El huracán que amenazó con hacer desaparecer el barco no fue más terrible ni más imprevisto que los hechos que acabamos de relatar; y el riente aspecto del cielo tranquilo y del brillante sol de las Caribes, producía un contraste extraño con los horrores que siguieron al combate. El momento de confusión ocasionado por la caída de Escipión cesó pronto, y Wilder pudo contemplar los nobles restos del Dardo tan mutilado, y sus cadáveres esparcidos, triste resultado de la horrorosa lucha que había tenido lugar.
A unos pasos de donde se hallaba Wilder, estaba de pie el Corsario, inmóvil. Fue a la segunda mirada, cuando notó su presencia con el casco que utilizaba para el abordaje del cual ya hemos hablado y que le daba un aspecto insociable a sus rasgos generalmente dulces y tranquilos. Paseando sus miradas sobre esta tilla en la que todo respiraba el orgullo del triunfo, Wilder apenas tuvo tiempo de imaginarse que el Corsario se había crecido repentinamente, de forma tan rápida como inexplicable. Una mano apoyada sobre el puño de un yatagán en el que las gotas rojizas que cubrían la hoja curva atestiguaban que había prestado funestos servicios en la pelea, en tanto que su pie estaba colocado, y parecía pisar con fuerza sobrenatural, sobre ese emblema nacional que tuvo el bárbaro placer de derribar por sí mismo. Cerca de él, y casi debajo de su brazo, estaba Roderick, inclinado, sin armas, con la ropa llena de sangre, la mirada fija y huraña, y la cara pálida al igual que los que habían perecido en el combate.
Se veían por aquí y por allá a los prisioneros heridos, tristes pero no abatidos, mientras que gran número de sus enemigos, apenas menos desgraciados, estaban tendidos sobre su sangre en el puente, con una expresión de ferocidad en sus rostros que indicaba claramente que en sus sufrimientos tan sólo tenían un pensamiento, el de la venganza. Aquéllos de ambas partes que no habían recibido ninguna herida o que las que tenían eran leves, se ocupaban en lo que más les interesaba, unos saqueando, otros ocultándose.
Pero tal era la disciplina establecida por el jefe de los piratas, tal era el respeto por su poder absoluto, que ni una sola gota de sangre había sido derramada, ni un golpe había sido dado después del momento en que su retumbante voz se oyó. Sin embargo, había suficientes muertos para saciar sus ávidos deseos, en el caso de que no hubieran tenido nada más que sed de sangre. Wilder experimentaba agudos dolores a medida que los rostros inanimados de un amigo querido o de un fiel servidor se presentaban a su vista; pero el golpe más sensible lo recibió cuando sus ojos se posaron sobre el rostro siempre severo y amenazador de su viejo comandante.
—Capitán Heidegger —dijo esforzándose por mostrar la seguridad que necesitaba en un momento semejante—, la suerte ha estado de su parte: solicito la gracia para los que sobrevivan.
—Y la gracia será concedida para los que la merezcan: quisiera que todos pudieran hallarse comprendidos en esta promesa.
La voz del Corsario era solemne, y parecía expresarse con ella mejor que con el sentido literal de las palabras. Wilder hubiera podido reflexionar mucho tiempo sobre esta respuesta equívoca sin llegar a comprenderla, si la proximidad de parte de la tripulación enemiga, en la que reconoció al momento a los amotinados que más habían destacado en la rebelión de la que fue víctima a bordo del Delfín, no le hubiese explicado tal vez demasiado claramente lo que su jefe había querido dar a entender.
—¡Reclamamos la ejecución de nuestros antiguos compañeros!, —dijo el jefe del grupo dirigiéndose a su capitán con un tono fiero y decidido que no sólo el ardor del combate podía explicar, sino excusar totalmente.
—¿Qué queréis?
—¡La vida de los traidores! —fue la lúgubre respuesta.
—Conocéis los reglamentos de nuestra profesión. Si están en nuestro poder, que sufran su suerte. Os comprendo. ¡Así sea, están a vuestra merced!
A pesar de los horrores de lo que acababa de ocurrir, a pesar del estado de exaltación y de efervescencia que había mantenido durante el combate, el tono grave y solemne con que su juicio pronunció una sentencia que le llevaba a una muerte violenta e ignominiosa, hizo temblar a nuestro aventurero hasta el extremo de volverle casi insensible. Toda su sangre se heló en sus venas, y la impresión que notó trastornó su razón; pero esto fue cosa de un segundo, y pasada la sacudida, se mostró tan orgulloso, tan intrépido como nunca, no dejando que se le escapase ningún síntoma de debilidad que las miradas de los hombres pudiesen descubrir.
