Bueno es saber que los vasos
nos sirven para beber
lo malo es que no sabemos
para qué sirve la sed.
ANTONIO MACHADO
Me parece muy bien que quieras oír lo de mi peregrinaje, pero debo advertirte de que es un auténtico tostón. El caso es que no se entiende demasiado a menos que uno entienda por qué me volví tan loco como para hacerlo, y aun así, no estoy seguro de que lo entiendas tampoco. Y tampoco estoy seguro de que ahora (¿cuántos años después, veinte?) tenga demasiado sentido para mí. Pero déjame que te explique un poco el contexto y ya veremos adónde vamos a parar.
Yo nací y me crié en Florida, junto a Miami. Era el más pequeño de tres hermanos, y el único chico. Mis hermanas se casaron cuando yo tenía ocho años, de modo que nunca estuvimos demasiado unidos. Mi padre era camionero de larga distancia, sobre todo transportaba cítricos del Medio Oeste. Era un hombre muy metido en los sindicatos, lo que se dice formal. Conducir camiones grandes para él era sólo un trabajo, una habilidad… no le veía romanticismo alguno. Lo que le gustaba de verdad eran sus rosas. Él y mamá cultivaban rosas en miniatura, y todas las horas que no pasaba en la carretera estaba en el jardín con sus rosales. Cuando se retiró, el jardín era un vivero. Murió en su jardín entre rosales, una tarde muy bonita de verano, unos dos años después de retirarse. Un ataque. Mi madre todavía atiende ese jardín… contrató a un par de chicas jóvenes para que la ayudaran porque ya tiene casi ochenta años, y cada vez se mueve más despacio, pero el vivero da bastante dinero en realidad. La gente paga mucho dinero por las rosas bonitas.
Cuando era niño iba de viaje con mi padre cuando no había colegio, en verano. Me encantaba aquello. La potencia del diésel. Ir por ahí rugiendo en la noche, imaginando a la gente dormida en sus casas y soñando con sus cosas mientras la luna ardía en el cielo. Iowa sofocada de calor en agosto, y el pequeño ventilador del salpicadero del Kenworth que apenas conseguía secar el sudor. Los chicos saludando en los cafés donde paraban los camioneros, y diciéndome, en broma, si acabaría por quitarle el trabajo al viejo o si todavía iba de vigilante con él. Los helados gratis de las camareras y aquella forma suya de moverse entre los hombres, con un contoneo insistente, riéndose y haciendo bromas y chillando los pedidos a la cocina.
Aprendí a conducir cuando los pies me llegaron a los pedales y pude ver por encima del volante. Hacía de relevo para mi padre cuando tenía dieciséis años, y a los dieciocho me puse por mi cuenta. Yo no era como mi padre. Yo era un caso grave de romanticismo, subido ahí arriba en el asiento y rodando por la carretera a toda marcha, devorado por la fiebre de la «raya blanca». Ya era jodido el tema del romanticismo, pero es que además se me daba bien el trabajo. Una coordinación natural entre manos y ojos. Los otros conductores empezaron a llamarme George el Acelerado, porque en el acelerador era donde mantenía siempre el pie derecho. Dirás lo que quieras a favor del sentido común, pero una cosa era cierta: yo cubría mucho terreno. Me enorgullecía mucho el hecho de que las únicas multas que me habían puesto eran por «moverme», y eso sólo cuando me podían coger. Desgraciadamente, me cogieron más de treinta veces en veinte meses, y cuando los jueces de tres estados te han quitado el carnet, empieza a resultar difícil encontrar trabajo. Cuando llevas productos perecederos, no es fácil justificar el hecho de tener que bordear todo un estado porque te trincarían si pasases a través de él. Las compañías de transportes por carretera quieren que cojas la ruta más corta, aunque puedas darle la vuelta a toda Georgia y aun así llegar en un plazo razonable.
Además, pronto empecé a tomar la versión en metanfetamina del speed. Entonces no te apretaban tanto, y podías comprar un montón de benzedrina pura farmacológica a cualquier camarera de un bar de camioneros entre Tallahassee y Los Ángeles. Por eso las camareras de los bares de camioneros tenían tan buen humor y eran tan frescas entonces; tenían la llave de la concesión de la benzedrina. Todos los conductores la tomaban, por entonces, y yo no era el que menos. Durante dos años pensé que la cruz blanca era el mejor recurso sanitario del camionero. Mi padre nunca tomó nada de eso, sin embargo, y decía que eso te jodía los reflejos y que intentabas hacer cosas que no podías. Yo me di cuenta de algo mucho peor aún: me ayudaban a hacer cosas que no debía hacer.
Lo que tomaba mi padre era café, un termo de acero inoxidable de varios litros, y quizá le añadía tres vasitos de brandy de melocotón. Apenas probaba el brandy. Y mi padre dormía. Dormía cuatro horas y conducía veinte. Pero el hecho es que «dormía» esas horas. Cerraba los ojos y dormía profundamente, sin moverse siquiera. Y cuatro horas más tarde se levantaba como si hubieran tocado diana, sin despertador ni nada, fresco como una lechuga y dispuesto a seguir. Aseguraba que nunca soñaba en la carretera, o no recordaba sus sueños. Yo soñaba sin parar. Pero nunca dormía.
Papá soñaba en casa, sin embargo. Una mañana en la cocina le oí contarle a mamá que había soñado que su cerebro se convertía en una enorme rosa blanca. Mamá se echó a llorar. Papá decía: «Pero, mujer, no llores, si era un sueño muy bonito… me encantaba». Y mamá, sollozando con ganas, decía: «Sí. Sí, Harry. Ya lo sé». Y mi padre decía: «Y entonces, ¿a qué viene esa humedad?». Y oía que mamá se sorbía los mocos, intentando componerse, y decía: «No, si es un sueño precioso», y luego supongo que se abrazaron, porque lo único que oí fue voces ahogadas y el café que borboteaba en la cafetera. Pero comprendí por qué lloraba mi madre: algunos sueños son demasiado bonitos.
Y probablemente ése era el motivo, en parte, de que yo le estuviese dando tan fuerte a esas putas anfetas de la cruz blanca: a veces, incluso veinte al día. Alimentaban mi inclinación natural a la velocidad, que seguramente también se debía al confuso frenesí que suponía tener dieciocho años y dejar el colegio de repente. Salir disparado como una bala y atravesar el país, conduciendo lo más rápido que podías, que te pagaran para comerte el horizonte, era una sensación magnífica, pero se acababa en seguida, de modo que yo no quería parar. Era joven, inquieto y tonto, pero de alguna forma sabía, en lo más hondo, en las tripas, que cuando lo que te pasa es que no quieres parar nunca, precisamente tienes que parar, porque si no estás listo. Había perdido mi carnet de conducir en cuatro estados más, estaba enganchado de mala manera a la benzedrina, y gastaba demasiado tiempo hecho polvo con los corazones de menú de las camareras de los bares de carretera. Mi vida se estaba desmoronando, y yo sabía que tenía que dar algún paso. De modo que en octubre del 56 me dirigí a San Francisco, sobre todo porque los autoestopistas que cogía estaban de acuerdo en que era el único sitio de todo el país que tenía algo de pulso. Pensándolo ahora resulta raro: en 1956 quería «salir» de la carretera. Y realmente, de verdad, palabra de honor que quería apartarme de aquellas pastillitas blancas que me hacían ir muy rápido y sentirme bien. Bueno, para ser sincero no quería, pero comprendía que iba a pasarlo mal y ser muy desgraciado si no lo hacía. Aunque no estaba seguro exactamente de lo que quería hacer, sabía que no era una absoluta mierda. Quizá estuviera al límite, pero todavía me quedaba algo de sentido.
En cuanto llegué a San Francisco las cosas me empezaron a ir bien. Encontré un pisito barato y limpio encima de una panadería italiana, en North Beach, y también trabajo conduciendo una grúa en el garaje de Cravetti. Después de un mes muy duro, había reducido las pastillas a sólo dos al día, cosa que para mí, como comprenderás, era la abstinencia virtual.
Entonces el tema de las grúas era muy distinto. Cualquier llamada, ya fuese por una avería grave o simplemente porque alguien había aparcado en un lugar prohibido, salía en línea abierta a cualquier servicio de grúas de la ciudad, y el primero que llegaba cogía el trabajo. Mierda, después de las 18 ruedas, conducir una grúa era como llevar un Maserati. Yo cogía muchísimo trabajo. Me costó algo de tiempo conocer las calles y las mejores rutas, pero esas cosas nunca me habían costado demasiado.
La competencia era intensa. Recuerdo la primera llamada que atendí. Sobre todo porque yo no conocía el percal e inocentemente fui en dirección prohibida por una calle de una sola dirección, y llegué tres segundos antes que aquel loco de atar, Johnny Strafe, contratado por Pardoo Brothers. Yo me reía un poco al enganchar el coche, pero cuando volví a la cabina y le di al arranque, el maldito cacharro no se ponía en marcha. Como si no tuviera chispa. Me quedé muy extrañado, y ahí estaba Johnny Strafe con los cables de mis bujías como si llevara un asqueroso ramo de novia a una boda de fetichistas del látex, y antes de que yo pudiera abrir la boca empezó a meterlos por la rejilla de una alcantarilla que había en una esquina. Habría corrido tras él si no hubiesen aparecido entonces en escena los policías. Me quejé, pero tenían otros problemas. Finalmente, el sargento de más edad me cogió a un lado y me dijo:
—Mira, si no puedes remolcarlo, lo hará el otro tío. Es lo que se llama: «Te jodes, chaval». Así son las cosas. Ya tenemos bastantes problemas sin tener que vérnoslas con gilipollas como vosotros. Eres nuevo, vale, no lo sabías. Pero no nos vuelvas a molestar.
Así que yo también aprendí unos cuantos truquitos. Un nabo por el tubo de escape, ése fue uno de los que inventé. Una vez, alrededor del 4 de julio, me metí debajo del camión de Bill Frobisher y sujeté con cinta adhesiva una caja de bengalas a su colector de escape. Cuando empezaron a encenderse con el calor, tendrías que haber visto a Bill correr como un loco. También se la devolví a Johnny Strafe. Eché carbón para encender la barbacoa en su asiento delantero y le prendí fuego. Estaba enganchando en ese momento y ni siquiera vio las llamas, pero afortunadamente yo había comprado el mejor extintor de incendios de la tienda de Cravetti y le llené toda la cabina de espuma, hasta que empezó a salir por ambas ventanillas y la radio gorgoteó como una rata ahogándose. La segunda fue incluso mejor: cogí un bote de pintura plateada de secado rápido en spray y le pinté todo el parabrisas.
De todos modos allí estaba, a punto de cumplir veinte años y conduciendo una grúa como un jabato, cobrando un buen dinero por mi oficio y disfrutando además, por lo general. Todavía mantenía las anfetas controladas, dos al día: una después de desayunar y otra para comer, y eso era todo. Ayudaba mucho que llevaba una vida muy regular, trabajaba de ocho a cinco en el turno de día, tenía fiesta los fines de semana, sólo dos pastillitas al día, y dormía como un tronco seis horas la mayoría de las noches. La salud… no hay nada mejor.
El trabajo era bueno, aunque fuese trabajo, pero lo más divertido de todo era vivir en North Beach. Aquel lugar estaba lleno de vida. Hablo de finales de los cincuenta, cuando los beats estaban muy de moda. Muchísima gente te dirá que el mejor momento fue el 54 o el 55, antes de toda la publicidad, pero para un novato que había templado su coraje entre Miami y Saint Louis, aquel momento me pareció estupendo. Los beats eran precisamente la gente que yo andaba buscando. Tenían un deseo apasionado de que les conmovieran. Era todo un poco a lo artista bohemio, desde luego, muchas falsas pretensiones, pero aquello era muchísimo más divertido que el estilo Catequesis, que era lo que se imponía generalmente en los cincuenta: una Catequesis nacional para el alma, llena de virtudes aburridas y deseos reprimidos. Pero el caso es que no se puede vivir con miedo a la vida. Si vives así, es como si estuvieras muerto.
Los beats al menos tenían el valor de sus apetitos y sus visiones. Querían sentirse conmovidos por el amor, la verdad, la belleza, la libertad (lo que mi amigo el poeta John Seasons llamaba «las cuatro grandes ilusiones»), mientras que mi pasión, en aquellos tiempos, era el estallido de fuego en un motor de combustión interna de gran calibre que comunica su potencia a través de la transmisión y luego a las ruedas… cuatro pequeñas ilusiones. A causa de las cualidades explosivas inherentes a los restos licuefactos de los dinosaurios, yo podía ir rugiendo de día y de noche a velocidades que ningún ser que estuviera, aunque por los pelos, en su sano juicio podía considerar razonables. Y si yo mencionaba qué sensación se experimentaba en cualquier bar de North Beach, era muy probable que la chica que tenía a la izquierda acabase de escribir un poema que intentaba capturar el mismo momento de abandono y el tipo que tenía a mi derecha aquella misma tarde hubiese acabado una pintura que esperaba que captase el mismo espíritu de elevación, y acabábamos cotorreando y emborrachándonos y riéndonos hasta que cerraban el bar a las dos de la mañana y yo bajaba andando por Broadway entre la niebla, tiritando y eufórico. Aquello era North Beach. Una erupción de gente con el alma hambrienta. Y a pesar de todas las poses y las tonterías, era espléndido.
Yo también adoptaba poses, debo admitirlo, la mayoría de las veces acuciado por la típica inseguridad adolescente y una cierta sensación de inadecuación intelectual. Todo esto lo disimulaba con la habitual ostentación de fanfarronería y caradura, pero la ignorancia pura y dura es mucho más difícil de ocultar. Como yo podía atribuirme sin mentir (como pocos de los demás) una vida honrada de clase trabajadora, al principio me ocultaba detrás de un antiintelectualismo bastante desagradable. Dejaos de palabrejas y mierdas, yo llevo un camión. Afortunadamente, la mayoría de la gente tuvo la gentileza de ignorar todas mis estupideces y fueron lo bastante generosos para incluirme en conversaciones y prestarme libros. Se podían haber cursado un par de carreras humanísticas con sólo sentarse en los bares, escuchando. Gradualmente pasé de ser un antiintelectual a un intelectual ansioso insoportable. Quería saberlo todo, un apetito que he tenido muchas ocasiones de lamentar con posterioridad.
Normalmente se da el caso feliz de que uno aprende mucho mejor de sus amigos. Mi colega más cercano en aquellos años tempranos fue aquel gran músico a quien todo el mundo llamaba Big Red Loco, un mulato con el pelo rojo. Medía más o menos dos metros y llevaba la música en cada centímetro de su cuerpo. Le oí tocar con los mejores, y a todos les daba sopas con honda. Big Red podía salir a cualquier sitio y al momento poner las cosas al rojo. Todo el mundo quería grabar discos con él, hasta el gato, pero a los siete años él tuvo la visión de que su don era sólo para el momento, y que si algún día se grababa perdería sus facultades. Al menos eso fue lo que me dijo, y no lo dudo en absoluto.
A Lou Jones (Loo el Suelto, como le llamaban) le encantaba cómo tocaba Big Red, tanto que una noche se metió debajo del quiosco de música antes de un concierto y sujetó una grabadora de cintas al micrófono. Todavía estaba temblando cuando me lo contó al día siguiente: todos los instrumentos quedaron perfectamente grabados en la cinta excepto el saxo de Big Red. Ni rastro. Nunca se lo mencionó a Big Red. Tampoco hay por qué jugar con la música de otro tío.
Excepto a través de su música, Big Red apenas hablaba. Diez frases al día le dejaban ronco. Y cuando decía algo, no era muy largo. «Cojamos una cerveza», o «¿Puedes prestarme cinco hasta el fin de semana?». Si uno le hacía una pregunta directa, él se limitaba a mover la cabeza afirmativamente, negativamente o se encogía de hombros… o quizá el dos por ciento de las veces contestase con unas pocas palabras. Al principio cuando le conocí, me sacaba de quicio, de modo que al final le pregunté a bocajarro por qué no decía nada. Él se encogió de hombros y dijo: «Prefiero escuchar».
Con tanta práctica, la verdad es que escuchaba maravillosamente. Comía en el café Jackson porque le gustaba cómo «sonaban» sus platos, no sé si lo captas. Recuerdo que una vez estábamos comiendo y vino el camarero con un carrito tintineante lleno de platos sucios, y Big Red se levantó de su asiento, se puso a cuatro patas y lo fue siguiendo hasta la cocina con el oído bien aguzado, escuchando. Por muy extraño que parezca, era una fortuna para nuestra amistad que él escuchase tan bien, porque está bien claro que yo soy un parlanchín.
Ir por ahí con Big Red significaba conocer al dedillo la escena del jazz local. Hasta entonces yo no había prestado demasiado oído a nada, aparte de la canción de los neumáticos en el asfalto y la vibración de un enorme diésel perforando la oscuridad, pero el jazz, escuchado en vivo, de cerca y cargado de humo, con el sabor del whisky en la boca y una mujer con tacones altos en el rabillo del ojo, me encantó. Me hacía salir de mí mismo. Yo no sé nada de arte, pero sé cuándo una cosa me pierde.
Habrá sido por la influencia de Big Red (nunca poseyó un solo disco), pero la verdad es que sólo me gustaba el jazz en vivo, ahora me pasa lo mismo aún, hasta la médula. He comprado algunos discos y llegué a disfrutarlos y apreciarlos, pero no era lo mismo. Supongo que soy una de esas personas que realmente no pueden apreciar algo si no están a menos de medio metro de distancia del lugar donde se produce. Menciono esto para explicar que realmente no tenía ni idea de rock-and-roll, aunque estaba pegando fuerte ya en aquel momento. Atronaba en todas las juke-box de todos los bares, era la música de fondo, pero nunca se abrió paso desde mis oídos hasta atrapar mi cerebro. Además, la gente del jazz constantemente lo estaba despreciando y diciendo que no era más que chicle para el alma. Pero lo interesante es que Big Red no lo dejaba mal. «Todo es música», decía. «Lo demás es gusto, cultura, estilo, tiempo». Para Big Red, aquello era un verdadero discurso. Mucho después, cuando ya estaban empezando a sonar los Beatles, recuerdo haberme sentado en Gino y Cario con John Seasons y Big Red y que John dijo, con más tristeza que disgusto:
—Los Beatles son el fin de North Beach.
