—¿Me trae la sumisión del pirata?, ¿acepta mis proposiciones con agradecimiento? —dijo el comandante del Dardo, sin dudar un instante del éxito de la negociación, cuando su enviado estuvo en el barco.
—Sólo traigo una negativa, capitán.
—¿Le ha hecho ver el estado de mis fuerzas? —preguntó Bignall, que no esperaba semejante respuesta—. ¿Se habrá olvidado usted, señor Arca, de hacerle ver una cosa tan importante?
—No he olvidado nada de lo que podía ser vital para su seguridad, capitán Bignall; y sin embargo, el jefe de ese barco se niega a aceptar sus condiciones.
—Quizá piense que hay algunas faltas en los aparejos del Dardo —respondió el viejo marino apretando los labios con aspecto de nobleza ofendida—. ¿Cree acaso que se nos va a escapar largando todas sus velas?
—¿Es que da la impresión de que va a huir? —preguntó Wilder señalando con la mano hacia los mástiles casi desnudos del barco del Corsario—. Todo lo que puede obtener, es la seguridad de que él no comenzará el combate.
—¡Por el cielo!, ¡es un muchacho lleno de sentimientos, y merece elogios por su prudencia! ¡No lanzará a su tripulación de bribones al abordaje ante los cañones de un barco inglés, porque tiene respeto al pabellón de su señor! Escuche, señor Arca, tendremos en cuenta estos hechos cuando se le procese y seamos interrogados. Mande a los nuestros a los cañones, señor, y haga que el barco vire para poner fin a esta fanfarronada, o le veremos pronto enviar una barca con la intención de poder examinar nuestras comisiones.
—Capitán Bignall —dijo Wilder—, puedo atribuirme un poco de mérito por los servicios que he hecho ante sus propios ojos al obedecer sus órdenes. Si mi comportamiento precedente puede permitirme el que me atreva a advertir a un hombre que tiene la experiencia de usted, le diría que esperase un poco.
—¡Esperar! ¿Henry Arca, vacila cuando su deber le obliga a atacar a los enemigos de su rey, los enemigos del género humano?
—Me ha entendido mal, señor. Si vacilo, es para poner a resguardo de todo peligro al pabellón en el cual navegamos, y no con el propósito de evitar el combate. Nuestro enemigo, mi enemigo, sabe que no puede ya esperar otra cosa de mí por la generosidad que me ha demostrado más que unas atenciones si le hacemos prisionero. Lo que le pido, capitán Bignall, es el tiempo necesario para preparar al Dardo a un combate en el que necesitará utilizar todas sus fuerzas, y para asegurar una victoria cuyo precio será elevado.
El veterano dio su consentimiento con cierto pesar, y no sin murmurar algunas palabras sobre la vergüenza a la que se exponía un barco de guerra inglés al no presentar en seguida combate al más atrevido pirata que ha circundado los mares, y al no disparar una sola andanada de su artillería. Wilder se ocupó de las cosas que sabía que eran de la mayor importancia, y de las obligaciones de las que él estaba especialmente encargado, debido a la graduación que ostentaba.
La orden de que se prepararan para el combate fue dada a la tripulación. Por lo demás, había poco que hacer, pues la mayor parte de los preparativos previos estaban hechos desde la primera vez que se vieron los dos barcos. Cuando todo estuvo en orden, el navío se puso en movimiento.
Durante este corto espacio de tiempo, el barco del Corsario se mantuvo a una media milla de distancia; en una situación totalmente estática, no pareciendo prestar ninguna atención a los preparativos de guerra del crucero real. Sin embargo cuando se vio que el Dardo cedía a la brisa y aumentaba gradualmente la velocidad de su marcha, y cortaba las olas, levantando pequeñas olas de espuma, la proa del Delfín se desvió de la dirección del viento, la vela de gavia fue desplegada, y se puso a su vez en marcha. El Dardo enarboló entonces en lo más alto de sus mástiles el gran pabellón que había sido bajado durante la entrevista, y que había ondeado triunfalmente en medio de los riesgos y peligros de mil combates; pero ninguna insignia semejante apareció en el barco de su adversario.
El cielo había estado hasta entonces sin nubes durante todo el día, pero como si pareciera que la naturaleza tuviese horror a los proyectos sanguinarios que se forjaban, una masa de nubes, negras y amenazadoras, unía al océano con el firmamento por el lado opuesto a aquél por donde el viento había estado soplando constantemente. Estas señales bien conocidas, y de malos augurios, no escaparon a la vigilancia de los marinos que gobernaban los dos barcos enemigos.
