has dicho: «A toda prisa», y yo, dada la probabilidad de que hubiese persecución, he encontrado muy reconfortante la velocidad.
—Entonces disfrútala, de verdad. Y si contribuye a nuestra seguridad, mejor que mejor.
—Hablando de huidas, Joshua, no sería mala idea librarse de la caja plateada y su contenido… es una prueba que realmente puede ponernos contra la pared. A menos que no quieras desprenderte de ella. Por una especie de apego sentimental o lo que sea.
Joshua sonrió.
—Ya había decidido dártela como agradecimiento por tu ayuda. Un regalo para el que regala. Puedes hacer con ella lo que quieras.
—Joshua, ¿no te ha dicho nadie que eres un tío muy cuco?
—Siempre he pensado que la generosidad es la más fácil de todas las virtudes.
—Gracias —dije, como reconocimiento.
Joshua asintió a su vez.
—Muy bien. Pues disfrútalo. He pasado meses preparándolo.
—¿Puede reproducir discos de cuarenta y cinco?
—Sí. De hecho lo del tren es un disco de cuarenta y cinco.
—¿Te importa que ponga algunos discos de la colección de una amiga en mi nueva máquina? ¿Lo más alto posible?
—Rock-and-roll, supongo. —No parecía entusiasmado.
—Pues sí —dije.
—¿Como castigo, o simplemente es un intento de persuasión?
—Ninguna de las dos cosas —dije entonces—. Es una celebración.
—George —susurró Joshua—, no es demasiado deportivo flagelar a un hombre con su propia retórica; nuestras bocas suelen ser más grandes que nuestros corazones.
—Mala suerte.
Empezamos con «Maybelline» de Chuck Berry, seguido por «Shake, Rattle and Roll» de Jerry Lee Lewis, que era precisamente lo que hacíamos, y seguimos con cuatro pastillitas de speed para mí y una para Joshua, bendito fuera, que decidió que al menos debía escuchar la música en su contexto adecuado. Incluso le vi marcar el ritmo con el pie unas cuantas veces mientras miraba fijo hacia la carretera, perdido en unas maravillosas erupciones mentales que yo ni siquiera podía imaginar, o que sólo imaginaba como las mías propias.
Siguiendo la sugerencia de Joshua, fuimos conduciendo al azar hasta bastante después del amanecer. Su teoría sostenía que podíamos confundir a cualquier perseguidor si nos confundíamos nosotros también; que los perderíamos perdiéndonos nosotros. Perdernos, sin embargo, resultó bastante difícil. Normalmente llegábamos a un punto sin salida y teníamos que dar la vuelta en redondo, de modo que más de una vez yo tenía la vaga sensación de haber estado ya por allí antes. Joshua decía: «Coge la siguiente a la derecha, y luego nueve minutos hacia adelante y la séptima siguiente a la izquierda». Casi siempre acabábamos ante una verja o una carretera sin salida. Además, había frecuentes señales de carretera diciéndonos dónde estábamos y cuánto faltaba para el siguiente lugar. Pero funcionó. Vimos a algún que otro policía, pero ninguno pareció vernos a nosotros.
Joshua y yo nos separamos en Truth or Consequences, Nuevo México, una ciudad que eligió él en un letrero como lugar apropiado para nuestra despedida. Le dejé nada más llegar a los límites del pueblo, a una distancia corta del siguiente batido del Dairy Queen que estaba a punto de abrir. Me dio las gracias por el viaje y por la noche memorable. Yo le di las gracias por la caja plateada de música y por haberme hecho sentir que era posible. Me entristeció despedirme de él.
Tomé la 25 hacia el sur, hacia Las Cruces y la intersección con la 10. Buscaba algo de compañía, pero nadie hacía dedo en la carretera. Echaba de menos la presencia rara pero en cierto modo tranquilizadora de Joshua, y eso, junto con la sensación de estar exhausto hasta la médula y emocionalmente agotado tras los brotes de adrenalina nocturna, me dejó melancólico. Es del conocimiento común que la mejor cura para la melancolía es la música, de modo que puse a Little Richard a todo volumen y le oí delirar por una mujer llamada Lucille.
Sin duda la música ayudaba a alejar la tristeza, pero lo que más ayudó fue una tarde tranquila pasada a las orillas del Río Grande, contemplando la ancha extensión de agua sucia que iba pasando. Me había parado a echar una meadita rápida, pero cuando tuve la vejiga vacía me sedujo el curso tranquilo del río. Decidí descansar media hora y acabé allí sentado casi hasta el anochecer. Echando alguna cabezada de vez en cuando, contemplaba el agua que iba moviéndose, calmado por su fuerza amplia, sucia, inevitable. Cuando al final puse en marcha el Caddy me sentía como si hubiera disfrutado de una buena noche de sueño. No quedaba nada de la melancolía, excepto la sombra que casi siempre permanece en el fondo.
Me detuve en El Paso para poner gasolina y enfrentarme al trayecto del West Texas. Yo también recargué el depósito con dos tacos del Rancho de Juan, Tacos Para Llevar. Me comí el primero y di un par de bocados al segundo, y después cinco benzedrinas. Así fortalecido y con la mente clara, puse «Little Darlin» de los Diamonds en la caja y emprendí la lenta curva hacia el este, hacia el país de las montañas.
Incluso tenía algo parecido a un plan. Iba a conducir hasta Houston, registrarme en un motel, dormir hasta que me despertara, comer, luego ir a la biblioteca o adonde fuera necesario para averiguar dónde habían encontrado reposo exactamente los huesos del Bopper. Estaba seguro de que le habían enterrado en su ciudad natal, o bien en Beaumont, pero era el momento de asegurarse. Tenía que haberlo hecho antes. Me había descuidado bastante, una verdad que reconocí con calma y que me prometí cambiar con calma, también. Sí, no había ninguna duda al respecto: ya era hora de ponerlo todo en orden, de una vez. Noté una oleada de decisión y supe que lo iba a conseguir. Estaba cerca del final, a punto de entregar.
Clint, Torillo, Finlay, arriba hacia Quitman Range cuando la luna ya se alzaba, pasando por Sierra Blanca y abajo hacia Eagle Flat y luego siguiendo hacia Allamore, Van Horne, Plateau, cogí la West Texas a todo galope, volando por la carretera, movido por esa combinación tan relajante de drogas y rock-and-roll.
«Pow! Pow! Shoot’em up now… ah-hoooo, my baby love’s em Western Movies». Desaparecía la melancolía, hasta la sombra desaparecía. No necesitaba ni a Joshua, ni a Kacy, ni dormir tampoco. Recuerdo haber repetido una y otra vez durante millas y millas una letra para mi propia canción: «Yo mismo, este momento, este viaje». En serio.
Paré a repostar en el Área de Camiones Texaco del cruce 10-20. Un chaval escuálido me acorraló a la salida del lavabo de hombres y me pidió que le llevara a Dallas. Sólo sus ojos ya eran causa probable de detención, y su aliento apestaba tanto a vino barato que habría dejado tiesa a una serpiente de cascabel. Le dije que iba hacia otro lado, a Houston, y que de todos modos no quería compañía, que por primera vez desde hacía muchísimo tiempo disfrutaba estando solo.
Retrocedí a la 10 mientras Little Richard aullaba «Tutti Frutti» hasta darme escalofríos. Con una rapidez y una precisión que avergonzarían a cualquier ordenador de hoy en día, yo calculaba el tiempo y la distancia, comprobaba mi sistema neurológico en busca de pruebas de fatiga, pensaba en todas las necesidades intrínsecas e intangibles, y determinaba que siete anfetas era la dosis óptima. Me las tomé con una cerveza fría. El camino a Houston iba a ser largo y vacío…, exactamente lo que yo deseaba. Me acomodé bien en el asiento afelpado del Caddy, bajé una ventanilla para que entrara aire fresco, coloqué los dedos en torno al volante y le metí caña hasta que las estrellas empezaron a emborronarse. Yo era como un cohete blanco en un muro de sonido, puro, poderoso, presto a tensarse y entregar el regalo, besar con la rejilla del Caddy la lápida del Bopper, empapar el asiento trasero de gasolina y luego quemar la carta de Harriet y arrojarla a la pira, como una pequeña antorcha, un chispazo que prendería un fuego magnífico, un monumento de amor y de constancia. Sí, mamá, sí. Salvaje, en tierras salvajes. Uamba-buluba. Flores y raíces.
Y allí, justo allí, precisamente en el punto diamantino de la decisión más completa, acunado por aquella música que quemaba puentes, plenamente comprometido con mi destino desconocido, capté el sombrío aspecto de Johnson el Zumbado en el halo de los faros y me desdije. No del todo, claro está, ni tampoco inmediatamente, pero sí que di un brusco giro hacia la izquierda, de noventa grados hacia el norte.
Más tarde me pregunté por qué, dado mi humor, pensé siquiera en detenerme, pero el hecho es que me estaba deteniendo antes de pensarlo. Sería un impulso neurológico, un reflejo social, no lo sé: me dejé llevar por él. Si era sabio o estúpido, afortunado o maldito, son juicios que te dejo a ti. Antes de extraer una conclusión, déjame que te describa a aquel hombre tal y como lo vi, las impresiones que tuve a la luz de los faros, a medida que aminoraba, los detalles más precisos al ir acercándose… y te pido que consideres lo que habrías hecho tú dado un estado de ánimo y circunstancias similares, en ese mismo lapso de tres latidos del corazón, en que tuve que decidir.
El color de su sombrero de ala corta por sí mismo ya te obligaba a detenerte. Era de un color rosa flamenco, al que sólo le faltaban tres decibelios para resplandecer en la oscuridad, y se veía apenas matizado por una banda de raso de un color lila fluorescente. El sombrero quizá no lo detuviera a uno, pero no sería por no haberlo visto.
Era alto, uno ochenta y cinco o uno noventa.
No hacía dedo ni parecía que levantase dedo alguno ni menease el brazo. Estaba ahí, alto y quieto.
Llevaba un objeto de forma más o menos cuadrada, brillante y moteado de blanco, que al examinarlo más de cerca resultó ser una Biblia del Rey Jaime encuadernada con la piel de algún lagarto sudamericano.
Esbelto, pero sin que pareciese flaco de ninguna manera.
Negro. Eso sólo habría hecho que me detuviera, con toda seguridad. Un hombre negro haciendo autoestop en una carretera de Texas a las dos de la mañana en 1965 o bien era un verdadero temerario, un desesperado con algo de sobrenatural, o bien era muy tonto… y cuál o cuáles de esas opciones serían las correctas es lo que me pareció intrigante.
