Prólogo

Para comprender tales días y acontecimientos se hace necesaria esta narración adicional, como una figura real que caminase junto a un fantasma.

HANIEL LONG,

Interlinear to Cabeza de Vaca

El día no empezó bien. Me desperté al clarear con un dolor de cabeza intenso y palpitante, fiebre y escalofríos, dolor sordo en todos los tejidos corporales, relámpagos de náusea, un sabor de boca como si me hubiese comido un kilo de escarabajos de la patata, dolor en las órbitas oculares y una sensación general de desesperación absoluta. Y todavía se agravó más al darme cuenta de que tenía que levantarme de la cama y coger el coche y conducir mucho rato por malas carreteras, negociar una venta de leña y luego volver otra vez a casa, al rancho, donde todavía tenía que cortar mi propia leña para el invierno. Si hubiera tenido un teléfono a mano habría anulado la reunión de inmediato, pero como el rancho estaba en las colinas y demasiado lejos para que a la compañía telefónica le saliera a cuenta, y como me había costado una semana entera programar una reunión con Jack Strauss, que venía nada menos que desde Napa, no tenía elección. Además, Strauss me iba a dar mil dólares por veinticinco cargas de leña, que eran 993 dólares más de lo que yo tenía en aquellos momentos pero unos 4.000 menos de lo que debía a mis acreedores. Sólo con pensar en mi situación financiera la desesperación que sentía se convirtió en catástrofe. Obligado por las circunstancias, me levanté, me vestí, salí y saludé a la mañana agachándome detrás del cobertizo vacío y vomitando.

El cielo del amanecer estaba todavía negro, con nimbos turbulentos, y el viento soplaba desde el sur: en cualquier momento llovería. Saqué los pollos, les eché algo de comer, corté unas astillas y seguí haciendo las tareas matutinas entre quejidos. Ya de vuelta a casa encendí el fuego en la cocina de leña y coloqué encima la tetera, y luego rebusqué en el armario hasta que encontré mi kit de primeros auxilios en el cual, para evitar las tentaciones, había guardado un solitario Percodan. Aunque parecía pequeño y perdido en el fondo del frasco, me lo tragué lleno de gratitud. Era como mandar a una cochinilla a luchar contra Godzilla, pero valía más aquello que nada.

Me dolía. Como llevaba una semana entera sin beber ni tomar drogas (otro hecho deprimente del que me daba cuenta entonces) supuse que había caído víctima del virus que asolaba nuestra comunidad rural. La gente lo llamaba «gripe de Smorgasbord», porque así era como el bicho veía a tu cuerpo; en algunos casos el festín duraba semanas enteras. Sólo con pensar en semanas se me empezó a revolver el estómago de nuevo, pero luché contra las náuseas, conteniéndolas. Perder el Percodan me habría matado.

Sintiéndome algo más dueño de mí después de esa demostración de voluntad, bebí unos sorbos de té y me comí una tostada a secas, apagué la estufa y salí a buscar mi camioneta Ford del 66 para iniciar el largo camino y reunirme con Strauss en Monte Rio.

Pero la camioneta no se ponía en marcha.

Cogí el destornillador largo del salpicadero y salí de la camioneta. Agachándome por debajo del guardabarros izquierdo, le di unos golpecitos a la bomba eléctrica hasta que empezó a sonar.

La camioneta arrancó a la vez que la lluvia. Puse en marcha los limpiaparabrisas. Tampoco funcionaban. Salí de nuevo y levanté el capó y con el destornillador di un golpecito al motor de los limpiaparabrisas hasta que las hojas empezaron a moverse torpemente, como las alas de un pelícano pillado en pleno vuelo. Ya estaba de camino.

