Mientras George despegaba e iniciaba su peregrinaje en el 65, en el presente estábamos llegando, y la grúa dio unas sacudidas cuando él fue reduciendo la marcha para detenerse ante la señal de stop de Monte Rio.
—Monte Rio —anuncié. Dado mi estado cuasicomatoso, como resultado de una combinación de la maldita gripe, muchos miligramos de codeína, el terror y la parálisis inducida por la velocidad y el soniquete hipnótico de la voz de George, me sentía impresionado por mi perspicacia y mi capacidad para articular las palabras. «Monte Rio», repetí, embelesado por su certidumbre existencial.
—Sí, eso es —confirmó George—. A cinco millas de Guerneville ahora mismo, llegamos en un santiamén después de un trecho cuesta abajo, y mañana el mundo será totalmente distinto —dobló a la izquierda por la 12 y fue cambiando las marchas—. ¿Qué tal te encuentras? ¿Vas tirando? ¿Te sangran los oídos?
Lo pensé muy bien, pero no encontraba las palabras. Había gastado toda mi munición con «Monte Rio».
—¿Mejor? —preguntó George—. ¿Igual? ¿Peor?
Asentí.
—¿Todo a la vez?
Asentí de nuevo.
Él asintió también. No sabía si me comprendía y aceptaba mi incapacidad de reunir y pronunciar las palabras o simplemente confirmaba algún juicio interno propio, ignoraba sobre qué asunto y además no me importaba. Me hundí en esa lujosa indiferencia como un vaquero de las llanuras sumergiéndose en su primer baño después de cinco semanas de calor inmisericorde y sudor de caballo y marcha incesante. Las palabras «Valle del Río Rojo» flotaban entre los restos de mi cerebro. «Corre a decirme adieu…» ¿Adieu? ¿Qué mierda es esa de adieu? Se supone que los vaqueros no van por ahí hablando francés.
George me estaba dirigiendo una mirada de simple apreciación, amistosa, pero sincera.
—Quizá deberíamos parar un momento en la Clínica de Salud Redwood para que te examinen rápidamente. Creo que estás bien, pero las opiniones no son diplomas.
—¡Cama! —sollocé entonces, asombrado de haber podido hablar. Era la voz de mi sistema nervioso involuntario, que arrebataba el control a la consciencia de vaquero que decía adieu al hogar de los búfalos errabundos. Una cama. Una cama. Una exigencia física, una necesidad pura y dura, sin mancillar por evaluaciones posteriores ni cuidadosas consideraciones ni juicios reflexivos. Descansar, dormir, retirarme. El último rodeo.
George adelantaba a un camión cargado de troncos como si estuviera congelado en el tiempo. Diestro, decidido. Sin duda, aquel hombre sabía conducir. Cuando el camión se perdía ya en el espejo retrovisor, dijo:
—Tú mandas. El primer punto de la orden del día, pues, es meterte en una cama. Cuando estés mejor llevaré tu camioneta a Itchman.
Mi cabeza asentía sola.
—Si no tienes ningún lugar concreto pensado —dijo George—, ¿qué te parece el Rio del Rio? Lo llevan Bill y Dorie Carpenter. Buena gente. Remolqué una vez su Hudson del 54 cuando se les rompió un eje junto a Skagg Springs. Estaban allí observando a las aves. El Rio del Rio no es lujoso, pero lo que le falta de lujo lo tiene más que de sobra en comodidad. Es muy tranquilo. Y siempre está limpio.
—Corre —dije.
George, riendo ante mi ingenio indomable, accedió de buen grado. Aunque todas las ventanillas estaban perfectamente cerradas, yo notaba el viento que rugía contra mi rostro. Me sentía bien. Me sentía mucho mejor aún por estar a una milla de Guerneville y acercándonos rápidamente.
El Rio del Rio estaba en la parte occidental de la ciudad, escondido en un bosquecillo de secuoyas jóvenes, en una meseta por encima de la llanura de aluvión del río Russian. Había nueve cabañitas, contando la recepción, todas pintadas de un verde oscuro con rebordes blancos, y el verde era del mismo tono que el musgo que crecía entre las grietas de los tejados de secuoya.
George puso la palanca de marchas en punto muerto y echó el freno. No me había dado cuenta de que nos habíamos detenido.
—Iré a ver a Bill y Dorie para inscribirte y a ver qué hay —dijo—. Quédate aquí. Vuelvo ahora mismo.
