El día siguiente llegó y trajo consigo un espectáculo muy diferente a aquellos que hemos descrito. El Delfín y el Dardo navegaban juntos, verga con verga, el Dardo llevaba nuevamente el pabellón de Inglaterra, mientras que el Delfín no portaba ninguno. Las averías causadas por el huracán y por el combate fueron reparadas lo suficientemente bien para que los dos barcos pudiesen parecer, a ojos de cualquiera, igualmente dispuestos a afrontar los peligros del océano o los de la guerra. Un largo surco azul de nubes que se hallaban al norte, anunciaban la proximidad de la tierra; y tres o cuatro pequeños barcos costeros del país que navegaban a poca distancia atestiguaban que no había nada hostil en los proyectos actuales de los piratas.
¿Cuáles eran esos proyectos? Eran aún un secreto oculto en el pecho del Corsario. La duda, la sorpresa, la desconfianza reinaban alternativamente no sólo en los prisioneros, sino también en los hombres de su tripulación. Durante la interminable noche que siguió a los acontecimientos de la importante jornada que acababa de transcurrir, se le había visto caminar por la popa en profundo silencio.
Las únicas palabras que había dicho fueron para dirigir los movimientos del barco y cuando alguien se atrevía con otro motivo a aproximarse a él, un gesto, al que nadie se arriesgaba a desobedecer, le hacía ver la soledad que deseaba tener. Una o dos veces el joven Roderick se le acercó; pero hacía tan poco ruido, retenía con tanto cuidado su respiración, que se hubiera podido creer que era el ángel de la guarda que vigilaba a su protegido.
Sin embargo, cuando el sol salió brillando y radiante del seno de las aguas de Oriente, se dio un cañonazo para llamar a un barco costero y atraerlo hacia el Delfín; y entonces todo hizo creer que el telón iba a levantarse para la última escena del drama.
Situada la tripulación sobre el puente, el Corsario, estando junto a él en la popa los principales de sus prisioneros, habló a los suyos en estos términos:
—Hemos corrido la misma suerte durante muchos años, y estamos desde entonces sujetos a las mismas leyes. Si he sido presto para castigar, también he estado siempre dispuesto a obedecer. No me podéis acusar de injusto. Pero el pacto se deshace por la presente; tomo mi palabra y os devuelvo la vuestra. ¡Ni una palabra!, ¡ni un murmullo! Nuestra asociación cesa y nuestras leyes quedan derogadas para siempre. Esas eran nuestras condiciones. Os doy vuestra libertad, y lo que pido a cambio es poca cosa. Para que no os quejéis, os dejo mis tesoros. ¡Mirad —añadió—, mirad! todo esto era mío; ahora es vuestro. Estas riquezas serán llevadas a bordo de ese barco costero; allí lo repartiréis entre vosotros como creáis conveniente; yo os hago los dueños. Iros, la tierra está próxima. Dispersaos, por vuestro propio interés. No lo dudéis; pues sin mí, vosotros bien sabéis que ese crucero real os haría prisioneros. El barco, por lo tanto, me pertenece; por todo lo restante, no os pido más que a todos estos prisioneros como parte que me corresponde. ¡Adiós!
Un mudo estupor siguió a estas inesperadas palabras. Durante un momento hubo disposiciones a la rebelión; pero el Corsario había tomado muy bien sus precauciones para que le fuera posible resistir esos conatos. El Dardo estaba de costado junto a su barco, todos los cañones en sus puestos y con la mecha preparada. Sorprendidos, no estando preparados, sin jefe que les condujera, toda oposición hubiera sido una locura. Apenas volvieron en sí de su asombro, cada uno de los piratas corrió a reunir sus efectos personales para transportarlos a bordo del barco costero. Cuando todos, a excepción de la tripulación de una chalupa, abandonaron el Delfín, el oro que les había sido prometido les fue enviado, y entonces el barco atestado de oro se alejó precipitadamente para buscar el abrigo de alguna ensenada oculta. Mientras duró todo esto, el Corsario guardó un silencio de muerte. Se volvió después hacia Wilder, y haciendo un esfuerzo para dominar sus sentimientos, le dijo:
—Ahora es preciso que nos separemos. Recomiendo mis heridos a sus cuidados; tienen necesidad de sus médicos. Sé que usted no abusará de mi confianza.