Mi camino, tengo que aclararlo, siempre es largo. Vivo en las colinas de la costa del condado de Sonoma, allá donde los ululatos de las lechuzas cortejan a los pollos, en un rancho de trescientas sesenta hectáreas que pertenece a mi familia desde hace cinco generaciones. La casa fue construida en 1859 y todavía carece de instalaciones modernas y sofisticadas como tuberías de agua interiores o electricidad. Se puede llegar al rancho por un mal camino de tierra de ocho millas que corre por encima de toda la cresta montañosa, o andando dos horas por un sendero empinado y lleno de maleza que sube desde la costa. El vecino más cercano está a siete millas de distancia. A partir del sitio donde el camino de tierra va a salir a la carretera comarcal, hay otras seis millas de carretera asfaltada de un solo carril y llena de curvas hasta mi buzón, y nueve más hasta la tienda más cercana. Vivo en el campo porque me gusta, pero cuando bajaba dando botes por el camino de tierra, aquella mañana, con el cerebro chillando a cada sacudida, habría alquilado gustoso un pisito en la ciudad, sobre todo si estaba cerca de un hospital.

Para distraerme de mis sufrimientos puse la radio, sintonicé una emisora de San Francisco y me puse a escuchar el informe del tráfico de primera hora de la mañana: la cosa ya estaba mal en Bay Bridge, un coche averiado bloqueaba el acceso de Army Street… pero por una vez, todo aquello no me consolaba. Sin embargo el Percodan hacía su efecto, o al menos el dolor parecía irse disipando.

Cuando llegué a la carretera comarcal asfaltada, nada más pasar la casa de los Chuckston, me parecía que lo había conseguido. La lluvia seguía cayendo en forma de llovizna insistente. Acunado por la suavidad del pavimento, hipnotizado por el golpeteo de metrónomo de los limpiaparabrisas, quizá un poco distraído paladeando el Percodan, no vi al ciervo hasta que casi lo tenía debajo. Era un macho de tres puntas con el cuello hinchado por el celo. Saltó y se apartó con un grácil brote de terror, mientras yo pisaba el freno y resbalaba por la carretera, la camioneta daba un bandazo, otro, y luego acababa golpeando un tocón de secuoya a mano derecha. Me di con la cabeza en el volante, luego el retroceso la echó hacia atrás justo a tiempo para encontrarse con mi escopeta, que salió disparada del soporte. Los dos golpes sucesivos me dejaron atontado como un ratón que ha aspirado éter. Recuerdo vagamente que me sentía como perdido en un bosque vibrante, buscando la consciencia, atormentado al darme cuenta de que necesitaba recuperar la consciencia y que nada parecía tener el más mínimo sentido. Luego un magnífico chorro de adrenalina eliminó de golpe la oscuridad. Abrí la puerta de la camioneta y salí, con las piernas temblorosas pero en pie, dolorido, pero todavía vivo.

La llovizna que me mojaba la cara era refrescante. Me quedé un momento quieto y luego eché a andar hacia la ciudad, sacando el pulgar, aunque no había señal de coche alguno en ninguna dirección. Había recorrido ya media milla cuando me di cuenta de que era mucho mejor volver donde los Chuckston. Tenían una radio y podía llamar para pedir ayuda. Necesitaba ayuda.

La lluvia fue arreciando y pasó de llovizna a goterones. Mientras andaba me iba tocando la cabeza como absorto, pensando que la lluvia era sangre, masa encefálica que chorreaba, o algo igualmente vital que se escapaba de mi cráneo.

Me detuve cuando volví a ver la camioneta. Antes no había comprobado los daños que había sufrido, y de repente me asaltó la absurda esperanza de que todavía funcionase, una esperanza que se vio horriblemente destrozada por un examen más detenido: el parachoques delantero derecho estaba aplastado contra la rueda; el eje, doblado de una manera brutal; la dirección, rota. Seguí andando.

No había nadie donde los Chuckston, probablemente habían salido temprano a recoger las ovejas, pero la llave de repuesto estaba donde la dejaban cuando les cuidé la casa el verano anterior. Me limpié las botas en la alfombrilla que había ante la puerta y entré. Puse en funcionamiento la radio y pensé a quién llamar. Debía ser alguien con radio y teléfono. Donnie. Donnie Schatzburg. Contestó al momento, como si llevase toda la mañana esperándome.

Le expliqué lo que había pasado, le di la situación de la camioneta y le pedí que llamara al garaje de Itchman en Guerneville, para que mandasen una grúa… o si no podía ser Itchman, a Bailey, en la costa.