Sospechaba que era simple intrepidez, la que procede de una profunda sensación de protección celestial, porque iba vestido como un clérigo, y aunque Johnson el Zumbado era ministro de la iglesia y por lo tanto un hombre sagrado, también era, como revelaba su vestimenta, un hombre elegante en lo profano. Llevaba una levita de terciopelo negro, de severo aspecto pero muy bien cortada y elegante. Los pantalones también eran de terciopelo negro, bien ajustados y de caída impecable. Un suéter de alpaca negra. Llevaba alzacuellos también, pero con una variación de color: en lugar del cuadrito blanco almidonado en la garganta, llevaba un trocito de raso color lila resplandeciente cortado del mismo género fluorescente que la banda de su sombrero. Al atuendo básico eclesiástico añadía una capa de terciopelo negro forrada de seda teñida con un tono idéntico al del sombrero. Un par de botas de vaquero de piel de serpiente completaban el conjunto.
Me detuve y me acerqué a abrir la portezuela del pasajero.
—Voy a Houston o a cualquier sitio en el camino.
Arrebatos se agachó para mirarme con sus ojos castaños oscuros. No parecía desconfiado ni nervioso, sino lánguidamente alerta. Tenía los labios anchos y gruesos, y cuando sonreía mostraba unos dientes fuertes y blancos. Se inclinó y colocó la biblia encuadernada en piel de lagarto en el asiento delantero con suavidad, pero él no entró.
—Un momento, por favor —requirió, con una voz dulce de barítono, levantando un largo dedo.
Pensé que iba a recoger un equipaje que yo no había visto o a desaguar, pero por el contrario, dio la vuelta al Eldorado, tocando el capó y la rejilla delantera, pasó las manos por el cromo y por el techo, por las luces traseras en forma de bala y asintió rápidamente, canturreando suavemente para sí, mientras hacía el circuito:
—Sí. Es sólido. Caramba, caramba. Largo y sólido. Oooh, sí. Real y seguro. Muy, muy, muuuy seguro, demasiado, demasiado seguro y todo.
Y dio toda la vuelta hasta la portezuela del pasajero abierta. Se metió dentro, cogió su biblia, cerró la puerta con suavidad y me dedicó una sonrisa radiante.
—El Espíritu Santo debe de amarle mucho para dejar que viaje en un coche tan resistente.
—En realidad es robado —le confesé.
—Bueno, es igual, sí. —Parpadeó—. A veces uno se ve obligado a recoger el botín celestial con sus propias manos, eso lo acepto, pero entonces la situación es mala, ¿me comprende? Significa que la ley lo andará buscando. Significa que lo encontrarán, que me encontrarán a mí dentro, y, no falla, son cinco años en chirona, si uno es negro y está en Texas, y resulta que a mí me pasan las dos cosas, y ésas son condiciones que no permiten demasiada inocencia y no admiten justicia. Y como a mí realmente me gusta muchísimo el aire fresco y los espacios abiertos y la suave carne femenina y todas las Sagradas Manifestaciones de la Luz Omnipotente, pues no tengo tiempo para perder ese tiempo, ¿me comprende? Así que, que Dios le bendiga por ofrecer a un alma peregrina un refugio en su camino, pero es mejor que siga sin mí, aunque me duela decirlo.
—Bueno, me parece bien —dije, y esperé a que saliera del coche.
Pero él se arrellanó en el asiento, levantó los ojos hacia el cielo en busca de guía y luego los cerró mientras suspiraba y decía para sí:
—Zumbado, estás listo si la ley de los blancos te cae encima; el negro lo tiene claro. Un hombre blanco y uno negro en un Cadillac robado con matrícula de California, ¿quién van a creer que lo ha robado? Aunque este blanquito que tienes a tu lado confesara cien veces hasta llegar a la Corte Suprema, a ti te iban a caer cinco años. Ya puedes estar seguro.
—Robado —interrumpí sus divagaciones— quizá sea una palabra demasiado fuerte. Legalmente, tengo un montón de documentos ilegales que explican que simplemente estoy transportando este coche a una ceremonia en memoria de alguien. Ya me han detenido una vez, al salir de Frisco, y los papeles colaron. Y…
—Sí —replicó el Zumbado, ansioso—, sigue, sigue.
—Y moralmente, en realidad voy a entregar este coche como regalo de amor de una solterona a la que la música abrió los ojos.
—¡Uaaaau! ¡Más! —Arrebatos me aplaudía—. ¡Más, más!
—Pero debo decirte que esta mañana un sheriff que iba en persecución de un coche cuya descripción se ajustaba mucho a la de éste se salió él solito de la carretera, aunque él quizá piense que alguien le obligó a salirse.
—Eso sí que es malo. Se podría malinterpretar como intento de asesinato o alguna mierda de ésas.
—Sin embargo —continué—, eso fue en las montañas de Nuevo México, y como he dicho, fue esta mañana, y el tiempo «es» distancia.
El Zumbado asintió, pero sin convicción.
—Y observarás que en el asiento trasero llevo una caja con unos doscientos discos de rock-and-roll y un sistema de sonido de aspecto algo extraño, tan potente que te hace volar la tapa de los sesos.
El Zumbado se iluminó.
—Eso es mejor, sí, ahora ya volvemos al buen rollo, ése es el tipo de música que me gusta escuchar.
—Y…
—¡Vamos, sigue! —me apremió Arrebatos.
Lo hice.
—Y en la guantera llevo un bote con casi novecientas pastillas de anfetamina, recién salidas de fábrica.
—¡Señor Misericordioso! —gritó Arrebatos, con las palmas levantadas hacia el cielo, signo de jubilosa rendición—. Será mejor que nos las tomemos todas para que la ley no las coja como prueba.
Esa estrategia me pareció muy sabia. Houston todavía estaba muy lejos en el horizonte, y yo notaba que el cansancio me iba venciendo. Además, como había observado astutamente Arrebatos, no tiene sentido dejar pruebas incriminatorias por ahí. Ambos tomamos un puñadito cada uno, aunque el Zumbado tenía las manos más grandes.
Yo saqué la caja de los discos del asiento trasero y se los tendí.
—Ahora pones tú los discos.
—¡Bien! ¡Me encanta! Y ahora preparaos para la emisora KRZY que os hará estallar los sesos, el reverendo Arrebatos Johnson llevará la batuta y os regalará los oídos con un poco de gospel.
—Bueno, reverendo Zumbado —dije, volviendo a sacar el Caddy a la carretera—, estás viajando con el irreverente George: me alegro de tenerte a bordo.
—Choca esos cinco —dijo, extendiendo la mano.
Yo la estreché.
—Y ahora, quizá entre disco y disco podrías explicarme tus filiaciones religiosas y la naturaleza exacta de tu ministerio, porque nunca en mi vida he visto un hábito tan elegante, ni un clérigo que tome anfetas en lugar de la hostia de la comunión. Siempre me ha parecido, y ciertamente mi experiencia me lo confirma, que las anfetaminas son obra del diablo.
El Zumbado bufó.
—El Señor hizo al diablo para que jugáramos con él. Lo hizo todo, todas las cosas y todos los seres; lo es todo, y estará ahí mucho después de que el toque a rebato de las campanas nos conduzca hacia la Luz Infinita. Lo que hay que comprender es que no hay salvación si antes no hay algún pecado del cual salvar tu alma. De otro modo, todo sería una mierda aburrida y yo me quedaría sin trabajo.
—Estoy preparado para la conversión. ¿Cómo se llama tu iglesia?
El Zumbado gruñó… debido a la desesperada situación de mi estado espiritual, pensé al principio.
—Tío —suspiró con fuerza—, toda mi vida he sido un desastre para los nombres.
Se explicó con más detalle mientras íbamos bajando por la carretera, acompañando con su voz de barítono todas las canciones que sonaban por los altavoces mientras yo iba comiéndome las líneas blancas y convirtiéndolas en una sola tira brillante, todavía felizmente inconsciente de que me conducían hacia el interior del laberinto, y no fuera.
El Zumbado se dirigía a su hogar en Houston después de nueve años de andar zascandileando por Los Ángeles. Se había ido a los quince años, cuando sus padres se separaron; mamá ya no soportaba las borracheras de papá, y papá no podía soportar su trabajo de conserje nocturno en el edificio de la Texaco sin pegarle un poco a la botella. El Zumbado era el hijo menor, y se llevaba seis años con la última de sus tres hermanas, que ya estaban casadas y se habían ido de casa cuando los viejos se separaron.
—No había motivo para quedarnos, ninguno de nosotros —explicaba—, mamá, papá o yo.
El Zumbado no era su verdadero nombre.
—Me pusieron Clement Avrial por mi abuelo, pero con todo el respeto por la tradición, Clem era un nombre que no me pegaba nada. Parece que acabas de volver de destripar terrones y tienes el mismo coeficiente intelectual que un gorrino. De modo que cuando me fui a la costa me cambié el nombre y me puse Onyx… y bueno, tío, tenía quince años, quería un poco de emoción en mi vida. En cuanto llegué a Los Ángeles me busqué una puta blanca, una chica de esas que tienen debilidad por los jovencitos negros y tiernos como yo.
«Justo después de hacerlo (y estamos hablando de la primera vez, eh, de mi virginidad), yo todavía ahí echado encima de ella, hecho polvo por el polvo y jadeando, ella empieza a soltar risitas como hacen las chicas y cada vez se reía más y más hasta que acaba riendo como loca. Le pregunto por qué se ríe tan fuerte, y a ella le cuesta un minuto entero poder contestarme. “¡Onyx!”, chilla, y se ríe a carcajadas. Y allí estoy yo, sin saber qué hacer, sin distinguir mis pies de mi nariz, ni mi polla de un caramelo de palo, pero una cosa sí que sabía seguro, y es que no quería tener un nombre que fuera una broma que no pillo. Así que me bajé de allí, me vestí y me fui hacia la puerta. Ella sigue riéndose todavía. Ah, las mujeres, qué sufrimiento maravilloso. Aprendí en seguida a quererlas, nada más, y no pretender comprenderlas. Es una especie distinta. Pero ya lo ves, el Señor no comete errores, sólo crea misterios… y, tío, de verdad que hizo uno muy grande al crear a las mujeres».
«Bueno, el caso es que yo no tenía nombre. Se había quedado en Johnson a secas. Decidí que si no las podía deslumbrar con mentiras, les daría misterios. Y funcionó, sí… enganché a un buen puñado… pero claro, seguramente debía de ser por mi belleza natural y mis movimientos suaves. Intenté poner a trabajar a un par de chicas, pero Los Ángeles es un coto vedado y son malas calles, ya me comprendes… Pisé unos cuantos pies de peces gordos, metidos en zapatos de cien dólares, y conseguí que me zurraran bien mi bonita cara de chavalín de dieciséis… bueno, lo bastante para pasar unas semanitas en el hospital General de Los Ángeles bebiendo por una pajita. No fue nada divertido, pero consiguió abrirme los ojos a base de cerrármelos por la hinchazón, se podría decir».