—Tenemos un huracán que se avecina por el oeste —dijo el prudente y experimentado Bignall a su lugarteniente, haciéndole ver los síntomas enojosos—, pero podemos castigar al pirata y ponerlo todo en orden antes de que la tempestad llegue a nosotros ya que esta brisa le pondrá algún obstáculo.
Wilder hizo un signo de aprobación.
—El Corsario no utiliza ni siquiera sus mástiles más pequeños, —dijo— parece desconfiar bastante del tiempo.
—No seguiremos su ejemplo —dijo Bignall—; y le pesará cuando le tengamos bajo el fuego de nuestra batería. ¡Por nuestro rey Jorge! tiene un barco que navega bien. Haga desplegar la vela mayor, señor, para que no llegue la noche antes de que estemos junto a ese bribón.
Se ejecutó esta orden, y el Dardo, cediendo a un nuevo y poderoso impulso, aumentó su velocidad como un ser vivo que siente temor o esperanza. Había acortado la distancia que le separaba de su enemigo, sin que éste hiciera el menor esfuerzo por impedir que obtuviera una ventaja tan importante. Por el contrario, mientras que el Dardo llevaba la misma cantidad de velas, el Delfín, no cesaba de disminuir el número de las suyas más elevadas, tratando de aligerar el peso de lo alto de sus grandes mástiles para garantizar mejor la seguridad del casco del navío Sin embargo Bignall hallaba la distancia que les separaba todavía demasiado considerable para comenzar el combate, mientras que la facilidad con que avanzaba su enemigo amenazaba retardar demasiado tiempo tan importante momento, o de obligarle a llevar tantas velas, que podrían ser embarazosas cuando se encontrara envuelto en una nube de humo y apurado por las dificultades de un combate.
—Le picaremos su amor propio, señor, ya que usted cree que es un hombre de corazón —dijo Bignall a su fiel ayudante—. Dispárele un cañonazo a sotavento, y déle otra prueba de su señor.
La explosión producida por la pieza de artillería y la vista de otros tres pabellones ingleses que fueron rápidamente enarbolados en diferentes partes del Dardo, no parecieron producir la menor sensación a bordo de su enemigo aparentemente insensible. El Delfín continuó su rumbo, ya levantándose con gracia para picar el viento, ya apartándose de su ruta para ponerse a favor de él; al igual que se ve a la marsopla cambiar de dirección para respirar la brisa, mientras que juega perezosamente sobre la superficie del mar.
—No se dejará llevar por ninguno de los medios ordinarios de una guerra leal —dijo Wilder.
—Trate de enviarle una bala.
Un cañonazo llevando una bala salió del costado del barco cercano al Delfín, que se alejaba cada vez más. Se vio al mensajero de hierro saltar sobre la superficie del océano, pasar suavemente de ola en ola, salpicar el agua del mar sobre el barco enemigo al pasar por encima y caer al agua al otro lado, sin causar ningún destrozo. Otras dos balas siguieron a ésta sin obtener del Corsario ninguna señal, ninguna prueba de atención.
—¿Qué quiere decir esto? —dijo Bignall desesperado en su esperar—. ¿Tiene algún sortilegio su barco, dado que nuestros disparos sirven tan sólo para echar unas gotas de agua sobre su borda? Maestro Fid, ¿no puede usted hacer nada por el honor de estos honrados marinos y por el de este pabellón? Háganos oír a su antigua favorita; recuerdo los tiempos en que sus palabras no se perdían en el aire.
—Sí, sí —respondió el complaciente Richard, que en los cambios repentinos de su suerte se hallaba en ese momento encargado de hacer funcionar una pieza de artillería hacia la que demostraba desde mucho tiempo atrás un cariño especial—; la bauticé con el nombre de mistress Whiffle, Su Honor, porque tan sonora era la voz de una como la de la otra. Póngase de lado, y deje a la charlatana Catalina entrar en la conversación.