Donnie había vuelto a la radio al cabo de cinco minutos con malas noticias: los dos camiones de Itchman estaban ya de servicio, y tenía llamadas retrasadas, de modo que era posible que tardasen un par de horas en el mejor de los casos, y Bailey no contestaba.

Donnie insistía en preguntarme si estaba bien, y se ofreció a venir y echarme una mano, pero yo le aseguré que estaba hecho polvo, pero bastante relajado, aunque la verdad es que ya no me sentía tan desenvuelto, ahora que la adrenalina empezaba a evaporarse. Le pedí que llamase al Kozy Korner de Monte Rio y dejase un mensaje para Jack Strauss, diciendo que yo había tenido un accidente y que le llamaría a su casa en cuanto pudiera. Donnie dijo que lo haría encantado, y me despedí con un sincero «gracias».

Volví a mi camioneta ruinosa a esperar a la grúa. Todavía no me explico por qué no esperé dentro de la casa. La lluvia se había vuelto intensa e incesante, se había ido instalando una de esas tormentas que duran tres días. Me acurruqué en la cabina húmeda y pensé en mi situación. Aun mirándola con la mayor simpatía imaginable, era mala. Me preguntaba si podía arriesgarme a usar la Visa. Estaba seguro de que había sobrepasado mi límite de crédito hacía mucho tiempo, y llevaba cinco meses sin pagar, pero este caso era una emergencia. Podía ir a Guerneville con la grúa, alquilar un coche, ir a un motel, llamar a Strauss para concertar una nueva cita, dormir, reunirme con él al día siguiente y recoger los mil dólares del anticipo, comprar medicamentos para la gripe, devolver el coche alquilado, quedarme en la cama recuperándome hasta que me arreglasen la camioneta, cortar leña como un loco, sudar muchísimo, gastarme gran parte del dinero que había ganado en arreglar el vehículo, aunque sin él no podía cortar leña tampoco, y sin leña, no había dinero. Dinero. Miré en la cartera. Un cachito de plástico inútil y siete pavos en efectivo. Apoyé la cabeza en el volante y me eché a llorar. Quería a mi mamá.

Y entonces oí el rugido. Levanté la cabeza al instante, alerta, con los cinco sentidos aguzados. A través del parabrisas emborronado por la lluvia fue tomando forma un bulto gris que se iba haciendo cada vez mayor, más denso, y el rugido adquirió carácter propio, todo ello junto a mi cara. Sin pensar, me tiré del coche y rodé por la carretera. Me puse a cuatro patas en la cuneta, dispuesto a salir pitando, luchar, cagarme encima o salir a ciegas.

Un camión enorme venía por el tramo recto de carretera. Me arrojé contra el terraplén, apretándome contra la arcilla coagulada por las raíces. En el momento en que me moví la parte trasera del camión se bloqueó, vibró durante un segundo apenas y luego formó un lento arco de 180 grados, la goma rechinó en el pavimento húmedo y el agua salpicó en forma de cola de gallo. La mole enorme del camión tembló al notar los frenos y acabó deteniéndose con suavidad, marcha atrás, y con la parte trasera a poco más de un metro del retorcido parachoques delantero de mi camioneta. Me quedé mirando, paralizado. Era una grúa, una grúa enorme, pintada de un gris perlado, metalizado. Dentro de un óvalo subrayado con una fina línea en la portezuela del conductor, y escrito con una letra fluida color marfil, se leía: «EL FANTASMA».

Me sentí como si estuviera lleno de helio, en el mismísimo umbral entre el tirón de la gravedad y el ascenso. Oí voces que cantaban en la lluvia, voces femeninas, pero no se entendía claramente ninguna palabra.

Se veía un vago movimiento detrás de la ventanilla empañada de la grúa, y luego la puerta se abrió y de ella saltó un fantasma.

Me morí.

Pero la muerte se rió de mí y me devolvió a la vida.

Notaba la lluvia en los párpados. No parecía ningún bautismo, ni agua bendita, ni nada que tuviera ningún tipo de poder espiritual; sólo era agua. Noté una mano húmeda que me agarraba firmemente por la muñeca. Otra me tocaba la mejilla. Abrí los ojos. No era ningún fantasma sino el conductor de la grúa, con el rostro y las facciones oscurecidas por una capucha, un poncho hinchado por el viento, la tela gris e impermeable lustrosa por la lluvia.