La lluvia había amainado y se había convertido en una niebla arremolinada. A través del parabrisas húmedo George parecía un borrón mientras se iba acercando a la recepción. Oí un golpe sordo, seguido al cabo de unos segundos por un alegre saludo de mujer, que inmediatamente se afilaba y se convertía en una exclamación burlona:
—Viejo fantasma loco, te vemos tan a menudo como a los pájaros carpinteros. —Mi cerebro se negó a entender aquella comparación demasiado compleja.
Me miré las manos cruzadas modosamente en el regazo. Parecían muy lejanas e indiferentes. Me preguntaba si podrían abrir la guantera en busca de más codeína. El dedo índice de mi mano derecha tembló un poquito. Cuando hay comunicación, hay esperanza. Estaba seguro de que a George no le importaría; parecía que había muchas, y quizá yo las necesitara más tarde, por si tenía una hemorragia o algo. Quizá me salvaran la vida, una vida que, según alcanzaba a comprender, parecía notablemente libre de constricciones éticas o morales. ¿Por qué la generosidad parecía inspirar mi rapacidad?
Todavía estaba pensándolo cuando oí el chapoteo de alguien que corría hacia el camión. La puerta del conductor se abrió y George echó un brazado de papel y astillas en el asiento delantero y subió él mismo, mientras anunciaba, alegremente:
—Bueno, socio, ya está todo arreglado.
Me mostró una llave, balanceándola como si fuese un cebo.
—El siete, buena suerte. La tienes todo el tiempo que la necesites, y pagas cuando puedas. Dorie dice que hay una oferta especial de invierno, son treinta y cinco al día. Ya te he dicho que era buena gente. Deja que te haga de chófer y te acompañe a tus aposentos.
En medio de una distensión temporal aquélla era demasiada información, yo no podía procesarla toda. Diez segundos hasta la cabaña. Horas para bajar del camión y entrar en el interior, mientras George me iba animando, haciendo comentarios, dando órdenes:
—Vamos, vamos, ya queda poco… Cuidado con esas losas de piedra… resbalan como los mocos en un picaporte… Ahora, derechito a la cama, ahí, y yo haré un poco de fuego en la chimenea. Un poco de calorcito y dos días de sueño, ¿no te apetece? A tu lado, un zombi en estado comatoso parecería un loco lleno de vitalidad, pero mira, ¡ya has llegado a la tierra de tus sueños! Sólo tienes que quitarte la ropa y meterte dentro. ¡Sí! Duerme como un bebé y olvídate de todo, tanto que para despertarte se te tengan que quemar los pies. Eso es. Y ahora, voy a demostrar que me merezco la condecoración de Hacedor de Fuego de primera mientras tú te acurrucas debajo de las mantas y llamas al sueño… Nada como un fuego de leña para calentar los huesos… —Su voz se fue disipando mientras él salía por la puerta.
Era complicado, especialmente los botones de la camisa, pero conseguí desnudarme, meterme temblando entre las sábanas frías y subirme el edredón hasta las orejas. George volvió con el papel y la leña, diciendo algo que no pude oír, ahogado por los crujidos del fuego que prendía en el hogar de piedras de río. Luego se acercó y me sonrió allí metido en la cama y dijo algo de mi ropa húmeda y de llevarla a la recepción, y que yo podía dejar la suya allí o quedármela si necesitaba un guardarropa algo más variado, con un toque de clase trabajadora muy adecuado para cortejar a las mujeres de Guerneville, pero yo ya me estaba yendo, sus palabras se perdían entre el sonido del fuego y las secuoyas mojadas por la lluvia que iban dejando caer las gotas en el tejado.
—El durmiente, a despertarse —murmuró una voz—. Aquí está la sopa. —George sostenía una taza humeante en la mano—. Me sabe mal tener que despertarte, pero aunque tuvieras una espada clavada en el corazón, no dejaría que te perdieras esta sopa. Es el famoso Caldo Cósmico de Tubérculos Curalotodo de Dorie. Más de treinta raíces y tubérculos distintos cocidos a fuego lento. Y por lento entiendo un par de semanas, ¿comprendes? Leeeeento. Extrayendo las esencias. Si esto no te da un poquito de fuerza es que nunca he pasado de la primera marcha.