Y Big Red, sin habérselo pedido, exclamó:
—Tienes razón. Ya se nota.
John Seasons era, de alguna curiosa manera, más mentor que amigo, y realmente no estuvimos demasiado unidos hasta finales del 63 y principios del 64. John era poeta, y a través de él conocí a Snyder, Ginsberg, Whalen, Corso, Kerouac, Cassady y todos los demás de la tropa… aunque no creo que estuvieran todos juntos nunca. En cambio John parecía que «siempre» estaba allí. Vivía en North Beach antes de que estuviera de moda, y seguía allí cuando la moda pasó. Era un poeta vocacional, con aversión a exhibirse en primer plano (un rasgo muy notable en aquella época), y una formación muy académica. En las paredes de su salón había algo así como dos docenas de títulos de doctorado en una docena de campos distintos. Recuerdo uno de Harvard en física, otro de la Sorbona en lingüística. Todos eran excelentes falsificaciones. Como le gustaba señalar a John, él se limitaba a apoyar su poesía, que según aseguraba era un intento verdadero de simular lo real, creando facsímiles de lo que era real de forma fraudulenta. John no encontraba ninguna razón aceptable por la cual la gente necesitase documentos y títulos para compartir la cultura americana, y le disgustaba especialmente que hubiera que «pagar» para obtenerlos. John no estaba a favor de ninguna regulación social indebida en la comunidad humana. El arte, los deportes y las leyes de la naturaleza, afirmaba, eran la única regulación necesaria para disfrutar de la vida. Como defensor de la autoridad personal, pensaba que era una estupidez conferir poder real a abstracciones como naciones, senadores y Departamentos de Vehículos de Motor.
John tenía un cuarto oscuro, dos prensas de impresión, un surtido completo de papel de todo tipo y una colección de sellos oficiales que habría asombrado al propio Smithsonian. John también era gay, y le ayudaba el hecho de que, al parecer, solía elegir como amantes a funcionarios del estado en elevados puestos. John sentía que si las preferencias sexuales de uno iban a constituir un riesgo para su seguridad, al menos uno podía arriesgar una cierta seguridad, y era tan persuasivo que sus novios le ayudaban a aumentar su colección de sellos oficiales, proporcionándole a menudo incluso los formularios originales en los cuales estamparlos. Para John, un carnet de conducir falso de California era poco más que una foto y algo de trabajo de mecanografía. Aseguraba que podía falsificar cualquier cosa sobre papel excepto dinero y un buen poema, y que podría hacer dinero si contaba con las placas adecuadas y el papel necesario.
Así que al cabo de dieciocho meses en North Beach, acercándome ya a los veintiuno y a la mayoría de edad legal en Estados Unidos, yo tenía un trabajo que disfrutaba de día y buenos amigos y compañía movida por la noche; y a través de la lectura y conversando con gente que sabía de lo que hablaba, iba acumulando la suficiente información para hacer mis pinitos. Empezaba a poseer mi propia mente, o al menos a comprender que tenía una mente que conocer. O eso pensaba, al menos.
El 1 de febrero de 1959, dos días antes de mi vigésimo primer cumpleaños, cuando salía de mi turno en el trabajo, Freddie Cravetti (el hijo del viejo Cravetti, que dirigía el turno de tarde del garaje) me hizo una señal y me presentó a un tipo bastante alfeñique y que llevaba un traje azul de cloqué tan asqueroso que se podría haber limpiado con mierda de perro. Freddie le presentó como Johnson el Mugre, y luego discretamente recordó que tenía que hacer no sé qué papeleo. Cuando estreché la mano del Mugre fue como si sacara una lamprea podrida de un cenagal. Hablaba con un murmullo monótono, con la cabeza baja y los ojos se le movían constantemente. De inmediato vi que era un expresidiario.
Sólo me gustaba una cosa de Johnson el Mugre: su dinero. Eran doscientos en efectivo, de aquellos tiempos en que se comía con un dólar, y sólo era la mitad por adelantado. Había otros doscientos luego, a la entrega. Lo único que tenía que hacer era estampar un coche sin quedar planchado yo también, dejarlo como siniestro total e irme. Como me había pasado la vida evitando los accidentes o recogiendo a gente que los había sufrido, me pareció interesante. Primero, sin embargo, tenía que «robar» el coche, cosa que redujo mi interés considerablemente, hasta que el Mugre me explicó que el propietario del coche quería que se lo robasen y lo estrellasen para poder cobrar del seguro. Yo estaría completamente cubierto, me aseguró el Mugre. Me darían una llave, una nota manuscrita del propietario explicando que yo iba a comprobar la transmisión o cualquier cosa, el propietario se quedaría junto al teléfono por si alguien lo comprobaba, y no declararía que se lo habían robado hasta que yo llamase diciendo que todo había salido bien. El Mugre decía que si quería podía llevar a alguien para que me vigilase la espalda y me recogiese al final, pero tendría que pagármelo yo de mi parte. Al Mugre no le importaba en absoluto cómo ni dónde estrellaba el coche, mientras fuese siniestro total, a efectos del seguro. Si me hacía daño o no llamaba al cabo de ocho horas, me quedaría solo y nadie me conocería. Y si se me ocurría pronunciar su nombre ante la ley, probablemente me visitarían unos hombres muy grandotes que habían tenido infancias trágicas y que sin duda se sentirían muy complacidos arrancándome los dedos y alimentándome luego con ellos.
Era una proposición que tenía muy mala pinta, desde luego, pero no carecía de atractivos, especialmente si uno es joven, inquieto, está aburrido y es idiota. Pensándolo después me siento más asombrado que avergonzado de haber aceptado aquel trato, aunque debo admitir que los cuatrocientos dólares de la paga me nublaron bastante el juicio.
Johnson el Mugre. Te lo resumiré en una sola frase: le gustaba su nombre. «Ése soy yo», decía riendo. «Una auténtica mugre». Como si con aquello confirmase su esencia. A esa gente no la entiendo, la verdad: guarros hasta la médula, y encima presumen encantados. Quizá la aceptación esté cerca de la beatitud, pero disfrutarlo tanto me parece excesivo. Todavía veo su sonrisa. Y eso es lo raro. El Mugre era un montón de basura andante, pero tenía unos dientes perfectos, fuertes, rectos, cepillados hasta sacarles un brillo inmaculado. Y como sólo los enseñaba cuando alguien le llamaba Mugre o confirmaba de algún otro modo su turbio pasado, ese gesto siempre llevaba implícito un reconocimiento tímido, complacido, casi extrañamente íntimo, como si le estuvieras haciendo un cumplido o como si él se complaciese en despertar tu desprecio.
Por lo que pude averiguar, el Mugre había montado un chanchullo bastante complicado. Si yo me llevaba cuatrocientos, seguro que el Mugre al menos se llevaba uno de los grandes, y el resto iba al propietario. Pero ese arreglo suscitaba una pregunta obvia: si el propietario necesitaba la pasta, ¿por qué no vendía el coche, sin más, y se embolsaba «todo» el dinero? Supuse entonces que el valor del seguro estaría tremendamente hinchado (quizá hubiese algún agente conchabado) o que al coche le pasaba algo raro.
Y ahora, esto no lo sé a ciencia cierta, pero apostaría a que los coches eran robados y los sacaban del estado y el Mugre probablemente los vendía a una cuarta parte de lo que valían, que a su vez les cambiaba los papeles y la matrícula, y dejaba que la gente los usara seis meses o así, para cubrir el coste del seguro, y luego el Mugre recuperaba casi su valor total cuando los estrellaba. Quizá el «propietario» se llevase una pequeña parte de aquella jugada, pero a un tipo como el Mugre no le gusta ver que se cortan demasiados trozos del pastel. No sé lo que haría con su botín, pero desde luego no se lo gastaba en ropa.
Yo estrellé mi primer coche a la noche siguiente, el 2 de febrero, y debo admitir que llevaba unos cuantos whiskies en mi interior cuando metí la llave en el nuevo Merc convenientemente aparcado junto a Folsom. También me había regalado a mí mismo tres anfetas extra por mala conducta, ya que prefería estar un poquito más concentrado para el trabajo que me esperaba.
Big Red era el hombre de apoyo, el que me recogería después. Era perfecto para el trabajo. Tenía su propio coche, un Chevy sedán corriente del 54, y había resultado siempre muy fiable en los pequeños favores de la amistad. Además, necesitaba dinero. Yo le había prometido cien dólares, probablemente demasiado, pero tenía trabajo fijo y podía desgravármelo como contribución artística, si alguna vez llegaba a pagar impuestos. Big Red también ofrecía su altura imponente, la mata de pelo color cobre y una nariz que parecía haberse roto dos veces en direcciones opuestas. Si alguien ponía objeciones a tu conducta, era el hombre a quien debías tener a tu lado.
Nadie dijo nada cuando puse el Merc al ralentí y el desempañador fue limpiando el cristal. El coche estaba casi nuevo, algo por encima de los nueve mil en el cuentarrevoluciones y ninguna abolladura visible. Cuando el cristal quedó limpio me dirigí hacia Folsom, con Big Red rodando detrás de mí, y me encaminé hacia el Golden Gate.
Sólo había tenido un día para pensarlo, pero al final di con un plan que me pareció bastante sensato. Subiría por la carretera 1 por encima de Jenner, donde abraza los acantilados sobre el océano, encontraría una curva adecuada y echaría el coche al Pacífico. Había llevado una bolsa llena de latas de cerveza vacías y un par de botellas de vodka barato para rociarlo por el interior, para que pareciera que un rebaño de adolescentes aullantes, frenéticos por un chorro gigantesco de jóvenes y guerreras hormonas, hubiesen birlado el coche para dar un paseíto y luego lo hubiesen estrellado para divertirse.
Me dirigí hacia el norte a 65, muy legal; cogí por Sebastopol hacia Guerneville, luego seguí por el río Russian hasta su desembocadura en Jenner, y allí tomé la 1. Apenas había tráfico. Miré el retrovisor para asegurarme de que Big Red también cogía el desvío, y vi las luces oscilantes de su Chevy a un cuarto de milla por detrás.
Encontré un buen sitio a veinte minutos por la costa, una curva amplia a lo largo del borde de un acantilado. Paré en el arcén para echar un vistazo. El aire del océano venía cargado, era un caldo de proteínas salinas y descomposición de la marea. No había barrera de protección, de modo que era muy fácil hacer rodar el coche hasta el borde y echarlo abajo hasta las olas que azotaban las rocas. Miré con cuidado, buscando luces por la playa, cualquier linterna o fogata. No quería echar dos toneladas de metal encima de alguna parejita de amantes y esparcir sus románticos sesos por la estrecha playa que había debajo. No había razón alguna para dar pie a aquella incómoda situación. Por otra parte, por supuesto, a nadie con un cerebro más complejo que el de un molusco se le ocurriría siquiera emparejarse en una playa rocosa y batida por las olas en una noche cruda de invierno, de modo que quizá estuviera haciendo un favor a la evolución.
Con los guantes que me había puesto antes de tocar siquiera el coche, esparcí la basura que llevaba por su interior mientras Big Red colocaba su Chevy de modo que tapaba al Merc. Puse el Merc en punto muerto y con las ruedas hacia la izquierda. Big Red y yo echamos el hombro con unos cuantos gruñidos al principio, y en seguida empezó a rodar por su propio peso. Cuando los neumáticos delanteros pasaron el borde la parte trasera se elevó, pero en lugar de precipitarse hacia abajo directamente, arrastró el chasis de lado y se inclinó con tanta lentitud que oímos todas la latas deslizándose hacia el asiento del conductor, y al final pasó por encima del borde y desapareció. De repente la tierra parecía más ligera. El silencio duró tanto rato que me imaginé que no habíamos oído el golpe, que el sonido de impacto había quedado amortiguado por el vaivén de las olas de abajo, y estaba a punto de mirar por encima del borde del precipicio cuando el coche golpeó las rocas con un ¡PATAPUUUUUM!
Big Red se quedó inmovilizado, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, balanceándose ligeramente de lado a lado. Estaba claro que se hallaba absorto en algo, pero aunque no me gustaba nada interrumpirle, no me pareció sensato quedarnos por allí para apreciar la cualidad sonora de un Mercury nuevo reuniéndose con las piedras antiguas en medio de la comisión de un delito.
Le toqué el brazo.
—Vámonos.
—Conduce tú —replicó Big Red. Era una orden, no una petición.
Silencioso, con los ojos cerrados, Big Red no salió de su ensoñación hasta que volvíamos por el Golden Gate. Yo estaba un poco deprimido por la desaparición de la adrenalina, algo cabreado porque el tío se hubiese inhibido cuando yo tenía ganas de aullar, de modo que al final, cuando abrió los ojos y me preguntó:
—¿Lo has oído?
Yo estaba algo enfadado.
—¿Oír el qué? ¿Las olas? ¿El viento? ¿El tortazo?
—No, hombre. El silencio. El peso gravitatorio de ese silencio. Y luego ese enorme, breve y retorcido grito de metal.
—Ese sonido no está entre los primeros de mi lista de favoritos, Red. A mí me gustan los coches, los camiones de cuatro ejes, de seis, de ocho, y esos enormes hijos de puta que se doblan por en medio y hacen ¡chuuuf, chuuuf! cuando aprietas el pedal del freno. Es como si te tiraran el saxo por el acantilado.
—¡Sí! —exclamó, cogiéndome del hombro—. ¡Exacto!
Estaba tan contento que me pareció cruel admitir que mi acierto no era el resultado accidental de una sarcástica exageración, sino de un engaño simple y puro. De hecho, sólo una cosa me había preocupado del accidente del Merc: que resultó demasiado fácil.
Le recordé a Big Red que todavía teníamos que llamar al otro tipo, y en cuanto llegamos a Lombard llamé al Mugre desde un teléfono público de una gasolinera Shell. Respondió al tercer timbrazo. Después de aquella primera noche yo tendría ocasión de llamarle montones de veces, y él siempre contestaba al tercer timbrazo. Usábamos un código muy sencillo. Yo decía: «El cromo está en la carretera», y él respondía con mal humor: «¿Quién es?». Y entonces yo colgaba.
Cuando volví a meterme detrás del volante del Chevy de Big Red, a él no le interesaba lo que había dicho el Mugre. Quería explorar aquel silencio.
—Vamos a mi casa, recogemos mi saxo y a ver quién está tocando por ahí.
North Beach. ¿Dónde si no se podía encontrar un pequeño club a las tres de la mañana que se suponía que estaba cerrado y allí tocar y beber porque los propietarios comprendían mejor que la ley que uno podía sentirse solitario y sediento y necesitar música a todas horas, especialmente a última hora de la noche?
Justo antes de amanecer, Big Red subió al estrado él solo y anunció que iba a tocar una composición nueva que llamó: «Mercury cayendo», y que quería dedicármela a mí el día de mi cumpleaños. Me había olvidado de que a medianoche tendría oficialmente veintiún años, pero Big Red no lo había olvidado, y yo me sentí fatal por haberme mostrado impaciente con él antes. Pero en cuanto Big Red empezó a soplar y dar forma a aquella primera nota, mi pequeña nubecilla de vergüenza voló por completo.
Durante los veinte minutos que tocó Big Red no se oyó ni una mosca en aquella habitación. Los cigarrillos se fueron consumiendo. El hielo se fundía en las bebidas. Sé que no se puede describir la música con palabras, pero él interpretaba aquel silencio que había oído, que oyó con tanta claridad, y extraía de él cada nota, y la llevaba hacia el borde, y las empujaba por el acantilado y las dejaba caer atraídas por la enorme fuerza de la gravedad y las dejaba colgando en el viento y las arrojaba contento hacia el golpeteo del agua gorgoteante que desgastaba la piedra, y cada nota que irrumpía en el silencio era un recién nacido que surgía a la luz. Cuando acabó, no hubo sonido alguno ni silencio alguno y todos cogimos aliento juntos, por primera vez.
Big Red asintió tímidamente y se bajó del estrado. No era necesario el aplauso. Todo el mundo se quedó sentado, respirando de nuevo y notando cómo les entraba el aire en los pulmones, temerosos de romper el hechizo, la habitación silenciosa donde sólo se oía el cambio de peso de los cuerpos en las sillas, el roce de los zapatos en el suelo lleno de basura. Finalmente, una chica que estaba sola sentada a una mesita del rincón se puso de pie, y aquello lo desencadenó todo. Un músico negro que tocaba el contrabajo y se llamaba Bottom, sentado a mi lado en el bar, gruñó:
—Síííí… Sí, sí, sí.
Y luego se levantó, me pasó el brazo esquelético en torno al hombro y me abrazó, susurrando con un aliento dulce y cítrico:
—Feliz cumpleaños, tío…, has tenido un regalo que te puedes pasar el resto de tu vida desenvolviendo.
Y todo el mundo asentía y sonreía. Un murmullo dulce y bajo llenó la sala. Todo el mundo, excepto la joven que se había puesto de pie. Ella se estaba quitando la ropa. Estaba de espaldas a mí, de modo que no me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que el vestido verde de punto cayó de sus hombros desnudos. No llevaba nada debajo. Era alta, delgada, con el pelo largo del color del pino curtido por la intemperie, dio un paso para salir del vestido que le rodeaba los tobillos y siguió su camino, tranquila y magnífica, entre las mesas atestadas, hacia la puerta de atrás. Todo el mundo se quedó inmóvil de nuevo. Yo estaba enamorado. Ella salió y luego cerró la puerta con cuidado, sin mirar atrás.
—La madre que la parió… —gruñó Bottom a mi lado, y su brazo cayó de mis hombros.
La alcancé al final del callejón. Una espesa niebla formaba remolinos en la primera luz pálida de la mañana. Frío. Olor a basura. Ella me oyó y se volvió. Yo temblaba demasiado para hablar. Ella se apartó el pelo de la cara, de los bonitos ojos azules, orgullosa y divertida, mirando fijamente a los míos.
—Te acompaño a tu casa —dije, con lo que podría describirse amablemente como un tartamudeo.