—Bueno, bueno, ya vuelve la vida —fue lo primero que me dijo George Gastin. Parecía complacido de verdad.

Yo lancé un gruñido.

—Sí —continuó—, verdaderamente, la vida sigue, ¿verdad?, momento a momento, respirando. Parece que la muerte te ha disparado pero ha fallado, y quería joderte pero no ha podido, pero probablemente vivirás. Tienes buen pulso y ya recuperas el color. Ahora ve poco a poco, tranquilo. Estate en buenas manos con El Fantasma, la situación está controlada… bueno, al menos, tan controlada como de costumbre, que, a decir verdad, no es gran cosa, un hilillo nada más. Pero bueno, para nuestros propósitos ya está bien, para este día tan espléndido, así que ahora no te muevas y veremos si las piernas te aguantan todavía.

Me ayudó a ponerme de pie, con una mano tranquilizadora en mi hombro. Yo estaba empapado, tiritando, débil, confuso. Todo parecía borroso excepto su voz y su contacto. Aspiré profundamente, tembloroso.

—Estoy enfermo —le dije—. Es la gripe. No he resultado herido en el accidente.

—¿Y ese bulto que tienes en la frente? ¿Es la gripe o es el tercer ojo que está saliendo para echar un vistazo?

—Ya he visto bastante.

Él soltó una risita y me dio unos golpecitos en la espalda, con un gesto a la vez consolador y extrañamente jovial.

—Así me gusta, hombre —dijo—. Ahora estás hecho polvo, pero dentro de cincuenta años te reirás de todo esto.

—Seguro —dije, valientemente. En realidad, me sentía mucho mejor de pie.

—Claro —aseguró George—. No hay nada más fuerte que las ganas de vivir. Engancharemos la camioneta en un momento y la sacaremos de aquí, pero primero tenemos que ocuparnos de ti. —Y con una voz tranquila, directa y llena de decisión, la figura informe me tomó alegremente bajo su mando—. Venga, primero vamos a evitar que te mojes el culo en los charcos de barro. —Me tomó las medidas con una mirada—. Suelo llevar a tíos delgados, pero tú pareces estar un poco más macizo que yo… Pero esto tampoco son unos grandes almacenes, así que a la mierda la moda, cuando aprieta la necesidad. Y a la mierda de todos modos, en general.

Abrió un espacio para herramientas que había en la parte lateral de su camión y sacó una bolsa de deporte pequeña, y de su interior lo que parecía un sobre de plástico verde.

—Bueno, escúchame: desnúdate primero y mete la ropa húmeda en esta bolsa —sacudió el sobre verde y éste se hinchó hasta convertirse en una bolsa de basura grande—, y déjala fuera, yo me ocuparé. Cuando estés desnudo sube a la cabina donde tengo el calefactor puesto y coge ropa seca de la bolsa de deporte. Tiene que haber también una toalla. Mientras te pones algo presentable, yo voy a echar un vistazo a los daños.

Agradecí mucho sus instrucciones concretas, paso a paso. Las necesitaba. No pensaba de forma ordenada. Sin embargo, mientras me quitaba las ropas empapadas y las iba embutiendo en la bolsa de plástico como me había dicho el hombre, la lluvia fría que me picoteaba la piel de gallina me fue recuperando y centrando mi vacilante atención.

La cabina era una oleada de calor y fuertes aromas a piel de naranja y café, y una fragancia más sutil, un poquito rancia, como de algas podridas o de grasa de ejes antigua. Abrí la cremallera de la bolsa de deportes. La toalla estaba pulcramente doblada encima de todo. La desdoblé: era una toalla grande, de playa, blanca y esponjosa, con las palabras «HOTEL HABANA» en mayúsculas color granate estampadas en el centro. Me sequé y luego miré la ropa. Las perneras de los pantalones negros y las mangas de la camisa de cuadros verdes de franela eran un poco largas, pero no me iban mal. El chaleco acolchado gris y las zapatillas de borrego me quedaban perfectas.