Yo acepté la taza débilmente. El caldo era casi transparente, con un ligero tinte de un pardo verdoso. Cada trago tenía un gusto distinto: zanahoria, nogal, ginseng, regaliz; luego jengibre, bardana, chirivía, ajo. Me sentó de maravilla en el estómago, una calma profunda que irradiaba hacia afuera desde el centro.
—Más —le pedí, esperanzado.
—Tienes todo el termo aquí, en la mesilla —dijo George, y fue a servirme otra taza—. Con saludos de la casa y los mejores deseos de una rápida recuperación. Pero es todo lo que les queda, ya no tienen más. Era el último recipiente del congelador. Sólo se puede hacer una vez al año. Es mejor que esté fresco, asegura Dorie, pero no pierde nada al envejecer, puedes creerme. Es increíble. Cura la gripe y la depresión, la gota, la malaria, el herpes, la impotencia, la esquizofrenia, la hepatitis viral y sanguínea, la morbosidad terminal, la mayoría de los dilemas morales, la senilidad, el mal karma e incluso ese temible asesino japonés más conocido por Nojode Niloko.
Yo bebí codiciosamente, mientras mi cerebro revivido analizaba los estímulos corporales. Me dolían las articulaciones como si fueran dientes cariados, la fiebre (o quizá la codeína) me había vuelto el cráneo de goma, pero el lacerante dolor de cabeza parecía algo disminuido y el torbellino gastrointestinal había quedado derrotado definitivamente.
—Ya lo estás superando —dijo George, solícito.
—Un poco —murmuré. Todavía había un largo camino desde mi cerebro a mi boca.
—Ya me lo imaginaba. Te ha vuelto un poco de brillo a los ojos.
—La sopa es buena. Gracias a Dorie.
—Se las daré, desde luego. —George sonrió y se volvió hacia la puerta.
Me costó un gran esfuerzo, pero conseguí decir:
—Y gracias a ti también, George. Sobre todo. Has sido tan amable que yo…
George se volvió, con un brillo raro en los ojos, y luego una sonrisa.
—Aún no me iba. No te vas a librar de mí tan fácilmente. Sólo quería coger una silla aquí para ponerme cómodo, mientras acababa mi historia. Deberías saber cómo acabó todo.
Yo me sentí confuso por un instante, luego algo cohibido. La historia. Mierda. Me pareció que le había insultado, e intenté arreglarlo.
—George, eres la prueba viviente de que acabó bien.
—Bueno, eso es difícil saberlo con seguridad. —Se encogió de hombros, llevando la silla junto a la cama.
—Me gustaría mucho escucharte, George, pero me temo que puedo quedarme dormido. Es la gripe y la codeína. Soy una audiencia pésima. —El esfuerzo sostenido de pensamiento y habla me había dejado débil y sin aliento.
—Bueno, es igual. —George agitó una mano, quitándole importancia—. Yo necesito oírla más que tú, de todos modos.
La mano de repente se acercó a mí y pareció que iba a tocarme la cara. Yo me aparté un poco, pero era innecesario, porque lo que él quería era sólo apagar la lámpara de la mesita de noche.
La única luz de la habitación procedía de las ventanas, se filtraba entre las secuoyas y la niebla que se arremolinaba fuera. A menos que yo hubiera perdido por completo la noción del tiempo era alrededor del mediodía, pero la calidad de la luz pertenecía más bien al crepúsculo. El fuego se había reducido a un resplandor rojo al otro lado de la habitación, con una llama ocasional que resplandecía en el hueco negro, pero su luz parecía llegarnos solamente como un cambio en la densidad de las sombras. Yo apenas podía distinguir la cara de George.
Me estiré, apreté los músculos, luego los relajé y cerré los ojos esperando que empezase. Pasó un minuto, luego otro. Le oía respirar junto a mí en la oscuridad. Al cabo de otro minuto mi antipatía patológica por el dramatismo me subió a la garganta como la bilis. Intenté adoptar un tono ligero y amistoso, pero noté el sarcasmo en mi propia voz:
—George, ¿qué pasa? ¿Has perdido el hilo?
—No —dijo, amistosamente—. Estaba intentando recordar una sensación. Es importante que la sensación sea la correcta. Uno podría pensar que eso no se olvida… y la verdad es que no se olvida nunca, pero no se puede recordar tampoco con la misma claridad que la original, nunca entera y presente como era antes.
—¿Qué sensación? —pregunté.
—De libertad —dijo. Y así empezó, y no se detuvo hasta el final.