Ella inclinó la cabeza, esbozó una sonrisa juguetona, esperando. Yo comprendí inmediatamente y empecé a quitarme la ropa, saltando a la pata coja para quitarme un zapato. Me costó una eternidad, o al menos eso me parecía, y ella mientras tanto estaba allí de pie, esperando, sacando la cadera, con los brazos cruzados en el pecho, mirándome, mientras yo me desnudaba frenético pero fingiendo que no estaba frenético. Y no sé cómo, de repente, me quedé de pie desnudo delante de ella, con la polla tan dura como una palanca de cambios, temblando, loco y lleno de esperanza. Ella se echó a reír y me abrazó; yo me eché a reír también, relajado, apoyado contra su cálido y suave cuerpo. Y entonces, mano con mano, de una forma tan natural como la noche y el día, fuimos caminando las siete manzanas que faltaban hasta mi piso. Había algo de tráfico matutino, los primeros movimientos de la ciudad, pero nosotros éramos invisibles en nuestro esplendor.
Se llamaba Katherine Celeste Jonasrad, Kacy Jones para los que la querían, y había muchos, incluyéndome a mí, desde luego. Cuando la conocí acababa de cumplir los diecinueve y, para la consternación sin tregua de sus padres, acababa de dejar Smith para ver qué tenía que ofrecerle la Costa Oeste en cuestión de educación. Su padre era propietario de la empresa de suministros médicos más importante de Pensilvania, y su madre era una novelista frustrada que al parecer lamentaba todos y cada uno de sus actos y sus omisiones desde que se graduó también en Smith. Kacy les llamó una noche desde mi casa (era el cumpleaños de su padre) y recuerdo que le brillaban los ojos al repetir la pregunta de su madre:
—¿Que qué voy a hacer? Bueno, pues voy a hacer lo que me apetezca, lo que necesite, lo que haga falta, y lo que vaya saliendo.
Ésa era Kacy en su esencia incontenible: un espíritu libre, una verdadera fuerza de la naturaleza. Ella hacía lo que le daba la gana, en general, y si no estaba segura de lo que le gustaba, nunca tenía miedo de averiguarlo.
Aquella mañana de cumpleaños que fue andando desnuda por las calles hasta mi apartamento, se volvió hacia mí en cuanto se cerró la puerta y dijo:
—No me interesan las acrobacias. Lo que busco es la calidad de la entrega. —Debí de mostrar mi confusión, porque lo explicó de forma más sencilla—: No quiero que me folien, quiero que sintamos algo.
—Lo intentaré —fue lo único que se me ocurrió decir.
Ella pasó los brazos en torno a mi cintura desnuda y me atrajo hacia ella.
—Lo intentaremos juntos.
No había conocido nunca a una mujer con una imaginación erótica de una originalidad y diversidad similar a la de Kacy. Y no me refiero a posturas y gimnasia sexual, ni a las fantasías y obsesiones más salvajes: éstas no eran más que la entrada a otros reinos de posibilidad. A Kacy le interesaban los «sentimientos», su claridad, sus matices, su profundidad, lo que se podía compartir y lo que no. Con Kacy no había sexo intrascendente. Yo se lo dije mucho más tarde. Con ese tono de cinismo juguetón que usa la gente para intentar mantenerse fiel a sus sueños, Kacy dijo:
—Bueno, un polvito rápido de vez en cuando no hace daño a nadie.
No quiero confundirte con los detalles voluptuosos, baste con decir que aquella mañana de mi cumpleaños con Kacy yo llegué al cielo de camino hacia el Reino del Placer Inimaginable Indefinidamente Prolongado. Lo intentamos juntos, en cuerpo y alma, y no hay nada como ese primer intento de creer en la magia, y sin esa creencia en la magia, no hay ilusión para lo demás. A última hora de la tarde, cuando Kacy fue a comprar algo de comida, yo me quedé allí echado, sonriendo como un idiota. Ella volvió al cabo de media hora con una bolsa llena de comestibles. Pan recién hecho de la panadería de abajo, un poco de embutido de la charcutería de la esquina, dos cuartos de cerveza fría, un bote de pepperoncini, un cuarto de kilo de queso Dry Jack, velas, un pastel de chocolate Sara Lee y la edición vespertina del Examiner. Así era Kacy: le encantaba sacar sorpresas de la bolsa. Según Kacy, sólo había siete cosas que requería un ser humano para vivir feliz en este planeta: comida, agua, cobijo, amor, verdad, sorpresas y secretos. A mí me parecía muy bien.
Recuerdo que parecía muy feliz mientras iba desenvolviendo todo nuestro festín, explicando que sólo había ocho velas en el paquetito, pero que si yo no era demasiado tradicional, podíamos formar la cifra 21 en lugar de usar veintiuna velas. De pronto se detuvo a mitad de la frase, como alucinada, mirando hacia la mesa.
Yo me incorporé en la cama.
—¿Qué pasa, Kacy?
Sin volverse hizo un gesto impaciente con la mano, mientras miraba la portada del periódico. Vi que sus hombros se elevaron, suspiró con fuerza, y luego bajaron otra vez. Como se quedaron así, supe que las noticias eran malas. Se volvió con lágrimas en los ojos, y se echó en la cama a mi lado.
—Buddy Holly, Ritchie Valens y el Big Bopper se mataron en un accidente de avión, anoche. Es demasiada música perdida, de golpe.
Yo la agarré sin decir nada. El hecho era que yo no estaba demasiado seguro de quiénes eran Buddy Holly, Ritchie Valens y el Big Bopper, una ignorancia que, me temía, no haría otra cosa que entristecerla aún más. Se necesita el mismo conocimiento para compartir la pena de otra persona, pero no para consolarla. Yo la seguí abrazando hasta que se le secaron las lágrimas, nos comimos el festín de cumpleaños y luego, más tarde, aquella misma noche, abrimos algunos regalos más.
La fiesta en realidad duró cuatro años más. No puedo decir que viviese con ella esos cuatro años, ya que ella iba y venía a su antojo. Kacy no era posesión de nadie. El día de San Valentín, una semana y media después de conocernos, volví a casa después del trabajo y me encontré un corazón gigante rojo clavado en mi puerta con las palabras «SÉ MÍO» impresas en enormes letras blancas por encima. La palabra «MÍO» estaba cuidadosamente tachada. Su vida le pertenecía a ella, la mía a mí. Cuando ambas se encontraban, se daba la consideración mutua, el respeto y el amor sin posesión, dependencia ni codicia. Intenté explicárselo a John Seasons una noche cuando Kacy llevaba fuera dos semanas, y yo intentaba convencerme a mí mismo de que todo iba perfectamente. John dijo:
—A mí me parece una de esas relaciones modernas.
Se acabó el Johnny Walker y miró hacia el fondo del vaso.
—En realidad —continuó, con la voz seria de repente, y un rastro de amargura en su tono—, parece la definición de amor de san Agustín: «Quiero que tú seas». Siempre me ha gustado esa definición de amor, pero estoy completamente seguro de que es imposible llevarla a la realidad ni de lejos.
Yo mismo también lo encontraba difícil. Las dudas, los celos, y particularmente los ansiosos pinchazos de inadecuación me molestaban siempre, en un momento u otro. Kacy vivía con el contenido de una mochila, y cuando se iba (a veces por pocos días, a veces durante semanas) se llevaba todo lo que tenía, excepto la promesa de que volvería. Cuando ella volvía, siempre me llamaba para preguntarme si estaba de humor para tener compañía. Yo siempre decía que sí excepto una vez, que dije que no, a ver qué decía ella.
—Bueno —respondió—, ya volveré a llamar.
Al cabo de un par de años mis dudas y temores desaparecieron, porque lo único que hacían era poner en peligro el placer de su compañía. Además, cuando ella estaba, estaba de verdad, y eso era lo máximo que podía pedir si quería amarla, y no poseerla.
No quiero dar la impresión de que lo único que hacíamos era follarnos como locos mientras nos mirábamos profundamente a los ojos el uno al otro. Cuando estábamos juntos éramos como cualquier otra pareja. Íbamos a los bares y cafeterías y garitos de jazz, visitábamos a los amigos, íbamos al cine… lo normal. A Kacy le gustaba comer bien, y disfrutaba cocinando, y le horrorizó enterarse de que yo era un abridor de latas: una lata de chile, otra de maíz y seis cervezas era lo que yo entendía por una comida completa. Kacy me enseñó a cocinar algunos platos sencillos, como la pasta y los rehogados. Me compró un wok para su cumpleaños. También me introdujo en el tema de la mochila. En el tiempo que estuvimos juntos hicimos ocho o nueve viajes largos por las Sierras. A Kacy le encantaban los lagos de alta montaña, y después del primer viaje yo también me aficioné. Aire, agua, granito, el fuego de campamento… a Kacy le gustaban las cosas elementales.
También era aficionada a la marihuana, al peyote, colocarse con cosas naturales. «Drogas reales», las llamaba. El speed fue la única cosa que jamás me reprochó, y su juicio era notablemente liberal. Aseguraba que el speed hacía agujeros en el alma. Así que, dispuesto a dejarlo de todos modos, al final acabé por dejarlo, aunque me permitía tomar un par de ellos cuando tenía que accidentar un coche por cuenta del Mugre. Fumaba hierba con ella de vez en cuando, pero nunca me aficioné tanto como ella. Dispersaba la atención, distraía de la concentración, parecía dejarme el cerebro blando. El peyote era más interesante, y además entonces era legal, pero cada vez me daba una vomitona horrible, y eso le quita la gracia a cualquier cosa.
El béisbol era una de las cosas que Kacy y yo teníamos en común y nos encantaba. Durante años, su padre había sido propietario de una parte de un equipo de clase A en Filadelfia, y Kacy se crió yendo a todos los sitios donde ellos jugaban. A ambos nos gustaba el béisbol igual que nos gustaba el jazz, en vivo y de cerca. Como aquello era antes de que los Giants se trasladaran a San Francisco, nos quedaban los Triple A Seals, aunque mientras fuera béisbol, no nos importaba si eran las grandes ligas o la liga menor. Yo siempre pensé que era una triste carencia de la gente de North Beach que no se les pudiera atraer hacia algo tan americano como un juego de béisbol aunque les comprases pases para toda la temporada y pagases la cerveza. La única excepción era John Seasons, que tenía un pase de temporada y se ofendió mucho cuando le sugerí que imprimiese un par más para Kacy y para mí.
Los tres nos divertíamos como locos en el estadio. John y Kacy siempre babeaban por los antebrazos de algún primera base o por el culo de algún centrocampista, pero disfrutaban con el dramatismo y la estrategia igual que con la belleza física. Y nunca nadie se metió con un árbitro como John Seasons. John tenía un aspecto desgarbado y tímido, pero también tenía una voz como una cuchilla de carnicero.
—¡Que te den por culo un pelotón de matones corsos! ¡Que Zeus te llene los huevos de leche de cabra cuajada! ¡Que el cuervo de Poe te pique esos ojos blandengues y todos los seres angelicales de Rilke se meen en las cuencas vacías!
Realmente, John era bueno.
Si te parece que yo lo pasaba bien, que tenía una vida llena de emociones y con el pedal pisado a fondo, pues en efecto, así era. Quizá demasiado. Porque cuando uno va correteando por ahí con una mujer tan espectacular y unos amigos con un corazón tan enorme, bañándose en la fuente de las nuevas posibilidades, trabajar cuarenta horas a la semana resulta tremendamente aburrido, aunque ese trabajo te guste. Ya no tenía nada que aprender acerca de la conducción y manejo de grúas, y no hay nada que desanime más que dominar algo que no ofrece desafío alguno. Cuando se empieza a perder la satisfacción con el trabajo es la primera señal de que puede haber un patinazo.
A pesar de la emoción de lo prohibido, destrozar de vez en cuando un coche para el Mugre también se iba convirtiendo en algo rutinario. Quizá si hubiera hecho un par de trabajitos al mes, en lugar de uno cada tres meses, habría dejado lo de Cravetti. Desde luego inventar formas nuevas de estrellar coches sin establecer un modelo me obligaba a aguzar el ingenio. Pero el hecho es que no cuesta demasiado dejar un coche como siniestro total, a efectos del seguro: sólo tiene que resultar más cara la reparación que el propio coste del coche. Una abuelita lo podría hacer en dos minutos con un martillo pequeño y un puñado de arena.
De todos modos, era tan aburrido que Big Red y yo empezamos a poner algo de fantasía en nuestras destrucciones. Él encontró un sitio en lo alto del monte Tam donde había una roca suelta por encima de la carretera, y cuando lo teníamos ya todo bien preparado usamos un par de barras como palanca e hicimos caer aquella roca justo encima de un Impala nuevecito del 61, y dimos en la diana. Quemamos un Chrysler como una antorcha en Stinson Beach, pero cuando mejor nos lo pasamos destruyendo un coche probablemente fue con aquel Olds del 88 que tiramos por Fort Ross Road, fingiendo que éramos unos empleados de gasolinera desquiciados. Big Red había comprado un par de estrellas rojas en un «todo a cien» para darnos un aspecto oficial. Nos sujetamos las estrellas con una aguja y nos pusimos a trabajar, murmurando: «Con luna o estrellas, de día o de noche, confíenos su coche», mientras hacíamos el trabajo.
—¿Lo quiere lleno hoy, señor? ¿Prefiere mortero o cemento normal?
—Yo me encargo del limpiaparabrisas, George —dijo Big Red, animoso, atravesándolo con una maza de cuatro kilos—. Qué limpio, ¿eh? Como si no tuviera cristal. —A Red le hacía tanta gracia aquello que casi tartamudeaba de entusiasmo.
—¡Eh, Red! Mientras compruebo las cosas por aquí, en el motor, ¿por qué no coges esos alicates y quitas los tubitos de las válvulas y procuras que salga el aire de esos neumáticos? A mí me parecen demasiado hinchados.
—Sí, jefe. ¿Qué tal va por el motor?
—No demasiado bien: sólo se filtra un poquito de aceite desde la válvula. Dame ese mazo de cuatro kilos y a ver si puedo reventar la junta. Igual también aplasto un poquito las válvulas, ya que estoy.
Yo ya estaba disfrutando de verdad con aquello… y recuerda que yo siempre había sido un feligrés ante el altar de la combustión interna. Otra señal de que las cosas se estaban desmoronando. Entonces no me daba cuenta, desde luego, o al menos no con claridad. Pero ¿qué puede importar darse cuenta de que tienes hambre, si no hay nada que comer?
Quizá no supiera la causa, pero notaba que algo no andaba bien. Yo tenía una novia estupenda, un trabajo honrado, buenos amigos, y algunas emociones ilícitas para mantenerme en guardia, pero no era feliz. No sabía por qué, y todavía no lo sé a ciencia cierta. El diagnóstico de John es que era un caso grave de edema espiritual posadolescente, esa extraña enfermedad que consiste en ahogarse uno en sus propios jugos. Su receta fue: dejar que la aflicción siguiese su curso letárgico, esperando que acabase por barrer las partes más insignificantes de la psique en el proceso de purga.
Big Red Loco pensaba que todo estaba en el aire. No se explicaba mejor, sólo añadía, cuando le interrogaba: «Ya sabes, tío, el aire». Incluso se ayudaba visualmente moviendo la mano vagamente por encima de la cabeza.
Y Kacy, la dulce Kacy, nunca supe qué pensaba en realidad, porque de repente desapareció, se fue a México y luego a Sudamérica con dos psicólogos gays jungianos, unos hermanos llamados Orville y Lydell Wight. El objetivo del viaje era investigar de primera mano el uso chamanístico de diversas drogas empleadas por las tribus nativas. Tenían una camioneta Chevy nueva, un poco de financiación independiente y ningún límite temporal, aunque Kacy hablaba de al menos dos años, o unos veintidós meses más de lo que yo tenía en mente.
Pero lo que yo quería era irreconciliable con lo que sabía que iba a pasar. Aquélla era una aventura que ella no podía dejar pasar, si quería seguir siendo fiel a sí misma, así que a pesar de mi tristeza y mi dolorido enfurruñamiento, reuní el valor suficiente para dejar ir aquello que, de todos modos, no podía retener.
Nuestra última noche juntos la llevo impresa en mi memoria celular. No creo que nunca haya abrazado a nadie tan estrechamente. Por la mañana, cuando me despedí, no albergaba resentimientos. Ninguno en absoluto. Pero eso no impidió que quedara destrozado.
Un mes más tarde, el mismo día que recibía la primera carta de Kacy, supe que habían trincado al Mugre. El joven Cravetti me aseguró que aquello no tenía nada que ver conmigo, que el arresto era por usura y conspiración para cometer una agresión. Evidentemente, el Mugre había empleado a algunos agentes del Servicio de Recaudación y Contusiones, una compañía de matones que se mantenían absolutamente fieles a su lema: «Paga o sufre». La esposa de un deudor damnificado había acudido a la poli, que probablemente habría echado la denuncia a la papelera si ella y la mujer del comisario de policía no hubiesen sido animadoras en el mismo equipo cuando iban al instituto. Acababa de perder una buena fuente de dinero fijo y diversión, pero peor aún fue para Big Red. Había llegado a depender de aquellos ingresos, y ahora tenía que volver a trabajar para Mort Abberman, que, cuando estaba lo bastante sobrio para rellenar los moldes, tenía una pequeña industria familiar de fabricación de consoladores de látex en el sótano.
Según la carta de Kacy, estaban en México, cerca de Tepic, y se dirigían a una academia de idiomas para hacer un curso de inmersión en español y dialectos indios. Orville y Lydell eran una compañía estupenda, unos eruditos serios, inteligentes y al mismo tiempo flexibles, y una vez que conocieran el idioma lo suficiente para proceder, planeaban pasar un tiempo en Ciudad de México para llevar a cabo una investigación, antes de dirigirse a Perú. Me echaba de menos, decía, y pensaba en mí a menudo con mucho afecto, pero mientras leía la carta ya notaba que ella se estaba alejando sin remedio.
El propio North Beach ya no era un consuelo. Grey Line había montado unos circuitos turísticos para ver a los beatniks, aunque el núcleo inicial ya se había ido a otros lugares hacía mucho tiempo, dejando unos herederos jóvenes e incómodos que parecían más seducidos por el estilo que por la sustancia, y dejando atrás también a aprovechados y delincuentes varios que parecían medrar explotando libertades que ellos mismos eran incapaces de crear. Los clubs de jazz cerraron y se convirtieron en locales de top-less, y las tetas de silicona empezaron a menearse en los mismos escenarios donde antes se tocaba una música tan asombrosamente real que no hubieses querido que acabase nunca. Ahora uno ya no quería más que irse de allí.