Me incliné hacia atrás, dejando que el calor me empapara hasta los huesos. Detrás de mí se oía ruido de cadenas, seguido de entrechocar de enganches y susurros hidráulicos. El camión tembló un poco mientras el cable se iba enroscando. Me volví y miré por la ventanilla de atrás, y la parte delantera de mi camioneta, destrozada, apareció a la vista. No me apetecía nada aquella visión, de modo que me volví y cerré los ojos. Al cabo de un minuto ya estaríamos en camino. Al cabo de un par de horas estaría durmiendo en la habitación de un motel. Al día siguiente tendría dinero para pagar todo aquello. Los pollos tendrían que cuidarse solos. Me preguntaba si habría un doctor en Guerneville que me pudiera recetar Percodan para la gripe.

Iba ya a la deriva cuando de repente se abrió la portezuela de un hueco para herramientas por el lado del conductor y luego se cerró. George, rápido, con suavidad, se deslizó detrás del volante, sin el poncho. Me echó una mirada y retrocedió, fingiendo sorpresa:

—¡Madre mía, si era humano! Quién iba a decir lo que íbamos a pescar en ese destrozo que ha hecho… Creo que tendrás que calcular al menos seis billetes para arreglarlo.

No era ningún fantasma. Era de carne y hueso. Debía de medir casi uno ochenta, setenta y cinco kilos, anguloso y esbelto, pero demasiado compacto para calificarlo de desgarbado. Una vez desaparecido el poncho, vi que iba vestido casi exactamente como yo, aunque sus pantalones estaban tan desvaídos que las manchas de grasa eran más oscuras que la misma tela, y su chaleco acolchado gris estaba apedazado con trozos de cinta adhesiva plateada. La única diferencia auténtica era nuestro calzado: él llevaba unas Converse All-Stars negras de bota, un clásico que no había visto desde que hacía gimnasia en el instituto.

Como yo no decía nada me dirigió una mirada franca, apreciativa, y ésa fue la primera vez que vi sus ojos realmente. Eran de un azul curioso, del color del cielo una tarde abrasadora de verano, casi translúcidos, y cuando adquirieron un brillo alegre y burlón, un relámpago salvaje que luego se desvaneció hasta reaparecer convertido en una sonrisa lenta y llena de regocijo, por un momento perdieron todo el color.

—¿Qué tal ese coco? ¿Vamos a ver a un matasanos para ver si tienes algún problema más?

—No, de verdad que no —balbucí—. Es esta condenada gripe. La gripe Smorgasbord. Espero que no la cojas.

—¿Seguro que no es la gripe del Búfalo de Agua?

—¿Y eso qué es? —Tenía que haberme dado cuenta por el brillo de sus ojos.

—Pues cuando parece que te ha pisoteado una manada entera de búfalos de agua.

—No, no, ése es sólo uno de los síntomas.

—Madre mía —se rió—, qué mal suena eso. Pero si no quieres ir al médico, ¿qué te parece si buscamos algo de alivio en unos medicamentos? Si sólo te duele un poco, tendrías que tomar algo.

Yo estaba absolutamente de acuerdo, desde luego, pero dije, dubitativo:

—Están muy lejos las farmacias.

—En la guantera —dijo, señalando en una dirección—. Creo que hay un poco de codeína en el botiquín. Del número cuatro. No sé qué significa eso del cuatro, pero coge una.

Y lo hice. Ya tenía el botiquín abierto en el regazo, aunque había hecho un esfuerzo consciente para disimular mi ansiedad.

—El cuatro —expliqué— significa que se supone que hay que tomar cuatro cada vez, o si no, no se llega al nivel adecuado de efectividad química.

—Vaya, no tenía ni idea —dijo George—. ¿Sabes?, ésa es una de las cosas más bonitas de tratar con el público… que se oyen muchos puntos de vista y se aprende.

Buscó debajo de su asiento. Como yo estaba masticando la codeína a lo bruto, pensaba que había apartado la vista por cortesía. Pero cuando se volvió a incorporar vi que sujetaba una gorra de béisbol negra en la mano, que le daba unos golpecitos y se la metía hasta los ojos. En letras blancas llevaba escrito en la parte superior: «Nazis Gays con Jesús».