—Para mí no pido nada —dijo con admirable firmeza—; sé que sus leyes, esas leyes que ha hecho usted mismo, me condenan a un terrible fin; pero para mis compañeros que han obrado por ignorancia, y que su único delito ha sido que me han permanecido fieles, pido, ¿qué digo? imploro su perdón: ellos no sabían lo que hacían, y…
—¡Hable a esos hombres! —dijo el Corsario señalando con el dedo sin mirar hacia el grupo insociable que le rodeaba—. Ellos son vuestros jueces; es a ellos a quienes ha de hablar.
Un malestar violento y casi insuperable se manifestó en los modales de Wilder; pero sobreponiéndose a sí mismo, se dominó, y dirigiéndose hacia la tripulación:
—¡Pues bien! —dijo—, recurriré incluso a ellos. Sois hombres, sois marinos…
—¡Abajo! —gritó la voz ronca de Nightingale—. ¡Quiere echarnos un sermón!, ¡que sea colgado de una verga!
El sonido prolongado y sonoro del silbato que el inexorable contramaestre hizo oír por burla, como para llamar a la tripulación al trabajo, fue seguido de prolongados gritos, y más de veinte voces en las que se confundían los acentos de tantos pueblos diferentes, todas en discordancia, repitieron al mismo tiempo:
—¡Abajo!, ¡abajo!, ¡los tres a la verga!
—¡Un pabellón amarillo en señal de castigo! —gritó el capitán vengativo del castillo de proa—; ¡que ese valiente señor salga para su última expedición bajo la bandera que merece!
Afortunadamente nuevos gritos que se oyeron por una de las escotillas suspendieron la ejecución.
—¡Un religioso!, ¡un religioso! —gritaba otra partida de miserables—, les va a rezar sus plegarias antes de que comiencen la danza.
La grosera risa con que los piratas acogieron esta ocurrencia fue reprimida tan repentinamente como si a los que hablaban con tanta impiedad les hubiera respondido desde lo alto de su trono de misericordia, una voz sonora y amenazadora que pronunció entre ellos las siguientes palabras:
—¡Por el cielo!, ¡si una mirada, un gesto demasiado injurioso se le hace a un prisionero en este barco, el culpable tendrá que afrontar mi cólera! Alejaos, os lo ordeno, haced paso al capellán.
Las manos que fueron atrevidamente levantadas bajaron al instante, las bocas profanas se cerraron, dejando al santo ministro, objeto de sus burlas y de sus injurias, aproximarse lentamente al funesto lugar.
—Veamos —dijo el Corsario con voz más tranquila, pero siempre imperiosa—; usted es ministro de Dios, y su obligación es la caridad: si tiene consuelos que puedan mitigar los últimos momentos de sus semejantes, prodigúeselos a éstos.
—¿Qué crimen han cometido? —preguntó el pastor cuando le dejaron hablar.
—¿Qué importa? Le basta con saber que les ha llegado su hora.
—¿Su suerte es irrevocable?
—¡Sí!
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó una voz suave, que, al golpear el oído del Corsario, pareció producir un escalofrío mortal hasta en lo más profundo de su ser. Pero este temblor de debilidad cesó con la sorpresa que le ocasionó, y respondió con calma y casi al mismo instante:
—¡La ley!
—¡La ley! —repitió la institutriz—. ¿Cómo aquellos que lo trastornan todo, que menosprecian todas las instituciones de los hombres, pueden hablar de ley? Diga, si quiere, que es una implacable, una terrible venganza, pero no profane el buen nombre de la ley. Me asombro por lo que me atrae: se me ha hablado del horrible espectáculo que se prepara y vengo a ofrecerle el rescate de los culpables. Fíjelo usted mismo; que sea digno del que rescatamos. Un padre agradecido daría con agrado toda su fortuna si con ello salva a su hijo.
—Si el oro puede rescatar su vida —interrumpió el Corsario con la rapidez del pensamiento—, aquí hay un montón y dispuesto para entregarlo. ¿Qué dicen mis gentes?, ¿quieren aceptar un rescate?