Cuando el Mugre finalmente fue a juicio a finales de septiembre parecía buena idea largarse, por si él se ponía nervioso y se le ocurría hacer tratos con el fiscal del distrito. Decidí tomarme un mes de vacaciones, quizá bajar hasta México. No hubo dificultades en el trabajo; me debían un largo periodo de vacaciones. El viejo Cravetti comprendía mi ansiedad, pero me aseguró que no me amargase el viaje con preocupaciones, ya que el Mugre, aunque no carecía de defectos, era un tío íntegro, y se movía en unos círculos donde se enviaba a los chivatos a dar largos paseos desde los muelles, normalmente con unos zapatos de cemento. Como había conocido al Mugre a través de los Cravetti, que eran quienes normalmente me daban el dinero de mis trabajos, supuse que el garaje estaba implicado, o quizá algunos de los mecánicos hicieran cambios de matrículas, pero nunca lo pregunté, suponiendo que sería mucho más sensato no saberlo. Si ellos no estaban preocupados quizá yo estuviera exagerando un poco, pero de todos modos, un mes en Ciudad de México seguía siendo una idea atractiva.
Apenas recuerdo aquellas vacaciones, la mayor parte de las cuales las pasé fingiendo que no estaba buscando a Kacy. No hubo resentimientos, como decía antes, pero sí que le di muchas, muchísimas vueltas al coco, aunque mis obsesiones se vieron bastante aliviadas por el tequila. Siguiendo el sabio consejo de Gary Snyder, que me dijo que era el lugar más probable para encontrar la cara que yo buscaba y donde había cosas muy interesantes y bellas que mirar, suponiendo que la encontraría, entré en el Museo de Antropología, quizá el mejor del mundo. Vi maravilla tras maravilla, pero el único atisbo que encontré de Kacy fue en las líneas de un jaguar maya dorado del siglo VII. Cuando volví a San Francisco me esperaba una carta de Kacy enviada desde Oaxaca explicándome que había decidido abandonar Ciudad de México y que había partido hacia Perú.
Una semana más tarde fue asesinado Kennedy. Yo estaba recogiendo un coche de un accidente en Gough cuando vino un policía y me dijo con una voz hueca y sorprendida, que resonó en mi cabeza todo el día:
—Han disparado al presidente. Joder, han disparado al presidente, joder…
La inmediata sospecha de que había una conspiración, aunque Oswald hubiese actuado solo, se unió a la conmoción, el caos, el dolor y la pena en aquel momento de indignidad nacional.
Se ha hablado mucho del asesinato de Kennedy como un punto de inflexión de los años sesenta, el principio de una desilusión profunda. Y lo fue, en el sentido de que rompió una cierta ilusión, pero de una forma algo extraña. Recordarán que éramos los niños más privilegiados de la historia, y probablemente los que habíamos sufrido un lavado de cerebro peor. Nos habían enseñado la historia como el triunfo inevitable de los ideales americanos: esos ideales potentes y maravillosos de igualdad, libertad, justicia y dedicación a la verdad y el temor de Dios. Creíamos. Y sabíamos, porque se nos había repetido sin cesar desde el jardín de infancia hasta el instituto, que para conseguir esos ideales se requería la aplicación incesante de virtudes americanas como el trabajo duro, agallas, iniciativa, valor, sacrificio y fe. Nuestros profesores señalaban a la América posterior a la guerra, la nación más poderosa y rica del planeta, como la prueba irrefutable de todo el pastel.
Creíamos tan profundamente que la muerte de Kennedy, en lugar de sacudir nuestros ideales, sirvió, como sólo puede hacer el martirio, para reforzarlos. Creíamos en esos ideales porque eran bellos, vehementes y ciertos. Si la realidad no siempre estaba de acuerdo, se podía cambiar la realidad («había» que cambiarla), mediante la voluntad colectiva del pueblo y a través de un héroe y líder singular con coraje suficiente e inflexible. Si a los negros se les negaba el derecho al voto, que era un derecho auténtico, iríamos a registrarlos. Si la gente de la India se moría de hambre, nosotros les mantendríamos con nuestros excedentes, mientras les enseñábamos cómo cultivar la tierra. Si los desdichados se alzaban con la rabia desesperada de la dignidad y tomaban las armas contra sus opresores, podían contar con nuestro apoyo de amantes de la libertad. Y cuanto más intentábamos llevar esos ideales a la realidad, más comprendíamos lo honda que era la corrupción. Creíamos con tanta intensidad que aunque al final nos dimos cuenta de lo insensatos, engañosos y retóricamente estúpidos que se habían vuelto aquellos ideales, y el hervidero de gusanos que enmascaraban, seguimos creyendo.
En cuanto se digirió la conmoción del asesinato de Kennedy, se empezó a notar una nueva energía en las calles, una seriedad extrañamente jubilosa, como ese primer empujón de la corriente antes de oír los rápidos que rugen allá abajo en el río. Esa aceleración resultó mucho más aparente en las personas de mi edad y más jóvenes aún, los niños de la guerra, más víctimas de la victoria que del dolor del esfuerzo. La generación anterior parecía tomarse la muerte de Kennedy como una derrota, un regreso conmocionado a la vulnerabilidad y el caos a los que se suponía que habían puesto fin la Segunda Guerra Mundial y la de Corea. Parecían cansados, como si supiesen que los malos tiempos no iban a acabar nunca. Pero no era lo mismo para mi generación, educada en la idea de que hay que atreverse a soñar, y soñar mucho. Aunque nunca nos advirtieron en serio de que los sueños se resisten.
Digo «nosotros», digo «mi generación», pero con toda sinceridad no sé hasta qué punto puedo incluirme a mí mismo. A medida que las cosas se iban acelerando, yo empezaba a retirarme hacia mi propio interior. Había perdido algún contacto esencial. Me ganaba mis cuarenta a la semana remolcando coches, cosa que todavía me producía un cierto placer, pero ninguna alegría. Las noches y los fines de semana vagaba por las calles, hambriento de la antigua excitación, pero para mí había desaparecido.
Mis amigos eran amables y comprensivos. John Seasons me diagnosticó un caso típico de ennui, y me recomendó un cambio de vida tan pronto como tuviera fuerzas suficientes. Hasta entonces, me sugería mucha bebida y buena poesía, ofreciéndose a comprarme la una y a prestarme la otra.
Big Red Loco simplemente meneaba la cabeza. Resultó que él sentía lo mismo también, y cada vez se sentía menos motivado para tocar el saxo. En el pabellón estaban saliendo telarañas, decía, y yo sabía lo que quería decir. También las tenía en la cabeza. Cuando al final empecé a aburrirme de verdad, me sumergí en una vorágine destructora. Me emborraché como una cuba cada noche durante un mes seguido, y abusé de tantas drogas como para mejorar yo solito el nivel de vida de toda Guadalajara. También me follaba todo lo que se movía, o al menos a las que todavía se dejaban. Aquella orgía acabó cuando le tiré los tejos hasta al propio John, que me conmocionó con la helada furia de su rechazo:
—No quiero tener nada que ver contigo. Vas dando tumbos por ahí como un loco, y tu alma no alberga la capacidad de perdón suficiente para indultarme si me aprovecho de ello. Esto destruiría los verdaderos sentimientos que tenemos el uno por el otro, y no me arriesgaré a que pase tal cosa. Así que baja el ritmo por una vez, George.
Acabé llorando en su hombro junto a la máquina del millón Golden Rocket del Gino y Cario.
Como respuesta al sermón de John y el hecho obvio de que estaba metido en el fango hasta las cejas, cambié de proceder… quizá el cambio más consciente y decisivo que he emprendido jamás. Me volví austero. Tampoco monacal, no nos engañemos, pero sí seriamente decidido a eliminar aquel irresponsable exceso. Nada de alcohol, nada de drogas, nada de sexo mecánico. Aunque siguiera atascado en el barro, no había motivo alguno para hacer explotar el motor de pura frustración.
La austeridad es un buen camino para luchar contra la depresión, esa sensación que convierte tu alma en una alcantarilla. En primer lugar, es uno mismo quien asume el control, aunque con toda probabilidad no se trate más que de una ilusión vana. Pero al menos ayuda a minimizar los daños, si no con respecto a uno mismo, sí con respecto a los demás.
De alguna manera yo disfrutaba solo. Pasaba muchísimo tiempo leyendo, sobre todo poesía (siguiendo el consejo de John) e historia, un tema que antes no me había interesado nada. También daba largos paseos por la ciudad, mirándola sin el aislamiento de un vehículo móvil. Además de abrirme los ojos a la enorme riqueza de la diversidad cultural, el simple ejercicio quemaba esa energía sobrante que procede del aburrimiento y la inquietud. Yo seguía haciendo mi trabajo diligentemente en Cravetti, alerta, con los ojos recién acostumbrados a los pequeños detalles. Y ése es otro beneficio más que posee la frugalidad: te ves obligado a salir ahí fuera, al mundanal ruido, y eso te obliga a su vez a refugiarte en el momento, que quizá sea, a fin de cuentas, el único refugio posible.
De vez en cuando salía sólo para seguir en contacto con los amigos, John y Big Red en particular. John, que aseguraba que yo le inspiraba, también se había reformado un poco y escribía más que bebía. Big Red, sin embargo, casi había abandonado del todo el saxo, y eso le deprimía mucho.
Las cartas de Kacy empezaron a escasear. En nueve meses sólo tuve noticias de ella cuatro veces: una postal de Guatemala, una larga carta desde Lima diciendo que estaba a punto de internarse en las montañas para vivir con una tribu india, y luego dos más desde Lima. En la primera decía que todos habían contraído la hepatitis y que estaban pensando en volver a Estados Unidos, pero en la última carta, dos meses después, se habían recuperado y habían decidido seguir adelante. Kacy parecía cansada, pero decidida. Decía que me echaba de menos, y que esperaba que yo me mantuviera puro para cuando ella volviese. Aunque no era más que una broma, aquello me sorprendió porque estaba incómodamente cerca de lo que estaba haciendo en realidad, y quizá fue su pellizco distante la primera grieta que aparecía en mi régimen.
El problema de la austeridad disciplinada es que requiere muchísima firmeza, y yo soy muy proclive a desanimarme a las primeras de cambio. Me había mantenido firme casi nueve meses, un tiempo récord para un principiante. Lo que me hizo caer de nuevo por la pendiente fue una cantante de folk de diecisiete años que se llamaba Sharon Cross, con los ojos verde esmeralda, la melena roja y un cuerpo que te hacía aullar como un lobo. Era joven, inocente y de buen corazón, tres atributos que, tomados separadamente, son encantadores, pero que combinados en Sharon producían la única cosa que no me gustaba de ella: era incansable, dolorosamente progresista. Pero también era muy divertida y una compañía estupenda, justo lo que necesitaba para ir dejando poco a poco la austeridad.
Intenté poner algo de ilusión en aquella relación. Sharon también lo hizo, por supuesto: apenas existe mujer alguna que no lo haga. Pero ambos éramos conscientes de que aquello no era amor. Creo que ella se sentía ligeramente seducida por mi caché de clase trabajadora, tan de moda entonces, mientras que a mí me sedujo libar un poquito de néctar de un capullo. Sharon sabía intuitivamente que tenía un montón de vida por delante, llena de posibilidades, y que yo sólo era un punto de partida. Yo por mi parte notaba que una gran parte de mi vida se me escapaba y que las posibilidades iban menguando. Fuimos lo bastante listos para dejar las cosas como estaban y no vivir juntos.
Más o menos por la misma época en que salía con Sharon, a finales de junio del 64, apareció el Cuarto Rey Mago frente a la librería City Lights. Parecía viejo, quizá de más de cincuenta, pero estaba tan macerado en speed que no se podía estar seguro. Quizá tuviese treinta, mal llevados. Siempre llevaba la misma ropa: una americana marrón de sport con pantalones a juego, bastante asquerosos, pero no harapientos, y una camisa blanca amarillenta ya por el sudor del speed, deshilachada por los puños y el cuello, pero siempre cuidadosamente remetida. El Cuarto Rey Mago permanecía de pie frente a la City Lights desde las diez de la mañana en punto hasta las cinco de la tarde exactamente, todos los días, jugueteando con un yoyó verde y repitiendo sin cesar la única cosa que había sobrevivido al holocausto anfetamínico de su cerebro, la única brasa ardiente que su aliento mantenía viva. Era un poema breve o un mantra que murmuraba para sí una vez al minuto, más o menos: «El Cuarto Rey Mago entregó su regalo y desapareció». Iba caminando inquieto arriba y abajo por la acera, jugando con el yoyó, dejando que colgase y rodase durante un par de segundos y luego recuperándolo con un breve movimiento de la muñeca. No hacía truquitos ni variaciones, nada de columpios ni pasear al perrito. Sólo hacía girar el juguete al final del cordón. Con una cierta austeridad. Ignoraba cualquier intento de iniciar una conversación con él, o de distraerle de su trabajo.
—Entregó su regalo y desapareció. —Esa frase y la idea de un Cuarto Rey Mago fantasma me obsesionaban. O quizá, en combinación con el giro del yoyó, de un color verde azulado intenso, el color de las algas húmedas, me hipnotizase por completo. Pasaba por allí en coche casi cada día a ver qué tal le iba, y él siempre hacía lo mismo. Al principio intenté darle un billete de diez dólares. Se quedó tan sorprendido que lo cogió, pero cuando vio lo que era, meneó la cabeza como si yo le hubiese malinterpretado por completo y tiró el billete a la calle. Un Ford cupé del 57 pasó por encima del billete, que revoloteó un momento en su estela, atraído por la ráfaga de viento. Un borrachín se lanzó a por él y lo cogió a menos de media manzana de distancia. El Cuarto Rey Mago ni siquiera se dio cuenta de ninguno de esos hechos, porque ya había vuelto a su trabajo, cantando con el yoyó y el cordón encerado mientras recitaba su magro versículo.
El Cuarto Rey Mago alteraba a Sharon. Uno de los problemas de los progresistas es que no se puede enfrentar uno a las cosas que no tienen remedio con buenas intenciones. Sharon pensaba que aquel hombre era un ser triste y trágico, una víctima, y quería ayudarle. Pensaba que hacer algo por él, un festival folklórico en su beneficio, por ejemplo, sería algo maravilloso, una ayuda para un ser humano sufriente de la comunidad, y no una causa abstracta. Yo pensaba que era presuntuoso, pretencioso y quizá incluso demasiado pomposo asumir que él estaba sufriendo cuando, de hecho, parecía bastante satisfecho con su misión, o testimonio, o lo que quiera que fuese, y el dinero que le había ofrecido no había conseguido otra cosa que confundirle o incluso ofenderle. Discutimos, pero eso no era ninguna novedad.
Fue unos seis meses después, en la Navidad del 64, cuando las cosas realmente empezaron a estropearse. Recuerdo que iba caminando a ver a Sharon, la mañana de Navidad, y di un rodeo pasando por City Lights. Allí estaba el hombre, con su yoyó girando a la luz invernal y recitando su poema con un fervor tan beatífico que las lágrimas asomaron a mis ojos. Le hice la pregunta que me quemaba por dentro:
—¿Cuál era el regalo del Cuarto Rey Mago?
El yoyó siguió girando, suspendido. Cuando habló, al final, el hombre dijo:
—El Cuarto Rey Mago entregó su regalo y desapareció.
Mi impulso, muy poco cristiano en aquellas fechas tan cristianas, fue estrangularlo, echarlo al suelo allí mismo en la acera y sacarle la respuesta a la fuerza, susurrándole al oído:
—Dímelo. Dime cualquier cosa, sea verdad o mentira: que el regalo era el amor, o una caca de cabra hervida, o la luz del sol en nuestros cuerpos; dime cualquier cosa, hijo de puta, ¡será mejor que me digas algo!
Quizá él notó que yo estaba a punto de perder la cabeza, porque cuando repitió de nuevo su letanía pareció ligeramente alterada, hubo un atisbo de cambio, una inflexión:
—El Cuarto Rey Mago entregó «su» regalo y desapareció.
Yo me alejé un poco, confundido por el leve cambio en el énfasis, diciéndome: «Entregó “su” regalo; entregó “su” regalo. El suyo». Confundido porque seguía sin saber qué regalo era el suyo, o el mío, o si, en el caso de que yo hubiese tenido uno, se lo habría entregado o no.
Y entonces hubo algunas pérdidas graves. La primera fue Bottom, el contrabajista que se sentó a mi lado en mi cumpleaños, cuando Big Red tocó «Mercury cayendo», y cuyo brazo estaba en torno a mi hombro cuando vi por primera vez a Kacy caminando desnuda hacia la puerta. Bottom era yonqui desde hacía mucho tiempo, de modo que una sobredosis no era tanto una sorpresa como una triste confirmación. Le encontraron en su pequeño apartamento de una sola habitación la noche de fin de año. Llevaba cinco días muerto. Fue duro reconocer que estábamos jugando en serio, otra agria vaharada de la cruda y mortal realidad. Big Red, sobre todo, se lo tomó muy mal. Cuando le pedimos que tocara en el entierro dijo solamente: «No puedo». Entonces ya no tocaba prácticamente, y después de la muerte de Bottom casi ni habló durante un mes entero. Tuve la sensación de que aquel silencio, que antes era su propio elemento, empezaba a corroerle, y me sentía impotente viéndole así.