—Vaya godda —conseguí decir con la lengua entorpecida por los polvos, aunque el cerebro se me había paralizado. De pronto aquella cabina me resultaba asfixiante.

—Me la regaló el último tío al que remolqué. Se llamaba Wayne. Le llevé desde Anchor Bay a Albion. Decía que era buenísima para iniciar una conversación.

—Yo he caído —admití, volviendo a meter el botiquín en la guantera.

George dio unos toquecitos al acelerador, impaciente.

—Quiero darte las gracias por la ropa seca y la codeína —le dije—. Ha mejorado mucho un día de mierda.

—A mí también me ha pasado —dijo George. Volvió a tocar el acelerador—. Bueno, entonces, ¿qué plan tienes? ¿Adónde quieres ir, y cuándo?

Me eché atrás en el asiento, vencido por el cansancio. Sueño, tarjeta chunga, leña, sudor, pérdida, dinero… en algún momento había forjado un plan, pero la verdad es que no podía recordar sus partes.

—Llévame a Itchman, en Guerneville. Si mañana por la mañana todavía sigo vivo, ya pensaré qué hacer después.

—Vamos de camino —dijo, buscando el freno de mano.

A pesar de mis esfuerzos por contenerla, mi consciencia fue emergiendo. Él había sido amable conmigo, considerado, humano, y yo iba a pagarle con un plástico chungo. Ni siquiera mi desesperación podía justificar hacerle aquella putada.

—Espera un momento —suspiré—. Tengo que confesarte una cosa. Lo único que tengo para pagarte es una tarjeta Visa que el banco me pidió que le devolviera hace tres meses… Iba ahora mismo a la ciudad a recoger un adelanto de mil dólares por un pedido de leña. Creo que podré conseguirlo mañana, y dejar el dinero en efectivo en Itchman. ¿Cuánto crees que costará?

Él metió la mano en el bolsillo del chaleco y me tendió lo que pensé que era una tarjeta con sus tarifas. Y lo era, de alguna manera:

REMOLCADO POR EL FANTASMA

Una de las pocas cosas gratis en esta vida

George Gastin

Sin teléfono

Sin dirección fija

—¿Cuáles son las otras cosas gratis? —le pregunté.

Me dirigió una mirada extraña, sorprendida, apreciativa, y luego meneó un poquito la cabeza.

—A decir verdad, no lo sé. El primer amor, quizá, aunque he oído argumentos muy duros en contra. Sólo quería hacer constar mi ignorancia y dejar lugar para los cambios y las posibilidades de la imaginación.

De repente sentí una gran curiosidad por George Gastin, el conductor de la grúa. No estaba con Itchman ni con Bailey.

—¿De dónde eres? —le pregunté—. Parece que has llegado aquí muy rápido…

—En veintiún minutos —dijo George—. Acababa de volver de Sea View, donde había recibido una llamada de Itchman. Sus chicos estaban liados, así que cogí yo la llamada y les dije que estaba muy cerca de su parachoques, y me dejaron el asunto a mí. No podían acudir aquí hasta al menos dentro de dos horas, como muy temprano, y Bailey, en la costa, está fuera de combate, con un cigüeñal estropeado. A Itchman le importa todo una mierda. Saca mucho más dinero en los trabajos cortos, y su garaje es el que hace las reparaciones, de todos modos, al final.

—¿Y qué haces conduciendo al amanecer por el culo del mundo?

—Señor mío —dijo George, falsamente ofendido—, un caballero nunca habla de esas cosas. —El brillo salvaje, la sonrisa lenta y complacida.

—O sea, que tienes por aquí el pichoncito pero no el nido, ¿eh?

Él se encogió de hombros.

—A veces. Suelo andar por el noroeste. Visito a algunos amigos. Pesco. Miro por ahí. Sobre todo vivo de este camión. Tengo una tienda y una estufa de propano y un montón de mierda metida en los compartimentos de herramientas. Hice que me construyeran el camión siguiendo mis indicaciones en Roger Armature, en Redding. Y en mis viajes, si puedo ayudar a la gente, me alegra mucho poder hacerlo. Siempre es interesante conocer a gente nueva, oírles contar sus historias, cotillear un poco. No hay motivos para correr.