Una corta pausa siguió; después un murmullo bajo y siniestro se elevó en la multitud, indicando el disgusto que se experimentaba a renunciar a la venganza. El Corsario dirigió una mirada despectiva a los rostros atroces que le rodeaban, sus labios se apretaron fuertemente, pero como si desdeñara interponerse por más tiempo, no dijo nada; después se volvió hacia el pastor, y dijo con la sangre fría asombrosa que le caracterizaba:
—No olvide sus santas funciones: el tiempo es precioso.
Cuando dijo estas palabras, se puso aparte, imitando a la institutriz que bajó su velo para no ver un espectáculo tan indignante, entonces Wilder le dirigió la palabra:
—Le agradezco en lo más profundo de mi ser lo que ha intentado hacer por mí —le dijo—; pero si quiere que nada perturbe mis últimos instantes de vida, hágame una promesa solemne antes de morir.
—¿Cuál?
—Prométame que las personas que llegaron conmigo a su barco puedan abandonarlo sin que se les haga ningún daño.
—Promételo, Walter —dijo una voz solemne en medio de la multitud.
—Lo prometo.
—No pido nada más. Ahora, digno ministro del cielo, cumpla con los deberes de su sagrado ministerio con mis compañeros. La ignorancia de ellos necesita de sus cuidados. En cuanto a mí, abandono este mundo tranquilo con el más vivo agradecimiento al Ser que, como espero humildemente, me llama para una vida mil veces más preciosa, mi ceguera será voluntaria y mi muerte sin remisión. Pero esos desgraciados hallarán algún consuelo en las plegarias que usted haga por ellos.
En medio de un profundo silencio, casi sorprendente, el capellán se aproximó a los dos marineros. La poca importancia que se les dio hasta entonces era debida a que no habían sido observados durante la mayor parte de los acontecimientos precedentes, y cambios materiales se habían efectuado, sin que se les prestara atención, en sus respectivas posiciones. Fid estaba sentado en el puente, con el cuello desabrochado, y rodeado por la cuerda fatal, sostenía la cabeza del negro casi insensible que puso sobre sus rodillas con ternura y cuidado muy especiales.
—Este hombre por lo menos engañará la malicia de sus enemigos —dijo el pastor cogiendo la mano áspera del negro entre las suyas—. Su fin está próximo. ¿He de ofrecer una plegaria para la salvación de su alma que se va a marchar?
—Yo no sé, yo no sé —respondió Fid, tragándose sus palabras y pronunciando un «¡ejem!» sonoro y vigoroso, como en los mejores días de su juventud—. Cuando le queda tan poco tiempo a un pobre diablo para decir lo que encierra en su corazón, lo mejor es seguramente dejarle hablar, si le es posible. Podría recordar alguna cosa que sería fácil de decir a sus amigos de África; en ese caso habría que buscar al mensajero apropiado. ¡Ah! ¿qué deseas, mi valiente? si quieres puedes exponer algunos de tus pensamientos.
—Maestro Fid, tomar el collar —dijo el negro esforzándose por articular las palabras.
—Sí, sí, —dijo Richard aclarándose nuevamente la garganta, y mirando fieramente a derecha y a izquierda, como si buscara algún objeto con el que pudiera realizar su venganza—. Sí, sí, Guinea, puedes estar tranquilo sobre ese particular, y, además, también por todas las otras cosas.
El negro se esforzaba inútilmente para levantarse, y su mano buscaba la de su compañero, mientras que decía:
—¡Señor Fid pedir perdón para pobre negro! Señor del cielo perdonar todo, señor Richard; no pensar en nada más.
—Si es como dices, eso será lo que yo llamo una cosa maravillosamente generosa —respondió Richard cuya conciencia y sentimientos se hallaban agitados de forma que no era corriente en él—. Está el asunto de haberme sacado tan valientemente del fondo del agua, que jamás ha sido tratado por nosotros; y un montón de otros pequeños servicios por el mismo estilo, mira, no me molesta el agradecértelo durante el tiempo que nos quede de vida todavía. ¿Pues, quién sabe si nuestros nombres estarán escritos en los registros del mismo barco?