—Mi palabra es la garantía de ellos —respondió el joven de Lacey.
—Le creo. Señora —añadió aproximándose a la de más edad de las dos damas con una mezcla singular de amistad e incertidumbre—, si un hombre proscrito y culpable puede aún dirigirle la palabra, concédame un favor.
—¿Cuál?, una madre no puede negarle nada al que perdona a su hijo.
—¡Pues bien!, ¡cuando ruegue al cielo por su hijo, no olvide que hay otro a quien esas oraciones le pueden ser igualmente muy útiles! Eso es todo. ¡Ahora, tenemos que separarnos! La barca les espera.
Wilder llevó rápidamente a su madre y a Gertrudis a la barquichuela; pero permaneció en cubierta.
—¿Y usted, —dijo al Corsario—, qué hará?
—Seré pronto… olvidado. ¡Adiós!
El Corsario le hizo muestra de retirarse, y el muchacho después de apretar su mano, subió a la barca.
Cuando Wilder se halló nuevamente en su barco, al morir Bignall él era el comandante, rápidamente dio la orden de desplegar las velas y de dirigirse al puerto más cercano de su país. Mientras que fue posible distinguir los movimientos del hombre que se quedaba en el Delfín, ninguno pudo apartarse del barco que permanecía siempre inmóvil en el mismo lugar, al igual que si hubiera sido puesto en ese lugar por algún hada como modelo perfecto de construcción. Una figura humana caminaba ligeramente sobre la popa, y cerca de ella se veía otra que parecía como la sombra comprimida de la primera. Finalmente, la distancia hizo desaparecer estas imágenes indistintas, y la vista trató de ver en vano, lo que pasaba en el interior del barco.
Pero las dudas desaparecieron pronto; una llamarada salió de repente de la cubierta, avanzando ferozmente de vela en vela. Una espesa nube de humo salió de los costados del barco, después se oyó el ruido terrible de los cañones. Entonces sucedió el espectáculo horrible, y sin embargo atractivo, de un barco que ardía en plena mar. Todo terminó con una capa de humo que se elevó majestuosamente hacia el cielo, y con una explosión, que a pesar de lo lejos que había tenido lugar, hizo temblar las velas del Dardo, al igual que si los constantes vientos alisios abandonasen su dirección eterna.
Cuando la nube desapareció del océano, no se vio sobre el agua más que un espacio vacío, y nadie hubiera podido decir el lugar en que esa obra de arte había estado flotando tan recientemente. Algunos marineros encaramados en lo alto de los mástiles, y valiéndose de anteojos, creyeron distinguir una especie de mancha sobre el agua; pero si era una chalupa, eso nunca podré saberlo.
A partir de ese momento la historia del temible Corsario Rojo se perdió gradualmente entre los incidentes más recientes de esos mares tan fecundos en recuerdos; pero mucho tiempo después, los marineros, para abreviar las largas guardias de la noche, contaban empresas todavía de una audacia increíble que decían haber sido realizadas bajo sus auspicios. El rumor público no dejaba de adornarlas y desfigurarlas, hasta que el carácter e incluso el nombre del Corsario fueron confundidos con los de los autores de atrocidades semejantes.
Se hablaba también de cosas de interés más noble y más relevante en el continente occidental, muy propias para borrar el recuerdo de una leyenda que a los ojos de muchas personas pasaba por rara e improbable. Las colonias de América septentrional se habían levantado contra la metrópoli, y después de una larga guerra, la cuestión se iba a decidir a favor de ellas. Newport, donde ocurrió el primer incidente de este relato, había sido ocupado sucesivamente por las tropas del rey y por las de aquel monarca que envió lo más escogido de sus caballeros para tratar de despojar a su rival de sus vastos dominios.