—¿Y remolcas gratis a todas esas personas? —Me sentía inquieto; parecía razonable, pero había algo que no acababa de cuadrar.

—Sí, si lo necesitan. A veces sencillamente se les ha acabado la gasolina, o han pinchado una rueda, o tienen algún problemilla mecánico de nada. No se me dan mal las chapuzas.

—Y no cobras nada, ¿no?

—Bueno, si resulta que son unos gilipollas estirados, entonces les cobro los repuestos.

—¿Y llevas mucho tiempo en el negocio? —Pensaba que lo había planteado con bastante tacto, pero George se echó a reír con tanta fuerza que tuvo que volver a tirar del freno de mano.

Su risa me pareció tan desproporcionada con respecto a mi inintencionada agudeza que me sentí desconcertado, y mi confusión rápidamente dio paso a una sensación de enorme claustrofobia. Se me empezó a ocurrir que quizá un viaje gratis con el Fantasma no fuese ningún chollo.

—Uf… —George se recuperó, riendo un poco todavía—. Seguiré siempre en este negocio. No soy asquerosamente rico, pero hice algunas inversiones afortunadas en mi juventud, y soy bastante libre para hacer lo que me dé la gana, y esto es precisamente lo que me apetece hacer.

Un chiflado, me dije. Tenía que haberme dado cuenta. No es que tenga prejuicios contra los lunáticos ni la gente que hace cosas raras; de hecho, suelo disfrutar mucho con ellos. Pero entonces no estaba de humor. ¿Por qué no podía ser aquel tipo absolutamente normal, competente, cuerdo? Yo no quería ningún aventurero, ni en conocimientos ni en carácter, sólo quería un salvador.

George soltó de nuevo el freno de mano, comprobó los espejos retrovisores, fue saliendo lentamente del arcén a la calzada y luego pisó el acelerador. Echado hacia atrás en el asiento, retorcí la cabeza para comprobar cómo iba mi camioneta, seguro de que se había soltado e iba dando tumbos por la carretera que teníamos detrás. Todavía no había pasado tal cosa, pero viendo cómo se meneaba, no tardaría mucho en soltarse. Justo cuando pensé que la transmisión iba a explotar, George cambió a segunda. Los grandes neumáticos dobles traseros chillaron un instante, luego agarraron y nos arrojaron hacia adelante. Miré el velocímetro, convencido de que ya debíamos de ir lo menos a cincuenta, pero la aguja seguía en el cero. Me negaba a creerlo. Mis ojos comprobaron frenéticamente los demás indicadores, tacómetro, presión del aceite, gasolina, agua: nada, nada, cero. Igual podíamos haber estado totalmente quietos. Con una sacudida espeluznante y sobrecogida de puro terror, por un momento pensé que era eso, que en realidad estábamos quietos, y que la realidad se había invertido y de alguna manera nos había dejado parados y era el paisaje el que corría. Mi cerebro intentaba colocarse en posición fetal mientras un grito se iba incubando en mis pulmones.

George metió la tercera. Gastando mi último resto de control, ahogué el grito y refrené la voz. Sabía que sonaba idiota, pero no me importaba:

—Perdón, pero ¿estamos quietos?

Los ojos de George no se apartaron de la carretera.

—No —respondió, con toda tranquilidad—, vamos a unas cuarenta y siete millas por hora. —Metió la cuarta—. Ahora a unas cincuenta y dos.

Señalé con toda la desenvoltura que pude, ya que no había motivo para alarmarle, que ninguno de los indicadores parecía funcionar.

—Pues sí, te has dado cuenta —asintió—. Los he desconectado. Me distraen demasiado. Yo escucho el motor, noto la carretera. Llevo treinta años haciendo esto. Al cabo de un tiempo estás en sintonía, ¿sabes lo que quiero decir? Puedo casi calcular la gasolina hasta la última gota, y leer la presión del aceite con la punta del dedo. No digo que sea perfecto, desde luego, pero en lo que se refiere a vivir de verdad la carretera, estoy entre los mejores. Nunca me he visto involucrado en un accidente que no fuera a propósito, y probablemente he hecho más viajes de larga distancia que las pajas que te has hecho tú en toda su vida.