«Cuando salí cojeando del General, decidí que iba a hacer las cosas al estilo americano. Encontré trabajo lavando platos en Denny en el turno de noche. Alquilé una habitación tan pequeña que si se te ponía dura, te chocaba contra la pared. Lavé tantos platos que no me daba ni asco, de tan deslomado que acababa. Empezar por lo más bajo y luego ir subiendo, ése era mi plan. Leía los anuncios de “Se busca” como si fuesen un mapa hacia la Mina de Oro, y en cada entrevista sonreía mucho y me lustraba mucho los zapatos, pero no lo llaman “trabajo de negros” porque haya un montón de gente haciendo cola para cogerlo, ya sabes a qué me refiero. Yo iba avanzando pero siempre de lado, un curro de mierda tras otro, hasta que me miré la cartera al cumplir veinte años y no tenía ni cinco, ni para una botella de vino barato y una mamada. La vida es estupenda, eso es verdad, pero, tío, esas mierdas le pueden joder a uno».
«Así que empecé a trabajar otra vez en la calle, esta vez con mucho, muchísimo cuidado, con chanchullos baratos. Ya sabes de qué va: hierba al por menor, lotería clandestina y pequeñas estafas, material robado tan caliente que sólo con mirarlo te producía quemaduras de tercer grado. Y cuando tu margen es el diez por ciento del precio en la calle, sólo tienes suerte la noche que consigues liquidar un anillo de brillantes. Yo era malo, pero un malo de poca monta. Un malo perdedor. Iba hacia abajo como esos dinosaurios que se cayeron en el pozo de alquitrán. Empezaba a emborracharme y a meterme heroína o morfina de vez en cuando, y a dormir allí donde caía. Tenía el alma por los suelos».
«Pero la tarde del 7 de enero del año pasado, cuando iba tan borracho que ya no cabe más, me despisté al doblar la esquina de la tienda de licores y acabé delante de un edificio de cemento con una cruz de neón morada encima de la puerta de roble, con un cartel que decía: “Iglesia del Júbilo Eterno de Bessie Harmon”. Me volví en redondo para apartarme como de la peste de aquella mierda, pero se me enredaron los pies de borrachín y caí hacia la puerta. Y aquella puerta vibraba, tío. Puse la oreja contra ella, y escuché un centenar de voces humanas que cantaban gospel. Abrí la puerta y entré en una habitación con olor a almizcle de emoción y llena de caras negras y brillantes todas levantadas hacia el cielo cantando, con los ojos cerrados, cantando con toda su alma, y de repente, ¡pum!, las voces se callan y Bessie Harmon sube al púlpito y grita, con una voz que era como una trompeta de cristal: “¿Queréis sentiiiiiiir el júbilo poderoso y eterno?”.
«Y cien voces contestaron “sí” con una sola voz… ciento una, porque yo supuse que no me haría ningún daño sentir un poquito de aquello también, viendo lo poco que había disfrutado últimamente».
«Bessie dejó que el silencio reposara durante un momento y luego dijo, con una voz dulce, natural: “Pues es muy fácil”. Y se inclinó hacia afuera, con su dulce rostro brillando como una luna negra, y susurró: “Lo único que tenéis que hacer es abrir vuestro corazón”.
«Hice lo que ella decía, abrí mi viejo corazón destrozado, y la Luz entró a raudales y me inundó tanto que me sentí abrumado, allí mismo. Cuando empezaron de nuevo a cantar, yo estaba ya con ellos, y bailaba por el pasillo como un hombre que nunca volverá a estar vacío».
«Me fui a casa con la señorita Bessie aquella noche, para que me dedicara un ministerio personal, y ella fue introduciendo la gracia en mi interior mientras yo le introducía otra cosa a ella, y me dijo: “Había visto a gente extasiada con la luz o con la música, pero tú eres un puro arrebato, Johnson, y no puedo esperar a tenerte cerca”. No pensaba dejarla colgada, ¿verdad? Y cuando ella empezó a gemir en voz alta: “¡Oh, Señor, Señor!” con esa profunda voz de manantial, supe que Él escuchaba nuestras plegarias humanas, alto y claro».
«Bessie me llevó a la iglesia y me alojó en su casa para continuar su ministerio personal. Empezó a leerme la Biblia y a enseñarme los himnos y a saltar y agitarse cuando el espíritu la movía… y era una mujer llena de espíritu, vaya que sí. Si alguna vez tienes la suerte de oír a esa mujer, Bessie, cantando “Amazing Grace” echada en la cama desnuda sobre unas sábanas de seda, es probable que también tengas una experiencia religiosa que te deje tan pasmado como hablar con los propios ángeles».
«Bessie me metió en el rollo este de predicar. Parecía que me salía de una forma natural, como si me hubiera esperado ahí toda la vida, escondido y acechando su momento. Bessie me enseñó a predicar a lo grande, como el más devoto, una parte de Biblia, otra parte de estilo y las noventa y ocho restantes de alma y corazón. Yo le hacía caso. Al cabo de cinco meses me nombró ministro auxiliar de los Testigos Auténticos, y me entregaba el diez por ciento de la recaudación.
«A final de año teníamos la iglesia de bote en bote. Mi misión era calentarlos… que notaran el fuego del infierno que les lamía los pies. Yo les machacaba como un martillo, abría la tapa de todos sus pecados y sus miserias, les hacía retorcerse de culpa y fracaso, y entonces salía Mamá Bessie y elevaba sus pobres almas hasta la beatitud celestial. Pero, tío, aunque sacábamos dinero a espuertas, yo no podía soportar eso de hacerles sudar así, de hacerme el duro. Yo quería elevarles al cielo, pero Bessie no lo aceptaba. Yo quería añadir algo de guitarra eléctrica, un poco de bajo, un toquecito de percusión a lo de cantar himnos. Bessie decía que ni hablar, y nunca pude hacerlo. Además, ella era una mujer inquieta y le echó el ojo a un mulatito muy guapo. Llego a casa la otra noche, me dice que por qué no me hago el despistado por una noche, porque tiene que hacer un trabajito de salvación de emergencia con Sammy (el gatito, ese mulato, ¿comprendes?), que tenía no sé qué crisis espiritual en los pantalones. Y bueno, yo soy un hombre que sabe perfectamente cuándo estorba, y ya era hora de que “alguien” hiciera un movimiento, de modo que me guardé el dinero del cepillo de camino hacia la puerta».
«Y ahí estaba yo en el centro de Los Ángeles, con la ropa vieja que llevaba puesta y esta Biblia que me regaló Bessie cuando cumplí veintiún años y trescientos y pico dólares para mantenerme, de pie en un rincón cualquiera a medianoche, con la melancolía en el corazón y sin ninguna idea de lo que iba a hacer, cuando el Señor va y me dice, tan claro como te lo estoy diciendo a ti ahora: “Vete a casa, Zumbado; vete a casa y florece”. Y cuando el Señor habla, tú le haces caso… y rápido, tío. Tenía que elegir entre un coche usado y ropa nueva, y me imaginé que no podía sacar gran cosa de los trescientos, pero sí al menos mejorar un poco mi guardarropa, así que me decidí por la ropa… Al Señor le gusta que sus evangelistas vayan bien vestidos y no parezcan filósofos yanquis pobretones o alguna mierda de ésas».
«Bueno, y aquí estoy, o casi. Lo que tengo pensado fundar en mi ciudad natal, Houston, es la primera iglesia del mundo con rock-and-roll. Llevar la Luz con toda la fuerza a los jóvenes, para que sepan que sus cuerpos y sus almas son una misma cosa y que el placer no es pecado, al menos según mi evangelio. Y eso supongo que me dará unos buenos ingresos, una vez lo ponga en marcha. Quizá me diversifique un poco y abra también un par de asadores de chuletas. El Señor me ha metido en esto, así que supongo que es para bien. Tengo la sensación de que no puede fallar. Quiero decir que hay tres cosas, por lo menos, que los negros hacen mucho mejor de lo que hayáis soñado jamás vosotros, los blanquitos, y que son: cantar blues, hacer las chuletas e ir a la iglesia».
«Y eso me devuelve de golpe a mi problema con los nombres. Con lo de “Zumbado” ya tengo cubierto el tema personal, pero ahora necesito un nombre para mi iglesia. Algo que explique lo que es… ¿lo captas? Y que les enganche. Algo atrevido, pero también elegante. He estado dándole vueltas en el coco entre viaje y viaje. Te voy a decir un par de nombres, a ver qué tal te suenan. Éste, por ejemplo: la Sagrada Iglesia del Júbilo Impresionante. Demasiado, ¿eh? Y espera que te diga otro: Primera Iglesia del Éxtasis del Exitazo Monstruoso. Bueno lo de “monstruoso”, ¿eh? ¿Tú crees que asustará a los niños? Y también tengo éste, más tranquilo y suave: Iglesia del Alma Plena del Puro Deleite. ¿Y qué tal Iglesia Conmovedora del Gozo Rockero? ¿Iglesia del Gozo Rockero del Evangelio Atómico? No sé, algo moderno…».
Yo también aporté una sugerencia:
—¿Y por qué no algo más sencillo? ¿Algo como Iglesia de la Fe?
El Zumbado se mostró ofendido.
—Es demasiado blanco y reprimido. No tiene nada de marcha, tío. ¿Eres unitario o algo así?
—Bueno, ¿y qué te parece la Iglesia de la Fe Rockera de la Luz Salvaje y Agitada y la Gloria Demoledora?
—Bien, bien. Ahí vas bien.
Eso me animó.
—Pues mira ésta: Iglesia del Torbellino de la Inimaginable Algazara.
—¡Vaya! ¡Qué buena, colega! Pero ¿qué es eso de «algazara»? Conocí en Watts a una chica que se llamaba algo parecido y que llevaba unos pantaloncitos cortos color rosa pintados con spray y tenía un culo que hacía que se te parase el corazón…
—Es una palabra que significa «felicidad» —expliqué.
—Me parece muy bien, pero no quiero una congregación donde tengas que poner un puto diccionario con el libro de himnos.
—Vale —dije yo—, entonces deberías buscar un nombre de algo en lo que tú realmente creas. Es tu iglesia, ¿no? Algo como la Iglesia del Corazón Abierto y la Inundación de Luz.
—Sí, ya había pensado en eso —dijo el Zumbado—, pero lo de «corazón abierto» parece una operación de cirugía o algo… Pero ya entiendo lo que quieres decir. A ver qué te parece ésta: la Iglesia del Pepinazo del Evangelio del Gozo Eterno.
Y seguimos, y seguimos, la conversación derivando aquí y allá, una juguetona contienda de speed y ritmo, intercambiando solos sobre cualquier melodía que iba apareciendo. No salió nada en limpio, pero nos divertimos mucho.
El sol intentaba salir ya cuando nos paramos a comprar gasolina y donuts en un Gas Mart a las afueras de Austin. La escarcha brillaba en el cemento manchado de gasolina de los surtidores de la gasolinera. Los donuts ya estaban rancios la semana anterior, de modo que nos tomamos un poco más de speed para acabar de digerirlos. Yo empezaba a sentirme embotado y rígido. La pálida luz del amanecer hería mis ojos en carne viva, y los músculos del cuello y los hombros los notaba retorcidos y más tiesos que las tuercas del volante del Caddy. Necesitaba un baño caliente y dormir un día entero. Tenía ganas de llegar a Houston.