Este hermoso puerto recibió flotas enemigas, y las apacibles casas de campo lo habían celebrado frecuentemente con los gritos de alegría de los jóvenes oficiales. Más de veinte años transcurrieron después de los acontecimientos que hemos relatado en este volumen cuando Newport celebró un día más de fiesta y de nuevos regocijos. Las fuerzas combinadas de los aliados obligaron al jefe más atrevido de las tropas inglesas a rendirse, él y su ejército. Se creyó que la lucha había terminado, y los dignos habitantes, siguiendo sus costumbres, manifestaron su alegría con las demostraciones más palpables. Sin embargo las celebraciones cesaron con el día, y cuando empezó a anochecer, el pequeño pueblo volvió a tomar su tranquilidad provinciana. Una hermosa fragata que estaba en el mismo lugar que estuvo por primera vez la del Corsario, había bajado ya las numerosas banderas con las que adornó sus mástiles para celebrar la fiesta. Un pabellón de colores diversos y llevando una constelación de estrellas nuevas y resplandecientes, ondeaba en lo más alto de sus mástiles. Precisamente en ese momento, otro crucero, pero mucho más pequeño, entró en la rada, llevando también los colores de los nuevos Estados. Con la marea en contra, y cediendo a la brisa, ancló en el lugar que hay entre Connecticut y Rhodes, y se vio una barca conducida por seis vigororosos remeros que se dirigían hacia el puerto interior. Cuando se aproximó a uno de aquellos muelles retirados y solitarios, el que se encontraba solo observando sus movimientos, pudo darse cuenta de que en ella había una litera cubierta por unas cortinas y una mujer. Ante la curiosidad que semejante espectáculo producía en el espíritu del espectador del que estamos hablando, éste tuvo tiempo de hacer sus suposiciones, puestos los remos dentro de la barca que había tocado los pilares, los marineros cogieron la litera, y juntamente con la dama, se pararon ante él.
—Dígame, por favor —dijo una voz en la que se mezclaba el dolor y la resignación—, ¿el capitán de marina Henry de Lacey tiene una casa en Newport?
—Sí, tiene una —respondió el viejo a quien la dama se había dirigido—, tiene una, aunque podría decirse incluso que tiene dos, ya que esa fragata no es menos para él que la casa que hay en esa colina cercana.
—Usted es ya muy mayor para acompañarnos hasta ella, pero si alguno de sus hijos o algún muchacho que conozca pudiera conducirnos a ella, le pagaría sus servicios.
—¡El señor le proteja, milady! —le respondió mirando de reojo a la dama, como para asegurarse si ella tenía derecho a ese título que le daba, y metiendo cuidadosamente en su bolsillo la pequeña moneda de plata que le ofrecía—. Con todo lo viejo que soy, y aunque un poco cansado por las continuas aventuras y desdichas de toda clase, tanto en el mar como en la tierra, estaría encantado si pudiera hacer alguna cosa por una persona de su condición. Sígame, y comprobará que su guía conoce bien el camino.
Diciendo estas palabras el anciano tomó la delantera y los marineros le siguieron, la dama caminaba siempre al lado de la litera, triste y abatida.
Todo esto sucedía en un profundo silencio cuando los extranjeros llegaron a la puerta de la casa que buscaban.
Era entonces de noche, el ligero crepúsculo de la estación había desaparecido cuando los portadores de la litera alcanzaron la colina. El guía golpeó varias veces la puerta, y entonces se le comunicó que podía retirarse.
La puerta se abrió y un hombre apareció en el umbral, con una luz en la mano. Su aspecto no era de los más animados. Un cierto aire que es tan difícil fingir como tomar, hacía ver en él a un hijo del océano, mientras una pierna de madera que mantenía parte de un cuerpo robusto y vigoroso, demostraba que no era sin exponer su vida como había adquirido la experiencia de su penosa situación. Tenía en el rostro, según se vio cuando levantó la luz para examinar al grupo que estaba fuera, algo de dogmático, de mal genio, e incluso un poco orgulloso: sin embargo no fue muy largo el reconocimiento del viejo cojo, y preguntó sin cumplidos el motivo de lo que llamó semejante borrasca nocturna.
—Es un marino herido —respondió la dama con voz tan dolorida y temblorosa que ablandó al momento el corazón del cancerbero marítimo—, que viene a pedir hospitalidad a uno de sus hermanos. Quisiéramos hablar unas palabras con el capitán Henry de Lacey.
—Entonces ha echado usted la sonda en buen lugar, señora —respondió el viejo marinero—, el amo Pablo puede saber quién es por el nombre de su padre, o también por el de su querida madre, sin olvidar a su abuela, que es una buena mujer.
—Estarán encantados de recibirles —dijo un apuesto muchacho que tendría alrededor de diecisiete años, cuya ropa demostraba que había empezado ya su educación de marino, y que miraba con curiosidad por encima del hombro del viejo marinero—; voy a advertir a mi padre, y usted, Richard, prepare sin demora un alojamiento adecuado para nuestros huéspedes.