—Eso lo dudo —dije, con absoluta sinceridad, recordando el ansia insaciable que me había sacudido durante la pubertad. El recuerdo desvió la atención de lo que me proponía, y acabé soltando—: Pensaba que decías que te negabas a vivir la vida apresuradamente…

Él me echó una mirada y sonrió.

—No voy de prisa. Ésta es mi velocidad de crucero normal.

Me puse serio.

—Escucha, George, estoy asombrado e impresionado con tus habilidades, pero yo conduzco por estas carreteras constantemente, y setenta millas por hora es ir demasiado rápido. Baja la velocidad. —Esperaba que mi petición sonase tranquila y razonada, pero mi voz resultaba demasiado temblona y suplicante.

—Bueno —dijo George—, lo que tienes que comprender es que probablemente tú conduzcas como Lawrence Welk, y yo conduzco como John Coltrane. Y no te lo tomes como un desaire, en absoluto. Yo nací para esto, lo tenía en la sangre, y he tenido mucho tiempo para irlo refinando. Probablemente tú eres capaz de echar abajo un árbol a menos de un palmo de donde quieres que caiga por cualquier lado, y yo en cambio se lo echaría encima del comedor a alguien. O quizá tengas mano con las plantas. Yo no la tengo. Lo que intento decirte es que te tranquilices. Échate atrás, deja tus preocupaciones, sigue la corriente. Llevo sobre ruedas desde que mis pies alcanzaban los pedales, y siempre he acabado con el lado brillante arriba y el sucio por abajo. De modo que no te preocupes. El Fantasma te llevará sano y salvo. —Su tono era completamente razonable, sin rastro alguno de súplica ni de terror.

Vetas ocres y carmesí, los arces a lo largo de Tolan Fiat iban pasando a toda velocidad. La tranquilidad de George pareció relajarme, en efecto, o quizá fue el cansancio del día, combinado con las cuatro cuatros que me había tomado, maravillosas 16, que entonces empezaban a hacer su efecto. Realmente, parecía que el hombre metía las marchas con gran destreza y precisión, que se pegaba a la carretera como una sombra, y en general mostraba una habilidad consumada. Dediqué a ese hecho un momento de reflexión y decidí adoptar la postura filosófica mejor en aquellos momentos: a la mierda. Que le den.

—Bueno, ¿y qué edad tienes, entonces? —George interrumpió mi ensoñación metafísica—. ¿Veintisiete, veintiocho?

Tuve que pensarlo un momento.

—Cumpliré veintiocho dentro de un mes.

George asintió como si aquella información confirmase una convicción suya interna.

—Ya, es la edad que tenía yo cuando me volví loco e hice el peregrinaje.

Peregrinaje. La palabra no acababa de fijarse en mi cerebro licuado. Caravanas atravesando el implacable Sahara… Polvo y privaciones… Quizá resultase un fundamentalista religioso. No importa, me dije a mí mismo, empezando a relajarme de verdad. Si iba a volverme loco, había llegado ya tan lejos que lo único que podía hacer en aquel estado de debilidad era decir adiós con la mano. Hasta la velocidad suicida a la que corríamos me proporcionaba una comodidad extraña… si teníamos un accidente, al menos no sufriríamos. Todo estaba fuera de mi control. Yo iba desvaneciéndome con rapidez, funcionando sólo con el sistema nervioso autónomo y un pedacito de cerebro del tamaño de un chicle bien masticado. Ya no era capaz de seguir los meandros de una conversación, ni de hacer el inmenso esfuerzo requerido para ensamblar y pronunciar palabras. Lo único que quería hacer, realmente, era desvanecerme en una cálida inconsciencia y volver a despertar en algún otro momento, cuando todo fuese mejor. De modo que le pregunté por su peregrinaje, y me eché atrás en el asiento y cerré los ojos para escucharle.