El Zumbado husmeaba entre los discos cuando nos metimos por el acceso cubierto de escarcha hacia la carretera de nuevo, y yo puse la velocidad de crucero, con la aguja clavada y fija entre el nueve y el cero.
—Éste es un botín celestial, verdaderamente —rió el Zumbado, sacando un disco y leyendo la etiqueta a la luz que iba en aumento—. ¡Ah, sí! Con la cabeza llena de voltios, y buena música para el tocadiscos, y un coche tan guapo que podría ser el mismísimo carro del Señor que entra por las Puertas Celestiales. Además creo que vas a entregar un regalo en una ceremonia conmemorativa de alguien de parte de una viuda o no sé qué, ¿no?
—Lo de la ceremonia conmemorativa es la excusa. Y era una solterona, no una viuda. Voy a entregárselo al hombre que supo conmoverla. Ahora mismo lo tienes en tus manos: el Big Bopper.
—¿El Bopper? —El Zumbado me miró con reserva—. Pensaba que el Bopper se había matado con Holly y Valens.
—Exacto. Murió justo antes de que ella le enviase este Caddy como regalo. Lo tenía ya preparado para enviarlo. Lo metió en un almacén cuando se enteró de la triste noticia.
—Ah, tío, qué triste. —El Zumbado dio unos golpecitos consoladores en el salpicadero—. Una máquina como tú metida en un rincón oscuro…
—Y luego, cuando ella murió —continué—, el idiota de su sobrino lo heredó.
—Me estás rompiendo el corazón.
—El sobrino está hasta el cuello de deudas de juego. Él y ese delincuente del Mugre (que es el cerebro) lo aseguraron por su valor máximo como si fuera un artículo de coleccionista o un artefacto cultural o no sé qué, y yo tenía que fingir que lo había robado antes de estrellarlo.
—Tú lo estrellas y ellos recogen la pasta… ¿de eso va la historia?
—Sí, así era. Yo lo robaba y me iba. Y aquí estamos.
—Ya lo veo —asintió el Zumbado—. Y como humilde siervo del Señor, mi corazón me dice que esto es correcto, a sus ojos.
—Me alegro mucho de que tú y el Señor estéis de acuerdo.
—Por supuesto, no creo que la ley te dé unas palmaditas en la espalda por ser buen chico y te deje suelto sin más ni más, porque hay motivos para que la dama que lleva la balanza en la mano tenga los ojos vendados. Y esos dos tipos que dices probablemente no se sentirán abrumados de alegría… de hecho, quizá hayan marcado ese número en el que responde el tipo de gente a la que le gusta oír el chasquido de los huesos.
—Ajá, ése es el tipo de ruido que hicieron cuando les dije cómo estaba la cosa, pero yo tengo las pruebas para llevármelos conmigo, y me aseguré muchísimo de que ellos comprendieran que era así.
—Es decir: si vives. Pero digamos que esos matones te aplastan a ti y a esta bonita pieza de automoción… Ellos recogen el dinero y tú quedas aplastado.
—Primero tendrán que encontrarme, y luego cogerme.
—Y no saben adónde vas, ¿no?
¡Ah, mierda! La carta de Harriet. Cory Bingham la había leído, y yo le había dicho al Mugre que llevaba el coche al lugar donde debía estar. ¿Había sido demasiado claro? De pronto, el súbito latigazo oscuro de adrenalina provocado por el miedo había cerrado la llave de la memoria.
—No tienes buena cara —señaló el Zumbado.
—Bueno, se lo pueden imaginar, pero yo diría que es una apuesta con muy pocas probabilidades.
—¿Están relacionados esos tíos?
—¿Relacionados con qué?
—Quiero decir —dijo el Zumbado pacientemente— que si tienen amigos, familia o socios de negocios aquí, en el estado de la Estrella Solitaria, a los que una llamadita por teléfono pueda advertir mucho más rápido de lo que tú conduces.
—Pues no lo sé. Uno de ellos, quizá. Pero lo que quieren conseguir son cuarenta o cincuenta de los grandes como máximo, y tú hablas de un esfuerzo que les saldría muy caro.
El Zumbado meneaba la cabeza.
—Conozco a algunos tipos con el alma tan retorcida que son capaces de liquidarte sólo por seis cervezas y unas risas. Hay tipos de esos por todas partes. Y esa gente hace lo que sea sólo para hacerse un nombre o para impresionar a un tipo importante. No siempre se trata de dinero; el tipo importante salva la cara y da buen ejemplo a los chicos.
—Reverendo, no me estás levantando el ánimo precisamente.
—Primero tienes que comprender cómo están las cosas. No estamos hablando solamente de ti. ¿Qué pasa con la gente del Bopper? Si les das este bonito automóvil, podrías entregarles en realidad un regalo envenenado.
—Espera un momento —dije, viendo que me había entendido mal—. Estoy hablando del Bopper en persona.
El Zumbado parpadeó.
—¿Cómo?
—El Big Bopper. Le voy a entregar este coche a él, con amor, de Harriet, cenizas a las cenizas y polvo al polvo.
—Pero el Bopper está muerto, tío, se estrelló y se quemó.
—Ya lo sé.
Quizá mi tono sonase un poco seco, porque la respuesta del Zumbado tenía un punto glacial.
—Bueno, ¿y sabes acaso que los muertos no conducen?
Yo me reí, con alivio.
—Escucha, me había olvidado de que tú no lo sabes todo, y casi se me olvida a mí también. Veamos, lo que pretendo hacer es lo siguiente: entregar este Eldorado en la tumba del Bopper, empaparlo con un galón de gasolina de alto octanaje, subirme en el capó, leer la carta de Harriet (una especie de panegírico) y luego prenderle fuego.
El Zumbado me miró atónito.
—Estás enfermo, tío.
—Ah —repliqué—, pero espera: no sólo voy a entregar este regalo de amor perdido, y honrar el poder que tiene la música de conmovernos y completar otra conexión en el Circuito Sagrado, sino que mis dos amigos cutres tendrán su dinero del seguro.
—Ya lo entiendo, pero ellos no lo saben. Para ellos podrías tener el coche aparcado en Sunset y Vine con un letrero de «Se vende» pegado en la ventanilla.
—Error —dije—. Sí que lo saben. Les dije que iba a estrellar el coche, pero que iba a tardar un poquito más de lo habitual.
—Ah, sí, claro. —Arrebatos adoptó un aire de fingida inocencia—. Ellos se estarán diciendo: «Bueno, ahí tenemos a un chaval anfetamínico con un tipo vestido de cuervo corriendo por ahí con el vehículo que nos va a dar un beneficio de cincuenta de los grandes, arriesgando nuestros ingresos seguros y, si la ley se mete por medio, quizá también nuestras personas, pero George dice tranquilos, no os preocupéis, y claro, al viejo George no se le ocurriría nada parecido a cambiarle las matrículas o sacar algo de dinero por otra vía o incluso mantenerlo guardado en algún sitio para obtener unos ingresos fijos con el chantaje. No, hombre, no: nosotros confiamos en el viejo George. Claro, haremos lo que él dice y nos quedaremos aquí tan frescos y no haremos ningún intento de trincar su puto cuello».
—Zumbado, ya tengo el nombre perfecto para tu iglesia: El Tabernáculo de la Humillación y los Presagios Sombríos.
—El Señor nos da ojos para poder verlo todo, no sólo lo que queremos ver. Además, tío, me rompe el corazón imaginar esta preciosa y estilizada maravilla de la ingeniería desperdiciada entre las llamas. Y sería doblemente triste, una verdadera desgracia, si diera la casualidad de que tú ibas metido en el maletero en ese momento.
—No hace mucho rato decías que lo que estaba haciendo era correcto, a los ojos del Señor.
—Sin duda alguna, pero obrar bien no es excusa alguna para ser un idiota.
—¿Piensas que me estoy comportando como un idiota?
El Zumbado asintió una sola vez, con solemnidad.
—Me temo que habrá que aceptarlo.
—Bueno, tío, mirándolo a través de los ojos del Señor, dime cuál sería el comportamiento más hábil.
El Zumbado sonrió.
—George, ya sabes que yo nunca he dicho eso. Sólo los verdaderos idiotas piensan que pueden ver a través de los ojos del Señor. ¿No has leído el Libro de Job? —Dio unos golpecitos a la Biblia que estaba en el asiento entre los dos. Vi que se avecinaba el sermón.
—El viejo Job era un auténtico hombre justo, con un montón de propiedades y ganado y una mujer muy cariñosa, además de siete hijos de puta madre y tres hijas tan guapas que ponían la piel de gallina.
«Pero Satán iba por ahí rondando, pavoneándose por la Tierra y meneando el esqueleto. El Señor lo vio y dijo: “Eh, Satán, deja a mi siervo Job. Él me ama como es debido, y no hace ningún daño”.
«Y Satán va y dice: “Sí, claro, no me extraña: lo tienes hasta arriba de cosas buenas. Quítaselo todo y verás como Job se caga en ti”.
«El Señor sabe que eso son chorradas, de modo que le dice a Satán: “Haz lo que quieras para convencerte… pero a él no le toques ni un pelo”.
«En cuanto hubo dicho aquello, Satán se ensañó de verdad con Job: envió a unos matones a que le robaran las mulas, envió bolas de fuego contra los siervos y las ovejas, un viento horrible que soplaba desde las montañas tiró la casa del hijo mayor donde estaban todos sus hermanos y hermanas de fiesta, y todos la diñaron. Y ¿qué crees que dijo Job al ver toda aquella ruina y aquel desastre? Pues dijo: “Dios me lo dio, y Dios me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor”.
«Al Señor le gustó mucho aquello. Le dijo a Satán: “Ya te decía yo que mi hombre era legal”.
«Pero Satán volvió con la misma monserga otra vez: “Joder, claro que sí. A él no le ha pasado nada. Haz que sienta un poco de dolor en su propio cuerpo y se cagará en tu nombre como un maldito hijo de puta; ya puedes contar con ello”.
«El Señor le dijo a Satán: “Venga, adelante, haz lo que quieras con él… pero no lo mates, eso no”.
«Y Satán, que se las sabe todas a la hora de atormentar de verdad a la gente, llenó a Job de horribles forúnculos purulentos de pies a cabeza. Es una cosa tan dolorosa que te meas patas abajo. La esposa de Job perdió la chaveta cuando vio el dolor que tenía. Le dijo: “Job, maldice al Señor y muere de una vez. Esto no va bien”.
«Pero Job no cambió de opinión. Le dijo que se callara la boca. Le dijo: “Si recibimos lo bueno de manos del Señor, ¿por qué no vamos a recibir lo malo?”.