Esta orden, dada con la seguridad de alguien que estaba acostumbrado a obrar por sí mismo y a hablar con autoridad, fue realizada al instante. El alojamiento escogido por Richard, era la sala de visitas ordinaria de la casa. En poco tiempo la litera fue puesta allí, los portadores se marcharon, y la dama quedó sola con el marino que no dudó en hacerle un recibimiento muy cordial. Este se dedicó a encender luces y a hacer un buen fuego con madera, procurando no dejar ningún vacío en la conversación, para hacer más corto el tiempo que tardaran en llegar sus señores.
De pronto, una puerta del fondo se abrió, y el muchacho del que ya hemos hablado entró seguido de tres importantes moradores de la casa.
El primero era un hombre de mediana edad, que llevaba el uniforme de la marina de los nuevos Estados. Su mirada era tranquila y su paso firme, aunque el tiempo y las fatigas hubiesen empezado a salpicar su cabeza de canas. Llevaba un brazo sostenido con un cabestrillo, herida que había recibido muy recientemente; en el otro se apoyaba una dama cuyas mejillas frescas y sonrojadas, y mirada viva y brillante le daban aún derechos indiscutibles de belleza. Detrás de ellos venía otra dama cuyos pasos eran menos seguros, pero sus rasgos tranquilos y dulces hacían ver una noche apacible en un día de tempestad. Los tres saludaron cortésmente a la dama extranjera, teniendo la delicadeza de no apresurarse a preguntarle el motivo de su visita. Esta reserva era necesaria, pues por la excitación extraordinaria que demostraba y que le hacía temblar todos sus miembros, era evidente que necesitaba un poco de tiempo para poner en orden y reunir sus pensamientos.
—Esta visita les debe parecer extraña —dijo ella—; pero alguien cuya voluntad ha sido siempre para mí una ley, ha querido ser traído hasta aquí.
—¿Por qué? —preguntó el capitán con dulzura, haciendo ver que la voz le faltaba ya.
—¡Para morir!
A esta respuesta pronunciada con voz desfalleciente, todos los que la escucharon se estremecieron. El capitán, se aproximó a la litera, y levantó suavemente la cortina, viendo todos los que estaban en la habitación los rasgos de la persona que estaba encerrada en ella. Un rayo de inteligencia pareció animar la mirada de quien respondió a su pregunta, aunque la palidez de la muerte estaba demasiado visiblemente impresa en la cara del herido. Su mirada parecía lo único que le asía a la tierra; mientras que todos sus órganos parecían ya estar fríos y helados, su mirada conservaba todavía alguna fuerza, algún sentimiento e incluso cierto ardor.
—¿Hay alguna cosa que nosotros podamos hacer para proporcionarle algún alivio? —preguntó el capitán de Lacey después de una pausa larga y solemne, durante la cual todos los que rodeaban la litera contemplaban tristemente el lúgubre espectáculo de la vida que se apagaba.
La sonrisa del que se estaba muriendo era asombrosa, aunque en ella se mezclaba una rara expresión de ternura y dolor. No respondió nada, pero sus ojos recorrieron continuamente todas las caras, hasta que se quedaron fijos, como por encanto, en la mayor de las dos damas. Ellos se encontraron con una mirada no menos fija, no menos animada; y la simpatía poderosa que existía entre los dos era tan evidente, que no pudieron pasar desapercibidos para el capitán y su esposa.
—¡Madre! —dijo el capitán con voz de cariñosa inquietud—, ¡madre!, ¿qué te ocurre?
—¡Henry!, ¡Gertrudis! —gritó la respetable madre extendiendo los brazos hacia sus hijos como para pedirles que la sostuvieran—, hijos míos, las puertas de vuestra casa han sido abiertas a una persona que tiene derecho a entrar en ellas. ¡Oh!, es en estos momentos terribles, cuando las pasiones están apagadas y cuando nuestra debilidad aparece en todo su esplendor, en estos momentos de agonía y sufrimientos, cuando la naturaleza se hace oír con tanta fuerza, que es imposible negar su voz. ¡Ella me habla por esa voz casi extinguida, por esos rasgos casi desfigurados, sobre los que tan sólo queda un pequeño parecido de familia!