Una débil señal que su compañero trató de hacer, fue la causa de que el viejo marino se detuviera para tratar de entenderle mejor. Gracias al conocimiento que tenía del carácter del individuo, parecía que le entendía sin dificultad, pues añadió casi repentinamente, como si le respondiera:
—¡Está bien!, ¡está bien!, es posible que lo estén. Supongo que en el cielo colocan a la gente poco más o menos en el mismo orden en que se encuentran aquí abajo; de tal manera, que si esto es así, podríamos hablarnos uno a otro con la bocina. Nuestro orden de partida está señalado para los dos, aunque parezca que tú te debes largar antes de que esos bribones estén dispuestos a izarme a lo alto, y que por consiguiente tendrás sobre mí la ventaja del viento. No diré gran cosa sobre las señales que tendremos que hacer para reconocernos, creo que estoy bien seguro de que no se olvidará señor Harry, a causa de la pequeña ventaja que tenga por partir el primero; y como estoy totalmente decidido a seguir tan cerca como sea posible su estela, tendré la doble ventaja de saber que estoy en el buen camino, y de encontrarle…
—¡Silencio! —dijo Wilder—, el negro quiere hablarme. Escipión había vuelto los ojos hacia su oficial, y hacía de nuevo un débil esfuerzo para extender la mano. Wilder le acercó la suya, el negro la llevó a sus labios, después se puso rígido y por un movimiento convulsivo, ese brazo de Hércules que utilizó tan recientemente y con tan buenos resultados para la defensa de su patrón, pronto cayó pesadamente, aunque su mirada buscaba aún el rostro del que él había amado durante tanto tiempo, y que, en medio de todos sus sufrimientos, no le había negado nunca una mirada de afecto o de compasión. Apagados murmullos siguieron a esta escena, después lamentos menos disimulados, hasta que varios expresaron en voz alta su disgusto por que se aplazaba la venganza tanto tiempo.
—Es menester acabar con ellos —gritó una voz de malvado presagio—. ¡Al mar el cadáver, y a la verga con el que aún está vivo!
—Ciertamente —gritó Fid con voz tan enérgica como la más audaz de aquella multitud en esos momentos—; ¿quién se atrevería a arrojar un marino al mar antes de que sean cerrados sus ojos, cuando sus últimas palabras aún resuenan en los oídos de sus compañeros? ¡Ah! ¡Creéis sujetarnos tan fácilmente, sois unos torpes desmañados! ¡Tomad, esto para vuestros nudos y para vuestras cuerdas al mismo tiempo!
Y diciendo estas palabras, el viejo marinero reuniendo todas sus fuerzas, rompió aquello con que le habían atado los brazos, y apretó el cuerpo del negro contra el suyo con tanta rapidez y agilidad que sus palabras no pudieron ser interrumpidas.
—Y ahora lanzad la cuerda, y dad gracias al cielo de que las personas honradas están ocupando el lugar que vosotros deberíais ocupar, ¡que sois unos bribones!
—¡Acabemos con él! —gritó Nightingale acompañando su voz con un agudo silbido—; ¡que tomen el pasaporte para la otra vida!
—¡Deteneos! —gritó el capellán cogiendo afortunadamente la cuerda antes de que ésta hubiese realizado su fatal misión—; cualquiera de los más endurecidos de vosotros puede necesitar algún día también implorar el perdón, acordaos por un momento. ¿Qué quieren decir esas palabras?, ¿no me engañan mis ojos? Arca de Lynn-Haven.
—Sí, sí —dijo Richard aflojándose un poco la cuerda a fin de hablar más libremente, llevando de su caja a la boca lo que le quedaba de tabaco de mascar, y añadió—: usted que es un sabio consumado, no es extraño que lo haya averiguado tan fácilmente, aunque están escritas por una mano que no es muy versada en la escritura.
—Pero ¿a qué vienen esas palabras?, ¿y por qué han sido escritas de esa manera con signos indelebles en su piel? ¡Paciencia, hombres!, ¡monstruos!, ¡diablos! ¿queréis arrebatar a un hombre que va a morir incluso un minuto de ese tiempo precioso que nos es tan valioso a todos, en el momento que nos van a quitar la vida?
—¡Conceded un minuto! —dijo una sorda voz por detrás.
—¿A qué vienen esas palabras? le pregunto, —repitió el capellán.
—No es ni más ni menos que la forma en que fue puesto en el diario un acontecimiento que ahora no viene al caso, puesto que aquéllos a quienes concierne principalmente van a partir para su último viaje. El negro habló del collar; porque entonces pensaba que tal vez yo podría permanecer en el puerto, mientras él navegaba entre el cielo y la tierra, para buscar afanosamente su último fondeadero.
—¿Qué debo pensar? —gritó la voz temblorosa y ahogada de mistress Wyllys—. ¡Oh Merton!, ¿por qué esas preguntas?, ¿mi desesperación era pues profética?, ¿da a conocer la naturaleza tan misteriosamente sus derechos?