«Y entonces apareció un puñado de colegas de Job para consolarle. Job iba todo desnudo y con el pus cubierto de ceniza, y cuando vieron el dolor tan terrible que tenía, ninguno pudo hablar durante siete días. Pero los forúnculos de Job se lo estaban comiendo vivo, y empezó a gimotear y a maldecir haber nacido, y a decir que no entendía nada porque él era un tipo bueno, que nunca había desobedecido al Señor, y que no creía haber hecho nada para merecer tantos males. Pero fíjate que no le pedía a Dios en ningún momento que terminase con su sufrimiento. No. Sólo pedía fuerza para poder soportarlo. Eso es ser bueno».
«Pero sus amigos se metieron por medio, y empezaron a decirle cosas como»: «Job, colega, seguramente tendrás que haber pecado, porque si no Dios no te jodería tanto». O por ejemplo: «Te han castigado por pensar que Job es más bueno que el mismo Dios».
«Job les llama lo que tú me has llamado a mí: “Malos consoladores”. Pero no soporta que digan que es un pecador, porque sabe que no es verdad. Sus colegas le insisten mucho, diciendo que se arrepienta y confíe en el Señor y Job les dice a Elihu y Elifaz y Bildad y todos los demás que se larguen, que él no tiene nada de qué arrepentirse, que siempre confió y obedeció a Dios, y por lo que sabe, le están jodiendo sin motivo alguno».
«Y de repente, ¡pum!, viene la voz del Señor de lo alto, en un torbellino, y baja Él en persona. Y les dice a Job y sus colegas: “Puede que estéis jodidos… pero como sois míos, os puedo joder si quiero. ¡Yo soy el Señor! Tenéis lo que tenéis, lo que es vuestro, ya sean buenos tiempos o malos tiempos, buena suerte o mala suerte. Tengo que mantener una armonía que está tan fuera de vuestra experiencia que es increíble”.
«Pero, para asegurarse más, el Señor se aparece con toda su belleza y luz y dulzura y se lo pone directamente ante los ojos: “¿Conocéis los tesoros de la nieve? ¿Hacéis que los capullos tiernos se abran y florezcan? ¿Sois vosotros los que alimentáis a los cachorros de león? ¿Os aseguráis vosotros de que los cuervos tengan comida, o dividís las aguas para que los grandes hipopótamos puedan bañarse en ellas? ¿Controláis vosotros las dulces influencias de las Pléyades, desatáis vosotros el cinturón de Orión?”. Ah, esto me gusta mucho, tío, habla de estrellas. Y el Señor sigue quejándose: “¿Sois vosotros los que hacéis que el corazón entienda? ¿Os dais a vosotros mismos la vida? ¿Pensáis realmente que sabéis mejor que yo lo que es y lo que no es? ¿Que tenéis algo más que unas pistas patéticas de cómo es todo? ¿De lo que soy yo? Bueno, pues enteraos: ni puta idea”.
«Pues bien: cuando un hombre hace una cosa, es muy probable que se vuelva contra él, en su cara. Pero cuando es el Señor el que hace algo, bien hecho está… y Job lo comprendió al momento y dijo: “Estaba ciego, pero mis ojos ya ven. Haz lo que quieras conmigo. Lo comprendo”.
«Así que el Señor le curó las llagas así por las buenas y no le quedaron ni cicatrices ni nada, y le dio a Job el doble de camellos y burros y de todo lo que tenía antes, y diez hijos más, siete chicos tan altos y fuertes que podían haber zurrado a los Celtics, y tres hijas tan y tan guapas que se le ponía dura a uno con sólo mirarlas. Y por si eso fuera poco, dejó que Job viviese otros ciento cuarenta años, para que pudiese jugar con sus nietos y los hijos de sus nietos y así sucesivamente durante muchas y muchas generaciones llenas de alegría hasta que Job estiró la pata al ser ya muy viejo y con muchos días».
Yo entonces dije:
—Y ¿eso significa que yo soy idiota? ¿Me has oído decir a mí que he visto a través de los ojos del Señor?
—¿Lo ves? —El Zumbado parecía exasperado—. Te lo has tomado como algo personal. Te has puesto tú por en medio. El tema es: no intentes siquiera saber cuál es la voluntad del Señor; simplemente, síguela.
—Te estoy oyendo —dije, un poco irritado, supongo—, y estoy de acuerdo. Pero supongo que no tengo forma de saber cuál es su voluntad.
—Lo mejor que me enseñó Bessie fue a dejar de intentar cosas y dejar de negar cosas. Hay que «sentirlo». Siéntelo como sientes la música. Como sientes la luz del sol en tu piel. Como te sientes cuando duermes con una mujer amada. Lo juro, vosotros los blancos sois una causa perdida…
—No puedo hacer nada por lo del color de mi alma —dije, con la mandíbula tensa.
—¿Sabes por qué el Señor ha dado tanta alma a los negros? —preguntó el Zumbado, con un tono súbitamente juguetón.
Yo no me sentía nada juguetón.
—No. ¿Por qué?
—Para compensar lo que hizo con nuestro pelo. —Su sonrisa era radiante, combinada con el relámpago rosa de su sombrero, casi provocó las lágrimas en mis ojos irritados—. Claro —continuó el Zumbado—, no es realmente el color del alma lo que importa, aunque tener una cierta herencia cultural es una ayuda muy potente, en lo que respecta a notar el movimiento del espíritu.
Lo que yo sentía de nuevo era que el parloteo se volvía a instalar en mi cerebro de una forma tan aguda que tenía ganas de chillar. Pero respiré profundamente.
—Todavía no me has dicho por qué soy idiota.
—George —dijo el Zumbado sosegadamente—, te estás portando como un idiota porque te interpones en tu propio camino. Haces el tonto porque la estás liando. Haces el tonto porque te sientes tan elevado y omnipotente con tu rectitud que no te has cubierto el culo… los otros pueden ser unos ineptos y unos idiotas, pero es muy peligroso estar tan absorbido por tu propia genialidad como para no preocuparse por los asuntos propios. ¿Está enterrado en Houston el Bopper?
La pregunta, que surgía de pronto entre la letanía de mis imbecilidades, me cogió por sorpresa.
—Bueno, en realidad no estoy seguro de dónde está enterrado. —Carraspeé un poco—. Supongo que fue en Sabine Pass, donde nació, o quizá en Beaumont.
—Pero no lo sabes con seguridad. —No era una pregunta.
—Últimamente me he movido bastante rápido.
—No sabes ni adónde vas… dime si no es una tontería eso. Tontería y pereza. ¿Crees que porque estás de camino el Señor tendrá que hacer todo el trabajo?
—No —accedí—. Yo mismo me estaba llamando tonto descuidado justo antes de verte de pie en la carretera, con ese sombrero iluminando la noche.
—Tendrías que gritarlo. Te sentirías un poco incómodo si resulta que el Bopper está enterrado en San José. Pero yo me imagino que esos dos tipos que has nombrado sabían adónde tenían que mandarle flores. La gente así presta atención a los detalles; si no lo hacen, pagan las consecuencias.
—Sí, ya lo capto, tío, está clarísimo. Pero me estás diciendo lo que ya sé, que quizá no sea demasiado, dado que soy muy corto. Dime qué sería lo más inteligente. Soy todo oídos.
El Zumbado cambió ligeramente el peso a un lado y se inclinó hacia mí.
—Si yo fuera tú, de ninguna de las maneras me acercaría ni remotamente a la tumba del Bopper. A mí me gusta ir por todo lo «alto», y me gusta también el «riesgo», pero no me gusta ver las dos palabras juntas, como en «alto riesgo». Entonces me paro a verlo todo con más detalle y lo que busco es una forma de dar un rodeo.
—Vaya novedad —dije. Sonaba mezquino, pero normalmente es así, cuando uno defiende su ignorancia.
—George —dijo entonces el Zumbado, con tristeza—, es obvio que habrá unos matones esperándote en la tumba para echarte el guante y poner tu cabeza en una bandeja y dar un feo final a tu bonita historia romántica. Sigue adelante y es probable que acabes uniéndote al Bopper, y en tu lápida escribirán: «Este hombre se buscó el sufrimiento».
Noté el primer atisbo de un cierto empuje.
—¿Y tú, qué es lo que estás buscando tú? —le pregunté, con la mayor sorna que pude.
—Tío —se enfurruñó el Zumbado—, no te metas conmigo cuando estoy en plena faena. Me rompe el ritmo.
—Es obvio que estás intentando liarme.
—Sí, George, has dado en el clavo. Ya te habrás dado cuenta de que no he puesto todo mi interés en hablar con claridad… No me gusta hablar mal de los muertos, especialmente si eran gente maja cuando estaban vivos, pero no creo que el Bopper sea tu hombre. Y tengo mis motivos. El primero es lo que ya te he dicho: si quieren ir a por ti, su tumba es el lugar adecuado. En segundo lugar, no estoy seguro de que el Bopper se lo merezca. Suena duro, ya lo sé, pero es así. Sólo tuvo un éxito, y fue una bobada de moda, algo intrascendente, nada profundo. Deja que lo ponga en el tocadiscos y así oirás…
—No hace falta —le corté—. Ya lo he oído, y te oigo a ti. Pero no estoy entregando esto al Bopper como recompensa por su excelencia musical, ni porque tuviese una carretada de éxitos, se lo estoy entregando porque era para él, de Harriet al Bopper, de alma a alma, como se supone que debe ser el amor.
—Pero tú sabes que en realidad no es así. —El Zumbado se mostraba inflexible—. Esa solterona jamás puso los ojos en el tipo ese. Él se coló en su vida y la sedujo a traición, en la oscuridad, y ella ni siquiera sabía cómo era en realidad el Bopper.
—Se conmovió con su música, y eso basta para mí.
—Aleluya, hermano, bien dicho. Pero tienes que preguntarte a ti mismo de dónde venía aquella música.
—En la etiqueta dice que era él quien cantaba y tocaba y que él la escribió, así que yo diría que era suya.
—Estás confundiendo la flor con la raíz —me reprendió dulcemente el Zumbado—. ¿De dónde crees que viene el rock-and-roll?
Yo ya me estaba cabreando.
—Oye, nunca te he dicho que yo supiera una mierda de música.
—¿Es cierto eso? —El Zumbado se mostraba educado—. Bueno, recuerdas que he puesto a Elvis cantando «Don’t Be Cruel», ¿verdad?
—Sí —dije, cansado.
—Y a Elvis cantando «All Shook Up».
—Sí.
—Y a Jerry Lee cantando «Great Balls of Fire».
—Sí.
—¿Tienes alguna idea de quién escribió esas canciones?
—No.
—Un tío negro llamado Otis Blackwell.
—Otis trabaja bien. —Ya empezaba a ver por dónde iba.