—¡De familia! —gritó el capitán de Lacey—, nuestro huésped es pariente nuestro…
—¡Es mi hermano! —respondió la dama dejando caer la cabeza sobre su pecho, como si ese pariente no le produjera más pena que placer.
El extranjero, demasiado agobiado incluso para hablar, hizo un signo de asentimiento, pero sin desviar un solo momento los ojos que parecían haber quedado fijos en el mismo lugar, en tanto que le quedara un soplo de vida.
—¡Tu hermano! —gritó su hijo con una sorpresa que no tenía nada de fingida—. Sabía que tenías un hermano, pero creía que lo habías perdido hacía mucho tiempo.
—Así lo he creído siempre, aunque con frecuencia, terribles presentimientos contrarios a lo que creía me han asediado. Pero ahora esas mejillas hundidas, ese rostro apagado me hablan en una lengua que es imposible no comprender. La pobreza y el infortunio nos han separado en la vida, y supongo que el error que me engañaba nos era común.
El enfermo herido trató de hacer un signo con la cabeza para expresar que no se equivocaba.
—¡No hay duda alguna! ¡Henry, el extranjero es tu tío, mi hermano!
—Hubiera querido verle en otras circunstancias más agradables —respondió el oficial con la franqueza de un marino—; pero, en todo caso, tu hermano es bienvenido a esta casa. La pobreza no os separará por más tiempo.
—¡Mira Henry! ¡Gertrudis! —añadió la madre llevando la mano a su cara mientras que hablaba—. Estos rasgos no os serán desconocidos. ¿No os recuerdan a algunos que habéis temido mucho, que habéis amado?
Sus hijos quedaron mudos de sorpresa, y los dos miraron tanto tiempo al herido que la vista terminó por nublárseles, se oyó una voz baja pero clara que les estremeció, y todas sus dudas desaparecieron al instante.
—Wilder —dijo el herido reuniendo las pocas fuerzas que parecían quedarle—, he venido a pedirle el último favor.
El oficial gritó:
—¡Capitán Heidegger!
—¡El Corsario Rojo! —murmuró la joven mistress de Lacey, retrocediendo involuntariamente un paso con asombro.
—¡El Corsario Rojo! —repitió su hijo, aproximándose por el contrario a la litera en un movimiento de curiosidad irresistible.
—¡Al fin encerrado! —dijo descaradamente Richard avanzando hacia el grupo, sin abandonar las tenazas con las que había estado atizando el fuego, pretexto por el que había permanecido en la habitación.
—¡He ocultado durante mucho tiempo mi vergüenza, mi arrepentimiento! —dijo el agonizante cuando pasó la primera sorpresa—, pero esta guerra me ha hecho salir de mi retiro. Nuestro país tenía necesidad de nosotros dos, y los dos lo hemos servido. Tú le has podido ofrecer abiertamente tu brazo; pero una cosa tan sagrada no debía ser manchada por un nombre como el mío. ¡El bien que he hecho quiero que no sea olvidado cuando el mundo hable de mis fechorías! ¡Hermana mía!, ¡amiga mía!, ¡perdón!
—¡Quiera Dios misericordioso, al ver su arrepentimiento, perdonar su vida tempestuosa! —dijo mistress de Lacey hincándose de rodillas, con los ojos llenos de lágrimas, y levantando sus manos al cielo.
—¡Oh, hermano mío!, ¡mi hermano!, ¡conoces el santo misterio de nuestra redención, y no es necesario que te recuerde sobre qué has de poner tus esperanzas de perdón!
—Si yo no hubiese olvidado nunca esos principios, mi nombre podría ser pronunciado con honor; pero ¡Wilder!, —añadió con una energía sorprendente—, ¡Wilder!
Todas las miradas se volvieron ávidamente hacia él. En su mano tenía un rollo que le había servido como almohada. Haciendo un esfuerzo sobrenatural e incorporándose en la litera, lo desplegó, y se vio esa bandera de la independencia en la que se veían los colores nacionales, un marco azul sembrado de estrellas, en tanto que un destello de triunfo se notaba hasta en los menores rasgos de su rostro como en los mejores días de su vida.
—¡Wilder! —repitió con una sonrisa convulsiva—, ¡hemos triunfado!
Con estas palabras cayó inmóvil. La expresión del triunfo se confundía con la de la muerte, como una nube que oscurece el resplandor de los rayos del sol.