Al cabo de un mes, más o menos una semana después de mi cumpleaños, Sharon y yo tuvimos una fuerte discusión por un tema musical. Por los Beatles, precisamente, que entonces se estaban poniendo muy de moda. A Sharon le encantaban. Yo pensaba que no era más que música de mierda, tipo chicle, yeah, yeah, yeah. Discutimos acerca de sus primeros trabajos, que para mí eran bastante flojos. Yo pensaba que eran más bien un fenómeno cultural, no tanto por su música como por su pelo largo y su desparpajo, una exótica importación británica. Por lo que yo sabía (que no era demasiado), el rock-and-roll había muerto en el 59. No sólo por la muerte de Buddy Holly, Ritchie Valens y el Big Bopper en aquel accidente de avión en mi cumpleaños, sino también por el juicio contra Chuck Berry por una falsa violación del Acta Mann, y los escándalos de los sobornos, y el viejo Jerry Lee Lewis que se casó con su primita de trece años. Little Richard había vuelto a la iglesia, pero como llevaba pintalabios y los ojos maquillados, la iglesia no estaba segura de lo que debía hacer con él. El rock-and-roll se había vuelto demasiado extravagante, feo y corrupto para las rígidas sensibilidades americanas de principios de los sesenta. Además, el Rey había abdicado: Elvis salió del ejército y dio la espalda al rock-and-roll; entró como un granjero cateto y salió aún más cazurro. Un animador. El Rey hizo unas treinta películas. Las primeras dos o tres eran completamente estúpidas, y después fueron declinando rápidamente. Tal y como yo lo veía, el rock-and-roll había quedado devorado por los ídolos blancos de adolescentes, esos tíos con los que dejarías salir a tu hijita: Fabian, Frankie Avalon, Ricky Nelson… Pero eso es marketing, no música. Fueron el último coletazo aséptico de los cincuenta, y después se desvanecieron en su propia vacuidad, vino el twist y otros bailes alocados, el «pop» desnaturalizado y luego la música folk. Yo creía que los Beatles eran sólo un guiño más del viejo numerito del ídolo de adolescentes, esta vez empaquetado y vendido en forma de grupo y de invasión extranjera. Lo raro es que, debido al desfase cultural, las raíces musicales de los Beatles estaban en el rock-and-roll de los años cincuenta.
De todos modos, aunque aquella discusión con Sharon no tenía sentido, como la mayoría, eso no evitó que se fuera agriando y resultara demasiado amarga y reveladora para nuestra comodidad, y después la relación entre Sharon y yo se enfrió un tanto. Todavía nos veíamos de vez en cuando, y dormíamos juntos, aunque con mucha menos frecuencia, pero nuestra confianza menguante no soportaba más remiendos.
Sharon me dejó de pronto a principios del verano del 65. Vino a decirme que había decidido llevarse su música al Mississippi y ayudar a registrar a los votantes negros (todavía eran «negros» entonces, aunque ya se veía que aquello pronto iba a estallar). Yo pensaba que ella obraba bien, y se lo dije, admirando sus convicciones y su valor. No le dije que en el fondo sentía un grosero regocijo al ver que su inocencia estaba a punto de verse pisoteada por la cruda realidad, pero a pesar de ese puntito de malicia, de verdad que no le deseaba ningún mal.
Cuando se fue me quedé bastante mustio durante casi un mes, con una melancolía hueca formada por una combinación de tristeza genuina y profundo alivio que se anulaban entre sí. Al parecer todas las mujeres acababan por dejarme, embarcándose en sus aventuras espirituales mientras yo me quedaba atrás, chapoteando en el naufragio.
Y entonces Big Red se fue a la India. Yo estaba sumido en mis propias miserias, pero no tanto. Tenía que haberme dado cuenta de que él estaba mucho peor que yo. Intentó explicárnoslo a John y a mí la última noche que pasamos juntos. Quiero decir que Big Red «habló», pronunció un verdadero discurso, dada su habitual concisión; una auténtica perorata para exorcizar sus demonios. Pero lo curioso es que podría haberlo dicho en cuatro palabras: había perdido el don. Perdido. Y no había ningún motivo comprensible para ello. Había recibido el don de oír la música de la vida, reformularla con su aliento, dejarla fluir a través de nuestros corazones para que fuera real y mantenerla así. «Mantenerla», no hacerla, insistía.
—No se puede crear algo que ya existe. —Así fue como lo expresó, pero en realidad así lo que hacía era como intentar separar el trigo artístico de la cizaña estética, porque eso no alteraba el dolor de su pérdida. A partir de la visión que tuvo a los siete años, Big Red había comprendido cuál era su don y había trabajado mucho para mantenerlo, para merecerlo, practicando hasta que no sentía los labios y le dolían los pulmones, escuchando, escuchando con tanta intensidad como podía, escuchando y conectando y volviendo a escuchar, y nunca deshonró ese don suyo con frivolidades, ego o codicia. Y ahora no podía soportar el sabor de la boquilla. Le sabía a leche agria. Y lo único que oía por todas partes era ruido.
De modo que se iba a la India. No sabía exactamente por qué a la India, pero le parecía adecuado. Había que saltar por encima de los cadáveres para llegar a los templos. La cara de un mendigo cubierta de moscas. Shiva, que creaba y destruía. Buda, que sembraba su aliento para la cosecha del viento. La India, por ningún motivo o creencia en particular, sólo porque la gente que conocía y que había estado allí meneaba la cabeza, y Big Red sentía que él necesitaba que le dieran un buen meneo a su cabeza.
John y yo le acompañamos al aeropuerto a la mañana siguiente. Le di a Big Red una indemnización de mil dólares por los años de fiel y criminal servicio en el negocio del desmantelamiento de coches, y John le entregó lo que llamaba «una pequeña subvención para la investigación musical», así como un pasaporte impecable, un montón de cartas de referencia y otros documentos destinados a facilitar su viaje al extranjero. Cuando nos separamos en la puerta de embarque, Red se inclinó a abrazarnos a los dos. Directo y sencillo, así era Big Red. Sin sensiblerías acerca del pasado, ni falsas promesas para el futuro. Adiós muy buenas.
Yo ya había decidido tomarme el resto del día libre, de modo que cuando John sugirió que fuésemos a Gino y Cario mientras volvíamos del aeropuerto y tomar una copa en honor de nuestro amigo que acababa de partir, yo acepté. Empezamos a beber hacia el mediodía y acabamos un par de días después, cuando John se desmayó en el lavabo de caballeros de algún bar. Descubrí nada más empezar la farra que a John se le había ido completamente la mano con la priva una semana antes y ahora iba en caída libre. Su nueva obra, un largo poema narrativo acerca de las formas del agua y del aire, era, según aseguraba él, «una absoluta mierda», y él había obtenido un sereno placer al irlo abonando con «todos los restos de basuras, desperdicios y porquerías que parezco condenado a producir». Aquella noche, después de llevar a John a urgencias, me eché en la cama demasiado exhausto para dormir pero no lo suficientemente borracho para desmayarme, y entonces se me ocurrió que todo el problema estaba en los dones. Big Red había perdido el suyo. John no podía expresar el suyo. Y yo no tenía ninguno, por lo que parecía, ningún don ni regalo que entregar. Al reconocerlo, todo se convertía en una mierda pura y simple.
Después de pensar en ello unos días, a la luz gris de la sobriedad recuperada, decidí que necesitaba una conversación sincera con el Cuarto Rey Mago. Como no era capaz de alterar su manía en el trabajo, pensé en seguirle a su casa y pillarle fuera de servicio y preguntarle educadamente cómo se puede entregar un regalo si no se tiene nada que entregar, o no se sabe qué puede ser. Si él no quería hablar yo le convencería, le insistiría, le razonaría, le sobornaría, le rogaría, y si todo eso fallaba, seguiría mi impulso de la Navidad anterior y le estrangularía hasta que me lo dijera. Pero había tardado demasiado en resolverme a actuar. El 4 de julio de 1965, un año exacto después de aparecer, el Cuarto Rey Mago desapareció… cómo, por qué o adónde fue, nadie lo sabía. Llegué un día tarde y me quedé muy, muy corto.
El regreso del Mugre fue otra pérdida más. Aquello se estaba convirtiendo en una verdadera avalancha, un golpe detrás de otro. Me estaba esperando en el despacho de Cravetti. Un año y medio en chirona no le habían cambiado demasiado, pero su murmullo sonaba más bajo aún, y más arrastrado, y su traje nuevo no había tenido tiempo de acumular la porquería correspondiente. Su sonrisa seguía siendo inmaculada, y la proposición que me hizo no había cambiado sustancialmente:
—Georgie, ¿estás dispuesto para algún trabajito más?
—Mugre —suspiré—, ¿acaso tocas el suelo cuando corres?
Mencionar su nombre provocó la plena exhibición de sus dientes.
—Bien, Georgie, chico, hay muchísimo terreno que cubrir, ¿sabes lo que quiero decir? Soy una especie de contratista independiente, como tú, y como tú, soy un tío legal. Si yo caigo, nadie cae conmigo; a la gente le gusta eso. Pago mis deudas con la sociedad, y se podría decir que tengo un poco de crédito, quizá una cuenta acumulada. Pensé un poco cuando estaba encerrado, y a algunas personas con las que trabajo les han gustado las novedades. Para ti seguiría siendo básicamente el mismo número, pero la pasta, la pasta, Georgie, es muchísimo mejor. Digamos unos quinientos por adelantado, ídem de ídem a la entrega. Habrá llaves y cobertura, igual que siempre.
—Claro —dije yo—, ¿por qué no? —Mi incentivo no era el dinero, aunque uno de los grandes era una paga infernalmente buena. Supongo que era la perspectiva de la acción, algo a lo que agarrarme para salir del pantano, un cambio que pudiera traer consigo otros cambios… a mejor, esperaba, porque si bajaba aún más en la escala, estaría bajo tierra.
No noté nada especial en el Vette del 63 hasta que lo arranqué. El motor estaba trucado y afinado a la perfección. Estaba clarísimo que se trataba de un coche de carreras camuflado, normal y corriente a simple vista, pero puro fuego debajo del capó, con una transmisión y una suspensión muy reforzadas para soportar el peso. Ni tú te habrías resistido. Así que anoté otra entrada en la columna de las pérdidas: perdí la cabeza.
Eran las tres de la mañana y la calle Army estaba vacía hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo, yo no veía las calles laterales, y allí era donde estaba agazapado el coche de la policía, esperando a algún pardillo como yo. Tuvieron que oírme porque yo iba demasiado rápido para fijarme. Quienquiera que hubiese amañado el Vette, se sabía al dedillo lo que representa el equilibrio entre potencia y estabilidad. La luz roja de los polis se puso en marcha como una manchita parpadeante en el retrovisor, pero dos segundos después de que yo acelerase y pisase a fondo, la luz había desaparecido. Del retrovisor, desde luego, no de mi columna vertebral.
En mi interior funcionaban un montón de cosas, aunque el cerebro no era ninguna de ellas. Tenía una buena arrancada, unas ruedas que agarraban mucho y un conocimiento igual o mejor que ellos de las calles, y un deseo rabioso de apartarme lo más posible de la cárcel. Lo que me impulsó, sin embargo, fue la suerte… pero también me ayudó mucho, como me alegró observar, una exhibición de excelentes instintos y, lo crean o no, el suficiente sentido común para comprender que aunque era realmente emocionante estar sentado dentro de una máquina que podía hacer morder el polvo a cualquier otro trasto que tuviese la policía en las calles, no podía superar sus equipos de radio.
Saber lo que uno quiere hacer, sin ningún género de dudas, produce una sensación de insondable serenidad, y yo percibí claramente esa sensación mientras frenaba y bajaba la marcha, calculando de forma inconsciente las variables de velocidad, distancia, ángulo, fuerza, resistencia, composición de la carrocería del coche y las posibilidades de supervivencia de mi propia carne mortal y perecedera. Me metí por una calle lateral describiendo una curva destrozaneumáticos y cinchaescrotos, golpeé el montante de cemento de una farola justo con el faro derecho, engrapando simultáneamente la rueda para que la parte de atrás diera un latigazo y fuera a impactar en la parte lateral del banco que había en la esquina. Con un solo movimiento fluido quité las llaves del contacto y salté al pavimento y corrí hacia Mission una manzana, y luego por una callejuela lateral, y después corté por un callejón y luego, más despacio, un plan fue tomando forma mientras iba recuperando el aliento y la compostura, y fui hacia Dolores. El viejo roble que recordaba haber admirado en uno de mis paseos seguía allí. Celebré la estabilidad de los árboles mientras me dirigía hacia él. Algunos niños del vecindario habían unido unos cuantos tablones y edificado una casita de árbol algo cutre en las ramas. Apoyando la espalda contra una rama pude estirarme. Me puse cómodo mientras lentamente me comía la carta de cobertura. Iba firmada, «Jason Browne», y mientras masticaba, me preguntaba por qué querría estrellar Jason Browne una máquina tan bonita. Me preguntaba si estaría más desesperado incluso que yo, y luego decidí que era imposible saberlo. Doblé con cuidado mi dolorido codo izquierdo; seguramente me había dado un porrazo en el accidente, pero parecía que funcionaba todavía. Todo seguía funcionando, más o menos. Aún había justicia en este mundo. Un par de coches de policía fueron patrullando lentamente, apuñalando con los faros los huecos entre los edificios, pero no buscaron demasiado. Esperé hasta el amanecer rumiando esos pequeños consuelos, y luego volví a la tierra.
Llamé al Mugre desde un teléfono público en la 2.4 y le dije lo del cromo en la carretera. Cuando él respondió: «¿Quién es?», parecía indignado de verdad, así que quizá sabía ya que había escapado por los pelos. Yo no podía hacer nada. Usé otra moneda para llamar a Cravetti y decir que estaba enfermo, y luego cogí un autobús que me llevó a casa, a North Beach. Después de un largo baño caliente abrí una botella de brandy, me eché en la cama y tuve una larga conversación conmigo mismo.
Se habrán preguntado dónde estaba mi supuesto apoyo. Y por qué no había frenado yo al ver el primer parpadeo de la luz de la policía, había sacado la carta de cobertura y había aceptado la multa y me había comido el marrón que te cae cuando la pasma te agarra doblando la velocidad permitida y eso todavía en segunda… ¿Por qué había sido, aparte de la natural aversión al escrutinio que se da en una situación tan vulnerable? ¿Acaso me estaba buscando que me cogieran? Una pregunta provocativa. ¿Quería vivir, acaso? Mierda, yo creía que sí, pero mi conducta no resultaba nada tranquilizadora. Empezaba a dudar de mí mismo, esa terrible duda que es como una obsesión sin objeto. El hecho era, sin embargo, que había parado, y estaba seguro de que eso significaba algo, aunque no sabía exactamente el qué. Supongo que había tenido suerte, pero a pesar de la verdad del jugador (es mejor tener suerte que ser bueno), la suerte es un asunto que cambia súbitamente, y me di cuenta de que en mi situación no podía permitirme ni una gotita siquiera de mala suerte. Mirándolo con perspectiva, aquél era un conocimiento patéticamente inútil, porque estaba a punto de ahogarme en pura mala suerte.
Pero primero, para animarme, me puse asquerosamente borracho. Fue una semana después, durante una de esas raras oleadas de calor de septiembre, cuando no se forma niebla en la bahía y la ciudad resulta asfixiante. Debo decir que estaba enormemente borracho, jubilosamente borracho, un cambio agradable después de tanta melancolía etílica. La felicidad nacía de alguna erupción espontánea sin causa discernible, un flujo violento, dichoso, que procedía de la fuente interior, un signo definitivo de vida. Decidí que en lugar de sofocarme de calor en mi habitación prefería dormir fuera, al aire libre. Pensé en uno de los parques cercanos, pero había demasiada gente por esos sitios dispuesta a dejarte convertido en un montoncito de mierda para robarte lo que llevaras suelto. Entonces tuve una maravillosa, feliz y etílica idea: aquel fortín en el árbol de Dolores, mi refugio de las persecuciones. Fui a pie y subí a sus brazos abiertos. Se estaba de maravilla allí echado en las tablas, con las estrellas algo difuminadas por los remolinos de calor a medida que la ciudad se iba enfriando.
Dormí tan bien que ni me moví hasta que el tráfico de la mañana empezó a aumentar. Miré entre las hojas y comprobé que no se acercase ningún peatón, y bajé. En cuanto mis pies tocaron el suelo, me mareé. Me apoyé en el grueso y áspero tronco, esperando unos minutos a que se me aclarase la cabeza, y unos pocos más para asegurarme de que seguiría así. Cuando me noté estable y lúcido, o al menos todo lo que me permitía la resaca, me dirigí hacia la parada de autobús de Mission. Tenía que llegar a Cravetti a las ocho.
Pero no hay refugio que valga. En la misma manzana vi a una mujer que bajaba por las escaleras que había delante de su casa, con una bolsa grande en los brazos y un bolso bastante pesado que le colgaba del hombro. No le presté una atención particular hasta que ella se detuvo a medio camino y gritó hacia atrás, hacia la casa. No entendí las palabras, pero el tono era de enfado. Una pelea de enamorados, quizá; de vuelta al mundo. Cuando ella volvió a chillar, con voz estridente, estaba ya lo bastante cerca para entender lo que decía:
—En la mesa de la cocina, Eddie. ¡En la mesa de la cocina! Maldita sea, ¿quieres darte prisa? Vamos, que llegaremos tarde. —Y meneó la cabeza, enfadada.
Estaba a unos cuarenta metros de los escalones cuando ella chilló:
—¡Cierra la puerta, Eddie!
Se cerró una puerta de golpe y un niño con el pelo oscuro, de unos cinco años, bajó saltando por los escalones, con una fiambrera de un amarillo chillón en los brazos, encima de la cual llevaba un par de libros y unas hojas grandes de papel. El niño llevaba la cabeza baja, de modo que con la barbilla sujetaba los papeles para que no se cayeran. Pasó sin dejarse coger por su madre, riendo e imitándola: «Vamos, que llegaremos tarde». La madre, demacrada, siguió bajando tras él.
Yo estaba a diez metros de distancia cuando el niño tropezó en el último escalón. Pensé que se iba a caer, pero de alguna manera consiguió mantener el equilibrio. Al hacerlo, sin embargo, levantó la barbilla de los papeles y una brisa errática se llevó uno de los que estaba encima, que voló hacia el bordillo de la acera. Casi lo atrapa al pasar, pero justo cuando su manita se estiraba para coger el papel, éste se le escapó de nuevo, se deslizó hacia un lado, manzana arriba, y luego se levantó en el aire a la altura de la cintura y salió hacia la calle.
Yo lo vi venir todo y me abalancé hacia el niño mientras éste pasaba muy decidido entre dos coches aparcados y la madre chillaba su nombre. Las yemas de los dedos de mi mano izquierda rozaron la pernera de sus pantalones de pana marrón. Así de cerca estuve.
El hombre que conducía el Merc 59 azul no tuvo ninguna oportunidad. El niño estaba muerto antes de que él pisara siquiera los frenos. Cuando oí el ruido del coche golpeando a aquel pequeño, un chasquido húmedo, como si arrojaran un costado de buey desde la parte trasera de un camión a un muelle de carga, fue como si algo se me clavara muy profundamente en el pecho y me desgarrase el corazón. La calle era un caos de frenazos y chillidos. Me quedé tirado en la acera, aturdido, notando solamente la quemadura en las yemas de los dedos que habían rozado sus pantalones.