—¿Recuerdas «Hound Dog», el bombazo de Elvis? Una mujer negra llamada Mama Thornton cantó antes esa canción, mucho antes de que la carita regordeta de Elvis y su flequillo tan mono salieran por la tele y humedecieran tantas braguitas que los papaítos americanos se pegaron un susto de muerte temiendo que sus hijitas salieran al jardín a aullarle a la luna.
Sonreí al imaginar la escena, pero no hablaba, sobre todo porque obviamente era el momento de escuchar.
Arrebatos continuó.
—¿Has oído hablar alguna vez de T-Bone Walker? ¿Joe Turner? ¿Sonny Boy Williamson? ¿Big Bill Broonzy? ¿Mississippi John Hurt?
—Pues no.
—Ya tocaban rock on blues y sacaban sus buenos derechos cuando Elvis no era todavía más que un brillo en los ojos de su papá.
—Zumbado —dije, cada vez más cansado—, ya te he dicho desde el principio que yo no sé un pimiento de música. He pasado toda mi juventud conduciendo y persiguiendo a las camareras de los bares de carretera. Ni siquiera tenía una puta radio en ninguno de mis camiones.
—Pero lo que tampoco sabes —dijo el Zumbado con sorprendente vehemencia— es cuándo podría surgir la necesidad de saber. Un poco de conocimiento puede darte un cierto ángulo para la acción, ayudarte a ver tu camino despejado de preocupaciones, ahorrar a tu corazón unos cuantos sufrimientos. Por eso te estoy procurando mostrar el hecho cierto de que si sigues la música rock hasta sus raíces, viajarás a través del rhythm and blues, el antiguo y clásico blues, la música de jazz, la jug-band de los porches, las canciones de trabajo, y justo en el centro, en el mismísimo corazón de todo eso, la música nacida de la sencilla alegría y el dolor de vivir, el gospel. Viajando hacia atrás en alas de las puras voces humanas alzadas en súplica y queja, verás miles de millones de caras negras que nunca han estado en la televisión, nunca han oído enloquecer a la multitud asistente a un concierto, nunca fueron en coches buenos, ni vieron un solo y maldito céntimo por vaciar sus almas, y nunca perdieron la fe cuando les robaron su música.
—Sí —dije—, es una reclamación muy justa, hecha con sinceridad y pasión y gran elocuencia, pero no te voy a regalar este Cadillac.
—Pero, hombre —sonrió ampliamente—, con lo guapo que quedaría yo paseando por la calle… Lo sacaría después de cambiar un poco la pintura y los números de matrícula, placas nuevas, documentos…
—Tú lo has liado todo. Si no me hubieses puesto tan paranoico con eso de que el Mugre me perseguía, yo no me sentiría tan responsable. —Eso era cierto, pero la razón no expresada era mucho más sencilla y estoy seguro de que ambos la comprendíamos y la apreciábamos: era yo quien debía hacer la entrega, y no él.
El Zumbado se mostró muy comprensivo.
—La responsabilidad es una carga muy pesada, hermano. Deja que alivie ese peso de tus hombros.
—Eso no va a ocurrir —le dije—. Y tú lo sabes.
—George, olvida mi pequeña broma acerca de que quiero el coche para mi uso personal. No es así. Es demasiado llamativo para un tipo que acaba de llegar a la ciudad. Yo se lo regalaría a Chuck Berry, o a Otis Blackwell, o a Mama Thornton, o a alguien de quien nadie hubiese oído hablar nunca y que canta en el coro con todo su corazón.
—Ni hablar. Eso no haría más que transferir los sufrimientos que tú estás tan seguro que van a aparecer en mi camino. Me molestaría si Chuck Berry o algún otro acaban apaleados por este bonito Eldorado.
—Antes no mentía, George. Creo que ellos te buscan, y que si averiguan algo, es posible que tengas problemas.
—Y yo sé que no mentías tampoco con lo de la música —dije, intentando mostrarme generoso—. La música pertenece a aquellos que la hacen.
—Sí, eso es cierto, pero el caso es que no he ido lo suficientemente lejos. Verás, la música gospel no pertenece a los negros. Simplemente, nosotros la oímos mejor. La música de gospel, de rock, de Beethoven, el country, toda la música pertenece por derecho propio al Espíritu Santo. Esa mujer, Harriet, notó el amor a través de la música. Sólo por casualidad fue a través del Bopper, que su alma siga tocando rock para siempre, pero si llegamos al meollo de la cuestión, vemos que pertenece al Espíritu Santo. Quieres quemar una ofrenda, como una vela de amor ante el altar de piedra, y eso está muy bien. Pero si hay demasiada gente en la tumba del Big Bopper (¿me oyes?) siempre puedes entregárselo en toda justicia al Espíritu Santo. Él procurará que lo tenga el Bopper.
Empecé a contestar cuando el Zumbado súbitamente levantó la mano, pidiendo silencio. Le temblaba.
—¡Ya lo tengo! —exclamó, jubiloso—. El Señor… ¡bendito sea! Acaba de hablar en voz muy alta y clara, un chasquido muy fuerte en el centro de mi cerebro. Y ahora agárrate bien al volante, George, porque lo que ha dicho es: IGLESIA LUMINOSA DEL ROCK Y EL GOSPEL SÓLIDO DE LA SAGRADA LIBERACIÓN.
—Me encanta —dije, contento de compartir su alegría, y en cuanto hube dicho aquello, una voz (que sonaba como la mía propia), habló a mi confundido cerebro y me dijo: «Si no puedes ir a su tumba, ve al lugar donde murió», y se abrió ante mí todo un mundo de nuevas posibilidades: la ampliación del gesto incluyendo a Ritchie Valens por Donna, y a Buddy Holly por los millones que lo amaban, y sí, por el Espíritu Santo, también. Considerando la advertencia del Zumbado de que el Mugre podía tener a algunos feos amigotes suyos esperándome en la tumba del Bopper, era muchísimo más sensato entregar el Caddy en el lugar donde se estrelló el avión propiamente, dejar que el regalo les honrase a todos ellos y al mismo tiempo eliminar el riesgo.
Se lo dije al Zumbado.
—¡Sí! —exclamó—. Eso es muy astuto, muy astuto. ¿No te decía yo, hombre de poca fe, que el Señor nos ayudaría? ¿No he acabado por contarte el Libro de Job para abrir tus oídos a su voz resonante? Ah, misericordia, aleluya al Espíritu Santo, te ha llegado la palabra del Señor tan clara como la luz del día, con gran estruendo y estrépito, igual que Él me ha revelado el nombre de mi iglesia.
—Espera —objeté, precavido—. No quiero dudar, pero debo decir que yo no he oído la voz con tanta claridad. Podría ser que estuviera susurrándome a mí mismo.
—George —me advirtió el Zumbado—, debes aceptar sus dones a medida que llegan.
—Es que no estoy seguro del todo de que fuese el Señor.
—Tenía que ser. Lo sé porque Él me ha hablado, me ha puesto ese nombre tan bonito en el cerebro. Y me imagino que ya que estaba por aquí, también te ha ayudado a ti… el Señor no desperdicia ningún movimiento, sabes, y a la velocidad con que movemos el culo, no habrá querido tener que bajar a vernos dos veces. —Yo debía de tener un aire muy escéptico, porque el Zumbado siguió hablando—: Aquí estás cometiendo un error, George, amigo mío. No te líes más dudando de todo lo que va pasando. ¿Me has oído?
—Hay que dar las gracias por lo que tenemos. —Parecía bastante claro.
—No sólo dar las gracias sino tomárnoslo muy en serio. De verdad. Usarlo. Que nos ayude a subir la montaña. Y por encima de todo, lo más importante de todo: devolver algo de lo que recibimos. Hay que seguir en marcha, dale que te pego. Hay que alzar la voz y rezar y cantar alabanzas. Reflejar la pródiga generosidad del Espíritu Santo, hacer tuya su abundancia. Buscar en el depósito bancario de tu alma y desprenderte de lo que creas conveniente.
—Cuando he oído el dulce nombre de tu iglesia, reverendo, he sabido que nada iba a hacerme más feliz que ofrecer un pequeño donativo para que ésta se haga realidad… llámalo una inversión en fe, si quieres.
—Pero ¿esto qué es? No he visto pasar ninguna bandeja por aquí…
—Es que no puedes permitirte una todavía. Necesitarás una bandeja petitoria, y madera labrada para hacer una cruz, y quizá el alquiler de un primer mes para un local donde puedas ir convocando a tu rebaño.
—¿No te importa que te pregunte cuál era tu parte en la operación de desguace de este coche?
—Cuatro de los grandes, la mitad por adelantado, que al final es lo único que tengo.
—Si los cálculos no me fallan, eso son dos mil.
—Menos los gastos —le recordé—. Los documentos son gratis porque me los hizo un amigo, pero las anfetas, gasolina, comida y moteles van subiendo, y además le compré esta colección de discos a una mujer de Arizona por 400 dólares.
El Zumbado dio un respingo como si le hubiesen dado una patada en las tripas.
—Oooh, me duele oír que pagaste esa cantidad por ese montón de vinilos. Hay cosas buenas, desde luego, pero casi me entran ganas de vomitar al verlas mezcladas con Pat Boone, Fabian y Frankie Avalon. —Soltó una risita—. Esa mujer debió de dejarte bien contento… bien trabajadito por arriba y por abajo.
—Lo necesitaba. Sin blanca, con dos críos.
—Ajá. O sea que te quedan unos mil doscientos, ¿no?
—Más o menos.
—Bueno, la mitad estaría bien. El espíritu no sale barato, ya te darás cuenta.
—¿Me desgravará?
—¿Qué coño dices? El espíritu no está sujeto a impuestos, hombre… sólo da beneficios.
Tuve un impulso.
—Tal y como yo lo entiendo, el donativo religioso habitual es del diez por ciento, pero como tú estás doblemente lleno de espíritu, pues lo doblaré. De modo que digamos que son dos billetes y medio. Pero tienes que darme tu sombrero.
—Tío —el Zumbado hizo una mueca—, eres duro. De seis billetes a dos y medio con sombrero y todo… ¿Y para qué lo quieres? Parecerás más paliducho de lo que ya eres.
—Me gusta —le dije.
—A mí también, hombre… por eso me lo compré.
—Doscientos, entonces. Usaré los otros cincuenta para comprarme uno. Por cincuenta pavos tendría que ser fácil conseguir un sombrero como ése.
—George, hombre, ¿por qué me haces esto? Te he dedicado mis mejores oraciones. En realidad, te he procurado la salvación. Te habrían pillado los matones si no te advierto. ¿Y crees de verdad, en lo más hondo, que el Señor te habría hablado si no hubiese estado ya de camino para establecer, la Iglesia Luminosa del Rock y el Gospel de la Sagrada Liberación conmigo, su fiel servidor?
—Por eso te doy doscientos cincuenta a cambio de tu sombrero.
El Zumbado miró hacia la carretera murmurando, con aire teatral, y luego, con un gruñido doble, se quitó el sombrero y me lo tendió. Yo me lo puse. Él me miró y meneó la cabeza mientras yo me contemplaba en el espejo retrovisor.