Richard, que mientras hablaba de esta forma había apuntado con mucha sangre fría, aproximó con su mano el fuego a la mecha, y con notable destreza hizo lo que él llamó atrevidamente un camino recto a través del océano, en la dirección de aquellos que habían sido, hacía poco tiempo, sus compañeros. Como es normal, unos momentos de incertidumbre siguieron a la explosión, y entonces los fragmentos arrancados que se vieron saltar por los aires anunciaron que la bala había atravesado algunas maderas del Delfín. El efecto que produjo sobre el navío del Corsario fue repentino y casi mágico. Una larga franja de lona blanca que había sido extendida con mucho arte desde proa hasta popa desapareció tan rápidamente como un pájaro plegaría sus alas, dejando en su lugar un ancho cinturón de color rojo sangre, cubierto por la artillería del barco. Al mismo tiempo un pabellón del mismo color siniestro se elevó por su popa, y después de ser agitado un instante con aire sombrío y amenazador, fue izado a lo más alto del mástil.
—¡Ahora te reconozco, bribón! —gritó Bignall—. ¡Mire!, se ha desenmascarado, y muestra ese color de sangre por el que ha recibido su nombre. ¡A vuestros cañones, amigos míos!, el pirata comienza a tomar la cosa en serio.
Hablaba todavía cuando una llamarada brilló en toda esa línea roja que era tan apropiada para inspirar el terror a unos marineros supersticiosos, y se oyó a continuación la explosión simultánea de una docena de grandes cañones. Este paso súbito de inatención e indiferencia a un acto de hostilidad tan audaz y preciso, produjo gran impresión en los corazones más valientes que se encontraban a bordo del crucero real. Durante el intervalo momentáneo de la espera, cada uno permaneció inmóvil, prestando la más profunda atención, y se oyó silbar la lluvia de hierro que llegaba por los aires. Poco después el crujido de las maderas atravesadas, los gritos de algunos heridos, el ruido de los maderos arrancados, y los fragmentos de madera y de las cuerdas saltando por los aires, proclamaron con aquella destreza esta descarga fatal que les había sido dirigida. Pero la sorpresa y la confusión que siguieron no duró nada más que un instante. Los ingleses dieron grandes gritos, recuperaron todo su valor, y volviendo en sí, respondieron violentamente a este ataque.
Siguió el cañoneo habitual y regular de un combate naval. Con el propósito de acelerar los acontecimientos para llegar al fin, los dos barcos se aproximaban insensiblemente uno al otro, y al cabo de unos instantes las dos nubes de humo blanco que se elevaban en torno a los mástiles de cada navío no formaron nada más que uno, indicando el lugar solitario de un combate encarnizado, en medio de un paraje de tranquilidad perfecta. Las descargas de artillería eran apasionadas y se sucedían sin interrupción.
El ruido y la agitación de esta escena hicieron pronto hervir en las venas del viejo Bignall esa sangre que la edad empezaba a hacer circular más lentamente.
—El bribón no ha olvidado su oficio —gritó cuando las pruebas de la habilidad de su enemigo se manifestaron evidentemente por las velas deshilachadas, las cuerdas rotas, las vergas dañadas y los mástiles inseguros de su propio barco—. Si tuviera en su poder una misión imposible del rey, se le podría llamar héroe.
—Mire —dijo Wilder—, las velas golpean ya contra los mástiles, como si fueran jirones colgados. Las explosiones de la artillería han abatido el viento.
—¡Escuche! —gritó Bignall cuya experiencia era más consumada—, la artillería del cielo zumba todavía más que la nuestra; la tempestad que esperaba ha llegado. A babor el timón en seguida, señor; a babor el timón, le digo.
Pero, el movimiento lento del barco no respondía a la impaciencia del que daba esta orden y de aquellos que la ejecutaban, y no se prestaba a la maniobra con la rapidez que exigía la necesidad del momento. No obstante, los marineros que estaban en la batería continuaban su fuego mortal. El ruido de los cañones se oía sin interrupción y era atolondrador, aunque había momentos en que el ruido siniestro del trueno resonaba de tal manera que hacía todo lo demás despreciable. Un rayo vivo y brillante penetró a través de las nubes espesas que rodeaban por encima al barco de forma extraordinaria, seguido de un trueno, después del cual la explosión simultánea de cincuenta cañones no hubiera parecido casi nada.
—¡Llame a los nuestros de las baterías! —gritó Bignall con ese tono retenido en el que la tranquilidad forzada y poco natural producía una profunda impresión—. ¡Llámeles en seguida, señor, y haga que se replieguen las velas!
Wilder, más sorprendido por la súbita llegada y por la evidencia de la tempestad, que por un lenguaje al que estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo, tardó poco en dar una orden que parecía tan urgente.