Cuando la madre corrió hacia la calle, yo me apresuré a cogerla antes de que pudiera ver el cuerpo… y luego me di cuenta de que ella debía ir, tocarlo, arrodillarse y cogerlo, todo lo que fuera necesario.
Pero la mujer no fue hacia el cuerpo. Se detuvo de repente y señaló con un dedo enloquecido y acusador la sangre que corría decidida hacia la alcantarilla, con colillas de cigarrillo y un envoltorio de caramelo flotando en el lugar donde se había encharcado, junto al bordillo. Con el dedo tembloroso, señalando, empezó a canturrear con voz aguda, monótona:
—Esto… esto no… no está bien. No. No, esto no está bien. Esto no está bien. No. No está bien.
Mucho después de que los policías y los vecinos intentasen calmarla, consolarla, ella persistía con la misma acusación incrédula, decidida, hasta que se la llevaron suavemente de vuelta a casa, asegurándole que todo iría bien.
El policía que me tomó la declaración tenía tantos problemas para controlar la voz como yo mismo. Cuando le conté lo del papel que había salido volando hacia la calle, quitó de su tablero un dibujo con ceras de colores y papel de cuaderno barato. Un sol gigante iluminaba un paisaje que contenía una flor roja y grande, tres animales que podían ser caballos o ciervos, y un coche largo y verde con las ruedas de un negro intenso. El sol dominaba la parte superior del dibujo, un sol de mediodía, de oro puro, bañando con su luz y su calidez toda la escena.
Cuando el policía hubo recogido mi relato, volvió a comprobar mi nombre y apellido y me dijo que podía irme. Yo había visto que el viejo del Merc se iba hacia el centro, detrás de un coche de policía, así que repetí muy convencido que no era culpa suya, que Eddie había salido disparado sin mirar entre dos coches aparcados, y que el pobre hombre no podía haber hecho absolutamente nada en este mundo para detenerse a tiempo.
—Sí, ya lo sé —me dijo el otro—. Sólo nos lo llevamos para tomarle declaración. Es la rutina, dadas las circunstancias. El hombre estaba muy afectado, y no le hará ningún daño alejarse del lugar del accidente.
Una ambulancia se había llevado ya el cuerpo, y la multitud se había ido disgregando hasta que sólo quedaban unos cuantos mirones. Un par de policías medían las huellas del frenazo. Un tipo con una manguera limpiaba la sangre.
—Yo no quería ver esto —le dije al policía—. No quería, no necesitaba ver esto.
—Yo tampoco, amigo.
—¿Cómo está la madre?
—Pues destrozada, como era de esperar, pero supongo que estará bien. Bueno, todo lo bien que se puede estar después de una cosa así.
—Pero ¿sabe? Casi lo cojo. —Levanté la mano izquierda para que la viera el poli—. Le toqué los pantalones, así de cerca estaba. Un segundo de todo el tiempo del mundo, un simple segundo, un maldito latido del corazón, y ese tío no estaría dándole a la manguera en la calle.
—Hizo usted lo que pudo —gruñó el policía—, eso es lo que importa.
El gruñido me molestó.
—¿Está seguro? ¿Está seguro, de verdad, absolutamente convencido de eso? —me puse a chillar—. ¿Está convencido del todo, del todo, joder?
—Vamos, hombre —se enfadó el policía—, no me eche a mí la culpa. Yo veo mierdas de estas todos los días, así que no se meta conmigo. Escuche, cuando llevaba tres meses en la calle, era un verdadero pipiolo, teníamos a un tío subido en una cornisa, a quince pisos y el tío iba a saltar. Yo voy y me asomo por la ventana y le digo: «No saltes». Le doy todos los motivos del mundo para vivir, y se los doy de todo corazón, tal y como me van saliendo, le digo que vale la pena, que la vida vale la pena, que es buena, ven dentro hombre, dale otra oportunidad. Y veo que el tío se aprieta contra la pared, veo las uñas de su mano izquierda que se ponen blancas, está buscando apoyo con todas sus fuerzas, y va avanzando hacia mí, poco a poco, y se echa a llorar. Y cuando ya casi puedo tocarlo, dice, con una voz muy baja: «Usted no tiene ni idea», y va y salta. Quince pisos, directo hacia abajo. Hecho papilla. Pero antes de que tocase el suelo yo ya sabía que no era culpa mía. Yo había hecho todo lo que había podido, y supongo que no se puede pedir más, no se le puede pedir más a nadie, ni a uno mismo. —Sus ojos me desafiaron—. A menos que quiera pedir algo más.
—No —dije yo, deprimido de pronto—, ya parece bastante.
—Pues eso. Intentó cogerlo, no lo consiguió, nunca sabrá si las cosas habrían sido distintas. No se deprima. Váyase a casa, dese un baño caliente, tómese un par de cervezas frías, mire la tele, olvídese. La vida sigue.
Y eso fue lo que hice, todo menos olvidar. Ya estaba bastante débil antes, pero ver a un niño alegre y juguetón muerto de repente me hizo pedazos, me dejó deshecho. Como no conocía de nada a Eddie era de suponer que no debía afectarme tanto, pero de alguna manera era peor aún, un recuerdo constante de las muertes que el azar producía cada día fuera del diminuto círculo de mi vida. Además, yo conocía a Eddie. Lo había tocado.
Me tomé las cinco semanas de vacaciones que me correspondían, compré tres cajas enteras de comida en lata: carne, melocotones, chile, estofado… y unas doce cajas de cerveza, y me encerré en mi apartamento. No quería ver a nadie ni hacer nada. Tomaba tres o cuatro baños al día, dormía todo lo que me permitían mis pesadillas y el resto del tiempo bebía cerveza y miraba las paredes. No sabía si iba a pasar el límite o si el límite me iba a pasar a mí. Al cabo de una semana empecé a andar arriba y abajo por mi pequeño apartamento, mirando al techo, y de vez en cuando me echaba a llorar. No encontraba nada a lo que pudiera agarrarme hasta que recordé cómo sonaba «Mercury cayendo» cuando lo tocó Big Red, y sentí la necesidad de la música. Como tenía miedo de abandonar el apartamento, puse la radio.
No encontré demasiado jazz en la radio, y lo que emitía parecía demasiado frío y complejo. Y entonces descubrí el rock-and-roll. Era el momento adecuado. Es posible que estuviese moribundo seis años antes, pero en el 65 volvía a rodar la piedra. Aquel verano hubo un resurgimiento, si no una resurrección. Los Rolling Stones sacaron «Satisfaction», porque no la podían conseguir y parecía que se iban a poner desagradables si no se les daba pronto. El mismo mes Dylan se puso eléctrico y unió el poder de la tradición de los trovadores con la potencia de la amplificación eléctrica, y la música introducía el sentido como un martillo golpea e introduce un clavo, y desde luego él no hablaba en sus canciones de cogerse las manos en el Dairy Queen:
How does it feeeeel
To be all aloooone
Like a complete unknooooown
Like a roooooolling stone!!
!Con los Stones y con Dylan, la radio parecía de pronto muy lejos de los niños guapos y los bailes de moda para quinceañeros. El blues malicioso y barriobajero del que bebían los Stones, las Madonnas eléctricas de alambre de espinos de Dylan, el salvaje surrealismo de las bandas de San Francisco que empezaban a emerger de garajes y lofts… de pronto se abordaban cosas distintas e inquietas en la música, había un ansia, un desafío. Por la misma época, Loving Spoonful sacó «Do You Believe in Magic», y apareció la película Help! de los Beatles, con toda su magnífica chaladura y su extravagancia. Esa sensación de desenfado consiguió agrietar un poco el terror paralizante a ser diferente, raro, fuera de onda… y ese temor de aparecer como un idiota es uno de los cerrojos más importantes de la jaula humana. De modo que de golpe, junto con un resurgimiento de las raíces de la música negra en la corriente dominante, hubo una nueva erupción de posibilidades, una profusión musical con una asombrosa gama de horizontes abiertos, desde las dudas y acusaciones más duras y una descarada esencia sexual impensable el año anterior a una fe dulcemente juguetona y extrañamente intrépida. La piedra iba rodando, y la emoción que producía era inconfundible.
Sería una tontería decir que la música me salvó o me curó, pero en mi rutina diaria de baños calientes, abrir latas de cerveza y comida, lo que más me sostenía era la música. No porque me ofreciera salvación (eso no hay nadie que te lo solucione) sino por el consuelo que me daban sus promesas, su chispa de vida, su salvaje y poderoso arco sináptico que enlazaba espíritu, mente y carne.
Al final de mis cinco semanas de vacaciones ya funcionaba, aunque a trancas y barrancas, y era consciente de que la vida, aunque fuera a rastras y malherida, seguía adelante. Sin embargo, cuando volví a trabajar notaba como si llevase puesta una capa de cinco centímetros de grosor de gachas de avena frías. Con la ayuda del tiempo y la música fui saliendo de aquella sensación de desesperación y condena a una depresión impenetrable. Tenía la carne hinchada, la sangre rancia, el espíritu agrio. En parte era una sensación física que yo mismo me había provocado por pasarme el tiempo sentado, bebiendo cerveza y comiendo de lata. Sólo podía pensar en una cosa que me aguzase los reflejos, me animase, me ayudase a cuidar algo la línea: esas pastillitas blancas con unas crucecitas…
Había jurado con todas las fibras de mi determinación que no volvería a hacerlo nunca, que lucharía contra la tentación como un oso rabioso, que resistiría durante los bajones y los baches, y estaba tan decidido a expulsar aquella debilidad que decidí comprar sólo cincuenta unidades para una despedida final. Según la retorcida psicología de mi fracasada determinación, imaginé que se me permitía aquel paréntesis debido a dos hechos irrefutables: primero, las anfetaminas deprimen el apetito y conducen a la pérdida de peso, de modo que estaba justificada según criterios médicos; y segundo, celebraba haber sobrevivido a una matanza, y ¿qué es una celebración sin alguna golosina?
También me animarían, y yo necesitaba algo de entusiasmo para combatir la melancolía. En cuanto empecé a disfrutar de aquel festín de cincuenta puntos, supe que lo que necesitaba en realidad era irme, moverme, correr, seguir a Kacy, o a Red, o a cualquiera de los que se habían largado ya. El hecho de que no supiera adónde ir si no era siguiendo a alguien me puso muy triste.
Me acabé las cincuenta en una semana. Mi sistema nervioso volvió a ponerse en forma y me deshice de la grasa, pero lo mejor de todo es que no intenté conseguir más cuando se me acabaron. Los efectos secundarios, la habitual irritación y paranoia, no me parecieron tan malos, o a lo mejor era que me estaba acostumbrando al sufrimiento. Mi despliegue de valor fue una inspiración. No es difícil hacer la elección correcta, pero a veces cuesta una barbaridad atenerse a ella.
Con ese estado de ánimo esperanzado me reuní con el Mugre el 20 de octubre. Me había dejado un mensaje en lo de Cravetti para que me reuniera con él en los Billares de Bob. El Mugre no se había mostrado particularmente encantado por el trabajo que yo había hecho con el Corvette. Sólo había oído hablar de él una vez desde entonces, un trabajito en Oakland, pero lo canceló al día siguiente y sólo me dijo que se había anulado. Me imaginé que me había tachado de su lista de idiotas fiables, pero la verdad es que yo llevaba cinco semanas fuera de combate.
La sala de billares era un sitio muy frecuentado donde te podías chutar, más que jugar al billar, si te apetecía y tenías dinero. El Mugre sugirió que saliéramos a dar una vuelta y estábamos justo saliendo por la puerta cuando me dio una palmadita fraternal en la espalda y me dijo algo totalmente inocuo como: «¿Qué tal te va, hombre?». No sé por qué, por primera vez me molestó su presunción de que éramos compañeros, hermanos, colegas. El Mugre jugaba a asuntillos de poca monta, ordinarios y mezquinos, no había ni ambición ni grandeza en su mente. Casi di un salto para quitarme su mano de la espalda cuando de pronto me di cuenta de que me estaba haciendo la pelota. Éramos iguales, cómplices criminales, literalmente, y a pesar de la enorme grandiosidad de mi majestuosa imaginación, muy superior, desde luego, no parecía que me sirviera para gran cosa. Por muy mezquino que fuera, el Mugre tenía un cierto don para el chanchullo, y de hecho, yo trabajaba para él. Así que me mordí la lengua y escuché.
Era una historia interesante. El Mugre había imaginado una variación de su nuevo tema, y aquella vez lo acompañaba una historia. El coche que tenía en mente era un Cadillac del 59 nuevecito. Según el Mugre, lo había comprado una solterona de sesenta años hecha polvo llamada Harriet Gildner, como regalo para una célebre estrella del rock. La señora estaba «forrada de pasta», citando al Mugre, y había heredado una fortuna en acero y caucho. El Caddy estaba ya preparado para embarcarlo cuando la estrella del rock murió en un accidente de avión. Como ella no necesitaba ni el dinero ni el coche, y podía permitirse regodearse en el aspecto sentimental, lo había guardado en sus almacenes, en los muelles. La dama en cuestión tenía un sobrino llamado Cory Bingham que deseaba tanto el Caddy que se ahogaba en sus propias babas, pero la anciana no quería soltarlo. Era una chiflada, aseguraba el Mugre, y su consejera psíquica, una tal Madam Bella, le había dicho que lo guardase, que ya llegaría su momento.
Pero el momento de Harriet Gildner llegó antes: se cayó por las escaleras de su mansión de Nob Hill y se rompió el cuello, y tan cargada iba que el informe de la autopsia indicaba que había rastros de sangre en sus drogas. Se conjeturó que quizá Madam Bella o Cory le hubiesen dado un empujoncito para ayudarla a rodar escaleras abajo, pero al final se consideró muerte accidental. Eso fue a principios del 62, pero su testamento, aunque legal, era un verdadero homenaje al surrealismo impugnado por todos los parientes que tenía hasta el séptimo grado. Hacía unos meses que la polvareda legal se había acabado de asentar al fin. El sobrino recibía por fin el Cadillac que tanto había codiciado, pero nada más. El Mugre no lo recordaba exactamente, pero las estipulaciones del testamento, para darte una idea, eran algo así como: «Cory tiene el coche por el que tanto suspiraba, con la condición de que se convierta en un caballero digno de semejante corcel, pero no obtendrá nada más, jamás en la vida, y si alguna vez vende el coche, tendrá que pagar al estado el doble del precio de venta, y si su valor está en cuestión, habrá que consultar el Libro de las Lamentaciones por si los fantasmas consideran adecuado revelarlo».
De modo que Cory consiguió el Caddy, otros consiguieron unas migajas, Madam Bella (su consejera psíquica y, según aseguraba el Mugre, proveedora de drogas) quedó bien provista, y el resto de la propiedad fue dividida a partes iguales entre la Sociedad Brompton para la Promoción de la Muerte sin Dolor y el Instituto Kinsey. Me reí mucho cuando el Mugre me contó todo aquello, pero él me dirigió una mirada desdeñosa.
—Maldita señora. Me hace vomitar pensar que son siempre los de su clase quienes acaban quedándose con el botín, aunque nunca han movido un dedo para ganárselo, y nunca han tenido que bregar por un maldito penique.
A Cory ya no le importaba demasiado el coche cuando por fin lo consiguió, una actitud en la que evidentemente influía el hecho de que se consideraba un jugador de póquer, fantasía bastante cara que le había colocado en situación de adquirir innumerables deudas y graves perjuicios por parte de las agencias de recaudación no incluidas precisamente en las páginas amarillas. Aunque no se atrevía a decirlo directamente, era fácil adivinar que el Mugre estaba alineado con la gente que quería cobrar sus deudas. Como el Caddy era el único bien fungible, supongo que el Mugre había aconsejado a Cory que un Cadillac nuevecito (aunque en realidad tuviera seis años de antigüedad) era un artículo de coleccionista muy valioso que debía asegurarse a todo riesgo, y que si le ocurría algún desgraciado accidente… pues bueno, el dinero del seguro podría cubrir sus deudas personales y por tanto garantizarle el uso continuado de sus brazos, piernas y órganos sexuales. Cory, que sabía reconocer la sensatez cuando ésta amenazaba con aporrearle, había accedido. El Caddy fue introducido en un garaje de almacenamiento alquilado por Cory en la calle Siete. Un mecánico lo había examinado y había reemplazado los precintos y las partes de goma necesarias y lo había puesto a punto. Estaba todo preparado: con gasolina, registrado, dispuesto para rodar. Y plenamente asegurado, por supuesto.
Pero había un problema irritante. Yo tenía que entrar a la fuerza en el garaje y robar el coche. No era un problema demasiado grave, porque el Mugre tenía una llave duplicada para la cerradura del garaje, pero tendría que parecer que había escalo para apartar de Cory toda posible sospecha. Cory se mostraba muy aprensivo y no quería que le implicaran, aunque evidentemente le preocupaba mucho más quedar lisiado. Le dije al Mugre que Cory resultaría muy sospechoso y lo investigarían, dado que recientemente había contratado una póliza de seguros, y que no me interesaba demasiado aquel trabajo porque era probable que se deshiciera como una galleta mojada en leche. El Mugre me aseguró que la coartada de Cory sería impecable, que un abogado especializado en ese tipo de asuntos le representaría en todas las transacciones ante la compañía de seguros, que sabía a ciencia cierta que el agente que había vendido la póliza a Cory se mostraba a favor suyo, y que el propio Cory comprendía a la perfección que si decía una sola palabra, su cuerpo sería cebo para tiburones.
—Olvídalo —le dije al Mugre—. Todo este asunto es demasiado arriesgado.
El Mugre lo comprendía a la perfección. Se daba cuenta de que el tema del escalo y el allanamiento, aunque fuese fingido, era un delito grave, más o menos como el robo de coches, y que trabajar sin apoyo aumentaba los riesgos de manera sustancial. Y por eso yo recibiría dos de los grandes por adelantado y otros dos a la entrega.
Me gustaría pensar que no fue el dinero lo que me hizo cambiar de opinión, sino más bien la comprensión instintiva y profunda de que se me estaba abriendo la puerta hacia un viaje que yo no podía rechazar. He pensado en ello más tarde, por supuesto, sin acabar de concluir nada, excepto que en el maremágnum de posibilidades que se me ofrecían, de alguna manera pude sentir que aquello era una salida. El dinero, por ejemplo, me podía servir para financiar unas largas vacaciones y buscar nuevos lugares, nuevas ideas; quizá surgiera algo. Todavía me sentía mal, pero estaba acaso un poquito por encima del aturdimiento fatalista del mes anterior.