—¡Tranquilícese, mi querida señora!, tengamos cuidado para no dejarnos confiar en simples apariencias. Arca de Lynn-Haven era el nombre de una propiedad en las islas perteneciente a uno de mis mejores amigos, y fue allí donde recibí y llevé a bordo de un barco el precioso depósito que usted misma confió a mis cuidados, pero…
—¡Hable! —gritó la dama corriendo hacia Wilder con una especie de frenesí; y aflojando la cuerda que poco antes fue apretada alrededor de su cuello, la desató con destreza casi sobrenatural—. ¿Era ése el nombre de algún barco?
—¡De un barco! No, ciertamente. ¿Pero por qué esos temores, esas esperanzas?
—¡El collar!, ¡el collar!, ¿qué me dice del collar?
—¡Oh! eso no puede servir de gran cosa por el momento, —respondió Fid, que seguía con mucho valor el ejemplo de Wilder, y aprovechando que sus brazos estaban libres para quitarse la cuerda que le molestaba la respiración, sin prestar atención al movimiento que varios de sus verdugos hicieron para impedirlo, pero que fueron contenidos por una mirada de su jefe—, empezaré por deshacerme de esta cuerda, porque no es ni seguro ni decente para un ignorante como yo embarcarse en un mar desconocido ante su oficial. El collar no es más valioso que el de un perro, y pueden verlo en el brazo de Guinea, era guardado por un hombre del que difícilmente podría pensarse que lo tuviera.
—Lea —dijo la institutriz cuyos ojos se cubrían por una nube de lágrimas—, lea —añadió mostrándole con mano temblorosa al capellán la inscripción que había marcada en la placa.
—¡Dios santo!, ¡qué veo! ¡Neptuno, pertenece a Pablo de Lacey!
Un grito agudo escapó de los labios de la institutriz; sus manos se elevaron un instante hacia el cielo, como para dirigir a él el tributo de agradecimiento que oprimía su corazón; después volviendo en sí, apretó cariñosamente a Wilder contra su pecho, mientras que gritaba con el sentimiento irresistible de la naturaleza:
—¡Hijo mío!, ¡hijo mío!, ¡no queráis, no os atreváis a arrancar de una madre tanto tiempo desgraciada a su único hijo. Devolvedme a mi hijo, mi noble hijo!, y cansaré al cielo con mis oraciones por vosotros. Sois valientes, no podréis permanecer sordos a la voz de la piedad. Sois unos hombres que siempre habéis vivido en presencia de la majestad de Dios, y es imposible que no veáis aquí su mano. Dadme a mi hijo, y os daré todo lo demás. Es de una familia que se ha hecho célebre en los mares, y no habrá ni un solo marino que no se interese por él. La viuda de Lacey, la hija de…, implora vuestra piedad. ¡La sangre corre en sus venas, y no la derramaréis! Una madre se inclina ante vosotros en el polvo para pediros la gracia de su hijo. ¡Oh!, ¡entregadme a mi hijo!, ¡mi hijo!
Cuando las últimas palabras de la que suplicaba se disiparon en los aires, reinó en el barco un silencio que se hubiera podido comparar con la calma religiosa que se apodera del alma del pecador cuando ésta se abre a mejores sentimientos. Los huraños piratas se miraron unos a otros indecisos, la naturaleza se manifestaba hasta en sus rasgos duros e insensibles. Sin embargo, el deseo de venganza estaba demasiado fuertemente arraigado en sus corazones como para desaparecer a las primeras palabras, y el resultado hubiese sido dudoso, si un hombre no hubiera dicho en medio de ellos, que nunca había dado una orden inútilmente, y que sabía calmar o excitar el furor de ellos a voluntad. Durante medio minuto miró a su alrededor, el círculo se ensanchaba cada vez más ante una mirada que tenía una expresión como nunca habían visto aquellos que estaban bajo sus órdenes. Sus rasgos eran tan pálidos como los de la desesperada madre. Tres veces sus labios se abrieron sin que saliera ninguna palabra de su boca. Finalmente la multitud atenta y sin apenas resollar, oyó una voz en la que al tono del comandante se mezclaba una profunda emoción.
—¡Dispersaos! —dijo haciendo con la mano un gesto que no daba lugar a dudas—; conocéis mi justicia, pero sabéis también que quiero ser obedecido. ¡Mañana conoceréis mi voluntad!