—¡Apresúrense, compañeros! —gritó Bignall en la situación peligrosa en que se encontraba su barco—; ¡plieguen las velas, pliéguenlas todas; no dejen al viento ni un solo guiñapo! ¡Por el cielo! ¡señor Wilder, ese viento no es un juego; dé ánimos a los nuestros en el trabajo; hábleles, señor, hábleles!
—¡Plegad las velas! —gritó Wilder—. Si es demasiado tarde cortadlas. Valeos del cuchillo y de los dientes. ¡Bajad todos! ¡Rápido! ¡Bajad! ¡Va en ello la vida!
Había en la voz del lugarteniente algo que a la tripulación le parecía sobrenatural. Este, recientemente había visto una calamidad parecida a la que en esos momentos les amenazaba, por lo que ese recuerdo daba quizás a su voz un acento de horror. Descendieron rápidamente unos veinte marineros a través de una nube de humo tan espesa que parecía que podría cogerse con las manos. Podría decirse que una banda de pájaros volaban para llegar a su nido. La precipitación de ellos no fue sin embargo inútil. Privado de todos sus aparejos, y tambaleándose ya, por lo muy dañados que estaban los mástiles más altos que se encontraban demasiado cargados, cedieron al furor del huracán, cayeron consecutivamente, y no quedaron en pie nada más que los tres mástiles más grandes, pero desnudos y casi inútiles. Casi todos los que estaban subidos en los aparejos bajaron a cubierta con el tiempo suficiente para ponerse a salvo; sin embargo, hubo algunos demasiado obstinados, o todavía demasiado sorprendidos por el combate para oír las advertencias de su lugarteniente. Se vieron a éstos víctimas de su obstinación flotando un instante sobre la superficie de las olas, enganchándose a los trozos rotos de los mástiles, mientras que el Dardo, rodeado de una nube de espuma e impulsado por un viento impetuoso, se fue alejando con una rapidez que le hizo perder de vista pronto a estos individuos y a sus miserias.
Afortunadamente la lucha con los elementos fue de corta duración. Las olas del huracán les llevaron muy lejos, dejando a los vientos alisios reemprender su rumbo ordinario; y como la influencia de estos vientos combatía el impulso dado a las olas por el huracán, el mar parecía entonces más tranquilo que agitado.
Pero en tanto que un peligro desaparecía a lo lejos de los marinos del Dardo, otro, que no era menos terrible, atraía profundamente su atención. El barco del Corsario había desplegado ya varias de sus grandes velas; y como el retorno de la brisa le daba la ventaja del viento, su acercamiento era rápido e inevitable.
—¡Por el cielo! señor Arca, toda la suerte es para los bribones hoy día —dijo el veterano cuando se dio cuenta de las maniobras del Delfín para reanudar, probablemente, el ataque—. Vuelva a enviar a los nuestros a las baterías, señor, y que preparen sus cañones, pues seguramente tendremos que vérnosla con esos bribones nuevamente.
—¡Fuego!, ¡compañeros, fuego! ¡Sacad a esos miserables de sus baterías! ¡Hacedles saber que es peligroso aproximarse a un león, incluso cuando está herido!
Una nueva descarga salió al mismo tiempo del Dardo, para hacer olvidar al Corsario las intenciones optimistas que pudiera haber concebido. El Delfín recibió esta lluvia de hierro mientras avanzaba, y desvió hábilmente su rumbo, para impedir que se repitiera. Fue a colocarse a continuación frente a la proa del crucero del rey, casi indefenso, y se oyó sobre su borda una voz ronca ordenar al comandante del Dardo que bajasen el pabellón.
—¡Venid, malvados!, ¡venid! —gritó Bignall inflamado de cólera—: ¡que vuestras propias manos traten de realizar esa orden!
El barco lleno de gracias, como si hubiera sido sensible al sarcasmo del enemigo, picó el viento todavía más, y soltó una andanada hacia la popa del Dardo, con fuego graneado, y con una destreza tranquila y fatal, contra la parte menos defendida de este barco. Se oyó al mismo tiempo un crujido parecido al que produce el choque de dos cuerpos pesados, y se vio a unos cincuenta rostros bárbaros entrar en la escena de la matanza con las armas necesarias para un combate cuerpo a cuerpo. El impacto de una andanada disparada tan de cerca, y con efecto tan fatal, paralizó por un momento los trabajos de los defensores del Dardo; pero cuando Bignall y su lugarteniente vieron los sombríos rostros salir del humo en su propia cubierta, llamaron a los suyos que no habían perdido en absoluto sus fuerzas; a la cabeza de un pequeño grupo, se precipitaron por los dos lados de la galería para detener el torrente que se les echaba encima. El primer encuentro fue terrible y mortal, y los dos bandos retrocedieron algunos pasos para esperar refuerzos y tomar aliento.