El Mugre sonrió con placer cuando accedí a llevar a cabo el trabajo. Me dio otra palmadita fraternal en el hombro y me pasó un sobre que contenía cien billetes de veinte dólares en su interior. Me desagradó la palmadita, me encantó el dinero, y en cuanto a lo demás, no estaba muy seguro de lo que sentía.
Planeamos el trabajo para última hora del día 24, dándome así un par de días para prepararme. El garaje de la calle Siete estaba a poca distancia andando de mi casa, de modo que aquella noche fui paseando hasta allí para echarle un vistazo. La cerradura de candado era una resistente Schlage y la puerta de acero. Entrar, por supuesto, no constituía ningún problema, ya que tenía el duplicado de la llave, lo malo era que tenía que fingir que había roto la puerta.
Lo que hice fue bastante sencillo. Compré otra cerradura Schlage del mismo modelo que la de la puerta, y aquella misma noche muy tarde fui hasta allí y cambié la nueva por la original. Llevé la original a Cravetti al día siguiente y con un soplete de acetileno corté la argolla lo suficiente para que se deslizara fuera del pasador. Guardé las gotitas de metal en un botecito de un carrete de película cuando se hubieron enfriado. Estropeé la llave duplicada para que quedara irreconocible y la eché también en el botecito de la chatarra. Trabajaba con una concentración y una precisión que no había sentido desde hacía un par de meses, y debo decir que me sentó bien. Me sentía vivo, como si finalmente fuera por el buen camino.
Y entonces tuve un inconveniente. No encontraba ningún conductor de apoyo. Mis antiguos compañeros forajidos se habían ido todos excepto John Seasons, y él no estaba ni remotamente interesado en aquel plan. Neal Cassady tenía que andar por allí, pero no le encontraba; realmente ya se estaba convirtiendo en un simple rumor. Había una vieja amiga llamada Laura Dolteca, pero su madre estaba en la ciudad aquella semana haciendo un último y desesperado esfuerzo por apartar a su hija de su comportamiento deliciosamente salvaje. No se me ocurría nadie más en quien pudiera confiar. Tres personas, cuando cinco años antes habrían sido treinta. Ya era hora de largarse de allí. Al sur. A Santa Fe. Quizá al otro lado de la ciudad, a Haight… había oído rumores de que por allí pasaban cosas muy fuertes. Con los cuatro grandes del trabajo del Caddy y otros dos que tenía en casa en un calcetín, podía permitirme hacer el vago un poco por ahí y ver qué pasaba y cómo se combinaban las piezas.
Pero primero debía acabar el asunto que tenía entre manos. Cuando acabé mi turno a las cinco me fui derecho a mi apartamento, me metí una hora entera en un baño caliente y me preparé una cena con un buen bistec. Me lo comí con apetito por primera vez en un par de meses y luego lavé los platos. A las nueve lo comprobé todo y preparé mis herramientas: la cerradura original quemada con el soplete y las gotitas de metal, la llave de la nueva cerradura que había en el garaje, linterna, guantes y algunas cosillas más como por ejemplo alicates y cables de arranque. Una vez lo tuve todo preparado, me eché en la cama y puse algo de rock en la radio, y ardiendo de impaciencia consideré todo tipo de posibilidades y contingencias.
Los únicos tres problemas cruciales que no había resuelto era dónde y cómo estrellar el Caddy y cómo salir huyendo. Digo que no lo había decidido, pero sí que lo había hecho… aunque estaba sometiéndolo a duras reconsideraciones. Apliqué toda la lógica y el realismo que pude, sopesando, reflexionando, intentando forzar una objetividad inteligente, pero finalmente aprobé mi plan original, que se basaba en el puro sentimentalismo y en una disposición estética hacia lo simétrico: lo echaría al Pacífico por el mismo acantilado donde Big Red y yo habíamos tirado aquel primer coche, el Mercury que cayó en el silencio. Por supuesto, eso me dejaría a cien millas de distancia de casa y a pie, pero hasta eso me parecía agradable. Me escondería en alguno de los barrancos costeros durante un día entero, dedicado a pensar qué hacer con mi vida, y luego haría autoestop a la noche siguiente. Quedaba un pequeño asunto pendiente, que resolví inmediatamente. Hice una llamada a Cravetti y le dije que un amigo mío había resultado malherido en un accidente en una industria maderera cerca de Gualala, y que iba a verle durante un par de días.
Me quedé echado, escuchando la música hasta casi la una y media de la madrugada, luego cogí mi equipo criminal y me dirigí hacia la puerta. Ya tenía la mano en el pomo cuando me di cuenta de que me había dejado la radio encendida, y cuando iba a apagarla, el pinchadiscos dejó caer la aguja en una canción de James Brown: «Pappa’s Got a Brand New Bag». No sabía si la «bolsita nueva» era de caballo, un escroto recargado o una nueva dirección en la vida, pero era imposible oír aquello y no bailar. Y eso fue lo que hice, empecé a bailar por mi apartamento, una sacudida por aquí, un caderazo por allá, un toque de tumbao afrocubano por un lado, cuatro taconazos de gitaneo flamenco majareta por el otro, un meneo del culo para que cuadrase todo mejor, y al acabar, un giro floreado que habría aplaudido el mismísimo señor Brown, el Rey del Estilazo. Sííí, si el corazón late, la sangre tiene que moverse. Sonrojado por el bailoteo, casi mareado, apagué la música y la luz y salí a la calle.
Los bares estaban empezando a vaciarse mientras yo me dirigía hacia Columbus subiendo por Kearny. Vi un montón de marineros recién salidos de los espectáculos de tetas y un puñado de nuevos beatniks barbudos que parecían preguntarse dónde podrían pillar un poco de mercancía de la buena. Un coche patrulla pasó por allí, y yo seguí andando tranquilo, como si tal cosa, hasta que dobló la esquina y luego, de forma incontenible, di unos pasos de baile a toda máquina, y para acabar lo completé con el nuevo giro a lo James Brown que acababa de descubrir, y esta vez doble.
El giro doble en realidad fue un giro y medio, porque choqué de cara con una joven pareja a la que no había visto y que andaban detrás de mí por la acera, pegándoles un susto de muerte.
—¡Amaos el uno al otro o morid! —les ordené, una frase que le gustaba chillar inesperadamente a John Seasons cuando estaba en el punto culminante de alguna juerga. Y que vaya ahora mismo derecho al infierno si no me contestaron los dos simultáneamente:
—¡Sí, señor!
Estaban asustados, y desde luego no era eso lo que yo pretendía, ni lo que quería. Ya les veía correr al siguiente coche de policía que pasase y tartamudeando, llenos de pánico, hablarles de un tío que iba por ahí dando vueltas como una peonza y que había amenazado con matarles, de modo que dije:
—Eh, tranquilos. Sólo era un verso de un poema. ¿Leéis poesía? Y ese giro tan extraño se debía a una alegría incontenible. Lo siento si os he asustado, pero no os había oído venir por detrás de mí. —Hice una reverencia a la chica y ofrecí mi mano al joven mientras me presentaba—: Me llamo Jack Kerouac.
—Pensaba que era más alto —dijo ella. Le habría dado un beso allí mismo.
—Usted escribió En el camino —anunció el chico—. Me encantó.
Parloteamos unos minutos y yo me regodeé en su reverencia, y luego les dije que tenía que ir a ver a Snyder porque a la mañana siguiente nos íbamos a escalar el monte Shasta. En cuanto llegásemos a la cima, cada uno de nosotros diría una palabra al viento y luego dejaríamos de hablar durante un año entero. Querían venir también, benditos fueran.
Ya iba a alejarme de ellos cuando la muchacha me detuvo con un toquecito en el hombro. Se metió la mano en el bolsillo y me tendió un paquetito pequeño envuelto en papel de plata.
—LSD —murmuró—. Tómese sólo uno cada vez.
—Gracias —le dije, cortés. Había oído hablar del LSD pero no me interesaba lo suficiente para probarlo. Ya había tenido bastantes problemas con el peyote. Me di cuenta de que no era nada astuto añadir la posesión de drogas a mi lista de inminentes delitos, pero no sabía cómo rechazar aquel regalo educadamente.
—Tómeselos en un sitio bonito —me aconsejó ella—. Abre las cosas, de verdad.
Bueno, después de todo me interesaba mucho abrir las cosas, así que, ¿por qué no? Había que mantener vivo el espíritu aventurero.
—Me gustaría tener algo que ofreceros a cambio —dije yo, «y que no sean mentiras», añadió mi conciencia.
—Hay algo que me gustaría saber —dijo ella, tímidamente.
Me preparé para lo peor.
—Dímelo y lo intentaré.
—Me gustaría saber qué palabra va a decir en la cima del monte Shasta.
—No puedo decírtelo porque no lo sé —contesté, más relajado—. Simplemente, voy a decir lo que me salga, lo que sienta. Ese algo espontáneo que se te revela en el momento, ya me comprendes. Siento no poder decírtelo, si no, desde luego que lo haría.
—Espere un momento —dijo ella, rebuscando en el bolso de ante que llevaba hasta que encontró una postal y un bolígrafo. Mientras escribía a la luz de una farola seguía hablando—. Es una postal ya franqueada. Me la dirigiré a mí misma. Me llamo Natalie. Cuando vuelva de la montaña, escriba la palabra que ha dicho y envíemela… pero sólo si realmente «siente» que tiene que hacerlo. Sin obligaciones. Y prometo no contárselo a nadie.
—Es justo. Suponiendo que llegue a la cima y que tenga algo que decir. —Me guardé la postal en el bolsillo.
—¿Y ella puede contármelo a mí? —preguntó el novio.
—Claro, si todavía os amáis el uno al otro y no habéis muerto.
Ambos soltaron una risita.
—No os muráis —los amonesté, y luego me fui por Columbus hacia Kearny, subiendo por la montaña hacia el viento salvaje y las potentes nubes de la alegría, y la emprendí con unos pasos de baile, saltos, giros, un poco de claqué, lo que me iba inspirando el momento. Desde la sala de instrumentos de mi psique, una voz tan seca como mi conciencia pero con un tono más sardónico aún me anunciaba: «Te lo estás buscando». Y yo le respondía, sin aliento: «Sí, sí, ya sé que me lo estoy buscando. Mierda, en realidad lo estoy suplicando». Y seguía dándole al ritmo por la calle abajo.
Estaba ya algo más apagado cuando llegué al garaje de la calle Siete, pero todavía con ilusión. Me notaba alerta, confiado, decidido, y no había sentido nada parecido desde hacía mucho tiempo. Llegué ante la puerta del garaje como si fuera mío, usé la llave y dejé abierta la puerta doble. Entré, cerré las puertas tras de mí, saqué la linterna de mi equipo criminal y me quedé de pie y quieto en la oscuridad, con los sentidos aguzados. El aire parecía más cálido allí dentro. Se percibía un olor almizclado a aceite de motor, con una pizca ácida de disolvente. Encendí la linterna.
El garaje estaba lleno de Cadillac. El coche parecía tener veinte metros de largo. Donde no estaba cromado era de un blanco inmaculado, incluyendo los tapacubos de las ruedas. Seis años es mucho tiempo para que un neumático no ruede, y aunque el Mugre me había asegurado que tenía neumáticos nuevos, yo quería estar bien seguro. Lo eran. Comprobé las placas de matrícula: en regla. A pesar de mi atención a los temas de seguridad, mientras llevaba a cabo mi inspección no pude dejar de notar la extravagancia del estilo: unas aletas que parecían tan altas como el techo, cada una de ellas con luces traseras gemelas en forma de bala; rejilla del radiador frontal dividida por una gruesa barra cromada horizontal tachonada de pequeñas balas de cromo, un motivo repetido en la rejilla de imitación falsa de la parte trasera que corría por el panel inferior, encima del parachoques; guardabarros en los huecos traseros; ventanillas tintadas con mecanismo eléctrico delante y detrás, cromo resplandeciente por todas partes. Era un Eldorado, y si mi memoria no me engañaba aquello significaba 6.000 centímetros cúbicos, 345 caballos, alimentado por tres carburadores de dos cilindros. Se necesitaba toda aquella potencia para mover esa enorme masa de metal.
Abrí la portezuela para comprobar la llave y la documentación y me asaltó el olor a tapicería nueva de cuero y, por encima de todo, una fragancia que conocía perfectamente mi entrepierna y que me mareó: Shalimar, el perfume favorito de Kacy. Lo inhalé profundamente, una y otra vez, pero todavía no estaba seguro de olerlo de verdad. La incertidumbre me asustó. Seguí husmeando, me eché a temblar, y luego quise volver al trabajo que tenía entre manos antes de perder la concentración. Esforzándome por relajarme y tranquilizarme, saqué la documentación de la visera y la examiné con cuidado. Limpia como una patena.
La llave estaba debajo del asiento delantero, donde se suponía que debía estar, y entraba con suavidad en el contacto. El motor se puso en marcha a la primera y susurró. Eché un vistazo a las marchas: todo parecía bien. El depósito estaba lleno. Quedaba la peor parte, el punto de vulnerabilidad máxima. Tenía que abrir la puerta del garaje, sacar el coche, detenerlo, cerrar las puertas otra vez, poner la cerradura duplicada, esparcir algunos trocitos de metal debajo del cierre, arrojar el trozo cortado de la cerradura en un lugar que no fuese demasiado obvio, pero donde se pudiese encontrar sin demasiado esfuerzo, y luego volver al Eldorado y salir de allí. Suponía unos cinco minutos en total, si no se torcía nada; dos como mucho, si iba más suave que la seda. Lo único que no me hacía ninguna falta era algún poli patrullando por allí, o algún buen vecino con insomnio que coleccionase las historietas dominicales del detective Dick Tracy.
ABCDEFG. Planes. Pura ilusión. ¿Cómo se puede predecir lo impredecible, las variables, la voluptuosa acumulación de posibilidades, las elecciones insondables del azar, los inflexibles dictados del destino? Bajas de un árbol, vas andando por la calle y un niñito muere aplastado delante de tus ojos. Acaba la música y una mujer se pone de pie y se quita la ropa y tú te enamoras. Yo metía ya la llave en el contacto cuando oí que un coche doblaba la esquina y venía por la calle. Luego otro justo detrás, con la radio sintonizada en un rock-and-roll. Ambos pasaron sin aminorar la marcha. Luego otro fue bajando desde la parte superior de la manzana. Demasiado tráfico para las 2.30 de la mañana. Quizá hubiese una fiesta en el vecindario, una timba de cartas, un burdel, asuntos de drogas, quién sabe. Pensé que debía dejar pasar unos minutos para que todo se tranquilizase.
Decidí hacer un par de cosas útiles mientras esperaba, como por ejemplo sacar la cerradura y los trocitos de metal y prepararlos, y luego guardar el resto de mi equipo criminal en la guantera. Cuando me incliné hacia adelante y abrí la guantera, el potente olor a Shalimar me devolvió a los brazos de Kacy.
Volví rápidamente a la realidad, ayudado en gran medida por el recuerdo de un hecho: que me encontraba justo a punto de cometer múltiples delitos. Y por otro hecho: que no era probable que Kacy se encontrara agazapada en la guantera esperando mis designios amorosos. El Shalimar es un perfume bastante conocido. Quizá Cory Bingham tuviera una novia que lo usaba, o quizá le gustase echarse un poco él mismo y andar pavoneándose por ahí. Dirigí el haz de la linterna hacia la guantera, esperando encontrar una botellita de perfume que perdiera o quizá un pañuelo perfumado, pero lo único que había en la guantera era un trozo de papel arrugado que, al examinarlo más detenidamente, resultó ser un sobre. Me lo llevé a la nariz: era el origen del Shalimar; el aroma no era abrumador, pero sí definido. Por supuesto, algo lógico, siempre hay una explicación. Se trataba de una carta perfumada y dirigida con una escritura fina y precisa al señor Big Bopper. Eso era todo, sólo el nombre. No había sellos ni matasellos. Lo volví a la luz de la linterna y vi la zona dentada y desgarrada donde habían abierto el sobre. La carta que había dentro estaba escrita a máquina, a un solo espacio. La saqué y la alisé encima del volante.
Leí la carta siete veces de un tirón allí mismo, y otras siete más tarde, aquella misma noche, y quizá setecientas veces más en total, pero después de la primera vez supe sin ningún tipo de duda ni vacilación qué era lo que iba a hacer.
Puedo recitar la carta de memoria. Llevaba un membrete en relieve con las letras de un intenso color granate: Señorita Harriet Annalee Gildner. Debajo del nombre, centrada con toda exactitud, se había mecanografiado la fecha: 1 de febrero de 1959.
Querido señor Bopper,
Soy virgen y tengo 57 años. Nunca he practicado el sexo con ningún hombre porque ninguno me ha conmovido. No se equivoque, por favor. Ni me envanezco de mi virtud ni me avergüenzo de ella. La vida está llena de pasiones y placeres, y el sexo es, indudablemente, uno de ellos. No me lo he negado a mí misma; sencillamente, no he encontrado el hombre ni el momento adecuado, y no he visto razón alguna para fingirlo.
Espero que no me considere tampoco una chiflada, pero uno de mis intereses más profundos es el mundo invisible.
A lo largo de los años he empleado a algunos de los psíquicos, chamanes y médiums más sensibles para que me dieran acceso a ese reino del ser que desafía los circuitos racionales del conocimiento que nuestra cultura considera la realidad. He buscado esos reinos por puro deseo de conocimiento, no por necesidad de creer. Le ahorraré las técnicas y metafísicas, porque están mucho más cerca de la música que del «pensamiento», y supongo que me comprenderá usted.
Vamos entonces al grano: hace una semana, mientras estaba en mi despacho examinando un informe de mi corredor de bolsa y disfrutando de una pipa de opio, me visitaron unos espíritus sin forma que llevaban un libro bastante grande. El libro estaba encuadernado con el cuerno de un rinoceronte blanco, con el título estampado en oro: EL LIBRO DE LAS LAMENTACIONES.
Les pedí a los espíritus que abrieran el libro.