—No te pega, George. Ni pizca.
—Lo que me gusta de verdad es el color —dije—. Parece un flamenco al que le han metido un millón de voltios.
—Estropea totalmente mi coordinación de colores —gruñó el Zumbado—. Me siento desnudo. No creo que pueda soportarlo, George; es parte del hombre que soy, ¿comprendes? Cada hombre tiene que sentirse a gusto consigo mismo. Pero podría sentirme mejor, sé que podría, si me incluyeras también unas cuantas pastillitas de esas que aceleran.
—Déjame cien. Y, por favor, Zumbado, no me lloriquees más.
—Tienes razón. Has acertado. Ya está hecho, sellado y olvidado. —Dirigió un saludo un poco triste en dirección a mi cabeza—. Adiós, adiós, sombrerito. Tápale bien. Y ahora, acerca de esa contribución caritativa…
Frenamos mientras el Zumbado contaba cien pastillitas de speed para mí y se quedaba el resto, que guardó junto con el dinero en un bolsillo secreto de su capa. Luego se echó hacia atrás sonriendo.
—Eres un tío muy raro, George; bueno, pero raro. No sé dónde cojones estás.
—A veinte millas de Houston y acercándome rápidamente.
—¿Conoces ese viejo dicho: por mucho que corras no puedes esconderte? Yo pensaría un poco en ello.
—Aléjate de mí, Satanás. —Sonreí mientras lo decía.
—George —dijo con ternura el Zumbado—, yo estaré velando por ti, siempre. Por eso me gustaría ver que me haces caso.
—Un poco de fe, reverendo.
—Sí, eso es. —El Zumbado sonrió.
Nos separamos media hora después ante los escalones de entrada de la Biblioteca Pública de Houston, donde, siguiendo el consejo del Zumbado, me proponía llevar a cabo la investigación. Al despedirme, le dije:
—Reza por esa iglesia luminosa del rock y el gospel, reverendo Zumbado. Espero que tu rebaño y tú florezcáis hasta que estéis tan repletos de dones que podáis morir de felicidad, viejecitos y llenos de días.
El Zumbado me regaló una elegante bendición, aunque era difícil asegurar si se trataba del signo de la cruz o una Z trazada en el aire por una especie de Zorro marchoso y espídico.
—George, quiero que logres tu objetivo, amigo mío. Y ahora, sigue el compás, ¿de acuerdo?
Yo le dije adiós y empecé a subir los escalones cuando su voz de barítono, pronunciando mi nombre, hizo que me volviera. Me señaló con el índice derecho a la cabeza.
—Y, George, no te quites el sombrero.
No estaba seguro de si sus palabras eran una severa orden destinada a conservar su antigua propiedad o un reconocimiento magnánimo de que la estaba entregando a otro. De cualquier modo, decidí, el consejo estaba bien. Más tarde me di cuenta de que ambas interpretaciones eran erróneas. El buen reverendo no estaba ni dándome órdenes ni entregándome su propiedad: era una simple, pura y auténtica profecía.
Una campana de voz profunda empezó a repicar, y su resonancia quedó ahogada entre las aceleraciones y bocinazos del tráfico mañanero del centro. Llegué a la biblioteca justo a tiempo: un hombre delgado y bajito, negro, con unos pantalones caqui estaba abriendo la puerta en aquel momento. La mantuvo abierta para que entrase yo, y sus agudos ojos castaños se elevaron hasta clavarse en mi sombrero.
Yo me detuve y me volví hacia él.
—Buenos días, señor —dije—. Soy un investigador que pasaba por aquí y me he encontrado en la urgente necesidad de obtener información fiable sobre un accidente de aviación que, tristemente, arrebató las vida de unos músicos notables el día 3 de febrero de 1959.
—El mostrador de referencias está a su derecha, caballero —me señaló mecánicamente.
Me acerqué más y bajé la voz.
—¿Qué opina?
—¿Perdón, señor? —preguntó, nervioso.
—He observado que miraba mi sombrero nuevo. —Me bajé un poquito más el ala—. ¿Qué le parece?
El hombre encogió sus huesudos hombros, mirando fijamente más allá de donde yo estaba.
—No pienso nada en particular. Un colorido muy atrevido, desde luego. Pero sólo miraba, no pensaba.
—¿Cree usted que posee esa cualidad elusiva conocida como «alma»?
—No, que yo vea así a simple vista… pero desde luego, es algo que debe decidir usted mismo.
—Eso es interesante —dije—. Lo compré porque pensaba que estaba fuera de toda discusión. Y también por el motivo práctico de que necesitaba algo que reforzase mi cráneo, en caso de que me explotara el cerebro.
Él me miró a los ojos y dijo con un susurro contundente:
—O bien anda usted metido en drogas o está loco, ni lo sé, ni me importa, pero desde luego parece desaseado y alterado, de modo que debería pensárselo antes de entrar, porque si no se porta bien, tendrá problemas. Esta biblioteca no tolera ningún mal comportamiento. Estará rodeado de policías al menor movimiento en falso. ¿Lo comprende?
—Sí, lo comprendo. Quiero información, no problemas —le aseguré, desconcertado al ver que mis bromas no le habían hecho ninguna mella.
El hombre sacó la llave de la cerradura de la puerta y, al volverse hacia mí, se la metió en el cinturón.
—Otra cosa: su sombrero es una mierda.
—Espere. Me disculpo por haberle acosado. Sólo quería mostrarme amistoso, pero supongo que estoy demasiado atolondrado, emocionado y exhausto. Acabo de hacer un largo viaje.
—Ya me parecía a mí. Y ahora, si me perdona, tengo que trabajar.
—Por eso estoy yo aquí también. —Sonreí—. Así que vamos a hacerlo.
—Vaya con cuidado —me dijo por encima del hombro.
Y así lo hice, mostrándome absolutamente cordial y profesional con la bibliotecaria del mostrador de referencia, una morena de mediana edad que se desvivía por ser útil. Revisé todo lo que me fue proporcionando, sobre todo recortes de periódicos con las mismas noticias de agencia, más un par de diarios de la industria discográfica y algunos párrafos en revistas musicales. Eliminando las repeticiones no quedaba demasiado, pero la información que me interesaba, es decir, la localización del accidente, la averigüé en seguida. Sin embargo, seguí investigando como un buen peregrino, y mi diligencia se vio recompensada por lo que quería saber hacía un par de miles de millas: el Big Bopper estaba enterrado en Beaumont. O sea que había llevado el buen camino desde el principio.
Cuando salí de la biblioteca, dos horas más tarde, era mucho menos ignorante, pero también estaba dos veces más deprimido, enormemente cabreado, mucho más decidido, extrañamente temeroso y según la voluntad del Señor, al parecer, completamente confuso, sobre todo acerca del siguiente movimiento que debía emprender. Me introduje detrás del volante del Caddy y metí la llave en el contacto. Luego decidí: no, no más movimientos inútiles, y la quité, respiré hondamente siete veces, bajé el sombrero hasta que me cubrió la cara y pensé en todo el asunto.
En primer lugar, estaba mejor informado, y eso jugaba a mi favor. Sabía adónde me dirigía en un radio de unas pocas millas cuadradas, cosa que ciertamente era una mejora, y también tenía una idea bastante buena de los acontecimientos que rodeaban el accidente.
La avioneta de alquiler había dejado el aeropuerto de Mason City a la una de la madrugada, dirigiéndose hacia Fargo, Dakota del Sur. Entonces nevaba y hacía frío, pero no había tormenta. Evidentemente la avioneta se estrelló poco después de despegar, porque cuando el vuelo no llegó tal como estaba programado a Fargo, el propietario del servicio de alquiler tomó otra avioneta para buscarla y encontró los restos al noroeste del aeropuerto de Mason City, en un campo de rastrojos de maíz cubierto de nieve. En torno a las 11.30 de la mañana llegó el forense y confirmó lo que ya había quedado claro por la magnitud del siniestro, y es que las cuatro personas que iban a bordo habían muerto: Buddy Holly, de 22 años; Ritchie Valens, de 17, J. P. Richardson (más conocido como el Big Bopper), de 27, y el piloto, Roger Petersen, de 21. Según la noticia de agencia, el avión ya no resultaba reconocible como tal, y las identidades de las víctimas fueron imposibles de determinar sin realizar un extenso trabajo de laboratorio.
Me sentí tan deprimido por mi morbosa imaginación como por lo triste de aquellas muertes. Sentado allí, en aquella biblioteca luminosa y cálida, con todo limpio y organizado, sentí durante un momento horrible el miedo devastador al precipitarse la avioneta, oí los gritos y las plegarias atormentadas mientras la tierra iba girando y se acercaba hacia ellos, y todo el posible futuro de su música perdido en el instante del impacto, de la vida a la muerte en el transcurso de un solo latido, igual que Eddie.
No tenían que haber volado a Fargo en una avioneta alquilada por ellos mismos, pero no tenían demasiada elección. Durante seis días habían estado viviendo en unos autobuses de mierda sin calefacción adecuada, en un duro invierno del Medio Oeste. La gira, de hecho, se había anunciado como el Festival de Invierno. Seis días en un autobús frío y lento. Seis días, seis conciertos, y a toda marcha. Intentando dormir sentados y medio congelados, con los riñones castigados por los golpes que los hacían fosfatina desde hacía 30.000 millas; enfermos por los escapes de combustible, con una ropa que no habían podido lavar desde no se sabe cuándo. El Big Bopper, que tenía un fuerte catarro, acabó por comprarse un saco de dormir para poder mantener el calor. Al final, Buddy Holly decidió contratar una avioneta junto con dos de los miembros de su banda, Waylon Jennings y Tommy Allsup, y volar a Fargo, llevar a la lavandería la ropa de actuación de todo el grupo y pasar una noche de sueño auténtico en la habitación de un hotel, con la calefacción a tope. El Big Bopper, cuyo corpachón hacía juego con su nombre, encontraba aquellos asientos canijos especialmente insoportables, y convenció a su colega Waylon de que le cediera el asiento en el vuelo. En el último momento Ritchie Valens quiso ir también, y le estuvo dando la paliza a Tommy Allsup para que decidieran quién de los dos cogía el último asiento tirando una moneda al aire. Allsup accedió de mala gana, pero sólo si podía quedarse el saco de dormir del Bopper si perdía. Ritchie pidió cara y salió cara.
Los promotores del Festival de Invierno, Super Enterprises y General Artists Corporation, evidentemente, creían que los buenos negocios se definen mejor (como ocurre muy a menudo en este país) por unos números negros muy abultados en la última línea. Si quiere uno engrosar los beneficios, se recortan detalles como la calefacción en el autobús de la gira, la lavandería, o una fecha libre de vez en cuando para descansar un poco de todos esos viajes nocturnos en autobús por Milwaukee, Kenosha, Eau Claire, Duluth, Green Bay y todos los demás lugares del camino. Obtener beneficios honrados mediante un trato justo es una cosa, y la codicia explotadora, esa glotonería del corazón y el ego, despoja a todos los que tiene a su alrededor mientras entierra la cara en el abrevadero. Cuando uno jode a las personas que hacen música, está jodiendo la música; y si El Zumbado tenía razón, si la música pertenece al Espíritu Santo, también se jode al Espíritu Santo. Y si jodes al Espíritu, al final te mereces lo que te pase.