—¡Venid, bandidos!, ¡venid, asesinos! —gritó el intrépido veterano que estaba a la cabeza de su pequeño grupo, y que se distinguía por los cabellos canosos que flotaban sobre su cabeza desnuda—; ¡malvados, habéis de saber que el cielo está de parte de la justicia!
Los piratas que tenía en frente, hicieron un movimiento repentino y se entreabrieron. Se vio entonces salir una llamarada de los costados del Delfín, llevando en su centro un centenar de instrumentos mortales que pasaron a través de una parte vacía. Bignall blandía también la espada sobre su cabeza con furor, y se le oyó gritar hasta que la voz murió en su garganta:
—¡Adelante!, ¡miserables, venid! ¡Henry! ¡Henry! ¡Oh Dios!
Cayó como un árbol que se corta, y, murió, sin saber cómo terminaría esta misión para la que había trabajado durante toda una vida pasada entre fatigas y peligros. Hasta entonces, Wilder mantuvo su posición sobre el puente aunque sitiado por un grupo tan intrépido y tan osado como el suyo; pero en este momento de tan terrible confusión, se oyó elevarse en la pelea una voz que hizo vibrar todos sus nervios, y que pareció incluso ejercer su poderosa influencia en el espíritu de los defensores del Dardo.
—¡Sitio!, ¡hacedme sitio! —gritaba con voz sonora, retumbante y llena de autoridad—; dejadme pasar, y seguidme: ninguna otra mano que no sea la mía bajará ese orgulloso pabellón.
—¡Valor!, ¡amigos míos, manteneos firmes! —gritó Wilder por su parte. Los gritos, los juramentos, las imprecaciones y los gemidos formaban el acompañamiento de este terrible combate, que se libraba con demasiada violencia para que pudiese durar mucho tiempo. Wilder vio con desesperación que su gente no podría resistir al número y la impetuosidad de los asaltantes, pero no cesó ni un momento de animarlos con su voz y de estimularlos con su ejemplo.
Vio caer a sus pies, uno tras otro, gran número de los que combatían con él, y se encontró finalmente rechazado hasta el extremo opuesto del puente. Allí, reunió a un pequeño grupo que atacó varias veces en vano.
—¡Ah! —gritó una voz que reconoció—, ¡muerte a todos los traidores! ¡Abríos paso entre ellos, mis valientes!, ¡ensartarle como si fuera un perro! ¡Arrojad una alabarda al héroe que le atraviese el corazón!
—¡Cállese, charlatán! —replicó la voz firme del valiente Richard—; aquí tiene a un blanco y a un negro a su servicio, si tiene necesidad de un asador.
—¡Otros dos de la misma banda! —prosiguió el general levantando su sable para dar al que hablaba un sablazo que hubiera terminado con sus días.
Un cuerpo negro y medio desnudo, avanzó para recibir la hoja que descendía, y que cayó sobre el mango de una lanza, a la que cortó como si hubiera sido una caña. Aunque se encontró sin defensa, Escipión no se asustó; se abrió paso para llegar ante Wilder, y con el cuerpo desnudo hasta la cintura, combatió sin otra arma que sus brazos nervudos, menospreciando los golpes de toda clase con su cuerpo atlético sin defensa.
—¡Duro, Guinea! —gritó Fid, golpeando a derecha y a izquierda—; aquí hay alguien que te ayudará, cuando haga tragar su ponche a ese borracho soldado de marina.
Las exhibiciones y la ciencia del desgraciado general no le valieron en ese momento para nada contra un sablazo de Richard que, cayendo sobre su armadura defensiva, atravesó su casco y le rajó la cabeza hasta la mandíbula.
—¡Atrás, asesinos! —gritó Wilder que vio cómo abundantes golpes se dirigían hacia el cuerpo indefenso del negro que continuaba combatiendo— ¡atacad hacia este lado, y no ataquéis a un hombre desarmado!
La vista de nuestro aventurero se nubló cuando vio caer al negro, arrastrando en su caída a dos de los que le atacaban; y en ese momento una voz tan fuerte como la emoción que le podía causar tal escena gritó casi a su oído.
—¡El combate ha terminado! Cualquiera que dé un golpe más será mi enemigo.