«Una página, una página», canturrearon las voces al unísono como respuesta, y luego me tendieron el libro.
Se abrió al tocarlo. La página revelada estaba escrita en una lengua que yo nunca había visto, pero comprendí claramente mientras leía que se trataba de un lamento de personas vírgenes, hombres y mujeres que, fuera cual fuese la causa o razón, nunca habían conocido (y cito el texto) «los dulces desfallecimientos del amor sexual». El texto continuaba y era una crónica de lamentos, pero la página se desvanecía a medida que yo la leía. Llena de desesperación, intenté coger el libro. Se disipó, junto con los espíritus. Pero inmediatamente volvió un espíritu solo (son invisibles, pero su presencia resulta abrumadora). Noté que esperaba.
—¿Por qué se me ha permitido esta visita? —pregunté.
Se oyó una risita, como de alguien muy joven, de 17 años, y una voz de muchacha replicó:
—Confía en ti misma, no en nosotros.
—¿Y cómo lo sabré?
La joven volvió a reír.
Hazlo, simplemente. Y probablemente te equivocarás.
—¿Eres virgen? —le pregunté.
—¿Estás de guasa? —Ella se desvaneció riendo, dejándome confusa y, debo admitir, consternada.
Aquella noche no conseguí dormir hasta muy tarde, pero dormí profundamente. Cuando me desperté a la mañana siguiente, envuelta en las membranas de unos sueños que no conseguía recordar, tendí la mano hacia mi mesita de noche para poner la radio en una emisora de música clásica que suelo escuchar con frecuencia. O eso intenté, al menos. No sé cómo di la vuelta al dial en lugar del botón de puesta en marcha. Me di cuenta de mi error y giré el botón de encendido, olvidando que había cambiado la emisora al azar.
Y allí estaba usted: «Helloooo, bay-beeee, this is the Big Bopper». Y me conmoví. Los hombres que habían hecho algún intento sexual conmigo en el pasado siempre se las habían arreglado para que aquellos intentos pareciesen extraños, angustiosos. Cuando oí su voz juguetona, esa lascivia feliz y despreocupada, lo supe. Y quizá esté equivocada, probablemente lo esté, pero eso no altera mi convicción.
Quiero que comprenda que este coche es un regalo, que es suyo sin compromisos ni condiciones. Es un regalo para agradecerle su música, el deseo que hace girar los planetas y el poder que presagian. De modo que es más bien un homenaje a las posibilidades de amistad, comunión y amor. No me debe nada. Puedo permitírmelo, porque soy ridículamente rica.
Si alguna vez pasa por San Francisco, por favor, llámeme o pase por mi casa. Me gustaría muchísimo conocerle.
Saludos cordiales,
HARRIET GILDNER.
Me quedé allí sentado en la oscuridad perfumada de Shalimar, un hombre sin regalo dentro de un regalo no entregado, un regalo sentido y absurdo destinado a celebrar la música y las posibilidades del amor humano. Yo tenía que entregarlo, desde luego.
Y luego un par de piezas acabaron de encajar. El Mugre dijo que era un regalo para una estrella del rock que había muerto, pero el nombre del Big Bopper siguió flotando en el umbral de mi memoria durante un momento antes de formar un arco y traspasarlo. «Es mucha música para perderla», había dicho Kacy. Buddy Holly, Ritchie Valens y el Big Bopper. ¿Y ahora ese gilipollas esperaba que «yo» estrellase el Cadillac del Bopper, el regalo de su tía, para compensar su estupidez en la mesa de póquer? No. Eso no podía ser, de ninguna manera. Ese coche no le pertenecía. Pertenecía a los fantasmas de Harriet y del Big Bopper, al amor y a la música. Yo también estaba equivocado probablemente, pero a la mierda todo. Uno hace lo que tiene que hacer, y lo que yo sentía que tenía que hacer era llevar aquel coche a la tumba del Big Bopper, ponerme de pie en el capó y leer la carta de Harriet, y luego prenderle fuego a todo, un monumento de fuego. Iba a trepar a la montaña y decir mi palabra; entregar mi regalo y luego desaparecer.
Sabía que todo aquello iba a ser mucho más difícil de lo que parecía. Además de una buena cantidad de suerte, necesitaba un par de cosas más que se me ocurrían así de repente: una cobertura fiable, y un poco de información. Imaginé que lo de la cobertura no sería demasiado difícil. John Seasons y sus muchos sellos oficiales podían conseguírmela, probablemente, mientras no se viera sometida a un escrutinio demasiado riguroso. La única información que parecía crucial era la situación de la tumba del Big Bopper, y supuse que podría averiguarlo por el camino.
Volví a doblar la carta con mucho cuidado y la metí de nuevo en el sobre, mosqueado al ver que alguien (probablemente el idiota de Cory) lo había abierto y luego arrugado. Aquella carta era un documento noble, un poco extraño quizá, pero eso no era motivo para tratarlo como si fuera un pañuelo de papel usado.
Pasaba algún coche de vez en cuando por la calle, pero yo me sentía encantado, con mi eufórica convicción de estar haciendo lo correcto (o al menos estar haciendo «algo») y si en algún momento hay que apostar el culo a cambio de nada, pues aquél era el momento adecuado.
No me precipité. Arranqué de nuevo el Caddy y lo dejé al ralentí mientras abría las puertas del garaje. Salí a la entrada, lo puse en punto muerto y eché el freno. Ese maldito Caddy era tan largo que la mitad sobresalía hacia la calle. Cerré las portezuelas, cambié la cerradura duplicada, eché los trocitos de metal fundido por allí alrededor, lancé la cerradura original cortada con el soplete en el espacio entre el garaje y el edificio siguiente, volví a subir al Caddy, me ajusté los guantes, solté el freno y ya estaba fuera.
John Seasons esperaba en la puerta con una sonrisa distante. Eran las tres y media de la mañana y acababa de escribir un poema que pensaba que valía la pena. Comprendió antes de que yo hablara que había pasado algo, y me miró fijamente, con la cabeza inclinada.
—Dios mío, tienes un aspecto espantosamente vivaz esta mañana.
Se lo conté todo tan rápido y con tanta claridad como pude.
—Me inclino ante lo romántico del gesto —dijo, y efectivamente, inclinó un poco la cabeza. Que le gustase la idea hacía que pareciese mejor aún.
Le expliqué que necesitaba cobertura. Le dije que el Caddy estaba registrado legalmente a nombre de Cory Bingham, de modo que yo necesitaría unos nuevos documentos o una razón condenadamente buena para llevar el coche.
John tenía una comprensión innata de esos asuntos.
—¿Tienes alguna influencia sobre Bingham?
—Como ando suelto por ahí y conozco el chanchullo, debería mostrarse razonable. No puedo decir que le tenga cogido por las pelotas, pero sí que le puedo tirar un poco de los pelillos.
—Seguramente sería mejor para todos los implicados que el tipo se tomase unas vacaciones donde nadie pudiera encontrarle durante unos pocos días. Así no tendría que mentir.
—Yo también pensaba en algo parecido, precisamente —dije—. No hay por qué arriesgarse a lo tonto.
John dijo:
—Lo único que necesito es una foto tuya para el nuevo carnet de conducir y lo demás es fácil. Y también necesitaré los documentos actuales y la carta de esa mujer… Harriet Gildner, ¿verdad? Creo que la conocí en el Taller Mágico. Muy metida en el tema.
Yo tenía los documentos y la carta. John estaba impresionado.
—Pero, George, parece que te estás volviendo sensato en medio de tu locura.
—Me lo tomaré como un cumplido.
John se encogió de hombros.
—Bueno, al menos es una locura grandiosa.
—No me gusta tener que meter prisa a un artista cuando trabaja —dije—, pero ¿crees que podrías tener los papeles terminados en cuatro o cinco horas?
—Con las primeras luces del alba.
—Bien, mierda, si tienes tiempo de sobra, ¿por qué no pones a trabajar a alguno de tus legendarios eruditos y a ver qué pueden averiguar del Big Bopper? Especialmente, dónde está enterrado.
—Realmente, George, ése no es mi campo. La prosodia, la historia, las artes gráficas, el béisbol… en esas cosas podría ayudarte. Pero carezco de las referencias adecuadas para averiguar el lugar de inhumación de los músicos de rock-and-roll. Sin embargo, recientemente he conocido a un jovencito encantador que por casualidad es conserje de la biblioteca. Ahora debe de estar allí, y quizá pueda ayudarnos.
—Sólo quiero rodar en la dirección adecuada.
—Lo entiendo —dijo John—. ¿Qué es un peregrinaje sin destino?
Mi destino inmediato era mi apartamento. Aparqué cerca y subí las escaleras. Me quedé de pie en el centro de la habitación pensando qué podía necesitar, y decidí ir lo más ligero posible. Metí en una bolsa algo de ropa y mis útiles de afeitar, y luego retiré mis ahorros del First Bank de Innersprings. Lo conté todo en la mesa de la cocina: 4.170 dólares, incluyendo los 2.000 que me había pagado por adelantado el Mugre.
Eso me recordó que tenía que llamar. Marqué el nuevo número que me había dado. Como siempre, contestó al tercer timbrazo.
—Complicaciones —dije.
Hubo un breve silencio, luego una pregunta contrariada:
—¿Sí?
—Un tema personal.
La pausa fue más larga, pero yo esperé.
—¿Y bien? —dijo, nada contento.
—No te preocupes. El trabajo se hará. Sólo que va a tardar algo de tiempo.
—Espero que estemos hablando de minutos.
—Quizá tres o cuatro días. O podría ser una semana.
—No.
—Que te den —dije yo.
—No sé qué problema tienes —susurró el Mugre—, pero si se te ha ocurrido algún jueguecito o mencionar algún nombre te voy a dar algo que recordar, so idiota. Hay más de doscientos huesos en el cuerpo, y yo tengo amigos que disfrutarán rompiéndotelos todos, uno por uno, lentamente. Cuando hayan acabado serás un maldito flan, ¿lo entiendes?
—Que le den también a tus amigos, y al sheriff y a toda la tropa. Si quieres tener la espalda cubierta, dile a tu amigo cabeza de chorlito que se vaya de la ciudad una semanita. Quizá le haga un poco de bien a su alma pecadora una larga excursión por las Sierras. Yo me cuidaré bien. No necesito ninguna mención prematura a ningún mecanismo averiado. Eso no haría más que poner las cosas difíciles para todos los implicados. Puedes guardarte lo que me debes todavía, para compensar los inconvenientes, pero esta vez voy a hacer las cosas a mi manera. Voy a entregar esto a quien pertenece por derecho.
—Vas a comer mierda, eso es lo que vas a hacer. Ahorra algo de dinero para las facturas del médico. Esto va a hacer desgraciada a mucha gente.
—No durante mucho tiempo. Lo superarán. Pero ¿sabes qué? A mí me va a hacer muy feliz. Espero que eufórico. Voy a quemarlo, a hacer una hoguera enorme. ¿Qué te parece?
—Creo que sería precioso que te quemaras tú también.
—Escucha, no pienso estafarte, ¿lo entiendes? Lo voy a destruir, como todos los demás. Unos pocos días de tiempo extra deberían compensarte por lo que te ahorras. Que irá a parar a tu mugriento bolsillo. No te voy a timar, no te preocupes. Sólo es algo que tengo que hacer, y no puedes hacer nada para evitarlo, así que, ¿por qué no sacas un poquito de comprensión de esa semilla de mostaza reseca que tienes por corazón?
—Muérete —rezongó el otro, y colgó, privándome de la oportunidad de instarle a que mejorase su imaginación.
Dado el mal humor del Mugre imaginé que no sería prudente quedarme demasiado tiempo en mi apartamento, ni en la ciudad, de modo que cerré la puerta, metí mi bolsa en el portaequipajes del Caddy y me dirigí hacia el restaurante Doggie Dinner, que estaba abierto toda la noche, a pedir dos cafés y una hamburguesa doble, que me comí de camino a casa de John.
Mis papeles de viaje ya estaban preparados. Cediendo a la insistencia de John, nos sentamos a la mesa de la cocina para examinarlos. Los hojeó y me explicó cada uno de ellos. Un carnet de conducir nuevo de California a nombre de George Teo Gass (ay, el sentido del humor de John), una tarjeta de la seguridad social, una licencia de armas y otro documento de identidad con mi nuevo nombre. Además, un Certificado de Transporte Interestatal DMV de aspecto muy oficial, un documento que yo ni siquiera sabía que existía, y que no estoy seguro de que John conociera tampoco. Había también una carta ante notario de Cory Bingham atestiguando el hecho de que el señor Gass estaba autorizado a transportar el vehículo para su exhibición en un homenaje en memoria del Big Bopper. La carta de Cory iba acompañada de un fajo de documentos con el membrete de las oficinas legales de Dewey, Scrum y Howe, que cubrían los términos y responsabilidades de la exhibición del coche en el homenaje. John decía que si me detenían, tenía que explicar que me habían contratado a través de un agente para aquellos abogados, y que no conocía en persona al señor Bingham ni a los abogados, aunque el agente me había asegurado que existía no sé qué disputa legal entre Cory Bingham y la sucesión de Big Bopper. Incluso tenía una tarjeta del agente, un tal Odysseus Jones.
Poeta de la falsificación, John Seasons sabía trabajar con el papel y la tinta. Tampoco me cobró ni un penique por todo aquello. Yo le dije que tenía un buen fajo de billetes para cubrir los gastos del viaje y que la documentación adecuada era la primera partida de mi presupuesto, pero John, con el exagerado tono profesoral que usaba para burlarse de sí mismo, dijo:
—Ah, mi querido jovencito, el objeto del precio es medir el valor, y el valor más elevado es la bendición. Uno infiere con toda facilidad de las obras de Lao-Tse, Dogen y otros Maestros del Camino que bendito mil veces es aquel que ayuda a un peregrino que emprende viaje.
Yo iba a insistir en entregarle un donativo de 50 dólares, al menos para cubrir el desgaste de los sellos, cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta. Yo me volví al momento, con la luz roja de la huida relampagueando en el cerebro, seguro de que uno de los secuaces del Mugre había encontrado el Caddy en aquella misma manzana. John me sujetó él brazo.
—Tranquilo —dijo en voz baja—. Es demasiado tarde para tener miedo. —Se dirigió a la puerta y preguntó—: ¿Se puede saber quién ha venido a llamar a mi puerta a esta hora infame?
Resultó que eran Myron y Messerschmidt, ambos puestos hasta las cejas, y que acababan de llegar a la ciudad después de un viaje sin escalas de cuarenta horas de ida y vuelta a México. Venían parloteando, cada uno de ellos llevaba una enorme bolsa de la compra llena de drogas disponibles sólo por receta en este país, mientras que en México, con sus ideas menos formales de lo que es la restricción, estaban disponibles a granel en cualquier tienda, especialmente en las farmacias[2] más ilustradas junto a la frontera. El primer artículo que sacó Myron de la bolsa era un bote de 1.000 tabletas de benzedrina, con el sello de fábrica todavía. Querían 150 dólares, y los obtuvieron en el acto. John chasqueó la lengua pero yo le ignoré. Ya estaba cansado, y sería un viaje largo. Además me sentía atrevido, imaginativo y lleno de decisión, y tales virtudes flaquean sin la recompensa adecuada.
Mientras Myron y Messerschmidt hurgaban entre la farmacia portátil buscando el Percodan que les había encargado John (entonces fui yo quien le chasqueó la lengua a él), me acompañó a la puerta.
—La información sobre el Big Bopper —le pregunté.
—Ah, sí. He llamado a mi joven amigo de la biblioteca y ha buscado en los archivos de los periódicos. El auténtico nombre del Big Bopper era Jiles Perry Richardson, nacido y criado en Sabine Pass, Texas. Si no me engaña mi precaria geografía, eso está justo en la frontera de Louisiana, junto a la desembocadura del Río Rojo. Trabajaba como disc-jockey en Beaumont cuando entró en la lista de éxitos. Mi amigo decía que en el periódico no había más información sobre el lugar donde está enterrado, pero yo supongo que fue enterrado en Sabine Pass, o posiblemente en Beaumont. Si fuera tú, me dirigiría al este de Texas (Beaumont no está lejos de Sabine Pass), pero sería muy inteligente por tu parte hacer algo de investigación en alguna biblioteca por el camino. No debe de resultar demasiado difícil averiguar dónde está enterrado. Pero lo averiguaré antes de que llegues demasiado lejos porque me sentiría como un idiota si resulta que estás aparcado en Sabine Pass y averiguo que sus huesos descansan eternamente en Los Ángeles.
Le bendije por su ayuda y le di un abrazo, poniéndole verdadero sentimiento. Él me lo devolvió y luego me apartó un poco y me miró a los ojos.
—Bueno —dijo, aprobadoramente—, el Peregrino Errante se aleja en su Buque Fantasma.
—Eh, que todavía no soy ningún fantasma —objeté, algo nervioso. Pero le había entendido mal.
—No, no —se rió John—. El fantasma es el buque. Tú eres un peregrino como en aquello de «el peregrino sigue adelante, el viaje es su plegaria».
—Bueno, eso sí —dije, aliviado.
—Pues dales recuerdos a los dragones y magos, y encomienda mi honor a las bellas doncellas. Y a los pajes, si es que ves alguno que sea mono. Y George, en serio: que te vaya bien.
Las estrellas se desvanecían ya a la luz del amanecer cuando me fui, con los papeles falsificados debajo de un brazo y un bote de anfetas de 1.000 unidades metido en el bolsillo interior de la chaqueta. El Caddy me esperaba donde lo había dejado, de un blanco inmaculado y con sus cromados, su diseño aerodinámico y su poderío, como un cruce entre un cohete espacial y un Leviatán, una manifestación excesiva de chabacana excelencia, una idea absurda del sueño americano.
Me metí dentro y lo puse en marcha. Mientras se calentaba puse los papeles en la guantera y sujeté los documentos en la visera de nuevo. Me metí tres anfetas bajo la lengua, como hostias de comunión en miniatura, me las tragué y guardé el botecito debajo del asiento. Estaba allí sentado, apretando el pedal del embrague, preguntándome si me olvidaba de algo. Pero había llegado a un punto en que todo lo que me hubiera olvidado, olvidado estaba. El disco del embrague giró como loco y yo pisé el acelerador con toda mi alma. Cuando llegué al final de la manzana, hacía tiempo que estaba bien lejos.