Mi ira fría y vengativa y la tristeza recién reavivada ante aquellas muertes me inspiró el deseo de honrar sus vidas y su música, y me alegré de que Buddy Holly y Ritchie Valens estuvieran incluidos también. La mía era una decisión empecinada, cerril, insensata, de esas que te obligan a morir intentándolo. Pero temía aquella decisión, no sólo porque temiera morir, intentándolo o como fuese, sino también porque no comprendía que mi resolución se hubiese acrecentado. Quería entregar el regalo y largarme. No había necesidad de enredarme en posteriores motivos internos. Igual que podemos disfrazar la codicia como ambición, podemos disfrazar la obsesión de necesidad. Yo temía no distinguir qué era cada cosa, perder el hilo de mi propósito. Temía verme destruido de igual modo por la certeza que por la duda.
Me quedé allí sentado con el sombrero encima de la cara, intentando en vano pensar en una forma de salir de aquella nueva confusión. Al final decidí que era mejor moverse, que me tomaría un café y a la I-3 5, subiendo por Dallas y pasando Oklahoma City hasta el bar de carretera Posthole de Joe, donde vería si Joe todavía hacía el mejor pollo frito en las 24.000 millas de la Interestatal que era mi hogar. Si dejaba las anfetas por entonces tendría mucha hambre, y me proponía hacer justamente aquello. Ya estaba verdaderamente hecho polvo, era lo que necesitaba, y no perder más fuerzas en pasatiempos enloquecidos. Tenía que endurecerme un poco.
Empecé a tramar un plan. Después del pollo frito del Posthole con sus panecillos y su salsa, me tomaría quizá cuatro anfetas (no más) para postre, y luego volando hacia Kansas City, allá voy, Kansas City. Desde allí a Des Moines sólo había unas dos horas y media, y podía recorrerlas con los ojos cerrados, si era necesario. Pero no tenía por qué, pensé. Dormiría si me sentía cansado. Pero era muy tentador pensar que si seguía en ello, podía estar tomando un buen baño caliente a medianoche. Después, ocho horas seguidas con los ojos cerrados, un buen desayuno y un viajecito de una hora a Mason City y al lugar del accidente, descansado y listo para la ceremonia.
El día era claro y hermoso, pero la temperatura fue bajando en picado a medida que el sol subía. Desde Dallas a Oklahoma City hay un tramo recto y plano, sin nada que distraiga los ojos excepto los pozos de petróleo que se alzan como enormes esqueletos de aves. Cada uno de ellos se elevaba y caía de forma mecánica como si estuviera jugando al tira y afloja con un gusano de cable, tirando lentamente de él, y luego dejando que se encogiese bajo el suelo y atrajese hacia abajo la cabeza del pájaro.
Puse en marcha el Eldorado y fui avanzando con los ojos literalmente fuera de las órbitas en busca de aquel cartel elusivo en el que pondría: 35 Norte: Dallas, el Posthole de Joe, Kansas City, Des Moines, Mason City, lugar del accidente, entrega y de vuelta a casa, mamá, un cartel mucho más elusivo debido al diseño del centro de Houston, otra ciudad más donde los responsables del tráfico evidentemente obtenían su inspiración profesional echando salsa de barbacoa al azar en un mapa local. Encontrar una vía rápida que llevase hacia el norte me costó diez minutos, de modo que metí gas a fondo para recuperar el tiempo perdido.
Al norte de Gainesville crucé el Río Rojo, en la frontera entre Texas y Oklahoma por el norte, y la frontera de Texas y Louisiana por el este. Recordé que el Big Bopper había nacido junto a la desembocadura del Río Rojo, y me quité el sombrero en un saludo respetuoso. Recordé también un disco que había visto mientras husmeaba en la colección de Donna: «Red River Rock», por Johnny y los Hurricanes. Lo abrí y lo puse en el tocadiscos, aunque por entonces ya me había adentrado quince millas en Oklahoma. Pero aun así el gesto me pareció adecuado. El agua que llevaba mis bendiciones acabaría allí, al final.
Me parecía que me iban a sangrar los ojos si no había un eclipse total de sol en el plazo de unos minutos. Intenté meterme más el sombrero para que me diera sombra, pero no había manera, era un sombrero de ala corta. Tenía la boca más seca que tres años sin lluvia, y el estómago se me había encogido hasta el tamaño de una nuez. Había puesto gasolina nada más salir de Houston, y de nuevo antes de dejar Dallas, pero cuando llevaba recorridas veinte millas por Oklahoma me detuve de nuevo. Aquel lugar se llamaba Max y Maxine Maxi-Gas Stop, y el letrero desconchado prometía: GASOLINA CALIENTE, CERVEZA FRÍA Y TODO TIPO DE ARTÍCULOS. Le pedí al joven empleado de los surtidores que me llenara el depósito de etilo y entré en la tienda. Tenía los sentidos tan embotados que me parecía que avanzaba por un budín todavía no cuajado del todo.
Compré una caja de Bud, una bolsa de hielo picado, un botecito de colirio y una de las dos gafas de sol que quedaban en el expositor. Preferí las de una sola pieza con montura amarillo chillón en lugar de las verdes y alargadas en forma de ojo de gato con brillantitos falsos incrustados. Los cristales de ambas estaban cubiertos de polvo.
Volví a colocar la nevera portátil en el portaequipajes, guardándome un par de botellas para su consumo inmediato. Cuando hube metido las otras adecuadamente entre el hielo, tenía las puntas de los dedos tan insensibilizadas que no podía ni sacar un billete de veinte de la cartera para pagar al ayudante. Fue un placer volver a entrar en el caliente Caddy. Me bebí una cerveza, luego me puse unas gotas de colirio en cada ojo. Picaban como el demonio al principio, pero poco a poco me fueron aliviando. Parpadeando todavía y secándome el colirio de las mejillas, me dirigí de nuevo hacia la carretera. Una vez que volví a ponerme a velocidad de crucero, miré a mi alrededor en busca de algo para quitar el polvo a mi nuevo par de gafas de sol y, cuando levanté la vista de una manera automática para comprobar el tráfico, una hoja de papel blanco vino revoloteando a través de la carretera desde el arcén derecho y yo pisé los frenos, con un chillido agazapado en el estómago mientras esperaba el espantoso golpe de la carne contra el metal.
Pero no hubo golpe alguno, ningún Eddie, ningún niño aplastado contra el cromo resplandeciente; sólo el chirrido de la goma y las zapatas del freno humeando en los tambores mientras yo me esforzaba por evitar que la parte trasera del coche diese un coletazo… pero cuando oí otro chirrido de ruedas detrás de mí y capté la visión instantánea de una camioneta en el espejo retrovisor que se me echaba encima por detrás, giré el volante con fuerza hacia la derecha, desplazando la parte trasera a un lado mientras la camioneta, que corcoveaba al pisar el freno, pasaba sin rozarme a la distancia de un pelo. Yo me detuve bastante lejos, en el arcén de la derecha, di una vuelta en redondo mirando hacia el lugar de donde acababa de venir, con la sangre latiendo por la adrenalina. Me oía jadear a mí mismo. Oía los latidos de mi corazón y el golpeteo apenas audible de las arterias en mi cuello. Oía el ruido pesado de unas botas que corrían por el asfalto, más fuerte a medida que se iban acercando: el tipo de la camioneta.
Casi arranca mi portezuela, un acto que encontré comprensible, dado su propio nivel de adrenalina, su rabia ante mi súbito e inexplicable frenazo y su tamaño. Parecía que iba a cazar un oso con una navaja y volver con carne para la mesa. Llevaba unos Levis muy guarros, una camisa de franela gruesa a cuadros, un chaleco acolchado azul con un bolsillo medio desgarrado y un casco amarillo muy raspado con un logo de Gulf Oil.
—Pero ¿qué cojones piensas que estás haciendo, hijo de puta?
No era una pregunta demasiado civilizada; de hecho, no era una pregunta en absoluto, pero era justa, dadas las circunstancias, y merecía una respuesta rápida y verídica.
—Hace una semana, en San Francisco, iba andando por la calle y un niño de cinco años bajó corriendo unas escaleras y un dibujo que llevaba salió volando hacia la calle, y Eddie (porque se llamaba Eddie) se fue derecho detrás del dibujo, sin pensarlo. Lo vi venir, y me eché hacia él todo lo largo que era para intentar cogerlo, pero sólo le rocé los pantalones con los dedos, y él salió hacia la calzada entre dos coches que estaban aparcados y lo aplastó un Merc del 59 antes de un suspiro. No sé si lo ha visto, pero un trozo de papel acaba de pasar volando por la carretera justo delante de mí, un poco antes, y he frenado por puro reflejo, porque nunca, nunca más en mi vida quiero ver a un niño pequeño de cinco años destrozado en medio de la calle, muerto, en medio de un charco de sangre.
—Bueno, vale —dijo el hombre. Cerró la portezuela muy despacio, se volvió y se alejó.
A veces no hay nada más terrible que comprender. Me eché a llorar. No intenté luchar contra aquello. Me dejé caer encima del volante y lloré por Eddie, por la amable comprensión que confirma nuestro dolor y no cambia nada, por todas las almas sobrecogidas obligadas a ser testigos impotentes de una destrucción azarosa, y, con una autocompasión a la que no podía escapar, por mí mismo.
Cuando empecé a notar que los coches aminoraban la marcha para ver qué le pasaba a aquel Cadillac apuntando con el culo hacia el flujo del tráfico, sorbí un poco por la nariz y salí y comprobé el coche rápidamente, entre lágrimas, para ver si se había estropeado o roto algo en aquel giro apresurado de 180 grados en el arcén. Mientras me agachaba para examinar la parte delantera, vi el trozo de papel pegado a la rejilla. Era una hoja fotocopiada, con la tinta desvaída por el sol hasta un tono de un débil color violeta. Me dolían los ojos al intentar leerla, pero al final lo conseguí:
Queridos padres de los estudiantes de segundo curso:
Los alumnos de segundo van a celebrar una fiesta de Halloween en el aula de su curso la tarde del 31 de octubre. Pueden venir a la fiesta con sus disfraces. La fiesta de Halloween se celebrará las dos últimas horas de clase. Saldrán a la hora de costumbre, a menos que se deba aplicar el horario de los días de lluvia. Los autobuses funcionarán con total normalidad.
Les deseo a todos muchos sustos y un feliz Halloween.
Atentamente,
JUDY GOLLAWIN
Profesora de segundo curso